Última carta

Las cartas llegaban cada dos semanas, pero no a su casa de Lake Forest. Cada dos semanas, siempre en jueves, Edwina Noblin Poole recorría diez kilómetros en coche hasta la oficina de correos de Highland Park. Allí tenía un apartado postal, una casilla pequeña. Dentro nunca había más de un sobre.

Normalmente se llevaba la misiva a Starbucks y la leía mientras tomaba un café descafeinado con leche de soja. Se sentaba en un rincón de espaldas a la pared. A veces, si tenía prisa, la leía en el coche. Después se dirigía al aparcamiento detrás del puesto de perritos calientes de Second Street, aparcaba junto al contenedor y quemaba la carta.

—¿Por qué llevas un encendedor en la guantera? —le había preguntado su marido, Jack, en una ocasión.

—Estoy harta de hacer calceta. Me he pasado a la piromanía —contestó Edie.

Él soltó el encendedor.

Jack sabía lo de las cartas porque pagaba a un detective para que siguiera a su mujer. Éste no había descubierto citas, llamadas de teléfono ni correos electrónicos; no había detectado ninguna actividad sospechosa, sólo las cartas. El detective no le dijo a Jack que Edie lo miraba con fijeza mientras quemaba los papeles y que luego aplastaba las cenizas en la acera con el zapato. En una ocasión le había hecho el saludo nazi. El hombre estaba empezando a hartarse de ese caso. Edwina Poole tenía algo que lo turbaba; no era como sus otros sujetos. Jack había recalcado que no buscaba pruebas para divorciarse.

—Solo quiero saber que hace —había explicado—. La noto… diferente.

En general Edie no hacía caso al detective. Tampoco le habló de él a Jack. Lo soportaba, sabedora de que aquel tipo gordo de cara sudada no tenía forma de descubrirla.

La última carta llegó a principios de diciembre. Edie la recogió en la estafeta de correos y se la llevó a la playa de Lake Forest. Aparcó en la parte más alejada de la carretera. Era un día muy frío y ventoso; no había nieve en la arena. El lago Michigan estaba de un tono marrón y unas pequeñas olas acariciaban las rocas, todas cuidadosamente colocadas para impedir la erosión, lo que daba a la playa un aire de decorado. El aparcamiento se hallaba desierto; el Honda Accord de Edie era el único coche. Dejó el motor en marcha. El detective mantuvo la distancia y, tras soltar un suspiro, estacionó en el extremo opuesto del aparcamiento.

Edie le lanzó una mirada. «Preferiría no tener público —se dijo. Permaneció un rato sentada contemplando el lago—. Podría quemarla sin leerla». Pensó en cómo habría sido su vida si se hubiera quedado en Londres; podría haber dejado que Jack volviera a Estados Unidos sin ella. La invadió una intensa añoranza de su hermana gemela. Sacó el sobre del bolso, deslizó un dedo por debajo de la solapa y desdobló la carta.

Querida e:

Te dije que te avisaría. Pues eso: adiós.

Intento imaginar cómo me sentiría si se tratara de ti, pero es imposible imaginar el mundo sin tu presencia, pese al tiempo que llevamos separadas.

No te he dejado nada. Tienes que vivir mi vida. Con eso basta. Yo, en cambio, estoy experimentando… Se lo he dejado todo a las gemelas. Espero que lo disfruten.

No te preocupes, todo irá bien.

Dile adiós a Jack de mi parte.

Un beso, a pesar de todo.

e

Se quedó con la cabeza agachada, esperando a que brotaran las lágrimas. Sin embargo, éstas no aparecieron, cosa que agradeció, porque no quería llorar delante del detective. Miró el matasellos y vio que la habían franqueado hacía cuatro días. Se preguntó quién la habría echado al correo. Quizá una enfermera.

Guardó la misiva en el bolso. Ya no había necesidad de quemarla: podía conservarla un tiempo. Quizá nunca la destruyera. Salió del aparcamiento y al pasar junto al detective le hizo un gesto obsceno con el dedo.

Mientras recorría la escasa distancia que separaba la playa de su casa, pensó en sus hijas. Por su cabeza desfiló una sucesión de posibilidades desastrosas. Cuando llegó, estaba decidida a impedir que el patrimonio de su hermana pasara a Julia y Valentina.

Cuando Jack llegó del trabajo, encontró a su mujer acurrucada en la cama, con las luces apagadas.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Elspeth ha muerto.

—¿Cómo lo sabes?

Edie le dio la carta. Jack la leyó y sólo sintió alivio. «Ya está —pensó—. Sólo se trataba de Elspeth». Se acostó en su lado de la cama y ella se desplazó para abrazarlo.

—Lo siento, cariño —dijo él, y luego se quedaron callados.

En las semanas y los meses posteriores, Jack habría de lamentarlo; Edie ya no habló más de su hermana gemela, no contestó a ninguna pregunta, no especuló sobre lo que Elspeth podía haberles legado a sus hijas, no dijo cómo se sentía, ni siquiera le dejó mencionar a Elspeth. Más adelante, Jack se preguntaría si Edie habría hablado con él esa tarde de habérselo pedido. Si le hubiera contado lo que él sabía, ¿ella lo habría hecho callar? Después, eso siempre se interpuso entre ellos.

Pero de momento estaban tumbados en la cama. Edie apoyó la cabeza en el pecho de Jack y escuchó los latidos de su corazón.

«“No te preocupes, todo irá bien…”. Pues me parece que no voy a poder. Creía que volvería a verte. ¿Por qué no fui a verte? ¿Por qué te empeñaste en que no fuera? ¿Cómo hemos dejado que pasara esto?». Jack la abrazó. «¿Valía la pena?». Edie no podía hablar.

Oyeron entrar a las gemelas. Edie se desasió de su marido y se levantó. No había llorado, pero de todas formas fue al cuarto de baño y se lavó la cara.

—Ni una palabra —le dijo a Jack mientras se cepillaba el cabello.

—¿Por qué no?

—Porque no.

—Vale.

Sus ojos se encontraron en el espejo del tocador. Luego Edie salió de la habitación.

—¿Cómo han ido las clases? —le oyó preguntar él en tono normal.

—Un rollo —contestó Julia.

—¿No has empezado a preparar la cena? —dijo Valentina.

—He pensado que podríamos ir a Southgate y comer unas pizzas —respondió Edie.

Jack se sentó en la cama; se sentía pesado y cansado. Como siempre, no estaba seguro de nada, pero al menos sabía qué iba a cenar.