Diario personal de Samuel Durango.
Martes, 8 de junio de 1920
El domingo pasado, aprovechando que tenía el día libre, asistí a la conferencia que pronunció Arthur Conan Doyle en el ayuntamiento de Portsmouth. Había mucho público y el escritor habló durante más de una hora acerca de la investigación psíquica y el mundo de los espíritus. La verdad es que me sorprendió el aspecto de Doyle; supongo que esperaba a un hombre menudo y con aire romántico, pero en realidad es alto y robusto, con un bigote de guías puntiagudas y un carácter expansivo.
Cuando concluyó la conferencia, me aproximé a él para que me firmara mi ejemplar de El Mundo Perdido y conversamos durante unos minutos. Le hablé acerca del señor Charbonneau, y Doyle me dijo que no debía estar triste, pues el espíritu de mi tutor seguía vivo en un plano alternativo de la realidad. Añadió que su madre había muerto recientemente y ya se había comunicado con ella varías veces a través de una médium. Según él, tarde o temprano todos nos reuniremos con nuestros seres queridos en el más allá.
Me gustaría creerle, pero no puedo. Si realmente el espíritu sobrevive a la muerte física, ¿dónde están las almas de los millones de personas que fallecieron durante la guerra? ¿Por qué no hacen oír sus voces mediante golpes en los muros, manifestaciones ectoplásmicas, apariciones o del modo que sea? ¿Por qué ese silencio? Sólo se me ocurre una respuesta: después no hay nada. El señor Charbonneau era escéptico y no creía en la existencia de una vida después de la muerte; sencillamente, carecía de esa clase de esperanza. Supongo que a mí me sucede lo mismo.
Hemos zarpado hoy, de madrugada, mientras todavía estaba dormido. Adrián Cairo me ha contado que, durante la noche, unos desconocidos intentaron poner una bomba en el Saint Michel. Empiezo a comprender por qué se requería valor para este trabajo.
Estoy familiarizándome con la vida en el barco. Todos los miembros de la tripulación hacen guardias de cuatro horas y descansan ocho. Sólo se libran de esta rutina el capitán y el jefe de máquinas, pero a cambio deben estar siempre dispuestos a intervenir en caso de necesidad. Un reloj marca los turnos de guardia tocando una campana cada media hora. El capitán Verne pasa la mayor parte del tiempo en el puente, aunque nunca coge el timón, pues de esa tarea se ocupan Elizagaray, Sintra o el piloto Yago Castro.
Esta mañana, el capitán me ha invitado a subir al puente de mando para jugar con él un par de partidas de ajedrez. He vuelto a ganar. Al parecer, se ha corrido la voz de que no soy del todo mal jugador y varios miembros de la tripulación me han retado.
Hoy, por la tarde, he estado fotografiando a algunos marineros mientras trabajaban. Uno de ellos, Napoleón Ciénaga, es un negro colombiano gigantesco; mide casi dos metros de estatura y tiene un rostro que parece tallado en ébano. También hay un chino, Chang Jintao, y dos árabes: Abdul Arab y Rasul Hakme, que es casi tan grande como Ciénaga. Mustafá Ozdemir, el primer oficial de máquinas, es turco y siempre lleva un fez rojo en la cabeza. Estoy deseando revelar las fotografías.
Resulta agradable el ambiente de camaradería que reina en el Saint Michel. Incluso el profesor parece más relajado, como si el aire libre y el movimiento le apaciguaran. Ayer por la noche, después de cenar, el capitán, el profesor y Cairo contaron anécdotas de sus viajes. La señora Faraday y su hija también intervinieron, pero yo me mantuve callado. Creo que no conozco ninguna historia divertida.