Una flor campestre

Elspeth Noblin estaba muerta y ya nadie podía hacer nada por ella, salvo enterrarla. El cortejo funerario entró en silencio por las puertas del cementerio de Highgate; detrás del coche fúnebre iban diez vehículos llenos de amigos y libreros de viejo. Era un trayecto muy corto; St. Michael’s estaba en lo alto de la colina. Robert Fanshaw había ido a pie desde Vautravers con sus vecinos de arriba, Marijke y Martin Wells. Se quedaron en el amplio patio de la zona oeste del camposanto, contemplando el coche fúnebre mientras éste maniobraba para pasar entre las verjas y ascendía por el estrecho sendero hacia el mausoleo de la familia Noblin.

Robert estaba agotado y entumecido. El sonido le llegaba con retraso, como la banda sonora de una película mal sincronizada. Martin y Marijke permanecieron juntos, un poco apartados de él. Martin era un hombre esbelto de cabello corto y canoso y nariz puntiaguda. Todo en él era nervioso y rápido, nudoso y aguzado. Tenía sangre galesa y no le gustaban los cementerios. Su esposa, Marijke, se encontraba a su lado. Llevaba el pelo cortado de forma asimétrica y teñido de un magenta intenso, y pintalabios a juego; era una mujer de huesos grandes, vistosa e impaciente. Las arrugas de la cara contrastaban con el atuendo juvenil. Miraba a su marido con aprensión.

Martin había cerrado los ojos y movía los labios. Quien no lo conociera podría haber creído que estaba rezando, pero Robert y Marijke sabían que lo que hacía era contar mentalmente. Caían unos gruesos copos de nieve que desaparecían nada más tocar el suelo. El cementerio de Highgate era un recargado laberinto de árboles chorreantes y fangosos senderos de gravilla. Los cuervos volaban de las tumbas a las ramas bajas, describían círculos y se posaban en el tejado de la Capilla de los Disidentes, que alojaba las oficinas del cementerio.

Marijke reprimió el impulso de encender un cigarrillo. Elspeth no le caía excesivamente bien, pero ya la echaba de menos. Seguro que la difunta habría hecho algún comentario cáustico y divertido, lo habría convertido todo en un chiste. Marijke abrió la boca y exhaló; su aliento formó una nube de vaho que quedó suspendida un momento, como si fuera humo.

El coche fúnebre se deslizó por Cuttings Path y se perdió de vista. El mausoleo de los Noblin estaba un poco más allá de Comfort’s Corners, casi en el centro del cementerio; los dolientes tenían que recorrer a pie el estrecho Colonnade Path, donde las raíces de los árboles habían levantado el suelo, y encontrarse allí con el coche fúnebre. Aparcaron delante de The Colonnade, la columnata semicircular que separaba el patio del cementerio propiamente dicho; fueron saliendo de los coches y miraron alrededor, contemplando las capillas (cuyo estilo alguien había definido como «gótico de enterrador»), la verja de la entrada, el monumento a los Caídos y la estatua de la Fortuna, que miraba al vacío bajo un cielo color de estaño. Marijke pensó en todos los cortejos fúnebres que habían franqueado las verjas de Highgate. Los carruajes negros Victorianos tirados por caballos adornados con plumas de avestruz, con dolientes profesionales e inexpresivos, habían dejado paso a esa variopinta colección de automóviles, paraguas y apesadumbrados amigos. De pronto Marijke pensó que el cementerio semejaba un teatro antiguo: la obra era la misma, pero los trajes y peinados se habían actualizado.

Robert le tocó el hombro a Martin; éste abrió los ojos y adoptó la expresión de quien despierta de golpe. Cruzaron el patio y pasaron por la entrada situada en el centro de la columnata; subieron las escaleras cubiertas de musgo y entraron en el cementerio. Marijke iba detrás de ellos. El resto de los dolientes los seguía. Los senderos, empinados y pedregosos, estaban resbaladizos. Todos miraban dónde pisaban. Nadie decía nada.

Nigel, el director del cementerio, se encontraba de pie junto al coche fúnebre con expresión vigilante, muy atildado. Saludó a Robert con una sonrisa comedida y le lanzó una mirada que venía a decir: «Cuando se trata de uno de los tuyos es diferente, ¿verdad?». Sebastian Morrow, el amigo de Robert, estaba junto a Nigel. Era el director de la funeraria; Robert ya lo había visto trabajar otras veces, pero ese día tuvo la impresión de que mostraba un mayor grado de condolencia e introspección. Aparentaba estar orquestando el funeral sin moverse ni hablar; de vez en cuando echaba un vistazo a una persona u objeto y lo que había que hacer se hacía, sin mediación suya. Sebastian llevaba un traje gris marengo y una corbata verde oscuro. Era hijo de nigerianos, nacido en Londres; con su oscura tez y su oscura ropa, parecía a la vez extremadamente presente y casi invisible en la penumbra del exuberante cementerio.

Los portadores del féretro se congregaron alrededor del coche fúnebre.

Todos esperaban, pero Robert subió por el sendero principal hasta el mausoleo de la familia Noblin. De piedra caliza, el único distintivo era el apellido labrado sobre la puerta de cobre oxidado. En la puerta había un bajorrelieve de un pelícano alimentando a su cría con su propia sangre, un símbolo de la resurrección. Robert la había incluido a veces en sus visitas guiadas por el cementerio. Ahora la puerta estaba abierta. Thomas y Matthew, los enterradores, esperaban de pie en el camino, unos metros más allá, frente a un obelisco de granito. Los miró; ellos asintieron con la cabeza y se acercaron a él.

Robert vaciló antes de asomarse al interior del mausoleo. Había cuatro ataúdes —de los padres y abuelos de Elspeth— y una modesta cantidad de polvo acumulado en los rincones del pequeño recinto. Habían instalado dos caballetes junto al estante donde dispondrían el ataúd de Elspeth. Nada más. Robert tuvo la impresión de que del interior del mausoleo emanaba un aire gélido, como si fuera un frigorífico. Sintió que estaba a punto de producirse una especie de intercambio: él entregaría a Elspeth al cementerio, y éste le entregaría… no sabía qué. Pero algo, seguro.

Volvió con Thomas y Matthew junto al coche fúnebre. El ataúd estaba forrado de plomo, para sepultura en nicho, de modo que pesaba más de lo normal. Robert y los otros portadores lo cargaron a hombros hasta el interior del mausoleo; hubo un momento delicado cuando intentaron colocarlo sobro los caballetes. El mausoleo era demasiado pequeño para los portadores, y de pronto parecía que el ataúd se hubiera vuelto enorme. Por fin consiguieron disponerlo bien. La oscura madera de roble brillaba a la débil luz. Salieron todos excepto Robert, que permaneció de pie, un poco encorvado, con las palmas apoyadas en la tapa del ataúd, como si la madera barnizada fuera la piel de Elspeth, como si a través de ella notara los latidos del consumido cuerpo que contenía. Pensó en el pálido rostro de la difunta, en sus ojos azules, en cómo los abría para fingir sorpresa y en cómo se reducían a dos estrechas ranuras cuando algo no le gustaba; en sus diminutos pechos; en el extraño calor que desprendía su cuerpo cuando le subía la fiebre; en sus costillas, tan prominentes en los últimos meses de su enfermedad; en las cicatrices del catéter y la cirugía. Lo invadieron el deseo y la repulsa. Recordó la fina textura de su cabello y cómo lloraba cuando empezó a caérsele a puñados, cómo él le acariciaba la calva. Pensó en la curva de sus muslos, y en la hinchazón y la putrefacción que ya estaban transformándola, célula a célula. Elspeth tenía cuarenta y cuatro años.

—Robert. —Jessica Bates, de pie a su lado, lo miraba desde debajo de uno de sus elaborados sombreros; la compasión suavizaba la sobriedad de su rostro—. Vamos. —Puso sus manos, suaves y envejecidas, sobre las de Robert.

Él las tenía sudadas y cuando las levantó vio que habían dejado dos huellas en la tapa, por lo demás impecable, del ataúd. Deseaba borrar esas huellas, pero también quería dejarlas allí como último testimonio de su caricia a esa extensión del cuerpo de Elspeth. Permitió que Jessica lo sacara del mausoleo y se quedó con ella, junto con los otros dolientes, para escuchar el oficio funerario.

—La vida del hombre es como la hierba: brota como una flor silvestre, y tan pronto la azota el viento, deja de existir y nadie vuelve a saber de ella.

Martin se encontraba en la periferia del grupo. Volvía a tener los ojos cerrados, la cabeza inclinada, los puños apretados y metidos en los bolsillos del abrigo. Marijke se apoyaba en él. Había enlazado un brazo con el de su marido, quien, al parecer sin notarlo, empezó a mecerse adelante y atrás. Ella se enderezó y lo soltó para que pudiera hacerlo.

—Puesto que Dios Todopoderoso ha tenido la piedad de acoger el alma de nuestra querida hermana, entregamos su cuerpo a su lugar de descanso. Del polvo al polvo, de las cenizas a las cenizas, con la esperanza y la certeza de la resurrección a la vida eterna gracias a Nuestro Señor Jesucristo, pues Él liberará nuestro cuerpo de su estado inferior y lo conducirá a Su glorioso estado mediante Su poder, que le permite dominar todas las cosas.

Robert dejó vagar la mirada. Los árboles estaban desnudos —habían transcurrido tres semanas desde Navidad—, pero el cementerio conservaba su verdor, poblado de matas de acebo brotadas de las coronas funerarias victorianas. Quien fuera capaz de cambiar de punto de vista para pensar en la Navidad estando en un cementerio, percibiría una atmósfera festiva. Mientras trataba de concentrarse en las palabras del párroco, oyó que unos zorros se llamaban unos a otros cerca de allí.

Jessica Bates se hallaba de pie al lado de Robert. Se mantenía bien erguida con la barbilla levantada, pero Robert notaba su fatiga. Era la presidenta de los Amigos del Cementerio de Highgate, la organización benéfica que cuidaba el recinto y organizaba las visitas guiadas. Robert trabajaba para ella, pero pensó que, de todas formas, Jessica habría asistido al funeral de Elspeth, porque ambas se tenían simpatía. Cuando iba a comer con Robert al cementerio, Elspeth siempre llevaba un bocadillo más para Jessica.

Le entró pánico: «¿Cómo me acordaré de todo?». Todavía tenía muy presentes los olores de Elspeth, su voz, su titubeo por teléfono antes de decir su nombre, cómo se movía cuando hacían el amor, su pasión por los zapatos de tacón altísimo, la delicadeza con que trataba los libros antiguos y el desapego con que los vendía. En ese momento sabía todo cuanto llegaría a saber sobre Elspeth, y necesitaba urgentemente detener el tiempo para que nada escapara. Pero era demasiado tarde; debería haberlo parado cuando lo detuvo ella; ahora ya la estaba adelantando, perdiéndola. Ella ya se desvanecía. «Debería escribirlo todo… pero nada sería efectivo. Nada que pueda escribir me la devolverá».

Nigel cerró la puerta del mausoleo y echó la llave. Robert sabía que esa llave permanecería en un compartimento numerado, dentro de un cajón de la oficina, hasta que volviera a ser necesaria. Hubo una incómoda pausa; el servicio había terminado, pero nadie sabía qué hacer a continuación. Jessica le apretó el hombro a Robert y señaló al párroco con un gesto de la cabeza. Robert le dio las gracias y le entregó un sobre.

Volvieron todos juntos por el sendero. Al poco, Robert se encontraba de nuevo en el patio. La nieve se había convertido en lluvia. Un rebaño de paraguas negros se abrió casi a la vez; los deudos subieron a los coches y empezaron a salir del cementerio. Robert oyó que los empleados le hacían comentarios, unas manos le daban palmadas en la espalda, recibía invitaciones para tomar un té o algo más fuerte. No era consciente de sus respuestas, pero todos fueron retirándose discretamente. Los libreros se marcharon al Angel. Robert vio a Jessica de pie junto a la ventana de la oficina, mirándolo. Marijke y Martin, que hasta ese momento se habían mantenido algo alejados, se acercaron a él. La mujer llevaba a su marido del brazo; él seguía con la cabeza gacha y mientras cruzaba el patio parecía concentrado en cada adoquín que pisaba. A Robert lo conmovió que hubiera conseguido ir al funeral. Marijke cogió a Robert del brazo. Salieron los tres juntos del cementerio y subieron por Swains Lane. Cuando llegaron a lo alto de Highgate Hill, torcieron a la izquierda, caminaron unos minutos y volvieron a doblar a la izquierda. Marijke tuvo que soltar a Robert para apremiar a Martin. Recorrieron un largo y estrecho callejón asfaltado. Robert abrió el portón y finalmente llegaron a casa. Los tres pisos de Vautravers estaban a oscuras, y el día empezaba a dejar paso a la noche; el edificio le pareció a Marijke aún más pesado y opresivo que de costumbre. Entraron en el vestíbulo y Marijke abrazó a Robert. Ya habían intercambiado todas las fórmulas de rigor y no se le ocurría nada más que decir. Robert se dio la vuelta para entrar en su apartamento.

—Lo siento —dijo Martin con voz ronca, y todos se sobresaltaron.

Robert vaciló un momento; luego asintió con la cabeza y esperó por si añadía algo. Los tres se quedaron indecisos, hasta que Robert volvió a asentir con la cabeza y entró en su casa. Martin pensó que quizá no debería haber dicho nada. Marijke y él empezaron a subir la escalera y al pasar ante la puerta de Elspeth se detuvieron en el rellano. En la tarjetita de la puerta ponía el apellido NOBLIN escrito a máquina. Marijke estiró un brazo y la acarició al pasar. Le recordó al apellido grabado en el mausoleo. Pensó que a partir de ese momento se lo recordaría cada vez que pasara por delante de esa puerta.

Robert se descalzó y se tumbó en la cama de su austero y casi oscuro dormitorio; todavía llevaba puesto el abrigo de lana, mojado. Se quedó mirando el techo y pensó en el piso de Elspeth, justo encima. Imaginó la cocina, llena de comida que ella no utilizaría; su ropa, sus libros y sus sillas, que ya no se pondría ni leería y en las que no se sentaría; en su escritorio, cubierto de papeles que él debía revisar. Había muchas cosas que hacer, pero no en ese momento.

No estaba preparado para la ausencia de Elspeth. Era la primera vez que perdía a un ser querido. Había otras personas ausentes, pero ninguna muerta. «¿Elspeth?». Hasta su nombre parecía vacío, como si se hubiera separado de ella y flotara suelto por su pensamiento. «¿Cómo voy a vivir sin ti?». No se trataba del cuerpo; éste seguiría adelante, como siempre. El problema estaba localizado en la palabra «cómo»: Robert viviría, pero sin Elspeth había perdido el sabor, la forma, el método de la vida. Tendría que aprender a estar solo de nuevo.

Apenas eran las cuatro. El sol ya se ponía y el dormitorio iba desdibujándose en la penumbra. Robert cerró los ojos y esperó a que llegara el sueño. Al cabo de un rato comprendió que no se dormiría. Se levantó, se puso los zapatos, subió a la planta de arriba y abrió la puerta de Elspeth. Recorrió el piso sin encender ninguna luz. En el dormitorio volvió a descalzarse, se quitó el abrigo, pensó un momento y se desprendió del resto de la ropa. Se metió en la cama de Elspeth, en el lado donde siempre dormía. Dejó las gafas en su sitio, en la mesilla de noche. Se acurrucó adoptando la posición habitual y poco a poco fue relajándose a medida que el frío abandonaba las sábanas. Se quedó dormido esperando que Elspeth se acostara.