Las gemelas especulares

A Julia y Valentina Poole les gustaba levantarse temprano. Era extraño, porque no estudiaban, no trabajaban y eran muy indolentes. No tenían ningún motivo para levantarse al amanecer; eran aves mañaneras poco interesadas en zamparse el gusano.

Ese sábado de febrero en concreto el sol todavía no había salido. Los treinta centímetros de nieve acumulados durante la noche tenían un tono azulado a la luz de la aurora; los enormes árboles que flanqueaban Pembridge Road se combaban bajo el peso de la nieve. Lake Forest todavía dormía. El chalet de ladrillo amarillo donde vivían las gemelas con sus padres estaba en silencio y calentito bajo la nieve. No se oían los coches, los pájaros ni los perros de siempre.

Julia puso la calefacción mientras Valentina preparaba chocolate caliente instantáneo. La primera fue al salón y encendió el televisor. Cuando llegó Valentina con la bandeja, su hermana estaba delante del aparato haciendo zapping, pese a saber qué canal querían ver. Siempre miraban lo mismo, todos los sábados. Les encantaba la rutina, aunque al mismo tiempo no la soportaban ni un minuto más. Julia dejó la CNN. El presidente Bush hablaba con Karl Rove en una sala de conferencias.

—Pasa de ellos —dijo Valentina.

Ambas dirigieron un gesto obsceno con el dedo al presidente y su consejero, y Julia cambió de canal hasta que encontró la serie This Old House. Subió el volumen, procurando no excederse para no despertar a sus padres. Luego se sentaron en el sofá, entrelazadas; Julia apoyo las piernas en el regazo de Valentina. Mookie, su viejo gato atigrado, se sentó al lado de ésta. Se taparon con la manta de lana a cuadros, se calentaron las manos con las tazas de chocolate y vieron la tele, totalmente absortas. Los sábados por la mañana eran capaces de mirar cuatro reposiciones de This Old House seguidas.

—Encimeras de esteatita en la cocina —comentó Julia.

—Ajá —dijo Valentina, embelesada.

La sala estaba en penumbra; la única iluminación provenía del televisor y la ventana principal. Pero si la luz hubiera sido más intensa, la habitación habría herido la vista, porque cuanto había en ella era verde Kelly, tenía cuadros escoceses de un rojo chillón o estaba relacionado con el golf. Toda la casa se hallaba decorada agresivamente. Los cojines tenían excesivo relleno, las tapicerías eran de chintz; los muebles estaban hechos de metal mate o de cristal esmerilado, o pintados de colores con nombres de sabores de helado. Edie era interiorista; le gustaba practicar con su casa y hacía tiempo que Jack había renunciado a dar su opinión del asunto. Las gemelas estaban convencidas de que su madre tenía el gusto más atroz del mundo, pero seguramente se equivocaban: casi todas las casas de Lake Forest eran variaciones más o menos caras del mismo tema. A ellas les gustaba aquella sala porque era la guarida de su padre. Contrariamente a lo que podría haberse esperado, era una habitación horrenda, pues Jack obtenía cierto placer consintiendo las exigencias de su tribu siempre que él se sintiera cómodo.

Las gemelas, por su parte, desentonaban con la casa. De hecho, desentonaban allá adonde iban.

Ese sábado de invierno tenían veinte años. Julia era la mayor por seis minutos (para ella muy relevantes). Resultaba fácil imaginar a Julia apartando a Valentina con el codo, decidida a ser la primera en salir.

Ambas eran muy pálidas y esbeltas; tenían esa delgadez que las otras niñas envidiaban y por la que se preocupaban las madres. Julia medía un metro cincuenta y seis. Valentina era medio centímetro más baja. Ambas tenían el cabello fino, vaporoso y muy rubio, cortado por debajo de las orejas; formaba una maraña de rizos alrededor de la cara y les daba un aire de vilano de diente de león. Tenían cuello largo, pechos pequeños y vientre liso. Se les marcaban las vértebras, que formaban una larga y recta columna abultada bajo la piel. A menudo las tomaban por niñas de doce años desnutridas; podrían haber interpretado a dos huérfanas victorianas en un telefilme. Sus ojos eran grandes, grises y tan separados que casi parecían bizcas. De cara con forma de corazón, tenían una nariz delicadamente respingona, labios bien delineados y dientes rectos. Ambas se mordían las uñas. Ninguna de las dos llevaba tatuajes. Valentina se consideraba torpe y envidiaba la espléndida naturalidad de Julia, pero su aparente fragilidad atraía a la gente.

No era fácil describir lo que les confería un aire tan peculiar. Cuando las veía juntas, la gente se sentía inquieta sin saber exactamente por qué. No sólo eran idénticas: eran gemelas especulares. Esa característica no se limitaba a su aspecto, sino que afectaba a todas las células de su cuerpo. Así, el pequeño lunar que Julia tenía en el lado derecho de la boca Valentina lo tenía en el izquierdo. Valentina era zurda; Julia, diestra. Ninguna de las dos llamaba la atención por sí misma. La maravilla se apreciaba mucho mejor en los rayos X: mientras que los órganos de Julia estaban organizados de forma normal, los de Valentina estaban al revés. Tenía el corazón en el lado derecho, con los ventrículos y las cavidades invertidas. Valentina había nacido con problemas cardíacos y habían tenido que operarla cuando sólo tenía unas horas de vida. El cirujano había utilizado un espejo para ver su diminuto corazón como él estaba acostumbrado a verlos. Valentina era asmática; Julia casi nunca se resfriaba. Sus huellas dactilares eran las mismas pero al revés (cuando ni siquiera los gemelos idénticos tienen las mismas huellas dactilares). Seguían siendo, básicamente, una sola criatura, completa pero con contradicciones.

Vieron con sumo interés cómo era remozada una casa gigantesca a orillas del océano Atlántico: le cambiaban las tejas de madera, la lijaban, la pintaban. Restauraban las buhardillas, reconstruían una chimenea. Montaban una chambrana nueva para reemplazar la que habían arrancado.

Estaban ávidas de cosas que pertenecieran al pasado. Su dormitorio parecía extraído de otra casa e incrustado en el chalet, normal y corriente, como si éste lo hubiera adoptado por caridad. Cuando tenían trece años habían arrancado el empapelado con estampado floral, muy vulgar, de las paredes; habían enviado todos sus peluches y sus muñecas a la AMVETS, la organización benéfica a favor de los veteranos de guerra, y habían declarado museo su habitación. La exposición de ese momento consistía en una vieja pajarera llena de crucifijos de plástico colocada sobre un tapete de ganchillo que cubría una mesita forrada con adhesivos de Hello Kitty. Todo lo demás era blanco. Parecía el dormitorio de las hermanas de Des Esseintes, el personaje de A contrapelo.

Fuera empezaron a rugir las quitanieves. Iba a ser una mañana despejada y deslumbrante. En la pantalla aparecieron los créditos del cuarto episodio de This Old House; las gemelas se incorporaron, se desperezaron y apagaron el televisor. Se acercaron a la ventana con sus albornoces de estampado de cachemira y observaron cómo Serafín García (que les cortaba el césped y quitaba la nieve desde que ellas eran niñas) despejaba el camino de la casa. Él las vio y las saludó con la mano. Ellas le correspondieron.

Oyeron moverse a sus padres, pero eso no significaba que fueran a levantarse enseguida. A Edie y Jack les gustaba dormir hasta tarde los fines de semana. La noche anterior habían ido a una fiesta en el Onwentsia Club; ellas los habían oído volver sobre las tres. («¿No tendría que ser al revés? —le había comentado Valentina a Julia, y no era la primera vez—. ¿No deberían ser ellos quienes se preocuparan por nosotras?»). A continuación pasaron a la siguiente fase de su típica mañana de sábado: las tortitas. Hicieron suficientes para que, cuando sus padres salieran por fin de su habitación, pudieran calentarse unas cuantas en el microondas si les apetecía. Julia preparó la masa; Valentina fue vertiéndola en la plancha y se quedó mirando fijamente los círculos de color amarillo pálido mientras se formaban y explotaban las burbujas de aire. Le encantaba dar la vuelta a las tortitas. Hizo cinco pequeñas para ella y otras cinco para Julia. Ésta preparó el café. Desayunaron en la cocina, sentadas a la mesa: una isla rodeada de violetas africanas y adornada con un tarro de galletas con forma de gnomo.

Después lavaron los platos. Luego se pusieron vaqueros y unas sudaderas con capucha con la palabra BARAT estampada en la parte delantera. (Era la universidad del municipio; las gemelas habían estudiado allí un semestre y luego lo habían dejado, alegando que era una pérdida de tiempo y dinero. Se trataba de la tercera universidad en que estudiaban. Antes se habían matriculado en Cornell; Julia dejó de asistir a clase en el semestre de primavera, y cuando la invitaron a marcharse, Valentina se fue con ella. En la Universidad de Illinois habían durado un año, pero Julia no quiso volver el curso siguiente). El cartero recorrió el camino con dificultad y metió el correo por la ranura de la puerta. Las cartas cayeron al suelo del recibidor con un golpe seco. Las gemelas fueron a recogerlas.

Julia cogió el montón y fue tirando las cartas una a una encima de la mesa del comedor.

—Pottery Barn, Crate and Barrel, ComEd, Anthropologie, carta para mamá… ¿carta para nosotras?

Ellas casi nunca recibían correo; toda su correspondencia se efectuaba por correo electrónico. Valentina le quitó el grueso sobre de las manos. Lo sopesó, apreciando la textura del papel. Julia volvió a quitárselo. Se miraron. «Es de un bufete de abogados. De Londres». Nunca habían estado en esa ciudad. Nunca habían salido de Estados Unidos. Su madre era de Londres, pero Edie y Jack raramente hablaban de eso. Ahora Edie era estadounidense: se había vuelto nativa, o falsa nativa; la familia Poole vivía en un barrio residencial de Chicago que, desde sus comienzos, aspiraba a ser un pueblo inglés. Las gemelas se habían fijado en que a Edie se le notaba el acento inglés cuando se enfadaba, o cuando trataba de impresionar a alguien.

—Ábrela —dijo Valentina.

Julia lo hizo. Se acercó a la ventana del salón y Valentina la siguió. Se puso detrás de su hermana, apoyó la barbilla en su hombro y la abrazó por la cintura. Parecían una niña con dos cabezas. Julia levantó la carta para que la otra pudiera verla mejor.

Julia y Valentina Poole

99 Pembridge Road

Lake Forest, IL 60035 EE. UU.

Estimadas Julia y Valentina Poole:

Lamento informarles de la muerte de su tía, Elspeth Alice Noblin. Aunque no las conocía a ustedes, se interesaba por su bienestar. El mes de septiembre pasado, cuando supo que su enfermedad era irreversible, redactó un nuevo testamento. Les adjunto una copia del documento. Son ustedes sus herederas del remanente; es decir, su tía les ha dejado todo su patrimonio, con excepción de unos pequeños legados a amigos y organizaciones benéficas. Recibirán esa herencia cuando cumplan veintiún años.

El legado se les cede con las siguientes condiciones:

1) La señora Noblin era propietaria de un apartamento en Londres, en Vautravers Mews, Highgate, N6. Linda con el cementerio de Highgate, en Highgate Village, una zona muy bonita de la ciudad. Su tía les dejó ese apartamento en herencia con la condición de que vivan en él un año antes de venderlo, en caso de que decidan ustedes venderlo.

2) El legado se les cede con la condición de que ninguna parte de él sea utilizado para beneficiar a la hermana de la señora Noblin, Edwina, ni al marido de ésta, Jack (vuestros padres). Además, Edwina y Jack Poole tienen prohibido entrar en el piso o inspeccionar su contenido.

Les ruego me comuniquen si aceptan ustedes la herencia de la señora Noblin en estas condiciones. Me pongo a su disposición para contestar a cualquier pregunta que surja en relación con este asunto.

El albacea de la señora Noblin es Robert Fanshaw. Él será vecino de ustedes si aceptan el legado de su tía, dado que vive en el piso de abajo. El señor Fanshaw también puede ayudarlas a resolver cualquier problema relacionado con la propiedad.

Reciban un cordial saludo,

Xavier Roche

Roche, Elderidge, Potts & Lefley LLP, Abogados

54D Hampstead High Street

Hampstead, Londres, NW3 1QA

Las gemelas se miraron. Julia pasó a la siguiente página, manuscrita. La letra era inquietantemente parecida a la de Edie.

Queridas Julia y Valentina:

Hola. Esperaba conoceros algún día, pero eso ya no podrá ser. Quizá os extrañe que os deje todas mis pertenencias a vosotras y no a vuestra madre. La mejor razón que puedo daros es que me siento optimista con respecto a vosotras. No sé qué haréis con todo esto, pero pensé que podía resultar interesante, incluso divertido.

Vuestra madre y yo llevamos veintiún años distanciadas. Ella puede explicároslo, si quiere. Quizá os parezca que las condiciones de mi testamento son un poco estrictas; me temo que tendréis que decidir si las aceptáis. No pretendo sembrar la discordia en vuestra familia, sólo procuro proteger mi propia historia. Lo malo de morirme es que he empezado a sentir como si me estuvieran borrando. Otro inconveniente es que no podré enterarme de lo que pasa a continuación.

Espero que aceptéis. Me gusta imaginaros a las dos viviendo aquí. No sé si esto afecta en algo, pero el piso es grande y está lleno de libros divertidos, y Londres es un sitio increíble para vivir (aunque me temo que muy caro). Vuestra madre me ha dicho que habéis dejado la universidad pero que sois autodidactas; en ese caso, quizá disfrutéis viviendo aquí.

Os deseo felicidad, sea lo que sea lo que decidáis hacer.

Con cariño,

Elspeth Noblin

Había más hojas, pero Julia dejó todo el fajo y empezó a pasearse por el salón. Valentina se encaramó en el respaldo de un sillón y desde allí vio orbitar a Julia hasta la mesita de centro, luego al sofá, para finalmente dar varias vueltas a la mesa del comedor. «Londres», pensó Valentina. Era una idea grande y oscura, una palabra como un gigantesco perro negro. Julia se detuvo, se dio la vuelta y sonrió a Valentina:

—Es como un cuento de hadas.

—O una película de terror —replicó Valentina—. Y nosotras somos… las chicas ingenuas.

Julia asintió y siguió paseándose.

—Primero, librarse de los padres. Después, atraer a las confiadas heroínas hasta la espeluznante mansión…

—Sólo es un piso.

—Bueno, lo que sea. Y luego…

—Asesinos en serie.

—Trata de blancas.

—O… no sé, algo tipo Henry James.

—Creo que la gente ya no se muere de tisis.

—En el Tercer Mundo sí.

—Vale, pero en el Reino Unido hay sanidad pública.

—A papá y mamá no les gustaría —comentó Valentina.

—No —coincidió Julia.

Pasó los dedos por la mesa del comedor y descubrió un montoncito de migas. Fue a la cocina, humedeció un trapo y limpió la mesa.

—¿Qué pasa si no aceptamos? —preguntó Valentina.

—No lo sé. Seguro que en la carta lo dice. —Hizo una pausa—. Pero no estarás pensando en rechazarlo, ¿verdad? Esto es exactamente lo que estábamos esperando.

—¿Qué dices, cariño? —Edie las miraba con los ojos entornados desde el arco que separaba el salón del pasillo.

Tenía el cabello alborotado y presentaba un aspecto arrugado. Sus mejillas se veían muy coloradas, como si se las hubieran pellizcado.

—Hemos recibido una carta —anunció Julia.

Valentina la recogió de la mesilla y se la dio a su madre.

Edie leyó el remitente.

—Para enfrentarme a esto necesito un café —declaró.

Valentina fue a servirle una taza.

—Julia, despierta a tu padre —pidió Edie.

—Pero…

—Dile que te lo he pedido yo.

La muchacha salió al pasillo.

—¡Papááá! —gritó, y a continuación fue y abrió la puerta del dormitorio de sus padres.

«Muy bien —pensó Valentina—. ¿Por qué no lo despiertas con un punzón?». Edie se puso a buscar sus gafas de leer. Cuando Jack entró con pasos torpes en el comedor, ella había leído las primeras páginas de la carta y estaba empezando el testamento.

Jack Poole había sido, en su día, un hombre atractivo y musculoso, pero con un punto mediocre: el típico atleta universitario. Llevaba el cabello —negro, con suntuosos mechones canos— más largo que los otros empleados del banco. Era muy alto, y descollaba solo su mujer e hijas, de estatura reducida. Con los años, sus facciones habían vuelto toscas y había echado barriga. Los días laborables Jack siempre vestía traje y corbata, y los fines de semana le gustaba ir desaliñado. En ese momento llevaba un viejo albornoz granate y unas raídas y enormes zapatillas forradas de piel de borrego.

—Fe, fi, fo, fum —dijo. Era un viejo chiste; el resto se perdía en la niebla de la primera infancia de las gemelas. Significaba: «Si no me traes un café, te como». Julia le sirvió una taza y se la puso delante—. Vale —dijo él—. Ya estoy despierto. ¿Qué fuego hay que apagar?

—Es Elspeth —explicó Edie—. No sólo les deja el piso, sino que nos separa de nuestras hijas.

—¿Qué dices? —Jack extendió una mano y Edie le entregó parte de la carta. Se sentaron a leer los dos juntos—. Arpía vengativa —dijo Jack, sin gran emoción ni sorpresa.

Julia y Valentina se sentaron a la mesa y observaron a sus padres. «¿Quiénes son estas personas? ¿Qué pasó? ¿Por qué los odiaba tía Elspeth? ¿Por qué la odian ellos? —Se miraron con los ojos muy abiertos—. Lo averiguaremos». Jack terminó de leer y metió una mano en el bolsillo de su albornoz en busca de los cigarrillos y el encendedor. Los dejó encima de la mesa, pero no encendió ninguno; miró a Valentina, que frunció el entrecejo. Jack puso una mano encima del paquete de cigarrillos para tranquilizarse sabiendo que estaba allí. Valentina sacó su inhalador del bolsillo de la sudadera, lo dejó encima de la mesa y sonrió a su padre.

Edie la miró.

—Si no aceptáis, la mayor parte irá a parar a organizaciones benéficas —dijo.

Las gemelas se preguntaron cuánto rato habría pasado su madre escuchando su conversación. Edie estaba leyendo un codicilo del testamento. En él se ordenaba a un tal Robert Fanshaw que retirara todos los documentos personales del piso, incluidos diarios, cartas y fotografías, pues era el legatario de todo eso. Edie se preguntó quién sería ese Robert, a quien su hermana había convertido en custodio de todo su pasado. «Pero lo principal es que lo ha organizado para que sus papeles no estén en el piso cuando lleguen las chicas». Eso era lo que más temía Edie: la intersección de las gemelas y las pruebas que Elspeth pudiera haber dejado por allí.

Jack depositó la carta encima de la mesa. Se reclinó en la silla y miró a su mujer. Edie releía el testamento y fruncía el entrecejo. «No pareces muy sorprendida, querida», pensó él. Las gemelas miraban cómo leía su madre. Julia parecía embelesada; Valentina, ansiosa. Jack suspiró. Llevaba tiempo tratando de que sus hijas se marcharan para así aprender a desenvolverse en el mundo real, pero el mundo en que pensaba él era la universidad, a ser posible un centro de la selecta Ivy League con una beca completa. Los resultados de los exámenes de acceso a la universidad habían sido casi perfectos, pero sus notas eran irregulares y, a esas alturas, sus expedientes académicos habrían hecho dudar a cualquier director de admisiones. Se imaginó a Julia y Valentina cómodamente instaladas en Harvard o Yale, o incluso en Sarah Lawrence; qué diablos, Bennington tampoco estaría mal. Valentina lo miró, sonrió y arqueó ligeramente las cejas, casi invisibles. Jack pensó en Elspeth tal como la había visto por última vez, llorando en una cola del aeropuerto. «Vosotras no la recordáis, niñas. No podéis imaginar de lo que era capaz. —Jack había sentido alivio cuando supo que Elspeth había muerto—. No sabía que tenías más ases en la manga, señorita Noblin». Siempre la había subestimado. Se levantó, cogió el paquete de tabaco y el encendedor y se dirigió a la sala de estar. Cerró la puerta, se apoyó contra la hoja y encendió un cigarrillo. «Por fin te has muerto. —Inhaló el humo y lo exhaló poco a poco por la nariz—. Nadie debería tener que enfrentarse a dos hermanas Noblin en la misma vida». Pensó que, después de todo, él había acabado con la hermana correcta, y lo agradeció. Se quedó un rato fumando de pie, pensando en otros finales posibles. Cuando volvió al comedor, se sentía más sereno, casi alegre. «Qué sustancia tan maravillosa es la nicotina».

Edie estaba sentada en su silla con la espalda muy recta; las gemelas tenían los codos encima de la mesa y la barbilla apoyada en las manos; Valentina se encontraba un poco escorada.

—Pero si no la conocíamos… —dijo Julia—. ¿Por qué iba a dejarnos nada en herencia? ¿Por qué no te lo ha dejado a ti?

Edie las miró en silencio mientras Jack se sentaba en su silla, Julia preguntó:

—¿Por qué nunca nos llevaste a Londres?

—Os llevé —contestó Edie—. Fuimos cuando teníais cuatro meses. Conocisteis a vuestra abuela, que murió ese mismo año, y también a Elspeth.

—Ah, ¿sí? ¿Nos llevaste?

Edie se levantó y fue a su dormitorio.

Valentina dijo:

—¿Tú también fuiste, papá?

—No. En esa época yo no gozaba de muy buena prensa allí.

—Ah. —«¿Por qué?».

La madre volvió con dos pasaportes estadounidenses. Entregó uno a Valentina y el otro a Julia. Ellas los abrieron y miraron sus fotografías. «Qué raro es ver fotografías de cuando éramos bebés que no habíamos visto nunca». Los sellos rezaban «AEROPUERTO DE HEATHROW, 27 DE ABRIL DE 1984» y «AEROPÙERTO INTERNACIONAL DE O'HARE, 30 DE JUNIO DE 1984». Se los cambiaron y compararon las fotografías. Sin ver los nombres, resultaba imposible discernir quién era quién. «Parecemos patatas con ojos», pensó Julia.

Dejaron los pasaportes encima de la mesa y miraron a su madre. A Edie le latía deprisa el corazón. «No tenéis ni idea. No preguntéis. No es asunto vuestro. Dejadme en paz. Dejadme tranquila». Las miró con fijeza, inexpresiva.

—¿Por qué no te lo ha dejado a ti, mamá? —preguntó Valentina.

Edie miró a su marido.

—No lo sé —contestó—. Tendríais que preguntárselo a ella.

—Vuestra madre no quiere hablar de eso —intervino Jack. Recogió los papeles esparcidos sobre la mesa, los apiló, golpeó el montón contra el tablero para alinearlo y se lo entregó a Julia. Se levantó y dijo—: ¿Qué hay para desayunar?

—Tortitas —contestó Valentina.

Todos se levantaron y trataron de retomar la rutina de los sábados por la mañana. Edie se sirvió más café y sujetó la taza con ambas manos para bebérselo. «Tiene miedo», pensó Valentina, y también se sintió atemorizada. Julia recorrió el pasillo ejecutando una pequeña danza al tiempo que sujetaba el testamento por encima de la cabeza, como si vadeara un río crecido. Entró en su habitación y cerró la puerta. Entonces empezó a dar brincos sin moverse del sitio, sobre la gruesa alfombra, agitando los puños por encima de la cabeza y gritando en voz muy baja: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!».

* * *

Esa noche, las gemelas estaban acostadas en la cama de Julia, mirándose. El lecho de Valentina estaba desordenado, pero sin utilizar. Sus pies se tocaban. Ambas olían débilmente a algas marinas y algo dulce, estaban probando una nueva loción hidratante. Oían los ruidos de la casa por la noche. Su dormitorio estaba débilmente iluminado por las luces azules de Janucá con que habían adornado los cabeceros de hierro forjado de sus camas.

Julia abrió los ojos y vio que su hermana la miraba.

—Eh, Ratoncita, ¿qué pasa?

—Tengo miedo —susurró Valentina.

—Ya lo sé.

—¿Tú no?

—No.

Valentina cerró los ojos. «Claro que no».

—Será genial, Ratoncita. Dispondremos de nuestro propio apartamento y no tendremos que trabajar, al menos durante un tiempo. Podremos hacer lo que queramos. Será como… no sé, libertad total, ¿entiendes?

—¿Libertad total para qué?

Julia se puso boca arriba. «Dios mío, Ratoncita, no seas tan cobarde».

—Nos tendremos la una a la otra. ¿Qué más necesitamos?

—Creía que íbamos a volver a la universidad. Me lo prometiste.

—Podemos ir a la universidad en Londres.

—Pero para eso falta un año.

Julia no contestó. La otra se quedó mirando la oreja de su hermana. En la penumbra, era como un pequeño túnel misterioso que conducía hasta el cerebro. «Si fuera muy muy pequeña podría meterme por ahí y decirte qué tienes que hacer y no pensarías que era idea tuya».

—Sólo será un año —dijo—. Si no nos gusta, vendemos el apartamento y volvemos.

Valentina se mantuvo en silencio. Al cabo de un rato, Julia le cogió una mano y entrelazó los dedos con los de ella.

—Tenemos que prepararnos. No queremos ser como esos americanos idiotas que van a Europa y sólo comen en McDonald’s y hablan en ingles muy alto en lugar de aprender el idioma del país.

—Pero si en Inglaterra hablan inglés…

—Ya sabes a qué me refiero, Ratoncita. Tenemos que estudiar.

—Vale.

—Vale.

Se tumbaron una al lado de la otra, boca arriba, con los hombros tocándose y las manos entrelazadas. Valentina pensó: «Quizá en Londres podamos tener una cama más grande». Julia contempló la espantosa lámpara del techo, de Home Depot, mientras enumeraba mentalmente todas las cosas que tenían que investigar: cambio de moneda, vacunas, fútbol, la familia real…

Valentina, acostada en la cama de Julia, pensaba en el interior del oído de su hermana, en que su propio oído era una copia exacta pero invertida, y se preguntaba qué ocurriría si apretaba su oreja contra la de Julia y atrapaba un sonido: ¿oscilaría éste adelante y atrás infinitamente, confundido y desamparado? «¿Volvería a oírlo? ¿Y si fuera un sonido de Londres, como el de los coches circulando por el lado contrario de la calzada?; entonces quizá yo lo oyera hacia delante y Julia hacia atrás. Tal vez en Londres todo sea lo contrario que aquí… Haré lo que yo quiera; nadie me mangoneará…». Valentina escuchaba la respiración de su hermana. Trató de imaginar qué sentiría si estuviera únicamente ella. Pero nunca había hecho nada ella sola, así que se esforzó en formular algún tipo de plan. Al poco rato desistió, agotada.

Edie estaba acostada, esperando a que Jack se quedara dormido. Normalmente intentaba dormirse ella primero, porque él roncaba, pero esa noche la mente le iba a toda velocidad y sabía que era inútil intentarlo siquiera. Al final se tumbó sobre un costado y vio que Jack estaba echado de lado con los ojos abiertos.

—Todo saldrá bien —dijo él—. Ya se han ido otras veces y nunca ha pasado nada.

—Esto es diferente.

—¿Porque se trata de Elspeth?

—Quizá. O… no sé, porque Londres está muy lejos. No me hace ninguna gracia que se vayan.

Jack le rodeó la cintura con un brazo y ella se acurrucó contra él. «Estoy a salvo. Aquí estoy a salvo». Jack era su refugio antiaéreo, su escudo humano.

—¿Te acuerdas de cuando fueron a Cornell? —dijo él—. ¿Lo fabuloso que fue tener la casa para nosotros solos?

—Sí… —Había sido toda una revelación: la vida de casados sin hijos era una maravilla. Al menos lo fue al principio.

—Tienen veinte años, Edie. Deberían haberse marchado de casa hace tiempo. Deberíamos haberlas enviado a escuelas diferentes —añadió Jack.

Ella suspiró. «Tú no lo entiendes».

—Es demasiado tarde. Elspeth se nos ha adelantado.

—Quizá nos haya hecho un favor.

Edie no contestó.

—Cuando tenías su edad, tú también deseabas estar sola, si no recuerdo mal.

—Eso era diferente.

Jack esperó a que continuara. Como no lo hizo, musitó:

—¿Por qué, Edie? ¿Qué diferencia había? —Pero ella apretó los labios y bajó los párpados. Él insistió—: Podrías contármelo.

Su mujer abrió los ojos y sonrió.

—No hay nada que contar, Jack. —Volvió a darse la vuelta y se puso de espaldas a su marido—. Tendríamos que dormir.

«Ha estado a punto», pensó él. No supo si sentirse disgustado o aliviado.

—Vale —dijo.

Se quedaron largo rato tumbados, escuchando la respiración del otro, hasta que él empezó a roncar y Edie se quedó a solas con sus pensamientos.