Robert acababa de realizar una visita guiada especial por el cementerio del Oeste para un grupo de anticuarios de Hamburgo y, de pie bajo el arco que había junto a la entrada principal, esperaba a que los visitantes compraran postales y recogieran sus bártulos para poder despedirlos y cerrar. En invierno no solía haber visitas guiadas entre semana. Le gustaba el ambiente apagado y prosaico del cementerio en esos días tranquilos.
Los anticuarios fueron saliendo de la vetusta capilla Anglicana convertida en tienda de regalos. Robert les acercó la hucha de plástico verde de los donativos, haciéndola sonar, y ellos insertaron unas monedas. Siempre lo avergonzaba un poco esa pequeña transacción, pero el cementerio no pagaba IVA por los donativos, así que los empleados de Highgate mendigaban con todo el entusiasmo de que eran capaces. Robert sonrió y dijo adiós con la mano a los alemanes; luego hizo girar la anacrónica llave en la enorme cerradura de la verja.
Fue a la oficina y dejó la llave y la hucha de los donativos encima del escritorio. Felicity, la encargada de la oficina, sonrió y vació la hucha.
—No está mal para un miércoles tan deprimente —comentó. Extendió una mano y añadió—: ¿Y el walkie-talkie?
Robert se palpó el bolsillo del impermeable y dijo:
—Voy a buscarlo.
—¿Ahora? Está empezando a llover.
—Sólo será un momento.
—Molly está en la otra puerta. ¿Podrías llevarle esto?
—Claro.
Robert cogió los folletos que le dio Felicity y un paraguas del paragüero que había junto a la escalera. Cruzó Swains Lane. Molly, una anciana delgada, ataviada con pantalones de peto verdes y anorak, estaba sentada en una silla plegable en el interior del mausoleo del barón de Strathcona and Mount Royal, que se erigía, en todo su esplendor de granito rosa, junto a la entrada del cementerio del Este. Levantó pacientemente la vista hacia él en la penumbra; cogió los folletos que le dio Robert y los puso en el pequeño anaquel que tenía a su lado. En la portada de los folletos aparecía Karl Marx; George Eliot y él eran las atracciones más destacadas de ese lado del cementerio.
—¿No quieres ir a la oficina y calentarte? —le preguntó Robert.
La voz de Molly era débil, áspera y adormilada; tenía un ligero acento australiano.
—Estoy bien, tengo la estufa encendida. ¿Ya has hecho tu visita?
—No; acabo de terminar la visita guiada.
—Ah, pues ve.
Mientras volvía a cruzar Swains Lane, Robert pensó en cómo Molly había dicho «tu visita», como si ésta ya formara parte del programa diario oficial del cementerio. Quizá fuera así. Pensó en cómo el personal había dejado espacio a su dolor, como si éste fuera algo tangible. Fuera del cementerio, la gente se apartaba de ese dolor, pero allí todos estaban acostumbrados a la presencia de los desconsolados, y por eso eran tan prácticos con la muerte, algo que hasta entonces Robert nunca había apreciado.
Cuando llegó al mausoleo de Elspeth, la llovizna se convirtió en lluvia. Abrió el paraguas con un floreo y se sentó en los escalones, con la espalda contra la puerta. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. No hacía ni una hora que había pasado justo por ese lugar con el grupo de turistas. Iba hablándoles de los velatorios y las extremadas medidas que tomaban los Victorianos por temor a que los enterraran vivos. Le habría gustado que la tumba de los Noblin no hubiera estado en uno de los senderos principales; era imposible hacer una visita guiada sin pasar por delante de Elspeth, y se sentía cruel al guiar a los grupos de embobados turistas por delante de la pequeña estructura con el apellido «Noblin» grabado sobre la puerta. Cuando solo era la tumba de la familia de Elspeth, nunca le había importado; pero él no había conocido a su familia. Por primera vez entendió de verdad por qué Jessica era tan inflexible en relación con el decoro. Hasta entonces, siempre había tendido a burlarse de ella por este motivo. Para Jessica, lo importante de Highgate no eran las visitas guiadas, ni los monumentos, ni lo sobrenatural, ni la atmósfera, ni las rarezas morbosas de los Victorianos; para ella, lo importante eran los difuntos y los propietarios de sus tumbas. Robert estaba trabajando, sin prisa, en una historia del cementerio de Highgate y de las prácticas funerarias victorianas para su tesis doctoral. Pero Jessica, que nunca desperdiciaba nada y era especialista en hacer trabajar a los demás, le había dicho: «Ya que vas a realizar toda esa investigación, ¿por qué no nos ayudas un poco?». Así fue como empezó a dirigir las visitas guiadas. Descubrió que el cementerio en sí le gustaba más que lo que escribía sobre él.
Se puso cómodo. El escalón de piedra en que estaba sentado era bajo y estaba húmedo y frío. Las rodillas le llegaban casi hasta la altura de los hombros.
—Hola, amor mío —dijo; como siempre, se sintió ridículo hablando en voz alta a un mausoleo.
Continuó en silencio: «Hola. Aquí estoy. ¿Dónde estás tú?». Imaginó a Elspeth sentada dentro del mausoleo, como una santa en su ermita, mirándolo a través de la rejilla de la puerta, con una sonrisa en los labios. «¿Elspeth?».
Ella siempre había tenido el sueño ligero, siempre interrumpido por tirones y vueltas; muchas veces acaparaba todas las mantas. Cuando Elspeth dormía sola, se tumbaba con los brazos y las piernas extendidos, reclamando su territorio con las extremidades como si fueran banderines. Cuando dormía con Robert, a él solían despertarlo un codo o una rodilla, o el movimiento de las piernas de Elspeth, que parecían correr en la cama.
—Una de estas noches me vas a romper la nariz —le había dicho una vez.
Ella había reconocido que era una compañera de cama peligrosa y le dijo:
—Te pido disculpas de antemano por cualquier fractura que pueda ocasionarte. —Le dio un besito en la nariz—. Pero estarás guapo. Te añadirá cierto encanto canalla.
Ahora solo había quietud. La puerta era una barrera que Robert podría haber franqueado: había una llave en el escritorio de Elspeth, además de la que se conservaba en la oficina del cementerio. El cadáver de ella yacía en una caja, a sólo unos palmos de él. Trató de no imaginar lo que le habrían causado los tres meses transcurridos.
Se inquietó nuevamente ante la irrevocabilidad de todo aquello, sintetizada y representada por el silencio de la pequeña estancia que tenía detrás. «Hay cosas que debo contarte. ¿Me escuchas?». En vida de Elspeth nunca se había percatado de hasta qué punto las cosas no ocurrían del todo mientras no se las contaba a ella.
«Ayer, Roche envió la carta a Julia y Valentina». Robert lo visualizó: la carta salía del despacho de Roche en Hampstead y llegaba a Lake Forest, Illinois, Estados Unidos; la depositaban en el buzón del número 99 de Pembridge Road, y una de las gemelas la recogía. Era un grueso sobre con el remite «Roche, Elderidge, Potts & Lefley, Abogados» estampado con tinta negra brillante, y con los nombres y la dirección de las gemelas escritos con la estilizada caligrafía de Constance, la anciana secretaria de Roche. Imaginó a una de las gemelas sosteniendo el sobre con curiosidad. «Esto me pone nervioso, Elspeth. Me sentiría mejor si hubieras conocido a esas chicas. Tú no tendrás que vivir con ellas. Podrían ser horribles. O tal vez decidan vender el piso a alguien horrible». Sin embargo, las gemelas lo intrigaban, y tenía cierta fe irracional en la apuesta de Elspeth.
—Puedo dejártelo todo a ti —le había dicho ella—. O dejárselo a las chicas.
—Déjaselo a las chicas. Yo tengo más que suficiente.
—Hum. Vale. Pero ¿qué puedo darte a ti?
Estaban sentados en la cama del hospital. Elspeth tenía fiebre; acababan de hacerle la esplenectomía. La cena de la enferma se hallaba intacta en la mesilla de noche con ruedas. Robert le estaba masajeando los pies; tenía las manos untadas de un aceite caliente y fragante.
—No lo sé. ¿No podrías reencarnarte?
—Dicen que las gemelas son copias bastante buenas. —Elspeth sonrió—. Haré que tengan que vivir en el piso si quieren heredarlo. ¿Quieres que te deje a las gemelas?
Robert le devolvió la sonrisa.
—Eso podría salir mal. Podría resultar muy… doloroso.
—Si no lo pruebas, nunca lo sabrás. Pero quiero regalarte algo.
—¿Un mechón de cabello?
—Uf, pero mira qué cabello tan horrible tengo —dijo ella tocándose la sedosa y plateada pelusa. Antes tenía el pelo más bien largo, ondulado, de un rubio desvaído.
Robert negó con la cabeza.
—No importa. Sólo quería algo tuyo.
—¿Como los Victorianos? Lástima que no lo tenga más largo. Así podrías hacerte un colgante, un broche o algo por el estilo. —Se rió—. Podrías clonarme.
Él fingió planteárselo.
—Ya, pero creo que todavía no han resuelto todos los problemas de la clonación. Podrías salir con obesidad mórbida, o con aletas en lugar de brazos, o vete a saber qué. Además, tendría que esperar a que crecieras, y para entonces yo sería un pensionista y no querrías saber nada de mí.
—Las gemelas son una apuesta mejor. Tienen un cincuenta por ciento mío y un cincuenta por ciento de Jack. He visto fotografías suyas, y te aseguro que no se parecen nada a él.
—¿De dónde has sacado fotografías de las gemelas?
Elspeth se tapó la boca con una mano.
—Pues de Edie. Pero no se lo digas a nadie.
—¿Desde cuándo estás en contacto con tu hermana? Creía que la odiabas.
—¿Odiar a Edie? —Pareció afligirse—. No. Estaba muy enfadada con ella, y todavía lo estoy. Pero nunca la he odiado; eso sería como odiarme a mí misma. Lo que pasa es que… cometió una estupidez que nos desbarató la vida. Pero sigue siendo mi hermana gemela. —Vaciló un instante—. Le escribí hará cosa de un año, cuando me diagnosticaron la enfermedad. Pensé que tenía que saberlo.
—No me lo contaste.
—Ya lo sé. Era un asunto privado.
Robert sabía que era infantil mostrarse dolido, así que no respondió.
—Vamos, hombre —dijo ella—. Si tu padre se pusiera en contacto contigo, ¿me lo contarías?
—Pues sí.
Elspeth se llevó un pulgar a la boca y se lo mordió suavemente. Robert siempre lo había encontrado un gesto muy sensual, muy excitante, pero ya había perdido esa connotación.
—Sí, claro que me lo contarías —admitió ella.
—¿Y qué quieres decir con eso de que tienen un cincuenta por ciento tuyo? Son hijas de Edie.
—Sí, ya. Son sus hijas. Pero Edie y yo somos gemelas idénticas, así que genéticamente sus hijas son como mis hijas.
—Ni siquiera las conoces.
—¿Qué más da? Pero, claro, tú no tienes ningún hermano gemelo, así que no puedes entenderlo —aseguró. Robert seguía enfurruñado—. Vamos, no te pongas así. —Intentó acercarse a él, pero los tubos que tenía en los brazos se lo impidieron.
Con cuidado, Robert le puso los pies encima de una toalla, se secó las manos, se levantó y volvió a sentarse en el arco de sábana blanca que formaba la cintura de Elspeth, quien apenas ocupaba espacio. Apoyó una mano sobre la almohada, justo al lado de su cabeza, y se inclinó sobre su cara. Ella le puso una mano en la mejilla. Era como si lo tocaran con papel de lija; el roce de aquella piel casi lo hería. Volvió la cabeza y le besó la palma de la mano. Habían hecho todas esas cosas infinidad de veces.
—Déjame regalarte mis diarios —musitó ella—. Así sabrás todos mis secretos.
Más tarde Robert comprendería que ella lo tenía planeado desde hacía tiempo. Pero entonces sólo dijo:
—Cuéntame tus secretos ahora. ¿Tan terribles son?
—Espantosos, pero todos antiguos. Desde que te conocí he llevado una vida casta e intachable.
—¿Casta?
—Bueno, monógama.
—De acuerdo. —Le dio un beso rápido y notó que le había subido la fiebre—. Deberías dormir un rato.
—¿Me das un poco más de masaje en los pies? —Era como una niña pidiendo su cuento favorito para irse a dormir. Robert volvió a colocarse a los pies de la cama, se echó más aceite en las manos y se las frotó para calentarlo.
Elspeth suspiró y cerró los ojos.
—Humm —dijo al cabo de un rato, arqueando los pies—. Qué maravilla. —Luego se durmió, y él permaneció sentado, con los resbaladizos pies de ella en las manos, pensando.
Robert abrió los ojos. Se preguntó si se habría quedado dormido, porque el recuerdo había sido muy vivido. «¿Dónde estás, Elspeth? Ahora quizá sólo vives en mi cabeza». Observó las tumbas del otro lado del sendero, peligrosamente inclinadas. Una de ellas estaba flanqueada por árboles; las raíces habían levantado ligeramente la base del monumento, de modo que éste parecía levitar un par de centímetros por encima del suelo. Mientras Robert lo miraba, un zorro pasó entre la hiedra que cubría las tumbas que había detrás de las del sendero principal. El animal lo vio, se detuvo un momento y desapareció entre la maleza. Robert oyó a otros zorros que se aullaban. Algunos estaban cerca; otros, en las partes más profundas del cementerio. Era la época de celo. Anochecía. Se levantó, frío y calado por la humedad.
—Buenas noches, Elspeth. —Se sintió ridículo al decirlo.
Echó a andar hacia la oficina; aquello le recordó a cuando era adolescente y comprendió que ya no podía rezar. No sabía dónde podía estar Elspeth, pero desde luego no se hallaba en esa tumba.