Introducción

Havoysund, norte de Noruega. Mayo de 1920

Cuando el práctico del puerto fue interrogado por la policía acerca del asesinato del marinero inglés Jeremiah Perkins, tripulante del vapor Britannia, todo lo que pudo decir fue que el barco había atracado en el muelle de Havoysund poco después de las diez de la mañana del tres de mayo y que, según su documentación, procedía de la isla Spitsbergen, situada al noroeste de Noruega, en el archipiélago Svalbard, donde había permanecido fondeado durante los meses de invierno. Aquello era muy extraño, pues en Spitsbergen no había absolutamente nada, salvo glaciares, un enclave minero y un puñado de campamentos balleneros.

Pero eso era lo que constaba en la documentación del barco, aunque nada explicaba las razones por las que alguien en su sano juicio decidiría pasar el invierno ártico en una isla casi desierta perdida en el fin del mundo, a menos de mil kilómetros del Polo Norte. Lo único que el práctico pudo añadir fue que el Britannia, tras permanecer veinticuatro horas atracado, aprovisionándose de combustible, vituallas y pertrechos, había levado anclas durante la mañana del cuatro de mayo, de regreso a Spitsbergen. Por último, el práctico declaró que el único tripulante del Britannia en desembarcar había sido el difunto Jeremiah Perkins, un marinero que, a causa de un accidente, tenía un brazo roto y entablillado, razón por la cual se proponía regresar a Inglaterra.

Tras un par de días de pesquisas, y después de averiguar que dos misteriosos forasteros habían sido vistos merodeando por los alrededores el día del asesinato, la policía dio por concluida la investigación. Los agentes que llevaron el caso no vivían en Havoysund, sino en Fuglenesdalen, una ciudad situada ochenta kilómetros al sur, y tenían prisa por volver a casa, de modo que en su informe se limitaron a reseñar que, a causa de un robo o una disputa, Perkins había sido asesinado de un disparo, posiblemente por dos desconocidos que posteriormente se dieron a la fuga sin dejar rastro. El cadáver fue enterrado en el cementerio local y el caso se archivó; a fin de cuentas, el marinero era un don nadie, y su asesinato, uno de los muchos crímenes que a diario se cometían en los puertos de todo el planeta.

Fue un error. Si la policía hubiese investigado un poco más, habría averiguado que la documentación del Britannia había sido falseada, pues ni el vapor procedía de la isla Spitsbergen ni se había dirigido allí después de aprovisionarse en Havoysund, y quizá entonces la sospecha de que aquel asesinato no era un mero crimen sin importancia hubiese comenzado a cobrar forma. Pero las pesquisas se interrumpieron sin tan siquiera haber interrogado a todo el personal del muelle; en caso contrario, los policías quizá habrían advertido que Bjorn Gustavsen, el telegrafista del puerto, estaba sospechosamente nervioso.

Y no es de extrañar; cuando Gustavsen, un cuarentón pacífico y tranquilo, envió aquel cablegrama, no tenía la menor idea de cuáles iban a ser las consecuencias. Lo único que sabía era que siete meses atrás había recibido una carta, remitida a todos los puertos de Europa por la compañía minera Cerro Pasco Resources Ltd., en la que se ofrecía una recompensa de diez mil libras a quien aportase información sobre el paradero del vapor Britannia, matriculado en Portsmouth, Inglaterra. Diez mil libras, toda una fortuna. Por eso a Gustavsen casi se le paró el corazón cuando vio el rótulo «Britannia» en la proa del buque que acababa de atracar en Havoysund. Le había tocado la lotería.

Sin perder un instante, Gustavsen mandó un cablegrama informando de su hallazgo a las oficinas centrales de Cerro Pasco, en Londres. Apenas dos horas más tarde, recibió la siguiente respuesta:

«Agradecemos información suministrada. A la mayor brevedad posible, nuestros empleados se personarán en Havoysund para comprobar su testimonio y abonarle la cantidad convenida. Le rogamos averigüe procedencia y destino del Britannia, y si entre sus pasajeros se encuentra John T. Foggart. También sería de gran interés que vigilara el barco y los movimientos de la tripulación. Si accede a colaborar con nosotros, duplicaremos recompensa».

Veinte mil libras eran una cantidad sospechosamente excesiva, pero Gustavsen, cegado por la codicia, ni siquiera llegó a plantearse por qué alguien estaba dispuesto a pagar tanto dinero a cambio de una mera labor de vigilancia, así que envió un nuevo mensaje a Cerro Pasco aceptando la oferta y, tras cederle el asiento frente al pulsador del telégrafo a Christian, su ayudante, se dirigió a las oficinas del puerto para iniciar las pesquisas que le habían encomendado.

Lo primero que averiguó fue que, oficialmente, el Britannía procedía de la isla Spitsbergen, adonde regresaría al finalizar las labores de aprovisionamiento. Luego, aprovechando un descuido, Gustavsen leyó la lista del pasaje; aparte de William Westropp, el capitán del barco, la tripulación constaba de catorce miembros, todos ingleses. Pero ninguno se llamaba Foggart. También descubrió que uno de los marineros del Britannia había solicitado permiso para desembarcar. A las tres y media de la tarde, Jeremiah Perkins descendió por la pasarela del barco cargando con su macuto y se dirigió a las oficinas para cumplimentar los trámites de aduana. Desde una prudente distancia, Gustavsen comenzó a seguirle.

Al pisar tierra firme, Perkins, un cuarentón enjuto y fibroso, experimentó un profundo alivio. Después de pasar el invierno en una tierra dejada de la mano de Dios, helándose el trasero a 40 grados por debajo del punto de congelación, hasta un villorrio inmundo como Havoysund, tan sólo un puñado de cabañas de madera emplazadas al pie de una yerma colina rocosa junto al mar, se le antojaba el colmo de la civilización y el confort. Tras formalizar el papeleo, Perkins descubrió que ningún barco partiría de aquel muelle con destino a Inglaterra, y que para regresar a su país debería aguardar durante cuatro días la llegada del Frembrudd, un navío que le conduciría a Trondheim, ciudad situada mil quinientos kilómetros al sur, en cuyo puerto podría embarcarse con rumbo a las Islas Británicas.

Resignado a la espera, Perkins averiguó que se alquilaban habitaciones en la casa de huéspedes de la viuda Moklebust, pero antes de encaminarse allí se dirigió al despacho de correos, una exigua oficina atendida por una funcionaría miope, con el objetivo de cumplir el encargo que le había confiado Sir Foggart: enviar a cierta dirección de Londres un pequeño paquete a nombre de Elisabeth Faraday. Realizada dicha gestión, el marinero, ignorante de que estaba siendo espiado por Gustavsen, se dirigió a la casa de huéspedes de la viuda Moklebust.

Cuando Gustavsen vio a Perkins desaparecer tras la puerta de la pensión, decidió regresar al puerto para seguir vigilando a los hombres del Britannia, aunque no descubrió nada de interés, pues la tripulación se limitó a realizar las labores de aprovisionamiento; así que, a última hora de la tarde, envió un nuevo mensaje a Cerro Pasco informando de la situación. Al día siguiente, el Britannia levó anclas y abandonó Havoysund, y todo volvió a la normalidad, hasta que cuarenta y ocho horas más tarde Gustavsen recibió un cablegrama de Cerro Pasco indicándole que se dirigiera al mediodía a las afueras del pueblo, hacia el norte, donde se encontraría con dos empleados de la compañía.

A las doce menos diez, extrañado por lo insólito de aquel encuentro, Gustavsen se dirigió al lugar de la cita, una solitaria explanada situada a unos trescientos metros de Havoysund, donde, como había asegurado el telegrama, le aguardaban dos hombres cubiertos con abrigos negros. Uno de ellos, bajo y menudo, se llamaba Reine y era el que llevaba la voz cantante; el otro, llamado Torsson, era grande y fuerte, con el pelo rubio y una cicatriz en el mentón. Tras identificarse e intercambiar unos saludos, Reine le pidió a Gustavsen que contara todo lo que había sucedido desde la llegada del Britannia, así que el telegrafista expuso con detalle los hechos, aunque, en su opinión, tampoco había mucho que exponer. Cuando concluyó el relato, Reine le preguntó por el lugar donde se alojaba el marinero inglés, de modo que Gustavsen le explicó cómo llegar a la casa de huéspedes de la viuda Moklebust. Finalmente, el hombre de Cerro Pasco sacó un sobre del bolsillo de su abrigo y se lo entregó al telegrafista; contenía doscientos billetes de cien libras.

—Será mejor que no hable de este asunto con nadie —le advirtió Reine en tono veladamente amenazador.

Luego, tras despedirse con un cabeceo, se dio la vuelta y, seguido por el taciturno Torsson, comenzó a alejarse hacia el este. Tras unos segundos de indecisión, Gustavsen echó a andar de regreso al pueblo; aquel encuentro se le antojaba de lo más extraño, y esos dos hombres, lejos de parecer empleados de una importante compañía minera, resultaban inquietantes. ¿En qué lío se había metido?, se preguntó mientras caminaba de regreso al puerto. No obstante, el recuerdo de los doscientos billetes que anidaban en su bolsillo borró a los pocos minutos cualquier rastro de inquietud o sospecha. Era un hombre rico.

Perkins, entre tanto, se aburría como una ostra. La señora Moklebust, una atractiva mujer de mediana edad, apenas chapurreaba cuatro o cinco palabras en inglés; de hecho, salvo los funcionarios del puerto, nadie dominaba su idioma en aquel pueblucho situado lo más al norte de Noruega que se puede ir sin caer en el océano, así que Perkins no tenía con quien hablar ni nada que hacer.

Aquella tarde, después de echarse una larga siesta, el marinero se dirigió a la cantina del muelle y tomó un par de copas de aquavit, el aguardiente local, mientras contemplaba a través de la ventana el atraque de un ballenero sueco. Pasadas las siete, Perkins salió al exterior y se abotonó al chaquetón; pese a estar en primavera, la temperatura jamás sobrepasaba los 5 grados centígrados y por la noche descendía hasta los siete u ocho bajo cero. Hacía frío, aunque afortunadamente mucho menos que en aquella maldita isla donde había pasado el invierno.

Durante un instante, Perkins consideró la idea de regresar a la pensión, pero era un hombre habituado al aire libre y se le caían las paredes encima cuando estaba demasiado tiempo encerrado; por ello, al igual que había hecho los días anteriores, decidió dar un paseo. Tras ajustarse el cabestrillo donde reposaba su brazo izquierdo, echó a andar por el sendero que, partiendo de la dársena, corría paralelo a la costa. El sol estaba muy bajo sobre el horizonte, pero siempre estaba bajo en aquellas latitudes; además, en esa época del año anochecía bien entrada la madrugada, así que aún tenía por delante muchas horas de luz.

Al cabo de diez minutos de caminata, al torcer un recodo del camino, el pueblo desapareció de vista y una intensa sensación de soledad se abatió sobre él. En las colinas que se alzaban a su derecha sólo había rocas, hierba y neveros, pero ni un solo árbol, ni flores, ni insectos, ni aves, nada; aquella tierra era un páramo donde no se percibían más sonidos que el batir de las olas y el susurro del viento.

Perkins caminó hacia el noroeste, siguiendo el trazado de la costa, durante tres cuartos de hora; se sentó en una piedra frente al mar, lió un cigarrillo empleando una sola mano —habilidad que muy pocos llegan a dominar— y fumó despacio, reconfortado por la idea de que al día siguiente, cuando el Frembrudd atracara en Havoysund, podría iniciar el regreso a su hogar. Minutos más tarde, tras dar una última calada, arrojó la colilla a las olas e inició el regreso.

El encuentro tuvo lugar a apenas un kilómetro y medio del pueblo. Al llegar Perkins a la altura de unas rocas, dos hombres salieron de detrás de ellas y se interpusieron en su camino; uno era bajo y tenía el pelo oscuro, el otro era rubio y grande.

—¿Eres Jeremiah Perkins? —preguntó el más bajo en inglés, con mucho acento escandinavo.

—Ajá —asintió el marinero, mirándolos con recelo.

—Estabas embarcado en el Britannia, ¿verdad?

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó a su vez Perkins con los ojos entrecerrados.

—Yo me llamo Reine y mi amigo es Torsson. Queremos hacerte unas preguntas.

—¿Preguntas? —los ojos del marinero se convirtieron en dos estrechas ranuras—. ¿Qué clase de preguntas?

—Por ejemplo, ¿adónde se ha dirigido el Britannia?

Perkins esbozó una sonrisa.

—Lo siento, amigos, tengo que irme —repuso—. Ya hablaremos en otro momento.

Sin perder la sonrisa, dio unos pasos para sortear a los dos hombres, pero se detuvo al instante cuando vio que Torsson sacaba una pistola Luger del bolsillo y le apuntaba con ella.

—Eh, eh, tranquilo… —dijo Perkins, alzando la mano derecha.

—Todos vamos a estar tranquilos —terció Reine—. Y tú vas a colaborar; ¿verdad, Jeremiah?

—Si me lo pedís tan amablemente no puedo negarme. ¿Queréis saber el destino del Britannia? Se dirigía a Spitsbergen; eso lo podríais haber averiguado en el puerto.

—¿Dónde está Foggart? —preguntó Reine.

—En Spitsbergen, junto con el resto de la tripulación.

—Esa isla es muy grande. ¿Dónde?

—En Longyearbyen.

—¿El asentamiento minero? —Reine alzó una ceja—. ¿Y qué hace allí?

Perkins se encogió de hombros.

—Ni idea —respondió.

—¿Me tomas por tonto? Llevas un año embarcado con Foggart, ¿y pretendes que me crea que no sabes lo que ha hecho durante todo ese tiempo?

—Vale, me has pillado —respondió Perkins con ironía—. Como somos íntimos amigos, Sir Foggart siempre me lo cuenta todo —soltó una risita—. Venga, hombre, que sólo soy un maldito marinero; a mí nadie me da explicaciones.

La mayor parte de lo que estaba diciendo era mentira, pero la expresión de su rostro destilaba sinceridad. Reine guardó silencio, evaluándole con la mirada, y al cabo de unos segundos dijo:

—Hace tres días, nada más desembarcar, fuiste a la oficina de correos y dejaste allí un paquete. ¿Qué era?

—Me lo dio Sir Foggart para que lo enviara a Londres.

—¿A quién?

—A su esposa.

—¿Qué había dentro?

—Yo qué sé, hombre; Sir Foggart me entregó el paquete ya cerrado. ¿Alguna pregunta más?

Reine asintió, pensativo.

—Nuestro jefe quiere hablar contigo —dijo—. Nos vas a acompañar, Jeremiah.

—¿Adónde?

—Un barco nos espera. Está cerca, no tendremos que caminar mucho.

Perkins se aproximó a los dos hombres con la mano derecha siempre alzada y una expresión de contrariedad en el rostro.

—Venga, amigos —suplicó—. Tengo un brazo roto y lo único que quiero es tomar mañana un barco y regresar a casa. Ya os he contado todo lo que sé, dejadme en paz.

—¿Quieres volver a Inglaterra? —Reine sonrió como un zorro—. Pues no te preocupes: nosotros te llevaremos a Inglaterra.

Justo en ese momento, Perkins miró por encima de los hombros de los dos noruegos e hizo un gesto de sorpresa, como si hubiera visto algo inesperado. Era una treta muy vieja, pero funcionó; Reine y Torsson volvieron simultáneamente la cabeza hacia atrás, momento que Perkins aprovechó para propinarle una contundente patada en la entrepierna al gigantón rubio.

Torsson desorbitó los ojos, exhaló una bocanada de aire y, sin soltar la pistola, se dobló sobre sí mismo al tiempo que profería un gemido incongruentemente agudo dado su tamaño; pero Perkins no vio nada de eso, pues, en cuanto propinó el golpe, echó a correr hacia el pueblo como alma que lleva el diablo.

—¡Se escapa! —gritó Reine, comenzando a perseguirle.

Sobreponiéndose al dolor, Torsson se incorporó, aspiró una profunda bocanada de aire, alzó la Luger, apuntó hacia el marinero que se alejaba a toda velocidad y disparó.

—¡No! —aulló Reine.

Puede que Perkins, de no haber tenido el brazo roto, hubiese logrado escapar. Siempre, desde su infancia en Withechapel, había tenido las piernas rápidas, lo cual le fue de gran utilidad en el pasado para evitar caer en las manos de bobbys justicieros o maridos airados, pero ahora no sólo no podía mover el brazo izquierdo, sino que además le dolía a cada zancada, impidiéndole desarrollar su máxima velocidad.

El primer disparo, como un moscardón letal, pasó zumbando a su izquierda. A unos cuarenta metros de distancia, el camino giraba, ocultándose tras una colina; si llegaba allí, ya no podrían alcanzarle. El segundo disparo siseó a su derecha. Ya sólo faltaban treinta metros…

Desgraciadamente, el marinero no llegó a oír el tercer disparo. De pronto, sintió un fuerte golpe en la espalda; no exactamente dolor, sino como si algo muy pesado le hubiera embestido. Dio un traspiés y cayó al suelo; antes de que su mente se disolviera en la nada, sintió el frescor de la hierba en la mejilla y pensó que era una sensación agradable.

Reine llegó corriendo a la altura de Perkins, se acuclilló a su lado y le puso una mano en el cuello, buscándole el pulso con la yema de los dedos. Torsson se aproximó caminando despacio, con las piernas arqueadas, y preguntó:

—¿Está…?

—Muerto, sí —Reine se incorporó y contempló a su compañero con el ceño fruncido—. Lo necesitábamos vivo —dijo en tono acusador—; ¿por qué demonios le has disparado?

—Se escapaba —repuso Torsson a la defensiva.

—Pues en vez de ponerte a pegar tiros, deberías haberle perseguido, maldita sea.

—Sí, claro, tengo las pelotas como para echar carreritas. Oye, si ese cabrón hubiese llegado al pueblo le habríamos perdido de todas formas y, además, habría dado la voz de alarma. Mejor así.

Reine aspiró una profunda bocanada de aire y se encogió de hombros.

—Eres tú el que tenía la pistola y eres tú el que le dejó escapar —dijo, pronunciando despacio las palabras—. Esto no les va a gustar a los jefes.

Incapaz de encontrar algún argumento con el que justificarse, Torsson desvió la mirada y se sonrojó. Reine sacudió la cabeza, volvió a acuclillarse y registró el cadáver de Perkins, pero no encontró nada de interés, así que se incorporó de nuevo y le indicó a Torsson con un gesto que se pusieran en marcha. En silencio, los dos hombres comenzaron a caminar hacia el este, alejándose del cadáver que yacía sobre la hierba como un títere desmadejado.

En realidad, Reine y Torsson no eran más que improvisados peones de un juego mucho más grande que ninguno de ellos alcanzaba a comprender. Ignoraban por qué era tan importante el Britannia, o por qué debían secuestrar a un simple marinero, o quién era John T. Foggart. Se limitaban a cumplir órdenes, aunque ni siquiera sabían a ciencia cierta para quién trabajaban.

El cadáver de Jeremiah Perkins fue descubierto al día siguiente, poco después del amanecer, por unos pescadores. Cuando se enteró de la noticia, Bjorn Gustavsen, el telegrafista, sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. No tenía la menor duda de que aquellos dos hombres, Reine y Torsson, eran los responsables del crimen, lo cual le convertía de alguna manera en cómplice de asesinato. Al principio estuvo a punto de confesar lo que había pasado, pero el miedo a las posibles represalias legales, y el aún más profundo temor a perder las veinte mil libras, le convencieron de que era más prudente mantenerse a la expectativa de los acontecimientos. Esa misma tarde, a primera hora, llegó la policía, pero los agentes ni siquiera le interrogaron y, tras una breve y chapucera investigación, dieron por cerrado el caso. No mucho después, los habitantes de Havoysund se olvidaron del misterioso asesinato del marinero y Gustavsen respiró aliviado, convencido de que por fin se acababa aquella pesadilla.

Estaba equivocado. El mismo día en que apareció el cadáver de Jeremiah Perkins, el vapor Frembrudd, precisamente el buque donde el marinero tenía previsto embarcarse para iniciar el regreso a su país, atracó en el puerto de Havoysund. Seis horas más tarde, tras aprovisionarse de combustible, dejar en tierra su cargamento y cargar en las bodegas correo y mercancías procedentes del pueblo, el navio levó anclas con rumbo a Trondheim. Como es lógico, Perkins no pudo embarcar, pero algo que había pasado por sus manos viajaba en el Frembrudd dentro de una saca de correo: un pequeño paquete dirigido a Lady Elisabeth Faraday, en Londres.

No, aquello no era un final, sino un comienzo.