Elspeth murió mientras Robert, de pie delante de la máquina expendedora, contemplaba un pequeño vaso de plástico que iba llenándose de té. Más tarde, recordaría haber recorrido el desierto pasillo del hospital con aquel vaso de té malísimo en la mano, bajo las luces fluorescentes, y haber vuelto sobre sus pasos hasta la habitación donde Elspeth yacía rodeada de máquinas. Momentos antes, ella había girado la cabeza hacia la puerta, con los ojos abiertos; al principio Robert creyó que estaba consciente.
Segundos antes de morir, Elspeth recordó un día de la primavera anterior en que habían paseado por un sendero fangoso junto al Támesis, en Kew Gardens. Olía a hojas podridas; había llovido.
—Deberíamos haber tenido hijos —había dicho Robert.
—No digas tonterías, cariño —había contestado Elspeth.
Lo repitió en voz alta en la habitación del hospital, pero Robert no estaba allí para oírlo.
Elspeth volvió la cara hacia la puerta. Quiso gritar «¡Robert!», pero de pronto se notó la garganta llena. Sintió como si su alma intentara huir trepando por el esófago. Trató de toser, de liberarla, pero sólo consiguió emitir un gorjeo. «Me estoy ahogando. Me estoy ahogando en una cama…». Sintió una intensa presión y luego notó que flotaba. El dolor había desaparecido; ella miraba hacia abajo desde el techo y veía su cuerpo, menudo y deteriorado.
Robert entró en la habitación. El vaso de té le quemaba la mano y lo dejó en la mesita de noche, junto a la cama. El amanecer había empezado a alterar el color de las sombras, que pasaban del carbón a un gris indefinido; por lo demás, todo estaba como siempre. Cerró la puerta.
Se quitó las gafas —redondas, de montura metálica— y los zapatos. Se acostó en la cama procurando no molestar a Elspeth y se abrazó a ella. En las últimas semanas la enferma había tenido mucha fiebre, pero en ese momento su temperatura volvía a ser casi normal. Robert notó que se le calentaba ligeramente la piel al contacto con la de ella. Elspeth había pasado al reino de lo inanimado y su cuerpo estaba perdiendo calor. Hundió la cara en la nuca de la mujer y aspiró.
Ella lo miraba desde el techo. Qué bien lo conocía y qué extraño parecía. Veía, pero no notaba, las largas manos de Robert en la cintura —también la cara, en la que destacaban la mandíbula y el labio superior, era alargada—; tenía una nariz un poco aguileña y los ojos hundidos; su cabello castaño se extendía sobre la almohada. Estaba pálido a causa del tiempo que llevaba en el hospital. Parecía profundamente desconsolado, delgado y enorme, abrazado al cuerpo menudo y plácido de ella; Elspeth pensó en una fotografía que había visto hacía tiempo en el National Geographic, en la que una mujer se aferraba a su hijo, muerto de inanición. Robert llevaba una camisa blanca, arrugada; los calcetines tenían agujeros en el dedo gordo. La asaltaron todos los resentimientos, culpas y añoranzas que había ido acumulando a lo largo de la vida. «No —pensó—. No me iré». Pero ya se había ido, y un momento más tarde estaba en algún sitio, diseminada, reducida a nada.
La enfermera los encontró media hora más tarde. Se quedó un momento contemplando en silencio a aquel joven alto, abrazado a aquella mujer de mediana edad, menuda, muerta. Luego fue a buscar a los camilleros.
Fuera, Londres despertaba. Robert siguió tumbado con los ojos cerrados, escuchando el tráfico de la calle, los pasos en el corredor. Sabía que pronto tendría que abrir los ojos, soltar el cuerpo de Elspeth, incorporarse, ponerse en pie, hablar. Pronto se enfrentaría al futuro sin ella. Mantuvo los ojos cerrados, aspiró el aroma de la mujer, que ya se desvanecía, y esperó.