Elspeth Noblin ya llevaba muerta casi un año y todavía no conocía las normas.
Al principio se había limitado a deambular por su piso. Tenía poca energía y dedicaba gran parte del tiempo a contemplar los que habían sido sus objetos personales. Se dormía y despertaba horas, quizá días más tarde (no lo sabía, no importaba). No tenía forma, y pasaba tardes enteras rodando por el suelo, de un rectángulo de luz a otro, dejando que el sol le calentara cada partícula como si fuera de aire, para ascender y caer luego, calentada y enfriada.
Descubrió que podía meterse en espacios pequeños, y eso la llevó a su primer experimento. Su escritorio tenía un cajón que nunca había conseguido abrir. Debía de estar atascado, porque la llave que abría los otros no servía para el cajón inferior del lado izquierdo. Era una lástima; habría resultado muy útil para guardar carpetas. Elspeth se coló dentro por el agujero de la cerradura y se llevó una pequeña decepción al encontrarlo vacío. Sin embargo, se sintió a gusto en el interior del cajón. Estar comprimida en un espacio de medio metro cúbico le proporcionaba una solidez a la que pronto se volvió adicta. Todavía no percibía partes del cuerpo independientes, pero, cuando se metía en el cajón, notaba sensaciones parecidas al tacto, comparables a la del roce del cabello sobre la piel, de la lengua contra los dientes. Empezó a quedarse largos períodos en el cajón para dormir, reflexionar o tranquilizarse. «Es como volver al vientre materno», pensaba, y era feliz sintiéndose contenida.
Una mañana se vio los pies. Apenas se distinguían, pero los reconoció y se alegró mucho. Después le pasó lo mismo con las manos, los brazos, los pechos, las caderas y el torso, y por último se notó la cabeza y el cuello. Era el cuerpo con el que había muerto, flaco y con pinchazos de aguja y con la herida del catéter, pero se alegraba tanto de verlo que durante un tiempo no le importó. Poco a poco fue cobrando opacidad; es decir, ella se veía cada vez más nítidamente, aunque para Robert seguía siendo invisible.
Él pasaba mucho tiempo en el piso de Elspeth, liquidando los asuntos de ella, paseándose y tocando los objetos, tumbándose en la cama, aferrado a alguna prenda de ropa suya. Ella se preocupaba por él. Lo veía delgado, enfermo, deprimido. «No quiero presenciar esto», pensaba. Tan pronto sentía la necesidad de hacerle notar su presencia como decidía dejarlo en paz. «Si sabe que estás aquí, nunca lo superará —se decía—. Aunque de todas formas no lo está superando».
A veces lo tocaba y era como si a él lo afectara una corriente de aire helado; Elspeth veía cómo se le ponía la piel de gallina cuando le pasaba las manos por el cuerpo. Lo notaba caliente. Ella ya sólo notaba el calor y el frío. No distinguía lo áspero de lo suave, lo blando de lo duro. Tampoco tenía sentido del gusto ni del olfato. La perseguía la música: le parecía oír canciones que le habían gustado y también canciones que había odiado, o en las que apenas se había fijado. Resultaba imposible librarse de ellas. Eran como una radio con el volumen bajo en el piso de los vecinos.
Le gustaba cerrar los ojos y acariciarse la cara. Sus manos tenían sustancia, pese a que atravesaba los objetos como si pasara por delante de una pantalla sobre la que se proyectara una película. Ya no necesitaba lavarse, vestirse ni maquillarse: pensar en su jersey o en su vestido favorito bastaba para que se encontrara con él puesto. No le crecía el cabello, algo que la disgustaba mucho. Había sido muy duro verlo caer a puñados, y cuando había empezado a crecerle de nuevo parecía el de otra persona, plateado en lugar de rubio. Cuando se pasaba una mano por la cabeza lo notaba áspero.
Su figura ya no se reflejaba en los espejos. Eso la ponía muy nerviosa; ya se sentía insignificante, y no verse la cara la sumía en la soledad. A veces se plantaba en el recibidor y se miraba en los diferentes espejos, pero lo máximo que alcanzaba a ver era un indicio oscuro y borroso, como si alguien hubiera empezado a dibujar en el aire con carboncillo y lo hubiera borrado parcialmente. Podía estirar los brazos y verse las manos con bastante claridad; también doblarse por la cintura para mirarse los pies, bien calzados. Pero su cara la esquivaba.
Ser un fantasma consistía casi siempre en eso: la obligaba a cebarse en cuanto la rodeaba. Ya no poseía nada. Tenía que obtener el placer en las acciones de los otros, en la capacidad ajena para mover objetos, consumir alimentos, respirar.
Elspeth estaba ansiosa por hacer ruido. Pero Robert no podía oírla, ni siquiera cuando ella se ponía a unos centímetros de él y gritaba. Llegó a la conclusión de que no tenía nada con que producir sonidos: sus etéreas cuerdas vocales no estaban por la labor. Así que se centró en mover cosas.
Al principio, los enseres permanecían indiferentes. Elspeth hacía acopio de toda su sustancia y rabia antes de lanzarse contra un cojín del sofá o un libro, pero no pasaba nada. Intentaba abrir puertas, hacer temblar tazas de té, parar relojes. Los resultados eran imperceptibles. Decidió economizar y empezó a probar con efectos muy pequeños. Un día triunfó sobre un sujetapapeles. A fuerza de tirar y empujar con paciencia consiguió desplazarlo un centímetro en el transcurso de una hora. Entonces comprendió que no era un ser insignificante: si se esforzaba lo suficiente, podía influir en lo que la rodeaba. Decidió practicar todos los días. Al final, Elspeth consiguió empujar el sujetapapeles hasta hacerlo caer del escritorio. Podía agitar las cortinas y retorcerle los bigotes al armiño disecado que había encima del escritorio. Empezó a entrenarse con los interruptores de la luz. Logró que una puerta se abriera unos centímetros, como si entrara una corriente de aire en la habitación. Consiguió pasar las páginas de un libro, lo cual le produjo una gran alegría. La lectura había sido su gran afición y podía volver a permitírsela, siempre que el ejemplar en cuestión hubiera quedado abierto. Empezó a trabajar en sacar los volúmenes de las estanterías.
Así como los objetos eran incorpóreos para Elspeth, o ella lo era para ellos, las paredes del piso constituían barreras infranqueables y no podía atravesarlas. Al principio no le importó. Temía que, si salía, el viento o la lluvia pudieran dispersarla. Pero al final se impacientó. Si su territorio hubiera incluido el piso de Robert, se habría conformado. Intentó repetidamente atravesar el suelo, pero sólo consiguió acabar en una especie de charco, como la Malvada Bruja del Oeste. También fracasaron sus intentos de deslizarse por debajo de la puerta principal y salir al rellano. Oía a Robert en su apartamento, duchándose, hablando con el televisor, poniendo discos de Arcade Fire. Esos sonidos la llenaban de autocompasión y resentimiento.
Las ventanas y puertas abiertas eran tentadoras pero inútiles. Cuando trataba de pasar por ellas, se dispersaba; perdía la forma, aunque seguía estando en el piso.
Se preguntaba: «¿Por qué? ¿Para qué sirve todo esto? Entiendo la lógica del cielo y el infierno, de la recompensa y el castigo, pero, esto es el limbo, ¿qué sentido tiene? ¿Qué se supone que estoy aprendiendo del equivalente espiritual al arresto domiciliario? ¿Acaso todos los difuntos están obligados a deambular por su antiguo hogar? En ese caso, ¿dónde están las otras personas que vivieron aquí antes que yo? ¿Será esto un descuido de las autoridades celestiales?».
Elspeth siempre había sido poco estricta respecto a la religión. Se consideraba miembro de la Iglesia anglicana, más o menos como todos los de su generación: suponía que creía en Dios, pero no consideraba adecuado hacer alarde de ello. Casi nunca pisaba una iglesia salvo para asistir a bodas y entierros; en retrospectiva, se sentía aun más negligente porque St. Michael’s estaba justo al lado de Vautravers. «Me gustaría recordar mi funeral». Debía de haberse celebrado mientras ella rodaba por el suelo de su piso como una neblina amorfa. Elspeth se preguntaba si debería haberse tomado más en serio a Dios. Se preguntaba si iba a quedar atrapada en su piso por toda la eternidad. Se preguntaba si un muerto podía suicidarse.