El cementerio de Highgate por la noche

Sentado a su escritorio con las luces apagadas, Robert miraba por la ventana hacia el enmarañado jardín delantero de Vautravers, que desaparecía en la penumbra. Corría junio y la luz parecía suspendida allí, como si el jardín hubiera salido del tiempo y se hubiera convertido en una imagen enorme de sí mismo. Surgió la luna, casi llena. Robert se levantó y se sacudió; cogió su mira de visión nocturna y una linterna, y fue hasta la puerta trasera. Bajó la escalera sin hacer ruido; Martin tenía miedo a los intrusos. Robert evitó el camino de grava que atravesaba el jardín trasero y avanzó por la tierra musgosa hasta la puerta verde del muro del jardín. La abrió y entró en el cementerio.

Se encontraba sobre una superficie de asfalto, el tejado de Terrace Catacombs. En ambos extremos de la hilera de sepulcros que formaban las catacumbas había unos escalones; esa noche bajó por los del oeste y se dirigió hacia Dickens Path. No utilizó la linterna. Bajo el denso toldo de hojas estaba oscuro, pero él había recorrido ese camino de noche muchas veces.

Cuando más le gustaba el cementerio Highgate era por la noche. Entonces no había visitantes, ni hierbajos que arrancar, ni preguntas de los periodistas; sólo estaba el camposanto, desparramado bajo la luz de la luna como una débil y gris alucinación, un laberinto de piedra de melancolía victoriana. A veces pensaba que le gustaría pasear con Jessica por los senderos en penumbra, disfrutando de los sonidos nocturnos, los animales que se llamaban unos a otros y que callaban al pasar él. Pero sabía que Jessica estaba en su casa, durmiendo, y que lo desterraría del cementerio si se enteraba de sus paseos nocturnos. Él lo racionalizaba y se decía que con sus patrullas protegía el lugar de los vándalos y de quienes se hacían llamar «cazadores de vampiros», que lo frecuentaban en los años setenta y ochenta.

A veces, por la noche, Robert encontraba a otras personas. El verano anterior se había roto un barrote de la verja de hierro que discurría por el margen suroeste del cementerio; durante un tiempo, Robert había visto varios niños correteando por allí.

La primera vez estaba sentado en medio de un grupo de tumbas de los años veinte. Se había hecho un hueco entre la hierba alta y permanecía en silencio, mirando a través de su cámara de vídeo con la mira de visión nocturna puesta, con la esperanza de grabar a la familia de zorros cuya madriguera estaba a sólo seis metros de donde se hallaba sentado. El sol se había puesto tras los árboles y el cielo había cobrado una tonalidad amarillenta por encima de las casas que había al otro lado de la verja. Robert oyó un susurro y enfocó con la cámara en esa dirección. En lugar de zorros, de pronto apareció en el visor el espectro de una niña que corría hacia él. Robert estuvo a punto de soltar la cámara. Apareció una niña que perseguía a la primera; las dos —de corta edad y con vestiditos— corrían en silencio entre las tumbas; respiraban entrecortadamente, pero no gritaban. Casi se le echaban encima cuando oyó gritar a un niño; entonces las niñas dieron media vuelta y corrieron hacia la verja, se colaron por el hueco y desaparecieron.

A la mañana siguiente, Robert informó del barrote roto en la oficina. Los niños siguieron jugando en el cementerio por las noches, y de vez en cuando Robert los observaba y se preguntaba quiénes serían y dónde vivirían, y qué significaban aquellos extraños y silenciosos correteos entre las tumbas. Pasadas unas semanas, un operario fue a arreglar el desperfecto. Esa noche, Robert pasó por la calle y se entristeció un poco al ver a los tres pequeños agarrados a la verja, escudriñando el cementerio en silencio.

Al principio, Robert había concebido su tesis doctoral como un trabajo de historia. Imaginaba el cementerio como un prisma a través del cual podía ver los aspectos más sensacionales, espléndidos e irracionales de la exagerada sociedad victoriana; en su combinación de reforma higiénica e innovación clasista, los Victorianos habían proyectado el cementerio de Highgate como un teatro del duelo, un escenario del reposo eterno. Pero, mientras investigaba, Robert se sintió seducido por la personalidad de los difuntos allí enterrados, y su tesis comenzó a virar hacia la biografía; las anécdotas lo desviaban del tema y se enamoró de la inutilidad de unos elaborados preparativos para otra vida que parecía, como mínimo, improbable. Empezó a tomarse el camposanto como algo personal y perdió toda perspectiva.

Solía sentarse con Michael Faraday, el famoso científico; con Eliza Barrow, una de las víctimas del célebre asesino en serie Frederick Seddon; se quedaba largo rato cavilando sobre las tumbas sin lapida de los expósitos. Pasó toda una noche matando el tiempo mientras la nieve cubría a Lion, el perro de piedra que custodiaba la tumba de Thomas Sayers, el último boxeador que peleaba sin guantes. A veces le cogía una flor a Radclyffe Hall, que siempre tenía montones de ramos, y la llevaba a alguna tumba alejada y sin amigos.

A Robert le encantaba ver pasar las estaciones en Highgate. En el cementerio siempre había vegetación; muchas de las plantas y los árboles que lo adornaban habían simbolizado la vida eterna para los Victorianos; por eso, incluso en invierno, la irregular geometría de las tumbas se veía suavizada por árboles de hoja perenne, apreses y acebo. Por la noche, la luna se reflejaba en la piedra y la nieve, y a veces Robert se sentía ingrávido mientras recorría los senderos, haciendo crujir una fina capa blanca. En ocasiones se llevaba una escalerilla del jardín de Vautravers y subía al centro de Circle of Lebanon. Se apoyaba en el cedro del Líbano, de trescientos años de antigüedad, o se tumbaba boca arriba en la hierba y contemplaba el cielo entre sus retorcidas ramas. Casi nunca se veían estrellas, veladas por la iluminación de las calles de Londres. Robert veía pasar los aviones, parpadeando, entre las ramas del viejísimo árbol. En esos momentos tenía una intensa sensación de justicia: bajo su cuerpo, bajo la hierba, los muertos permanecían quietos y tranquilos en sus pequeñas habitaciones; por encima de él, las estrellas y las máquinas surcaban el cielo.

Esa noche se dirigió a la tumba de los Rossetti y se quedó allí pensando en Elizabeth Siddal. Había reescrito muchas veces el capítulo dedicado a ella, más por el placer de pensar en Lizzie que porque tuviera algo nuevo que decir sobre su persona. Robert acarició mentalmente la trayectoria de su vida: sus humildes orígenes como dependienta de una sombrerería; su descubrimiento por parte de los pintores prerrafaelitas, que la contrataron como modelo; su ascenso a adorada amante de Dante Gabriel Rossetti. Su inexplicada enfermedad, su tan ansiada boda con Rossetti; una hija que nació muerta. Su muerte por envenenamiento por láudano. Un Dante Gabriel atormentado por los remordimientos, que puso un manuscrito único de sus poemas en el ataúd de su mujer. Siete años más tarde, la exhumación de Lizzie por la noche, a la luz de una hoguera, para recuperar los poemas. A Robert le encantaba todo aquello. De pie, con los ojos cerrados, imaginaba la tumba en 1869, no tan constreñida por otros sepulcros, los hombres cavando, la parpadeante luz del fuego.

Después de lo que a Robert le pareció un rato muy largo, siguió el oscuro sendero que discurría entre las sepulturas y empezó a deambular.

No podía creer en el Cielo. En su infancia anglicana, había imaginado un amplio y espacioso vacío, frío e iluminado por el sol, lleno de almas invisibles y mascotas muertas. Cuando Elspeth empezó a morirse, había intentado recuperar esa antigua idea, cavando en su escepticismo como si la creencia fuera simplemente un sedimento más antiguo, accesible excavando a cielo abierto en las capas de sofisticación y experiencia. Releyó tratados espiritualistas, informes de sesiones espiritistas que se remontaban a un siglo atrás, experimentos científicos con médiums. Su racionalidad se rebeló. Eso era historia; era fascinante; era falso.

Esas noches, Robert permanecía de pie frente a la tumba de Elspeth o se sentaba en su solitario escalón con la espalda apoyada en la incómoda rejilla. Cuando iba al sepulcro de los Rossetti no le importaba no notar la presencia de Lizzie ni de Christina, pero le resultaba inquietante visitar la tumba de Elspeth y comprobar que ella «no estaba en casa». Los primeros días después de su muerte, se quedaba junto a la tumba, esperando alguna señal.

—Estaré contigo —le había dicho ella cuando le comunicaron que se encontraba en fase terminal.

—Hazlo —había contestado él, y le había dado un beso en la descarnada mejilla.

Pero Elspeth no lo acompañaba, salvo en la memoria, donde menguaba y resplandecía en los momentos más inadecuados.

Sentado en el escalón de la puerta del mausoleo, Robert veía amanecer por encima de los árboles. Oía a los pájaros, que revoloteaban, cantaban, alborotaban y chapoteaban al otro lado de la calle, en Waterlow Park. De vez en cuando pasaba un coche por Swains Lane. Cuando hubo suficiente luz para distinguir las inscripciones de las lápidas que estaban enfrente del sepulcro de Elspeth, Robert se levantó y se dirigió hacia la parte trasera del cementerio, hacia Terrace Catacombs. Alcanzaba a divisar St. Michael’s, pero Vautravers quedaba invisible al otro lado del muro. Subió los escalones de uno de los extremos de las catacumbas y recorrió el tejado hasta la puerta verde. Se sentía agotado. Tuvo que hacer un esfuerzo para llegar a su piso antes de que el sueño lo venciera. Fuera, el cementerio adoptaba su aspecto diurno; el amanecer dio paso al día, llegó el personal, empezaron a sonar los teléfonos, el mundo natural y el humano giraban sobre sus ejes, separados pero vinculados. Robert dormía con la ropa puesta, con las zapatillas sucias de barro junto a la cama. Cuando hacia mediodía se presentó en la oficina del cementerio, Jessica le dijo:

—Hijo mío, qué mal aspecto tienes. Tómate un té. ¿Es que nunca duermes?