Ella se va de casa

Marijke Wells de Graaf estaba en el umbral del dormitorio que había compartido con Martin durante veintitrés años. Tenía tres cartas en la mano y trataba de decidir dónde dejar una de ellas. Sus maletas estaban en el rellano, junto a la escalera, con la gabardina amarilla cuidadosamente doblada encima. Sólo tenía que dejar el sobre y ya podría marcharse.

Martin llevaba veinte minutos en la ducha y permanecería allí una hora más, incluso después de que se terminara el agua caliente. Marijke no sabía qué hacía allí ni pensaba averiguarlo. Lo oía hablar solo, un murmullo débil y afable; parecía una radio. «Aquí Radio Locura —pensó con sorna—, ofreciéndoles los grandes éxitos del TOC».

Quería dejar la carta en un sitio donde él la encontrara pronto, pero no demasiado. Y que ese lugar todavía no fuera problemático para Martin, para que pudiera recoger el sobre y abrirlo. Al mismo tiempo, no quería que el sitio en cuestión quedara contaminado por la presencia de la carta, porque después ese punto se hallaría vinculado para siempre al mensaje y, por tanto, le quedaría prohibido a Martin en el futuro.

Llevaba semanas reflexionando sobre ese dilema y todavía no había decidido el sitio idóneo. Había estado a punto de desistir y echarla al correo, pero no quería que él se preocupara al ver que no volvía a casa después del trabajo. «Ojalá pudiera dejarla suspendida en el aire», pensó. Entonces sonrió y fue a buscar su costurero.

De pie en el despacho de Martin, junto al ordenador, Marijke intentaba controlar el temblor de sus manos lo suficiente para enhebrar la aguja bajo el haz de luz amarillenta que proyectaba la lámpara del escritorio. El piso estaba siempre a oscuras; Martin había tapado las ventanas con papel de periódico y sólo se distinguía si era de día por la luz que se filtraba por la cinta adhesiva. Una vez enhebrada la aguja, dio unas puntadas en una esquina del sobre; luego se subió a la silla de Martin para pegar el extremo del hilo al techo con una tira de cinta adhesiva. Marijke era alta, pero tuvo que estirarse. Por un instante le dio vértigo y se tambaleó sobre la silla en la habitación a oscuras. «Tendría gracia que ahora me cayera y me partiera la crisma», pensó, sonriendo. Se imaginó en el suelo, con la cabeza abierta y la carta oscilando por encima de ella. Pero un segundo más tarde recobró el equilibrio y bajó al suelo. La carta parecía levitar sobre el escritorio. «Perfecto». Recogió el costurero y colocó la silla en su sitio.

Martin la llamó. Marijke se quedó paralizada.

—¿Qué? —contestó por fin. Dejó el costurero en el escritorio. Luego fue al dormitorio y permaneció junto a la puerta del cuarto al baño, cerrada—. ¿Qué? —Contuvo la respiración y escondió los otros dos sobres a la espalda.

—Encima de mi escritorio hay una carta para Theo. ¿Podrías echarla al correo cuando salgas?

—Vale.

—Gracias.

Marijke abrió un poco la puerta. El vaho que llenaba el cuarto de baño le humedeció la cara. Vaciló un momento.

—Martin…

—¿Hum?

Se le quedó la mente en blanco.

Tot ziens, Martin —dijo por fin.

Tot ziens, amor mío —repuso él con voz alegre—. Hasta la noche.

Las lágrimas se agolparon en los ojos de Marijke. Salió despacio del dormitorio, recorrió el pasillo esquivando los montones de cajas envueltas en plástico, entró en el despacho, recogió la carta de Martin para Theo, y fue al recibidor. Permaneció quieta, con una mano en el pomo de la puerta. De pronto la asaltó un recuerdo:

«Estábamos aquí los dos, yo tenía una mano en el picaporte, como ahora. Era una mano más joven; ambos éramos jóvenes. Llovía. Habíamos llegado de hacer la compra». Cerró los ojos y escuchó. El piso era grande y desde allí no oía a Martin. Dejó la puerta entornada (nunca la cerraban con llave), se puso la gabardina y consultó su reloj. Levantó las maletas y las bajó con dificultad por la escalera; al pasar por delante de la puerta de Elspeth le echó un vistazo. Cuando llegó a la planta baja, dejó uno de los sobres en el buzón de Robert.

No se volvió para contemplar Vautravers cuando salió por el portón. Recorrió el callejón hasta la calle, tirando de las dos maletas. Era una mañana de enero fría y húmeda; había llovido durante la noche. Esa mañana, Highgate Village daba una sensación de inmutabilidad, como si apenas hubiera transcurrido el tiempo desde que Marijke había llegado allí, joven y recién casada, en 1981. La cabina telefónica roja de Pond Square seguía en su sitio, aunque en la plaza ya no había el estanque a que aludía su nombre, ni lo había habido nunca, que Marijke recordara, sólo grava y bancos donde dormitaban los pensionistas. El anciano propietario de la librería todavía escudriñaba a los turistas mientras éstos examinaban los oscuros mapas y los libros de hojas quebradizas. Un perro labrador dorado cruzó la plaza esquivando con facilidad a un crío que chillaba. Los pequeños restaurantes, las tintorerías, las inmobiliarias, la farmacia: todo esperaba, como si en algún sitio hubiera estallado una bomba y sólo quedaran jóvenes madres que empujaban sus cochecitos. Mientras echaba al correo, junto con la suya, la carta de Martin para Theo, Marijke pensó en las horas que había pasado allí con su hijo. «Quizá le lleguen juntas».

En la parada de taxis la esperaba el que había pedido por teléfono. El taxista metió las maletas en el maletero y subieron al coche.

—¿A Heathrow? —preguntó.

—Sí. Terminal Cuatro.

Bajaron por North Hill hacia Great North Road.

* * *

Más tarde, mientras Marijke esperaba en la cola del mostrador de KLM, Martin salió de la ducha. A un espectador que no lo conociera bien quizá le habría preocupado su aspecto: estaba muy colorado, como si un ama de casa esmeradísima le hubiera dado un hervor para extraerle las impurezas.

Se sentía bien. Se sentía limpio. La ducha de la mañana era uno de los mejores momentos del día. Sus preocupaciones se alejaban, podía enfrentarse a los sentimientos perturbadores, pensar con claridad. La ducha que se daba justo antes de la hora del té resultaba menos satisfactoria porque era más corta; la amenazaban pensamientos intrusivos y el inminente regreso de Marijke de su trabajo en la BBC. Y en la de antes de acostarse lo aquejaban la ansiedad por estar en la cama con Marijke, el temor a oler raro, la duda de si ella querría tener relaciones esa noche o si lo aplazaría para otra ocasión (últimamente cada vez hacían menos el amor); por no mencionar las preocupaciones relacionadas con sus crucigramas, con los e-mails enviados y por contestar; la angustia por cómo le iría a Theo en Oxford (su hijo siempre ofrecía menos detalles sobre su día a día, sus novias y sus pensamientos, de lo que a Martin le habría gustado. Marijke decía: «Tiene diecinueve años, es un milagro que nos cuente algo», pero eso no lo ayudaba, no sabía por qué, y Martin imaginaba todo tipo de virus espantosos y accidentes de tráfico y sustancias ilegales. El chico se había comprado una moto hacía poco, y Martin había tenido que añadir varios rituales a su carga diaria para que a su hijo no le pasara nada).

Empezó a secarse con la toalla. Era un ávido observador de su propio cuerpo y se fijaba con gran inquietud en cada callosidad, en cada vena y en cada picadura de mosquito; sin embargo, apenas sabía cómo era. Hasta Marijke y Theo existían sólo como manojos de sentimientos y palabras en la memoria de Martin. No se le daban bien las caras.

Ese día todo estaba saliendo bien. Muchos de sus rituales de limpieza y acicalamiento se organizaban alrededor de la idea de la simetría: una pasada de la maquinilla de afeitar en el lado izquierdo requería una pasada idéntica en el derecho. Unos años atrás, y a consecuencia de una mala racha, Martin había acabado afeitándose todo el vello del cuerpo. Le llevaba horas todas las mañanas, y Marijke lloraba al verlo. Al final, se persuadió de que si contaba mentalmente podría prescindir de tanto afeitado. Así que esa mañana contó las pasadas de la maquinilla (treinta) necesarias para afeitarse la barba; a continuación dejó la maquinilla en el lavamanos y contó treinta veces hasta treinta. Tardó veintiocho minutos. Contaba despacio, sin prisas. Las prisas siempre lo estropeaban todo. Si trataba de abreviar, tendría que volver a empezar. Era importante hacerlo bien para que lo sintiera completo.

Compleción: cuando lo hacía correctamente, Martin obtenía una satisfacción (fugaz) de cada serie de movimientos, tareas, números, lavados, pensamientos, no-pensamientos. Pero tampoco debía quedar demasiado satisfecho. No se trataba de complacerse a sí mismo, sino de evitar el desastre.

Por un lado estaban las obsesiones; los pinchazos, los codazos, las pullas: «¿Me he dejado el gas encendido? ¿Hay alguien mirando por la ventanilla de la puerta trasera? ¿Y si la leche estaba pasada? Mejor será que vuelva a olerla antes de verterla en el té. ¿Me he lavado las manos después de orinar? Mejor será que vuelva a lavármelas, por si acaso. ¿Me he dejado el gas encendido? ¿Han rozado mis pantalones el suelo al ponérmelos? Hazlo otra vez, hazlo bien. Hazlo otra vez. Hazlo otra vez. Otra vez. Otra vez».

Las compulsiones eran respuestas a las preguntas planteadas por las obsesiones. «Mira si has cerrado el gas. Lávate las manos. Lávatelas muy bien, para que no haya duda. Usa un jabón más fuerte. Usa lejía. El suelo está sucio. Límpialo. Rodea la parte sucia sin tocarla. Da el menor número de pasos que puedas. Extiende toallas en el suelo para que la contaminación no pulule. Lava las toallas. Otra vez. Otra vez. No es correcto entrar en el dormitorio por aquí. ¿Que no es correcto? ¿En qué sentido? No lo sé, no es correcto. Entra con el pie derecho. Y tuerce hacia la izquierda con el cuerpo. Así, eso es. Mejor. Pero ¿y Marijke? Ella también tiene que hacerlo así. No le gustará. No importa. No lo hará. Sí lo hará. Tiene que hacerlo. No es correcto que no lo haga. Podría pasar algo horroroso. ¿Qué, exactamente? No lo sé. No puedo pensar en ello. Rápido, múltiplos de 22: 44,66, 88… 1122…».

Había días buenos, días malos y días muy malos. Ése se estaba perfilando como uno bueno. Martin recordó el tiempo que había pasado en el Balliol College de Oxford, donde todos los miércoles jugaba al tenis con un compañero de su curso de Filosofía y Matemáticas. Había días en que sabía, antes incluso de desenfundar la raqueta, que sus golpes serían perfectos. Pues bien, ese día le estaba dando una sensación parecida.

Abrió la puerta del cuarto de baño e inspeccionó el dormitorio. Marijke le había dejado la ropa preparada encima de la cama, los zapatos, en el suelo, aparecían pulcramente alineados con las perneras de los pantalones. Cada prenda estaba dispuesta siguiendo un patrón preciso. Ninguna tocaba otra prenda. Contempló el suelo de madera noble. Había sitios donde el barniz se había gastado, y otros donde los tablones estaban combados a causa de la humedad; pero Martin no tuvo en cuenta nada de eso. Estaba tratando de discernir si era seguro caminar descalzo por allí. Ese día decidió que sí. Fue hasta la cama con resolución y empezó a vestirse muy despacio.

A medida que iba poniéndose prendas se sentía más seguro, envuelto en aquellas telas limpias y gastadas. Tenía mucha hambre, pero se tomó su tiempo. Al final llegó el momento, siempre problemático, de calzarse los zapatos. Éstos —acordonados, marrones— eran una especie de armisticio entre su cuerpo, limpio, y el suelo, siempre turbador. No le gustaba tocarlos, pero los tocó y consiguió atar los cordones. Marijke se había ofrecido a comprarle unas zapatillas de deporte con cierre de velcro, pero esa idea repelía a Martin estéticamente.

Siempre vestía ropa sobria y oscura; exudaba formalidad. Dentro de casa no llegaba al extremo de llevar corbata, pero siempre daba la impresión de que acababa de quitarse una, o de que la estaba buscando para ponérsela antes de marcharse. Como ya nunca salía del piso, sus corbatas pendían abandonadas en el colgador del armario.

Una vez vestido, echó a andar con cautela por el pasillo y llegó a la cocina. Tenía el desayuno preparado en la mesa: un cuenco con Weetabix, una jarrita de leche y dos albaricoques. Apretó el botón del hervidor eléctrico y un minuto después el agua ya bullía. Martin tenía pocas compulsiones asociadas a la comida (generalmente implicaban masticar las cosas cierto número de veces). La cocina era territorio de Marijke, y ella siempre le hacía llevarse a otra parte del piso cualquier cosa que lo molestara. Él intentaba no encender nunca los fogones, porque no podía estar seguro de si los había apagado después de usarlos, y habría pasado horas girando el mando hacia uno y otro lado. En cambio, sí podía preparar el té con el hervidor eléctrico.

Marijke le había dejado los periódicos junto al cuenco de cereales. Todavía estaban impecables, pulcramente doblados. Martin sintió una pequeña oleada de gratitud: le gustaba ser el primero en abrir los periódicos del día, pero nunca llegaban a sus manos antes que a las de Marijke. Desplegó el Guardian y buscó la sección de pasatiempos.

Era jueves, y para los jueves Martin siempre elegía un crucigrama de tema científico. El de ese día trataba de astronomía. Lo revisó brevemente para asegurarse de que todo estaba correcto. Se sentía especialmente orgulloso de la forma del puzle, que se extendía por la cuadrícula con forma de galaxia espiral, muy compacta y perfectamente simétrica. Entonces miró la solución al crucigrama del día anterior, un estricto Ximenes compuesto por el compilador Albert Beamish. Éste utilizaba el seudónimo Lillibet; Martin no sabía por qué. No conocía a Beamish en persona, aunque a veces hablaban por teléfono. Siempre se lo imaginaba como un hombre velludo con traje de ballet. El seudónimo de Martin era Bunbury.

Abrió el Times, el Daily Telegraph, el Daily Mail y el Independent y empezó a hojearlos en busca de noticias interesantes. El crucigrama en que estaba trabajando trataba de las guerras de Mesopotamia. No estaba seguro de que ese tema fuera a gustarle a su editor, pero, como todo artista, sentía la necesidad de expresar sus preocupaciones a través de su obra, y últimamente pensaba mucho en Irak. Ese día, los periódicos recogían la noticia de un ataque suicida especialmente sangriento en una mezquita. Martin suspiró, cogió las tijeras y empezó a recortar los artículos.

Después de desayunar se lavó (de una forma bastante normal) y amontonó ordenadamente los periódicos (pese a que habían quedado un poco desmontados). Fue a su estudio y se inclinó para encender la lámpara del escritorio. Al enderezarse, algo le rozó la cara.

Lo primero que pensó fue que un murciélago se había colado en la estancia, pero entonces vio el sobre, que oscilaba suavemente en el extremo del hilo, colgado del techo. Permaneció quieto examinándolo. Su nombre estaba escrito con la vigorosa caligrafía de Marijke. «¿Qué has hecho mal?», se reprochó. Se le quedó la mente en blanco y permaneció ante el sobre colgante, con la cabeza gacha y los brazos cruzados, en actitud defensiva. Al final estiró un brazo y cogió el sobre; le dio un pequeño tirón y el hilo se desenganchó del techo. Lo abrió despacio, desdobló la carta, buscó a tientas sus gafas de leer y se las puso. «¿Qué ha hecho mi mujer?».

6 de enero

Lieve Martin:

Lo siento, querido esposo. No puedo seguir viviendo así. Cuando leas esta carta estaré camino de Ámsterdam. He escrito a Theo para decírselo.

No sé si lo entenderás, pero intentaré explicártelo. Necesito vivir mi vida sin tener que estar siempre pendiente de calmar tus temores. Estoy cansada, Martin. Me has consumido. Sé que me sentiré sola sin ti, pero seré más libre. Me buscaré un apartamento pequeño y abriré las ventanas para que entren el aire y el sol. Todo estará pintado de blanco y habrá flores en los cuartos. No tendré que entrar siempre en las habitaciones con el pie derecho, no me olerá la piel a lejía, no olerá a lejía todo lo que toque. Mis cosas estarán en los armarios y los cajones, no en tupperwares, ni envueltas con film transparente. Mis muebles no estarán gastados de tanto frotarlos. Tal vez tenga un gato.

Estás enfermo, Martin, pero te niegas a ir al médico. No voy a volver a Londres. Si quieres verme, puedes venir a Ámsterdam. Pero para eso tendrías que salir del piso, así que me temo que quizá no volvamos a vernos.

He intentado quedarme, pero he fracasado.

Cuídate, amor mío.

Marijke

Martin se quedó con la carta en las manos. «Ha pasado lo peor que podía pasar». Era incapaz de asimilarlo. «Se ha ido». Y no iba a volver. «Marijke». Dobló poco a poco la cintura, las rodillas, hasta quedar acuclillado delante del escritorio, con la carta muy cerca de la cara; la luz, intensa, le iluminaba la espalda. «Amor mío. Ay, amor mío…». Los pensamientos lo abandonaron; solamente había un gran vacío, como cuando el agua se retira antes de un maremoto. «Marijke».

Sentada en el tren que había tomado en el aeropuerto de Schiphol, Marijke veía deslizarse un borroso paisaje gris y llano. Había llovido y el cielo estaba encapotado. «Ya casi estoy en casa. Por fin». Miró la hora. Martin ya habría encontrado la carta. Sacó el móvil del bolso y lo abrió. No tenía ninguna llamada. Lo cerró. La lluvia golpeaba, sesgada, las ventanillas. «¿Qué he hecho? Lo siento, Martin». Pero sabía que cuando llegara a casa no lo lamentaría, y ahora sólo en Ámsterdam podía considerarse en casa.