Lejía

La invención de internet había permitido a Martin abandonar el mundo exterior. O, mejor dicho, internet le había permitido relegar el mundo a la función de sistema de soporte del suyo propio, el que florecía dentro de su piso.

Martin no había previsto que Marijke pudiera abandonarlo Ella había consentido sus rituales, había facilitado y secundado sus compulsiones, cada vez más estrictas, durante casi veinticinco años. Martin no entendía por qué lo abandonaba después de tan lo tiempo.

—Eres como una mascota mala —le había dicho ella—. Eres como una ardilla humana que nunca sale, que se queda día y noche en el piso, lamiendo el mismo trocito. Quiero poder abrir las ventanas. Quiero poder entrar en mi casa sin tener que ponerme bolsas en los pies.

Habían mantenido esa conversación en la cocina. Las ventanas estaban tapadas con papel pegado con cinta adhesiva, y ambos llevaban bolsas de plástico en los pies con calcetines. Martin se encontraba desarmado; no tenía nada para rebatir la afirmación de Marijke. Era una ardilla humana y lo sabía. Pero ¿quién cuidaría de él si ella se marchaba?

—Tienes cincuenta y tres años, un doctorado, teléfono y ordenador. No te pasará nada. Pídele a Robert que te saque la basura.

Marijke se fue dos días más tarde. Le dejó comida congelada para dos semanas y una lista de páginas web y números de teléfono. Sainsbury’s servía alimentos y productos de limpieza a domicilio; Mark & Spencer enviaba calzoncillos y calcetines. Robert le echaba las cartas al correo y le bajaba la basura a los contenedores.

Al fin y al cabo, tampoco estaba tan mal. No tenía que complacer a nadie más que a sí mismo. Echaba muchísimo de menos a Marijke no así sus miradas de desaprobación, sus hondos suspiros, como ponía los ojos en blanco cuando él le pedía que saliera de una habitación y volviera a entrar porque había entrado con el pie equivocado. Marijke ya no fruncía el entrecejo cuando Martin encargaba por internet cinco mil pares de guantes quirúrgicos de látex a una empresa sospechosa. De paso, también había comprado un aparato para medir la presión arterial, una máscara antigás y un mono militar con estampado de camuflaje de desierto, según la página web, a prueba de armas químicas.

Había que aprovechar las gangas. En otra web encargó cuatro galones de cincuenta litros de lejía; el día que se los llevaron, Robert subió y llamó a su puerta.

—Martin, abajo hay un hombre con un cargamento de lejía. Dice que la has encargado tú, y hay que firmar. ¿Crees que es seguro tener tanta lejía en casa? Los recipientes tienen pictogramas espeluznantes con manos humeantes y un sinfín de advertencias. ¿Estás seguro de que es buena idea?

Martin lo consideraba una idea genial, porque siempre se le acababa la lejía. A Robert sólo le prometió que tendría mucho cuidado y le pidió por favor que le dejara la lejía en la cocina.

Cuanto más hurgaba en el mundo cibernético, más se convencía de que, pagando, no había absolutamente nada que no pudiera hacer llegar hasta su puerta. Pizza, cigarrillos, cerveza, huevos de granja, el Guardian, sellos de correos, bombillas, leche: todo eso y más aparecía cuando lo pedía. Encargaba los libros por docenas en Amazon, y pronto las cajas sin abrir empezaron a amontonarse en el recibidor. Echaba de menos curiosear en Stanfords, la tienda de mapas de Long Acre, y se llevó una gran alegría cuando descubrió su página web. Empezaron a llegar mapas, junto con guías de lugares que Martin nunca había visitado. Inspirado, encargó todo cuanto Stanfords ofrecía sobre Ámsterdam y cubrió las paredes de su dormitorio con planos de aquella ciudad. Marcó en ellos las hipotéticas rutas de Marijke. Supuso (correctamente, pese a que no lo sabía) que debía de vivir en el barrio de Jordan. Le asignó una rutina y la acompañaba mentalmente cuando ella iba en bicicleta por los canales y compraba esas verduras extrañas que le encantaban y que él se negaba a probar. Hinojo, aguaturmas, rúcula. Él no los consideraba alimentos. Martin se alimentaba a base de té, tostadas, huevos, chuletas, patatas, cerveza, curry, arroz y pizza. Tenía debilidad por el pudín. Pero, en su imaginación, Marijke se entretenía en los mercados al aire libre y llenaba el cesto de su bicicleta de fresas y coles de Bruselas. Rememoraba los paseos que habían dado tres décadas atrás, cuando ambos estaban perdidamente enamorados: aquellas maravillosas noches de primavera en que Ámsterdam callaba mientras el sonido de los barcos y las gaviotas rebotaba en las fachadas de las casas que daban a los canales, del siglo XVII, y parecía que sonara una grabación antigua. Martin permanecía de pie en su dormitorio con el dedo índice sobre el mapa, señalando la ubicación de la emisora de radio donde Marijke trabajaba ahora. Cerraba los ojos y, en silencio, moviendo sólo los labios, repetía su nombre un centenar de veces. Lo hacía para no llamarla por teléfono. A veces bastaba con eso. Otras veces tenía que llamarla, pero ella nunca contestaba. La imaginaba cogiendo el teléfono móvil: al ver su número, torcía el gesto y volvía a cerrarlo.

El escritorio de Martin era una isla de normalidad en medio del caos. Había conseguido mantener su espacio de trabajo libre de compulsiones; si empezaba a preocuparlo una obsesión mientras estaba sentado al escritorio, se levantaba y se la llevaba a otro sitio del piso para ocuparse de ella. Aparte de los rituales de limpieza del principio y final de cada sesión de trabajo, Martin mantenía su escritorio como un oasis de paz. Hasta entonces sólo había utilizado el ordenador para trabajar; el correo electrónico era para comunicarse con los editores y los correctores de pruebas. Además de componer crucigramas, Martin traducía de varias lenguas antiguas y misteriosas a varias lenguas modernas. Pertenecía a un foro on-line creado para que los eruditos de todo el mundo debatieran sobre los méritos de diversos textos y se divirtiesen ridiculizando el trabajo de los traductores ajenos a su foro.

Pero internet empezaba a interferir en su preciada isla-escritorio, y Martin se encontraba de pronto siguiendo subastas de máquinas de filtrado de acuarios en eBay y abriendo la página de Amazon cada diez minutos para ver si sus libros de crucigramas se vendían bien. Siempre ocupaban puestos que lo deprimían, como 673.082 o 822.457. En una ocasión, su último libro había llegado al puesto 9326. Esa noticia le había alegrado la tarde, pero antes de acostarse volvió a conectarse y vio que había bajado al 787.333.

Martin comprobó que, si bien en la red podía encontrar «¡Jovencitas calientes locas por conocerte!», «¿Tetas grandes?», «Madres sexys» y una plétora de caprichos para satisfacer su lujuria y el bolsillo de otros, no podía localizar a Marijke. La buscó repetidamente en Google, pero ella era una de esas criaturas raras y delicadas que conseguían existir únicamente en el mundo real. Nunca había publicado ningún artículo ni ganado ningún premio; su número de teléfono no aparecía en la guía, y no participaba en grupos de conversación ni en listas de distribución. Martin suponía que en el trabajo debía de tener una dirección de correo electrónico, pero no aparecía en el directorio de emisoras de radio. Para internet, Marijke no existía.

A medida que transcurrían los días, Martin empezó a dudar que hubiera existido una mujer llamada Marijke que vivía con él, que lo besaba y le leía poemas holandeses sobre el despertar de la primavera. Pasaron los meses, y Martin trabajaba en sus crucigramas y traducciones, se lavaba las manos hasta que le sangraban, contaba, hacía comprobaciones, se reprendía por lavarse, por contar y por comprobar tantas veces lo mismo. Metía en el microondas un monótono surtido de comidas congeladas, comía en la mesa de la cocina mientras leía. Hacía la colada, y la ropa iba quedándose fina a causa del exceso de lejía. A veces oía los fenómenos atmosféricos: lluvia y aguanieve, algún trueno, viento. En ocasiones se preguntaba qué pasaría si parara todos los relojes. El mundo cibernético funcionaba al margen del tiempo, y Martin pensaba que quizá también él desarrollaría su actividad las veinticuatro horas del día, sin límites ni ataduras. Esa idea lo deprimía. Sin Marijke, sólo era una dirección de correo electrónico.

Todas las noches, se acostaba e imaginaba a Marijke en su cama. Con los años, ella había engordado un poco; a él le encantaban su redondez, su calor, su peso y sus curvas bajo las mantas. En ocasiones Marijke roncaba, flojito; Martin escuchaba en la oscuridad hasta que le parecía oír sus leves ronquidos, que salían flotando de su dormitorio de Ámsterdam. Pronunciaba su nombre una y otra vez hasta que éste se descomponía en sonidos sin significado ma RAI ke, ma RAI ke, —hasta que se convertía en una entrada de un diccionario de la soledad. Se la imaginaba sola en su cama. Nunca se permitía pensar que quizá Marijke había conocido a otra persona. Ni siquiera soportaba formularse tal pregunta mentalmente. Sólo cuando se la había imaginado por completo —las facciones de su rostro contra la almohada, el montículo de su cadera bajo las mantas— lograba conciliar el sueño. Muchas veces despertaba y comprobaba que había llorado.

A medida que pasaban las noches, le costaba más evocar con precisión a Marijke. Le entró pánico y decidió colgar fotografías suyas por todo el piso. Pero con eso sólo consiguió empeorar las cosas. Sus recuerdos empezaron a ser sustituidos por las imágenes; su mujer, un ser humano completo, se estaba convirtiendo en una colección de colores sobre pequeños rectángulos blancos de papel. Pero ni siquiera las fotografías conservaban los colores intensos que habían tenido en su día. Y el hecho de lavarlas no ayudaba. Marijke se estaba borrando de su memoria. Cuanto más intentaba él mantenerla, más rápido se esfumaba ella.