Diario, 30 de mayo de 1920

Diario personal de Samuel Durango.

Domingo, 30 de mayo de 1920

Nuevos cambios se han producido en mi vida. Anteayer, acepté trabajar para SIGMA, y todavía no sé a ciencia cierta por qué. Regresé a España buscando un lugar donde echar raíces y al final he acabado vinculándome a un trabajo que consiste exactamente en todo lo contrario; buscaba un sitio donde quedarme y, paradójicamente, lo que he encontrado ha sido un sitio de donde partir.

¿Por qué he aceptado este trabajo? Quizá temía que, de no hacerlo, acabaría perpetuándome en esa especie de limbo en el que he vivido durante los últimos meses. Hasta que se acabase el dinero; y entonces, ¿qué? Pero no es ésa la única razón; por algún motivo, el viernes, durante el tiempo que estuve en la sede de SIGMA, mientras escuchaba al profesor Zarco o hablaba con Sarah, me sentí por primera vez desde hace mucho tiempo… en paz, tranquilo, como si todo lo que me rodeaba en ese momento fuese de algún modo correcto. Y hay una tercera razón. Durante la guerra vi lo peor de los seres humanos y, al concluir el conflicto, contemplé las terribles consecuencias de esa locura. He vivido mucho tiempo rodeado de muerte, tristeza y destrucción; supongo que por eso la idea de internarme en la naturaleza virgen se me antoja una especie de bálsamo; puede que allí, lejos de lo que algunos llaman «civilización», encuentre la pureza que hace tanto tiempo perdí.

Según me contó Sarah, ella, su marido y su hijo viven en la sede de SIGMA; añadió que en el palacete había dormitorios libres y me ofreció uno de ellos. Dado que yo debía partir el martes por tiempo indefinido, dijo, carecía de sentido seguir pagando la pensión. Era razonable, así que esta mañana me he mudado al palacete. Mi dormitorio es amplio y soleado, con un balcón que da a los jardines; aunque ahora está muy desordenado, pues como debo emprender viaje en breve, no me he atrevido a deshacer todo el equipaje, así que la habitación está llena de cajas y baúles. Cuando se dirige a mí, el profesor Zarco siempre me llama «Durazno»; no lo hace por burla, sino sencillamente porque no se acuerda de mí auténtico apellido.

Esta tarde, a última hora, he charlado con Sarah. Estábamos en uno de los salones del palacete, con las ventanas abiertas, pues ya hace mucho calor en Madrid; mientras Sarah le daba un biberón a Tomás, me habló acerca del objetivo de nuestra expedición.

Los tepuyes, según explicó, son mesetas muy altas y abruptas, con las paredes totalmente verticales y las cimas planas. Están en Sudamérica entre el Amazonas y el río Negro, en Brasil, Guyana, Colombia y, sobre todo, en la Gran Sabana de Venezuela. Al parecer, estas formaciones geológicas son las más antiguas del planeta, pues se originaron en el Precámbrico. Sarah me contó que existen numerosos tepuyes y, por lo visto, la mayor parte nunca han sido pisados por el ser humano. En principio, el profesor quiere explorar el tepuy Roraima y el Auyantepui, aunque puede que incluya algún otro.

Sarah comentó en broma que quizá encontráramos dinosaurios. Al ver mi cara de extrañeza, me preguntó si no conocía la novela El Mundo Perdido de Arthur Conan Doyle, el mismo escritor que había creado a Sherlock Holmes. Le dije que no y ella me aclaró que, en esa novela, un grupo de exploradores escalan un tepuy y encuentran en su cima un mundo prehistórico habitado por los últimos dinosaurios. Se ofreció a regalarme el libro y comentó que, en cierto modo, la expedición a la Gran Sabana se la debíamos a Conan Doyle. Iba a preguntarle por qué, pero en ese momento sonó el teléfono; entonces Sarah me entregó el biberón y al bebé y me pidió que le acabara de dar de comer mientras ella atendía la llamada.

Al principio me sentí torpe e incómodo, pero, al fijarme en la felicidad que desprendía el rostro de Tomás, me relajé. Fue bonito.

Ahora que lo pienso, puede que haya otra razón más para aceptar este trabajo: la historia que nos contó la señora Faraday. Reconozco que me picó la curiosidad con esa trama de cementerios, criptas secretas y misteriosas desapariciones. A fin de cuentas, si no aceptaba el puesto, jamás me enteraría de qué material está hecha la extraña reliquia de san Bowen.