El vestido violeta

Edie y Valentina estaban cosiendo en el taller de Edie. Era el sábado antes de Navidad; Julia había ido al centro con Jack para ayudarlo a hacer las compras. Valentina prendía con alfileres el patrón de un vestido a una pieza de seda morada, procurando aprovechar al máximo la tela. Quería hacer dos vestidos idénticos, y no estaba segura de haber comprado suficiente seda.

—Muy bien —dijo Edie.

El sol de la tarde caldeaba la habitación y estaba un poco soñolienta. Ofreció a Valentina sus mejores tijeras y miró cómo el acero cortaba la fina tela. «Qué sonido tan fabuloso, el de las hojas moviéndose a la vez». Valentina le dio las piezas del patrón y Edie empezó a transferir las líneas al tejido. Juntas, iban desplazando la pieza de seda, trabajando en armonía gracias a una larga costumbre. Una vez que la tela estuvo marcada, separada del patrón y vuelta a prender con alfileres sin el patrón, Valentina se sentó a la máquina y, con cuidado, cosió el primer vestido mientras Edie empezaba a prender con alfileres y cortar el segundo.

—Mira, mamá. —La gemela se levantó y sostuvo la parte delantera del vestido sobre su pecho. La electricidad estática le ciñó la falda con un crujido. La prenda aún no tenía mangas y las costuras estaban sin pulir; Edie pensó que parecía un disfraz de hada de comedia musical navideña.

—Pareces la Cenicienta —observó.

—Ah, ¿sí? —Valentina se puso delante del espejo y sonrió a su reflejo—. Me gusta este color.

—Te sienta bien.

—Julia lo prefería rosa.

Su madre frunció el entrecejo.

—Habríais parecido dos bailarinas de doce años. Podríamos haber hecho el suyo rosa.

Valentina observó a su madre y luego desvió la mirada.

—No valía la pena. Julia quería que fueran iguales.

—Me gustaría que le plantaras cara más a menudo, cariño.

La chica apartó el vestido y se sentó a la máquina de coser. Empezó a confeccionar las mangas.

—¿A ti Elspeth te mandaba? ¿O la mandabas tú a ella?

Edie vaciló.

—Nosotras no… no teníamos esa relación. —Puso la segunda prenda encima de la mesa para pasar la rueda de trazado por las líneas de las costuras—. Lo hacíamos todo juntas. No nos gustaba estar solas. Todavía la echo de menos.

Valentina se quedó quieta, esperando a que su madre continuara. Pero ésta cambió de tema.

—Enviadme fotografías del piso, ¿vale? Supongo que habrá muchos muebles de mis padres; a Elspeth le encantaban esos muebles Victorianos tan pesados.

—Vale. —Se dio la vuelta en la silla y añadió—: Preferiría quedarme aquí.

—Ya lo sé. Pero tu padre tiene razón: no podéis quedaros en casa para siempre.

—No pensaba hacerlo.

—Estupendo —contestó Edie con una sonrisa—. Aunque bien mirado… sí, me gustaría poder quedarme en esta habitación para siempre, cosiendo.

—Eso suena a cuento de hadas.

Valentina soltó una risita.

—Soy Rumpelstiltskin.

—Nada de eso —replicó su madre. Dejó las piezas del vestido, se plantó detrás de Valentina y le puso ambas manos sobre los hombros. Se inclinó sobre ella y la besó en la frente—. Tú eres la princesa.

La muchacha levantó la cabeza y vio sonreír a su madre del revés.

—Ah, ¿sí?

—Pues claro. Siempre.

—Entonces, ¿seremos felices y comeremos perdices?

—Seguro.

—Vale. —Y tuvo un momento de agudeza, la conciencia de la formación de un recuerdo. «¿Seremos felices y comeremos perdices? Seguro».

Edie volvió a ocuparse del otro vestido y Valentina terminó la primera manga. Cuando Jack y Julia llegaron a casa, Valentina llevaba puesto el vestido violeta y Edie estaba agachada delante de ella, con unos alfileres en los labios, sujetando el dobladillo de la falda. La muchacha se esforzaba por permanecer quieta; le daban ganas de girar y hacer revolotear el vestido como una atracción de feria. «Me lo pondré para ir al palacio —pensó—, cuando el príncipe me invite al baile».

—¿Puedo probármelo? —preguntó Julia.

—No —respondió su madre con los alfileres en la boca, antes de que Valentina pudiera contestar—. Éste es de tu hermana. Vuelve más tarde.

—Vale —accedió Julia; se dio la vuelta y se dispuso a envolver los regalos que había comprado Jack.

—¿Lo ves? —le dijo Edie a su otra hija—. Sólo tienes que abrir la boca y decir «No».

—Vale —repuso la joven. Giró sobre sí misma y el vestido revoloteó. Su madre soltó una carcajada.