Diario, 18 de mayo de 1923

Diario personal de Samuel Durango.

Viernes, 18 de mayo de 1923

Esta mañana, rebuscando entre viejos papeles, he encontrado este diario. Dios mío, cuántos recuerdos me ha traído… Pero está incompleto; dejé de escribirlo en el Saint Michel y luego me olvidé de él. Supongo que no tiene sentido completarlo, enumerar ahora las vivencias de los tres últimos años, pero sí puedo al menos ponerle un final.

La señora Faraday y Kathy desembarcaron en el puerto de Southend-on-Sea, en la desembocadura del Támesis. Día y medio después, atracamos en Santander y nos despedimos del capitán Verne y de la tripulación del Saint Michel. Esa misma tarde, el profesor Zarco, Adrián Cairo, García y yo tomamos un tren para Madrid.

Los escasos intentos de divulgar la historia de la isla de Bowen tropezaron con un muro de incredulidad, así que el profesor no tardó en desistir. Doña Rosario, por contra, se lo creyó todo sin formular la más mínima objeción. De hecho, se quedó tan encantada con el relato, y las fotografías, de una Atlántida vinculada a seres extraterrestres, que a partir de entonces puso al profesor en un altar. Aunque también se empeñó en que debíamos volver a la ciudad subterránea para explorarla afondo, algo que en realidad el profesor deseaba hacer, así que, al año siguiente, regresamos a Kvitoya.

Por desgracia, cuando la isla de Bowen explotó, provocó un terremoto que afectó a la Tierra de Francisco José e hizo que el techo de la caverna se derrumbara, así que, al llegar a Kvitoya, encontramos la misteriosa ciudad enterrada e inaccesible bajo miles de toneladas de roca. Aún resuenan en mis oídos las maldiciones del profesor.

Nunca volvió a saberse nada de Aleksander Ardán y la tripulación del Charybdis. Un año después de su desaparición se les declaró oficialmente muertos. La versión que ofreció la prensa fue que habían naufragado durante un viaje de exploración minera por el Ártico.

En cuanto a mí, sigo trabajando para SIGMA. Hasta ahora, he participado en tres expediciones: a Sudamérica, a África y al Tíbet. Por fortuna, he salido ileso de todas ellas y no he tenido ningún mal encuentro con un hipopótamo.

Hace dos años regresé a Francia y visité la tumba del señor Charbonneau. Dejé sobre ella un ramo de crisantemos, sus flores favoritas. Creo que he hecho las paces con él. Es cierto que nunca me transmitió cariño, pero también es verdad que me salvó de la miseria y de la ignorancia, y que siempre me trató bien. No fue el padre que yo quería, pero hizo más que de sobra para que le deba agradecimiento. Descanse en paz.

Por lo demás, tal y como había augurado Kathy, hemos seguido en contacto todos estos años. No nos escribimos a diario, pero sí semanalmente, y cada vez que podemos nos reunimos. El año que viene, cuando Kathy acabe los estudios, nos casaremos.

Y, hablando de bodas, la señora Faraday y el profesor Zarco contrajeron matrimonio en Londres el año pasado. A Kathy se la llevaban los demonios; dice que tener por padrastro al profesor es como emparentarse con un cavernícola, pero creo que poco a poco le va cogiendo aprecio. A mí, al menos, me sucede; aunque Kathy comenta que, si difícil es tenerle de padrastro, mejor será que vaya preparándome para tenerle como suegro. En fin, me gustaría poder decir que el matrimonio ha endulzado un poco el carácter del profesor, pero mentiría. Ulises Zarco sigue teniendo tan malas pulgas como siempre.

Pero he aprendido, y aprendo, muchas cosas a su lado. El valor de la camaradería, el deber de la lealtad, el respeto a la inteligencia, la virtud de la curiosidad, la pasión por el viaje y la aventura… Y sobre todo, me ha enseñado algo muy importante. Durante toda mi vida he buscado un sitio al que pertenecer, un hogar que pueda considerar mío, y el profesor me ha mostrado que el mundo entero es mí hogar. Los cinco continentes y los siete mares con todas sus islas, ésa es mi casa, y nadie puede presumir de tener un hogar más grande y hermoso. ¿Mí familia? El profesor, Adrián, Sarah, el pequeño Tomás, el capitán Verne, la señora Faraday, la tripulación del Saint Michel… y dentro de poco Kathy.

¿Qué más puedo contar?… Durante los últimos años he pensado mucho en lo que sucedió en la isla de Bowen. Todos lo hemos hecho. El profesor Zarco suele especular al respecto; últimamente, por ejemplo, sostiene que quizá nunca hubo seres extraterrestres, que a lo mejor tropezamos con el bastión de una civilización de autómatas, en cuyo caso serían esas máquinas los auténticos extraterrestres. Bueno, es posible, pero yo no lo creo. Si realmente se tratase de una civilización de autómatas en expansión, habrían colonizado todo el planeta, pero en vez de eso se quedaron recluidos en una pequeña isla del Ártico. Por tanto, la ciudadela, el trono de Odín, toda aquella extraña maquinaria estaba allí para cumplir una función, fuera la que fuese. Y si cumplía una función, tenía que ser para alguien. Para los seres que construyeron la esfera, la ciudadela y los autómatas hace miles de años.

Sin embargo, no son más que especulaciones, teorías que jamás podremos comprobar. Hay, no obstante, algo que me intriga por encima de todo lo demás: ¿por qué el autómata dorado nos advirtió de lo que iba a suceder en la isla y nos ayudó a salir?

El profesor dice que, al reconocer en nosotros inteligencia, nos consideraron sus iguales e intentaron salvarnos, lo cual, en su opinión, pone en evidencia un elevado sentido ético. Kathy sostiene una teoría sutilmente distinta: cree que, cuando conseguí hacer tablas, el autómata dorado lo encajó con «fair play» y, en consecuencia, no hizo más que comportarse como un «gentleman». Pero creo que Kathy, como buena inglesa, piensa que, si existen en el espacio seres superiores a nosotros, forzosamente deben de parecerse a los británicos.

Lo cierto es que el autómata dorado, o fuera lo que fuese que controlaba la ciudadela, se comportó con deportividad. Pero eso no me tranquiliza, pues, a fin de cuentas, la caza también es un deporte, y ningún buen cazador dispara contra una pieza inmovilizada que no tiene posibilidad de huida. Por otro lado, si como creo la ciudadela era una entidad automática, quizá no estuviese en su mano tomar ninguna decisión acerca de nosotros, los seres humanos. Por eso se fueron inmediatamente, destruyendo todo lo que dejaban tras de sí.

Aitor Elizagaray sugirió que quizá nos tenían miedo, y puede que estuviera en lo cierto. No temen lo que somos, por supuesto, pero quizá sí lo que podemos llegar a ser. Y sinceramente, después de lo que vi durante la Gran Guerra, no me extrañaría que nos consideraran temibles.

Con frecuencia el profesor se burla de mí diciendo que, en lugar de dedicarme a la fotografía, debería poner una funeraria, y no le falta razón. A veces mi carácter se vuelve demasiado taciturno, y me temo que ésta es una de esas ocasiones. Pero es que la ciudadela me inspiró terror en todo momento; curiosidad también, pero sobre todo miedo. Para ser sincero, espero no volver a saber nada de esos seres en lo que me resta de vida.

Ya está; queda mucho que contar, pero no tiene sentido perder el tiempo escribiendo algo que nadie, ni siquiera yo, volverá a leer. Así que aquí pongo el punto final.

Ah, un momento, lo olvidaba. El profesor convenció a doña Rosario de que necesitaba un nuevo dirigible, de modo que SIGMA financió la construcción del Dédalo II, y el verano pasado, finalmente, exploramos los tepuyes de la Gran Sabana, en Venezuela.

Por fortuna, o por desgracia, no encontramos dinosaurios