Londres se achicharraba bajo un despejado cielo de julio. Tumbado en una decrépita tumbona de mimbre en el jardín trasero de Jessica Bates, con un vaso de gin-tonic que le sudaba en la mano, Robert veía cómo los nietos de Jessica se preparaban para jugar al croquet. Era domingo por la tarde. Robert tenía la vaga impresión de encontrarse en el lugar equivocado, pues lo normal habría sido que Jessica y él hubieran estado en el cementerio. En un domingo tan precioso como aquél, habría montones de turistas concentrados frente a las puertas, provistos de cámaras fotográficas y protestando por las normas que exigían un atuendo correcto y prohibían entrar con botellas de agua. Se quejarían de las cinco libras que costaba la visita e insistirían en vano en que querían pasar con cochecitos y niños menores de ocho años. Pero ese día, casualmente, había guías de sobra, y Edward había sido tajante al mandarlos a casa tanto a Jessica como a él: «Divertíos, no os necesitamos, ni se os ocurra pensar en nosotros». Así que Jessica, que tenía ochenta y cuatro años y era incapaz de dedicar tiempo al ocio, estaba en la cocina preparando una comida para doce personas; y Robert (que se había ofrecido a ayudar y al que habían acompañado fuera con firmeza) estaba tumbado mirando cómo los niños clavaban los aros y la estaca en el suelo.
La hierba estaba demasiado alta para jugar al croquet, pero a nadie parecía importarle.
—Quería comprar unas ovejas para que se comieran la hierba, pero Jessica no me dejó —comentó James Bates, el marido de Jessica, sentado en su tumbona y tapado con una manta fina.
Solo de mirarlo, Robert se acaloraba aún más. Era un hombre alto y decidido, pese a que se había encogido con la edad y le temblaba un poco la voz, de timbre suave. Llevaba unas gafas enormes que le ampliaban los ojos. Había sido director de colegio y ahora trabajaba de archivero en el cementerio.
James contemplaba con cariño a sus nietos, que discutían por las reglas de juego e intentaban formar equipos. Le habría encantado levantarse de la tumbona, cruzar el jardín y jugar con ellos, pero tenía huesos frágiles. Soltó un suspiro y bajó la vista hacia el libro de crucigramas que tenía en el regazo.
—Éste es muy ingenioso —comentó, mostrándole la página a Robert—. Todas las pistas son ecuaciones matemáticas; luego traduces las respuestas a letras y lo rellenas.
—Uf. ¿Es de Martin?
—Sí, me lo regaló por Navidad.
—Qué tío más sádico.
Los niños habían formado un corro alrededor del primer aro y empezaron a golpear las bolas de colores para hacerlas pasar por él. Los mayores esperaron con paciencia a que la niña más pequeña golpeara su bola.
—Muy bien, Nell —dijo el chico más alto.
James señaló con el bolígrafo a Robert.
—¿Cómo va lo de la herencia de Elspeth? —le preguntó.
Surgió una pequeña disputa entre dos primos que no se ponían de acuerdo sobre si una bola había salido o no de los límites. Robert rescató a Elspeth de su memoria; siempre estaba ahí, a mano.
—Roche ha escrito a las gemelas. La hermana de Elspeth amenazaba con impugnar el testamento, pero creo que Roche la ha convencido de que perdería. Este afán por litigar debe de ser típicamente estadounidense.
—Es curioso que Elspeth nunca mencionara que tenía una hermana gemela. —James sonrió—. Me cuesta imaginar a otra como ella.
—Sí… —Robert siguió mirando a los niños que, circunspectos, continuaban golpeando las bolas por el césped—. Elspeth decía que no se parecían mucho en carácter. No soportaba que la confundieran con Edie. Un día que estábamos en Marks & Spencer, se le acercó una mujer y se puso a hablar con ella, y resultó que era la madre de un chico que había salido con Edie. Elspeth estuvo muy desagradable con ella. La señora se marchó indignada y Elspeth se quedó mirándola altiva, como esas ranas brasileñas que se inflan y escupen a los animales que pretenden comérselas.
James rió.
—Sí, para lo menuda que era, tenía mucho genio.
—Muchas veces la llevaba en brazos. En una ocasión la llevé en brazos por todo Hampstead Heath porque se le había roto un tacón.
—Sí, llevaba unos tacones altísimos.
Robert suspiró y pensó en el vestidor de Elspeth, que parecía un improvisado museo del calzado. No hacía mucho, Robert había pasado parte de una tarde tumbado en el suelo del vestidor, acariciando aquellos zapatos y masturbándose. Se ruborizó.
—No sé qué hacer con sus cosas.
—Supongo que no tienes por qué hacer nada; cuando lleguen las gemelas, ya se encargarán ellas.
—Pero quizá decidan tirarlas.
—Es verdad. —James cambió de postura en la tumbona. Le dolía la espalda. Se preguntó por qué Elspeth habría dejado todas sus pertenencias a esas chicas, que podían presentarse allí y arrojarlas a la basura—. ¿Las conoces?
—No. Es más, Elspeth tampoco las conocía. Ella y su hermana no se hablaban desde que Edie se fugó con el novio de Elspeth. —Robert frunció el entrecejo—. La verdad, es un testamento muy raro. Las gemelas heredan casi todo su patrimonio, pero sólo cuando cumplan los veintiuno, a finales de este año. Y sólo recibirán el piso si sus padres no ponen un pie en él.
—Un gesto un poco vengativo, ¿no crees? ¿Cómo esperaba que hicieras cumplir su voluntad?
—Sí, bueno, es que no soportaba la idea de que Edie o Jack tocaran nada suyo. Pero sabía que no era práctico.
James sonrió.
—Típico de Elspeth. Pero entonces, ¿por qué se lo legó a las chicas? ¿Por qué no a ti?
—A mí me dejó lo que me importaba. —Robert dejó vagar la vista hacia el fondo del jardín—. Era muy reservada respecto a sus sobrinas. Creo que sentía debilidad por ellas porque son gemelas; le gustaba el papel de «tía Elspeth», pese a que ni siquiera les enviaba una tarjeta por su cumpleaños. Lo que la atraía era la extravagancia, ¿me explico? Esto alterará por completo sus vidas, las arrancará del regazo de sus padres y las lanzará de lleno en el mundo de Elspeth. Lo que nadie sabe es cómo reaccionarán ellas.
—Es una pena que Elspeth no llegara a conocerlas.
—Ya.
A Robert no le apetecía seguir hablando del testamento. El partido de croquet estaba degenerando en batalla campal. Los niños pequeños utilizaban los mazos como espadas, y las niñas se pasaban la bola de Nell mientras ésta daba saltitos para intentar recuperarla. Sólo los dos niños mayores seguían golpeando las bolas obstinadamente para hacerlas pasar por los aros. Entonces Jessica salió al jardín, vio el caos que se había montado y se quedó con los brazos en jarras, componiendo la viva imagen de la indignación.
—¡Pero bueno! —exclamó—. ¿Qué es esto?
Jessica tenía una voz que ascendía y descendía como una cometa. Al instante, los niños se quedaron cohibidos, como gatos que acabaran de caerse con torpeza de algún sitio y se sentaran a lamerse el pelaje fingiendo que no había pasado nada. Jessica se acercó caminando con cuidado a Robert y James. Dos amigas suyas se habían roto la cadera hacía poco, y de momento había modificado su costumbre de caminar a grandes zancadas y con audacia. Arrastró una silla y se sentó junto a James.
—¿Cómo va la comida? —preguntó él.
—Todavía tardará un poco. El pollo se está asando.
Jessica se secó la frente con un pañuelo. Robert pensó que con aquel calor no iba a poder comer pollo asado. Se aplicó el vaso, lleno de hielo casi derretido, a la mejilla. Jessica lo miró de arriba abajo y dijo:
—No tienes buen aspecto.
—Es que no he dormido.
—Hum —dijeron ambos ancianos a la vez, y se miraron.
—¿Cómo es eso? —preguntó ella.
Robert desvió la mirada. Los niños volvían a jugar. La mayoría estaban apiñados alrededor de la estaca del centro, aunque Nell intentaba darle a una bola que había quedado atrapada en un macizo de lirios golpeando las flores, que salían volando. Robert miró a Jessica y James, que lo observaban con inquietud.
—¿Creéis en fantasmas? —les preguntó.
—Pues claro que no —respondió ella—. Eso son bobadas.
James sonrió y contempló el crucigrama de Martin que tenía en el regazo.
—Bueno, claro. Ya sé que no creéis en fantasmas. —En el pasado, el cementerio de Highgate había sido objeto de la atención de para-psicólogos y satanistas. Jessica dedicaba mucho tiempo a disuadir a programas de televisión japoneses y entusiastas de lo sobrenatural de que fomentaran la imagen de Highgate como una especie de Disneylandia de los cementerios encantados—. Pero es que… entro en el piso de Elspeth y… y tengo la sensación de que ella está allí.
Jessica torció el gesto, como si Robert hubiera hecho una broma subida de tono. James levantó la cabeza.
—¿A qué sensación te refieres? —preguntó, curioso.
Robert reflexionó.
—Es algo intangible. Pero, por ejemplo, pasa algo muy raro con la temperatura de su apartamento. Estoy sentado a su escritorio, revisando papeles, y de pronto noto mucho frío en determinada parte del cuerpo. Tengo la mano helada, y luego el frío me sube por el brazo. O por la nuca… —Hizo una pausa y se quedó mirando su bebida—. Y las cosas se mueven. Son movimientos casi imperceptibles: las cortinas, los lápices. Detecto movimiento en mi campo de visión periférica. Encuentro cosas cambiadas de sitio. Un día, un libro que estaba encima del escritorio se cayó al suelo… —Vio a James negando con la cabeza mientras miraba a Jessica, que se tapó la boca con una mano—. Vale, no importa.
—Te estamos escuchando, Robert —aseguró la anciana.
—Sólo digo disparates, ya lo sé.
—Tal vez. Pero si así te sientes mejor…
—No, no me siento mejor.
—Ah.
Se quedaron los tres callados.
—Una vez vi un fantasma —dijo James.
Robert miró a Jessica: su expresión era de resignación, sonreía con un lado de la boca y tenía los ojos entornados.
—¿Viste un fantasma? —se extrañó Robert.
—Eso he dicho. —James se rebulló en la silla; Jessica se inclinó hacia delante y le colocó bien el almohadón que tenía en los riñones—. Era pequeño, sólo tenía seis años. Veamos, debió de ser en mil novecientos diecisiete. Me crié en las afueras de Cambridge, y la casa donde vivía mi familia había sido una posada que se remontaba a mediados del siglo dieciocho. Era muy grande y había muchas corrientes de aire; se erigía aislada junto a una encrucijada. No utilizábamos el primer piso: todos los dormitorios, hasta el de la sirvienta, estaban en la planta baja.
»Mi padre era profesor universitario de St. John’s. Recibíamos muchas visitas, y a veces se quedaban a pasar unos días. Normalmente había habitaciones suficientes para alojar a todo el mundo, pero esa vez debía de haber más invitados de lo habitual, porque a mi hermano menor, Samuel, lo pusieron a dormir en uno de los dormitorios que no se utilizaban, en el primer piso. —James sonrió para sí—. Sam era un tipo duro, en general; pero se pasó la noche chillando, hasta que mi madre subió y se lo llevó a su habitación.
—No sabía que tuvieras un hermano —dijo Robert.
—Murió en la guerra.
—Ah.
—Así que, al día siguiente, me mandaron a mí a dormir al primer piso…
—Espera. ¿Os contó Sam por qué chillaba?
—Sólo tenía cuatro años y, como cabía esperar, me burlé de él, así que no quiso decirnos nada. Al menos, eso es lo que recuerdo. Bueno, pues me mandaron a dormir arriba. Recuerdo que estaba allí tumbado con la manta hasta la barbilla, que mi madre me dio un beso de buenas noches y me quedé a oscuras, sin saber qué cosa terrible podía salir del ropero y estrangularme…
Jessica sonrió. Robert discurrió que quizá fuera la morbosa imaginación de los niños lo que la hacía sonreír.
—¿Y qué pasó?
—Me quedé dormido. Pero me desperté al cabo de un rato. La luz de la luna entraba por la ventana y las sombras de las ramas de un árbol se proyectaban sobre mi cama, suavemente agitadas por el viento.
—¿Y entonces viste al fantasma?
James rió.
—Amigo mío, las ramas eran el fantasma. No había ningún árbol en cien metros a la redonda. Los habían cortado todos años atrás. Vi el fantasma de un árbol.
Robert caviló un momento.
—Una historia muy comedida. Creía que ibas a hablarnos de demonios necrófagos.
—Pues ya ves. Creo que, si existen, los fantasmas deben de ser más bellos y sorprendentes de lo que sugieren esos cuentos.
Mientras James hablaba, Robert miró a Jessica. Ésta observaba a su marido con una expresión que combinaba paciencia, admiración y algo muy íntimo que a Robert le pareció la destilación de una vida entera de matrimonio. De pronto sintió la necesidad de estar a solas.
—¿Tienes ibuprofeno? —le preguntó a Jessica—. Me parece que este sol me ha dado dolor de cabeza.
—Claro, voy a buscártelo.
—No, no —dijo él, y se levantó—. Voy a echar una cabezada antes de comer.
—En el armario del lavabo de la planta baja encontrarás Anadin.
Jessica y James permanecieron con los ojos fijos en Robert, que avanzó con paso rígido por la terraza y entró en la casa.
—Me tiene preocupada —comentó ella—. Está como desquiciado.
—Sólo han pasado ocho meses —le recordó su marido—. Dale un poco de tiempo.
—Ya. No sé. Es como si se hubiera parado. Bueno, hace todo lo que tiene que hacer, pero sin ningún entusiasmo. Creo que ni siquiera trabaja en su tesis. No me parece que lo esté superando.
James miró a su mujer y vio la congoja reflejada en sus ojos.
—¿Cuánto tardarías tú en superar mi muerte? —dijo con una sonrisa.
Ella le tendió una mano, y él se la cogió.
—Cariño, dudo mucho que llegara a superarla.
—¿Lo ves? Ahí tienes la respuesta.
Dentro de la casa, Robert se quedó de pie en la penumbra del pasillo con dos comprimidos en la mano. Se los tragó sin agua y apoyó la frente en la fría pared. Ese frescor le produjo un gran alivio después del intenso sol del jardín. Oía a los niños llamándose unos a otros; habían abandonado el croquet para iniciar otro juego. Ahora que se encontraba a solas, descubrió que prefería volver fuera, distraerse, hablar de otras cosas. Saldría de nuevo, pero al cabo de unos minutos. Notaba un nudo en la garganta, porque no se había tragado bien la medicina. Estaba dejando una mancha de sudor en la pared y la secó con el antebrazo. Luego cerró los ojos y pensó en James, un niño pequeño sentado en la cama, contemplando las sombras de árboles inexistentes. «Por qué no —pensó—. ¿Por qué no?».