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Monte Olimpo. Meseta de Tharsis, Marte

Para apreciar el inmenso tamaño de la montaña hay que contemplarla desde el espacio. Sus dimensiones son tan colosales que, si estuviéramos en la superficie de Marte, no podríamos distinguir su silueta; lo único que veríamos sería un descomunal muro de piedra que ocupa todo el horizonte, de un extremo a otro.

Es el Monte Olimpo, la cumbre más elevada del Sistema Solar. En realidad, se trata de un volcán inactivo desde hace millones de años; se encuentra en una inmensa llanura, la Meseta de Tharsis, y se eleva hasta una altura de veintitrés kilómetros, el triple que el Everest. Está rodeado por acantilados que alcanzan los seis mil metros y su base mide más de seiscientos kilómetros de diámetro, ocupando una superficie equivalente a la de Arizona. Si volvemos la mirada hacia el sureste veremos otros tres volcanes, Arsia, Pavonis y Ascraeus. Tienen, respectivamente, dieciséis, catorce y dieciocho kilómetros de altura; son inmensos, pero parecen simples colinas en comparación con el Monte Olimpo.

Ahora descendamos a la superficie de Marte, al sur de la montaña. Estamos en una inmensa planicie arenosa salpicada de piedras. Todo es rojo en este planeta oxidado; incluso el cielo tiene un color entre rojizo y anaranjado, salpicado por el blanco de sutiles nubes de hielo en suspensión. La atmósfera está compuesta en su mayor parte por dióxido de carbono y es muy tenue, casi cien veces más liviana que la de la Tierra; aun así, una ligera brisa barre la llanura.

Si miramos hacia el norte veremos la monstruosa masa del Monte Olimpo ocupando la totalidad del horizonte. Todo lo que se distingue en las restantes direcciones es un infinito desierto rojo. Aunque no, un momento…, hacia el este, en la lejanía, se advierte una elevación del terreno, una extraña colina de color negro.

Conforme nos acercamos, advertimos que no se trata de una colina, sino de un domo, una cúpula oscura como la noche que se alza cien metros por encima del desierto. Aunque, en realidad, tampoco es una cúpula, sino una esfera de doscientos metros de diámetro con la mitad inferior enterrada en el suelo. Frente a ella se yergue una torre rematada por un óvalo de cristal, el trono de Odín, y una serie de enormes agujas y estructuras todavía inacabadas por las que pululan enjambres de autómatas-obreros.

La mente está reconstruyendo la ciudadela en Marte. En realidad, este planeta siempre había sido la segunda opción, pero la Tierra posee una actividad geotérmica mucho más intensa que Marte, así que cuando la mente llegó al Sistema Solar, decidió instalar la ciudadela en el mundo azul, pese a que la presencia de vida complicaba un poco las cosas.

Y es que, a pesar de su calma de mundo muerto, Marte es un planeta mucho menos adecuado. La mente había tardado año y medio —según el tiempo de la Tierra— en perforar la corteza del planeta y alcanzar el magma, y, pese al titánico esfuerzo invertido, el flujo de energía y materiales es sensiblemente inferior al que había obtenido en la Tierra. No, Marte no es la mejor opción.

Aunque, en realidad, eso no le importa a la mente, porque sabe que su estancia en Marte es transitoria; no podrá quedarse durante demasiado tiempo. Por los bípedos, claro. Su tecnología aún es muy rudimentaria, pero no tardarán mucho en desarrollar el vuelo espacial y desembarcar en el planeta rojo. No más de ciento cincuenta años, calcula la mente; apenas un suspiro para su dilatado sentido del tiempo. Eso, por supuesto, en el caso de que unos seres tan belicosos no acaben autodestruyéndose antes.

Los bípedos son un problema, pero la mente carece de competencias para solucionarlo. Por eso, antes de abandonar la Tierra, envió un mensaje al espacio, un mensaje que tardará cuarenta y seis años en llegar a su destino. Pero la mente no tiene prisa, es paciente.

Sería difícil traducir el contenido de ese mensaje, pues en su mayor parte maneja conceptos que nosotros no somos capaces siquiera de imaginar. No obstante, podría resumirse en una simple frase: «En el tercer planeta de este sistema solar hay tigres».

Ahora, bajo el rojizo cielo de Marte, la mente aguarda la respuesta.