Tsunami
Dado que ya estaba al tanto del peligro que suponía el peñón de magnetita, Castro, el piloto, dirigió el Saint Michel con la orientación y la velocidad adecuadas para cruzar el paso entre los escollos sin que la atracción magnética les afectase. Una vez atravesado el estrecho sanos y salvos, los tripulantes prorrumpieron en una ovación. Entonces, Cairo señaló hacia la isla y dijo:
—El volcán está entrando en erupción.
En efecto, una nube de humo brotaba del cráter y se elevaba hacia el cielo formando un negro penacho. Nadie dijo nada, pero todos permanecieron en cubierta contemplando el fenómeno hasta que la isla se perdió en la distancia. Entonces, siempre en silencio, los pasajeros se encaminaron a sus respectivos camarotes, salvo Zarco y Cairo, que se dirigieron al puente de mando.
El Saint Michel navegó a toda máquina hacia el sur hasta que el lago de agua líquida situado en medio de la banquisa se convirtió en un canal, el «río en el hielo» que habían recorrido para llegar a la isla de Bowen. Por supuesto se vieron obligados a reducir la velocidad; pese a ello, el barco se desplazaba por el canal el doble de rápido que la vez anterior. Conforme se alejaban del benigno microclima de la isla de Bowen, la temperatura fue bajando progresivamente hasta alcanzar los valores usuales en aquellas latitudes.
Tardaron algo menos de cinco horas en llegar a la Tierra de Alexandra, la isla más occidental de la Tierra de Francisco José. Una vez dejaron atrás el canal en el hielo, ya en mar abierto, Verne ordenó navegar a toda máquina hacia el sur. Poco después avistaron un numerosísimo grupo de ballenas beluga que nadaban velozmente en su misma dirección, como si presintieran que algo iba a suceder.
Hora y media más tarde, cuando el plazo fijado por el autómata de oro estaba a punto de cumplirse, los pasajeros abandonaron sus camarotes y se congregaron junto con la tripulación en la cubierta de popa. Apenas diez minutos más tarde, el horizonte norte se iluminó con un doble fogonazo. Cinco segundos después, un bronco estampido resonó en la lejanía.
—Ya está… —murmuró Lady Elisabeth, rodeando con un brazo los hombros de su hija.
Katherine, que había cronometrado la diferencia de tiempo entre el resplandor y el sonido de la explosión, hizo unos rápidos cálculos mentales y le comentó a Samuel:
—Estamos a unas noventa millas de la isla; es decir, alrededor de ciento cuarenta kilómetros. Si el tsunami se desplaza a seiscientos kilómetros por hora, la ola llegará a nosotros dentro de aproximadamente catorce minutos.
En ese momento sonó la sirena del barco y Elizagaray bajó del puente por las escalerillas a toda prisa.
—¡Despejen la cubierta! —ordenó—. ¡Todo el mundo al interior del navio! —y dirigiéndose a los pasajeros, dijo—: El capitán les invita a subir al puente de mando.
Mientras seguían al primer oficial, Samuel advirtió algo desconcertante: el Saint Michel estaba girando 180 grados.
★★★
En el puente se encontraban Verne, Zarco, Cairo y, al pie del timón, Yago Castro, el piloto. Nada más entrar, Samuel dijo:
—Hemos dado la vuelta, capitán. ¿Por qué?
—Las olas hay que encararlas de proa, Sam —respondió Verne—. Y más una ola como ésta.
—¿Y García? —preguntó Cairo.
—Se ha quedado en su camarote —repuso Lady Elisabeth—. Dice que, si vamos a morir, prefiere no enterarse.
Katherine tomó la mano de Samuel y le sonrió. De pronto, a través de los cristales de la gran portilla frontal, vieron que, hacia el norte, el cielo destellaba con luces verdes y rojizas.
—¿Qué es eso? —preguntó Lady Elisabeth.
—Una aurora boreal —respondió Zarco—. Probablemente la ha provocado la explosión de la isla. Es un fenómeno usual en las erupciones volcánicas.
Lady Elisabeth contempló el lejano juego de luces que danzaban en el cielo.
—Parece mentira que algo tan hermoso —dijo— sea producto de una destrucción tan terrible.
Hubo un silencio. El mar estaba calmado.
—¿Cuánto falta para el tsunami? —preguntó Cairo.
—Siete minutos —respondieron a la vez Verne y Katherine.
Un nuevo silencio.
—Bah, seguro que no será nada —comentó Zarco en tono despreocupado—. Una olita, un poco de vaivén y ya está.
Nadie dijo nada. El profesor suspiró y comenzó a tararear por lo bajo una canción tabernaria, señal inconsciente de que estaba más nervioso de lo que pretendía aparentar.
—Tres minutos —anunció el capitán—. Si la ola es grande, la proa del Saint Michel se elevará varios grados con relación a la popa y nos inclinaremos mucho, así que procuren agarrarse a algo.
De nuevo el silencio. Los segundos se arrastraban como caracoles.
Y entonces, de repente, vieron que el horizonte se ondulaba y se alzaba conforme una inmensa ola avanzaba hacia ellos a vertiginosa velocidad.
—A toda máquina —ordenó Verne.
Castro desplazó hasta el final la palanca del telégrafo e hizo sonar tres veces la sirena.
Era una ola enorme, un rugiente muro de agua de más de quince metros de altura, un furioso leviatán líquido que se abalanzaba sobre ellos como un monstruo surgido del infierno. Y cada vez estaba más cerca.
—Dios mío… —musitó Lady Elisabeth, contemplando estremecida aquella avalancha de agua.
Sin dejar de tararear la canción, Zarco le pasó un protector brazo por los hombros.
—¡Agárrense! —gritó Verne, sujetándose a un mamparo.
Lanzado a toda velocidad, el Saint Michel alcanzó el seno de la inmensa ola; la proa quebró el agua, levantando sendos surtidores gemelos a ambos costados, y el navio comenzó a inclinarse conforme remontaba la ladera de aquella montaña de mar. Los pasajeros se sujetaron para no caer. El barco siguió encumbrando la ola, pero cada vez más despacio. Durante unos instantes pareció estar a punto de detenerse. Todos contuvieron el aliento. Y, de pronto, con un último esfuerzo de su motor, el Saint Michel coronó la cresta de la ola y la proa descendió bruscamente lanzando a los pasajeros hacia delante. Luego, tras un brusco balanceo, recuperó la posición horizontal mientras el tsunami pasaba de largo. A la gran ola le siguió otra considerablemente menor, y otra aún más pequeña; finalmente, poco a poco, el mar se fue calmando. Castro hizo sonar una vez la sirena.
—Reduzca a un cuarto y vire 180 grados a babor —le ordenó Verne al piloto, y enseguida, volviéndose hacia los pasajeros, preguntó—: ¿Están todos bien?
Un coro de voces respondió afirmativamente.
—¿Lo ve, Gabriel? —dijo Zarco con despreocupación—. Una olita de nada, como yo decía.
Verne le fulminó con la mirada.
—A veces, Ulises —dijo—, me entran ganas de… —exhaló una bocanada de aire y sacudió la cabeza—. En fin…,
—¿Se acabó el peligro? —preguntó Samuel—. ¿Ya no habrá más olas?
—Así es, Sam —respondió Verne—. No habrá más olas.
—En ese caso, caballeros —dijo Lady Elisabeth—, mi hija y yo nos retiraremos a nuestros camarotes. Han sucedido muchas cosas en muy poco tiempo y estamos agotadas.
—Buena idea —asintió Zarco, desperezándose—. Yo también me voy a dormir y juro que le rebanaré el pescuezo a quien se le ocurra despertarme.
Cairo contempló las luces del norte que teñían de colores el cielo y se apoyó en la mesa de mapas.
—Sí —murmuró—. Es hora de descansar…
★★★
—Jamás me he arrepentido tanto de algo como de la decisión de emprender este viaje —declaró García, muy serio—. Para una vez que salgo de España, me encuentro con trampas magnéticas, con monstruos metálicos, con sicarios armados, con erupciones volcánicas, con maremotos y con toda suerte de fenómenos adversos empeñados en acabar con mi vida, así que juro por lo más sagrado que nunca volveré a poner un pie fuera de Madrid. Mi señora esposa tenía razón: no soy la persona adecuada para esta clase de aventuras. Yo soy un científico, un estudioso; lo mío son los libros y las probetas, no andar por ahí jugándome la piel a cada paso. Así que lo dicho: nunca más…
Doce horas después de la destrucción de la isla, tras descansar, los pasajeros se habían reunido con el capitán y los oficiales en el comedor para tomar un refrigerio.
—No se queje tanto, García —dijo Zarco tras apurar su café de un trago—. Ha contemplado cosas que ningún hombre había visto jamás.
—Y que no me hacía la menor falta contemplar, profesor —replicó el químico.
—Al menos —terció Cairo—, ahora tiene una buena historia que contarles a sus nietos.
—No tengo nietos, Adrián. Además, ¿quién me iba a creer?
—Eso es cierto —dijo Verne—. Sin la isla como prueba, nadie creerá nuestra historia.
—Todavía tenemos las fotografías que tomé —apuntó Samuel.
—Las fotografías pueden trucarse, Durazno —replicó Zarco—. Gabriel tiene razón: nadie creerá lo que nos ha pasado.
—Están los fragmentos de metal puro —señaló García.
—Y sin duda serán un misterioso enigma científico. Pero su explicación, que fueron forjados por autómatas extraterrestres…, ah, amigo mío, eso no se lo tragará nadie.
Sobrevino un silencio.
—¿Qué cree que sucedió, profesor? —preguntó Cairo.
—¿A qué te refieres, Adrián?
—A la isla. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué se fueron y por qué la han destruido?
Zarco reflexionó durante unos segundos.
—Como sugerí hace unos días —dijo—, la ciudadela debió de construirse antes de que hubiera seres humanos civilizados en el planeta, quién sabe cuándo. Durante milenios, la isla permaneció completamente aislada; entonces aparecimos nosotros y, al descubrir que éramos seres inteligentes, se largaron.
—Pero había llegado más gente antes —objetó Lady Elisabeth—. Primero los constructores de la ciudad subterránea, después Bowen y los escandinavos, los daneses, y por último mi esposo y sus hombres.
—No debieron de parecerles inteligentes —dijo Zarco con un encogimiento de hombros—. De hecho, Katherine y Durazno tienen razón; la ciudadela los secuestró para poner a prueba su capacidad de raciocinio.
—Pero eso no tiene sentido —replicó Cairo—. Llegamos aquí en un barco a motor, nos cubrimos con ropas, usamos armas y herramientas sofisticadas… Todo eso son signos evidentes de que poseemos inteligencia.
—¿Y qué es la inteligencia, Adrián? Esa pregunta puede responderse de mil maneras distintas. Para unos puede ser escribir un poema, mientras que para otros sería construir un cañón. Está claro que nada de lo que hacíamos era para la ciudadela señal inequívoca de inteligencia.
—Hasta que Sam les ganó al ajedrez —dijo Verne.
—No gané —le corrigió Samuel—. Hice tablas.
—Bueno, pues tablas. El caso es que descubrieron lo que éramos gracias a un juego. Es curioso.
—De acuerdo, averiguaron que éramos inteligentes —insistió Cairo—. Y acto seguido, se largaron. ¿Por qué?
—Y yo qué sé, Adrián. Supongo que no querrían que nos inmiscuyéramos en sus asuntos, fueran éstos los que fuesen. El caso es que se marcharon y eliminaron todo rastro suyo destruyendo la isla.
—Quizá nos tienen miedo —intervino Elizagaray.
—¿Miedo? —Cairo le miró con extrañeza—. Su tecnología es infinitamente superior a la nuestra; ¿cómo van a tenernos miedo?
El primer oficial se encogió de hombros.
—También la tecnología que yo manejo es superior a la de las serpientes venenosas, y aun así me dan miedo.
—No somos serpientes, Aitor —dijo Lady Elisabeth.
—Puede que para ellos sí, señora Faraday.
—En cualquier caso —dijo Verne—, supongo que la pregunta es: ¿quiénes son «ellos»?
Un nuevo silencio se extendió por el comedor.
—¿Saben? —dijo de pronto Samuel—; cuando Kathy y yo estábamos retenidos en la ciudadela tuve la sensación de que nos encontrábamos solos. Recuerdo que el profesor dijo que la ciudadela era automática y… me parece que estaba en lo cierto.
—Yo también tuve esa sensación —terció Katherine—. Estoy segura de que no había nadie allí.
—Bueno, no es muy científico basarse en impresiones —repuso Zarco—, pero me parece más creíble una ciudadela automática que unos seres extraterrestres viviendo desde hace milenios en el Polo Norte.
—En cualquier caso —dijo Verne—, alguien tuvo que construir la esfera, los autómatas y la ciudadela, y esos seres, los constructores, deben de estar en alguna parte. ¿Qué harán cuando conozcan nuestra existencia?
Esta vez el silencio estuvo cargado de inquietud.
—Hace unos años —dijo Katherine—, un físico alemán llamado Albert Einstein publicó una teoría en la que se establece que el límite máximo de velocidad en el universo es el de la luz, es decir: 186.000 millas por segundo. Nada puede ir más deprisa. Parece muy rápido, pero las distancias entre las estrellas son enormes, así que sean quienes sean tardarán mucho en enterarse de que estamos aquí.
—Pues no sé si sentirme aliviado por eso o decepcionado —dijo Verne—. Reconozco que esos seres me inspiran una gran curiosidad. ¿Cómo serán, dónde vivirán? ¿Para qué erigieron la ciudadela? ¿Era un faro, como cree Ulises? —suspiró—. Supongo que nunca lo sabremos.
—Hablando de preguntas sin respuesta, ¿qué habrá sido de los daneses? —comentó Cairo.
—Espero que Gulbrand y su gente hayan llegado con bien allá donde fueran —dijo Lady Elisabeth—. Son personas inocentes que no merecen ningún mal.
—No parecían tan inocentes cuando nos capturaron en la isla —gruñó Zarco.
—Se limitaban a defender su hogar —replicó ella—. Temían que les trajéramos la desgracia y, teniendo en cuenta cómo se han desarrollado los acontecimientos, no se equivocaban.
—Eso es cierto —admitió Zarco con un cabeceo—. Dudo que nos recuerden con mucha simpatía.
—¿Y Ardán? —preguntó Verne—. ¿Habrá sobrevivido a la catástrofe?
—Sinceramente, espero que no —dijo Zarco—. Ese armenio y sus secuaces merecen arder en el infierno.
—El caso es que nosotros hemos sobrevivido —intervino Katherine—. Y si lo hemos logrado ha sido gracias a Sam.
—Es cierto, Kathy —asintió Lady Elisabeth. Se volvió hacia Samuel y añadió—: Mi hija me ha contado que me salvaste la vida al hacer tablas en la última partida. De hecho, nos salvaste a todos.
—No…, no tiene importancia —balbuceó el fotógrafo.
—Claro que la tiene.
Lady Elisabeth se inclinó hacia él, le besó en una mejilla y luego comenzó a aplaudir. Al instante, todos los presentes prorrumpieron en un cerrado aplauso. Samuel, rojo como un pimiento, bajó la mirada.
—No seas tímido, Durazno —dijo Zarco—. Eres el héroe del día. Quién iba a decir que esa habilidad tuya con el ajedrez fuese a servir para algo…
De pronto, Samuel se levantó, caminó hasta donde estaba sentado Zarco y, mirándole fijamente a los ojos, dijo:
—No me llamo «Durazno», profesor; no soy un melocotón. Mi apellido es Durango. Du-ran-go, ¿entiende? Así que llámeme Samuel, o Sam, o Durango, o «eh, tú», porque si vuelve a llamarme «Durazno» le juro que le haré tragar el trípode de mi cámara. ¿Está claro?
Un silencio de muerte se abatió sobre el comedor. Todos contuvieron el aliento. Zarco contempló a Samuel con los ojos muy abiertos y la mandíbula encajada. Poco a poco fue poniéndose rojo, como una caldera sobrecalentada, y de repente estalló en una carcajada.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Tiene espolones el gallito!
Un suspiro de alivio se extendió entre los presentes. Zarco le dio un tan amistoso como brutal palmetazo en la espalda a Samuel y le dijo:
—Así me gusta, muchacho. La verdad, reconozco que en algún momento llegué a dudar de que te corriera sangre por las venas, pero me equivocaba: tienes redaños. Si logras mantenerte vivo, harás carrera a mi lado.
Verne hizo tintinear una copa golpeándola con una cucharilla de café.
—Señoras, caballeros —dijo—, nada me complace más que su compañía, pero desgraciadamente debo reincorporarme a mis tareas en el puente de mando. La pregunta, Ulises, es: ¿regresamos?
Zarco suspiró ruidosamente y asintió.
—Regresamos, Gabriel —dijo—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.
—Aunque antes —prosiguió Verne—, imagino que deberemos desembarcar a Lisa y a Kathy en Inglaterra.
—Se lo agradeceremos mucho —dijo Lady Elisabeth.
—¿Cuánto tardaremos en llegar, capitán? —preguntó Katherine.
—Unos cinco días, si tenemos buena mar. Ahora, si me disculpan…
Verne, Elizagaray y Sintra abandonaron el comedor, seguidos por el resto de los presentes. Al salir al pasillo, Lady Elisabeth cogió a Zarco de un brazo y propuso:
—¿Le apetece dar un paseo por cubierta, Ulises?
El profesor frunció ligeramente el ceño.
—Eh…, claro, Lisa —dijo—. Un amistoso paseo, ¿por qué no?
★★★
No había nadie en la cubierta cuando salieron al exterior. Lady Elisabeth y Zarco, cogidos del brazo, caminaron hacia la popa y se acodaron en la barandilla. Hacía frío; la mujer se arrebujó en el chaquetón que se había puesto antes de salir y volvió la mirada hacia el norte. Ya no se distinguía la aurora boreal, pero una mancha oscura emborronaba una parte del horizonte.
—Son las cenizas del volcán —dijo Zarco—. Se elevan hasta la estratosfera.
—Supongo —comentó Lady Elisabeth tras un breve silencio— que entre esas cenizas estarán las del cadáver de mi marido.
—Pues… no lo había pensado, pero sí, claro.
—Así que, de alguna manera, John alcanzará la estratosfera. Nunca soñó con llegar tan lejos —sonrió con un punto de tristeza—. Creo que no le habría desagradado un final así.
—¿Le echa de menos?
—Echo de menos al John con quien me casé y del que estuve enamorada. Pero ese John dejó de existir. Ahora me entristece su muerte, por supuesto; aunque hace mucho que nos habíamos perdido el uno al otro.
—¿Qué va a hacer, Lisa? Cuando regrese a Inglaterra, quiero decir.
Lady Elisabeth dejó escapar un suspiro.
—¿Cuándo te vas a decidir a tutearme, Ulises? —preguntó.
Zarco se removió y carraspeó.
—Bien, de acuerdo, como…, eh…, como quieras. ¿Qué vas a hacer, Lisa?
Ella se encogió de hombros.
—Arreglar los asuntos de John, supongo. Luego…, la verdad, no lo sé. Y tú, Ulises, ¿qué harás?
Zarco se acarició la nuca.
—Como el Dédalo se ha destruido —dijo—, habrá que posponer la expedición a los tepuyes de Venezuela. Pero prepararé otro viaje. Doña Rosario se va a quedar tan encantada con nuestra historia y las fotografías que vamos a llevarle, que no pondrá ninguna pega a lo que le pida. Creo que el próximo verano debería regresar a Kvitoya para explorar más a fondo la ciudad subterránea…
En ese momento Katherine y Samuel salieron a cubierta y se situaron en la zona de proa, a veintitantos metros de distancia. Samuel llevaba una cámara portátil y, al poco, comenzó a fotografiar a la muchacha.
—Hacen una buena pareja —comentó Zarco.
—Sam es un joven extraordinario —asintió Lady Elisabeth.
—Un poco fúnebre, pero listo y valiente. Me gusta, tiene agallas.
Lady Elisabeth respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente.
—Siempre juzgas a la gente según su fuerza o su inteligencia —dijo—. Pero hay otros valores, Ulises. ¿Sabes por qué me gusta Sam? Porque, aparte de valiente y listo, también es dulce y sensible. ¿A eso no le das importancia?
Zarco se llevó un puño a la boca y simuló una tos.
—Bueno —repuso—, supongo que yo no soy demasiado dulce y sensible…
—Sí que lo eres —replicó ella—. Pero te empeñas en ocultarlo. ¿Recuerdas lo que sucedió cuando estábamos rodeados por los autómatas?
Zarco tragó saliva, azorado.
—Eh…, sucedieron muchas cosas…
—Entre tú y yo. Nos besamos, Ulises, y no has vuelto a mencionar el asunto.
Cada vez más nervioso, Zarco desvió la mirada.
—Escucha, Lisa —dijo—; sé por propia experiencia que en circunstancias de peligro se hacen cosas que uno no haría normalmente. Soy un caballero y de ninguna manera pienso aprovecharme de un momento de debilidad…
—Alto ahí —le interrumpió Lady Elisabeth—; ¿insinúas que, cada vez que hay un peligro, yo me pongo a besar al primero que pasa por mi lado?
—Por supuesto que no; pero, cuando se está en peligro, se hacen cosas raras. Por ejemplo, una vez, en el Sahara, besé a mi camello después de sobrevivir a una tormenta de arena…
—¿Te parezco un camello?
—No, no, claro que no —Zarco miró a un lado y a otro, como buscando una vía de escape—. En esa metáfora, el camello soy yo…
Lady Elisabeth sonrió y negó con la cabeza.
—No —dijo—. Un oso, quizá; pero de ninguna manera pareces un camello. La cuestión, Ulises, es que te besé y tú me devolviste el beso. ¿Por qué?
Zarco cerró los ojos y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.
—Lisa —dijo en voz baja—, por expresarlo de forma británica, esta conversación me está poniendo un tanto incómodo.
—Pues te aguantas —replicó ella—. ¿Por qué me besaste?
Zarco apoyó las manos en la barandilla y dejó caer la cabeza. Luego, se incorporó bruscamente y comenzó a pasear de un lado a otro, como una fiera enjaulada. Finalmente, mascullando algo por lo bajo, se encaró con la mujer y le dijo:
—Muy bien, ¿quieres saber por qué te besé?, pues te lo voy a decir, maldita sea. Te besé porque eres la mujer más extraordinaria que he conocido en mi vida; te besé porque eres preciosa, y valiente, y fuerte, y lista, y tienes sentido del humor, y disparas como un hombre, y dominas el latín, y además eres dulce y sensible. Demonios, te besé porque me estoy enamorando de ti. ¿Era eso lo que querías oír? Porque si es lo que querías oír, ya te lo he dicho. ¿Qué te parece?
Lady Elisabeth parpadeó.
—Me parece que es la declaración menos romántica que he oído en mi vida. Pero original, no cabe duda.
Zarco puso los brazos enjarras.
—Bueno, ¿y qué? ¿No tienes nada que decir al respecto?
Ella le miró a los ojos y sonrió.
—Sí, claro que tengo algo que decir. Me interesas mucho, Ulises, y quiero conocerte mejor.
—Pero pronto regresarás a Inglaterra.
—Aún faltan cinco días. Después… ya veremos.
Zarco asintió con un cabeceo y, mirándola a los ojos, dijo:
—¿Sabes, Lisa? Me encantaría volver a besarte.
—Ni se te ocurra.
—¿Qué?…
—Mi hija está ahí; y bastantes cosas le han pasado ya como para que ahora nos vea besándonos.
Se acodaron en la barandilla y perdieron la mirada en el horizonte. Lady Elisabeth le cogió disimuladamente de la mano.
—Tú no me has contado por qué me besaste —dijo Zarco.
Lady Elisabeth le miró de reojo y se encogió de hombros.
—Bueno —respondió en tono burlón—, tú mismo lo has dicho: cuando se está en peligro de muerte se hacen cosas raras.
En aquel momento apareció en cubierta Yago Castro, el piloto, y al pasar frente a ellos en dirección al puente, les saludó llevándose una mano a la gorra. Cuando llegó a la altura de Katherine y Samuel se detuvo junto al fotógrafo, se inclinó hacia él y, señalando con un cabeceo a Lady Elisabeth y a Zarco, le susurró al oído:
—¿No te lo dije, zagal? Esos dos ya están pelando la pava.
Acto seguido, tras saludar a Katherine con una inclinación de cabeza, el piloto siguió su camino.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó la muchacha, intrigada.
—Nada —respondió Samuel—. Que por fin tu madre y el profesor se llevan bien.
—Demasiado bien, diría yo —comentó ella con el ceño fruncido.
—¿Sigue cayéndote mal el profesor?
—No es que me caiga mal; no tanto como antes, al menos. Reconozco que es honesto, inteligente y valiente, pero también es un bruto sin modales. La verdad, estoy deseando que este viaje acabe para poder regresar a casa y… —Katherine enmudeció al advertir que la expresión de Samuel se ensombrecía—. ¿Qué sucede, Sam? —preguntó.
—Nada… Es que he recordado que dentro de cinco días llegaremos a Inglaterra y no volveré a verte.
Katherine se lo quedó mirando, muy seria, y le dijo:
—Ven aquí.
Samuel se aproximó a la muchacha.
—¿Quién te ha dicho a ti que no volveremos a vernos? —le preguntó Katherine.
—Nadie, pero tú estarás en Londres y yo en Madrid…
—¿Y qué? ¿Te parece una distancia insalvable?
—No, pero…
Samuel tragó saliva sin saber qué decir. La muchacha suspiró.
—Escucha, Sam, durante este viaje has sido mi único apoyo. Te jugaste la vida por mí cuando me raptó ese autómata. Me ayudaste a sobrellevar nuestro encierro; creo que me hubiera vuelto loca de no ser porque estabas conmigo. Me salvaste a mí, nos salvaste a todos. Además, eres atractivo, encantador, inteligente y bondadoso. Teniendo en cuenta todo eso, ¿qué crees que siento por ti?
—No…, no lo sé…
Katherine respiró profundamente y sacudió la cabeza.
—Pero qué tonto eres —dijo—. Te quiero, idiota; estoy enamorada de ti —sonrió con súbita timidez—. ¿Y yo? —preguntó—; ¿te gusto un poquito?
—Me gustas muchísimo. Te quiero con toda mi alma y pasaría el resto de mi vida contigo, pero…
—¿Pero?
Samuel contuvo el aliento y lo expulsó bruscamente.
—No tengo nada que ofrecerte —concluyó.
Katherine asintió, pensativa.
—Es cierto, no había caído —dijo con fingida circunspección—. Vaya, eso complica las cosas… —de pronto, chasqueó los dedos, como si se le hubiera ocurrido una idea—. Ya lo tengo: podrías fotografiarme durante el resto de mi vida; o, al menos, hasta que esté tan vieja y arrugada que ya no quiera verme, ¿puedes ofrecerme eso, Sam?
—Claro…
—Pues para mí es más que suficiente —Katherine le miró fijamente a los ojos—. Has dicho que te gustaría pasar el resto de tu vida conmigo…
—Sí…
—Pues pídemelo.
—¿Qué?
—Matrimonio. Pídemelo.
Samuel parpadeó varias veces, muy deprisa; finalmente, se aclaró la voz con un carraspeo y dijo:
—¿Quieres casarte conmigo, Kathy?
—No.
Samuel abrió mucho los ojos y la boca.
—¿No? —musitó, desconcertado.
Katherine se echó a reír.
—Deberías haber visto la cara que has puesto —dijo—. No, no me casaré contigo ahora porque quiero ir a la universidad. Pero dentro de cuatro años, cuando acabe los estudios, contestaré que sí a tu pregunta. Si es que estás dispuesto a esperarme…
—Claro que te esperaré.
—Pero entre tanto —prosiguió la muchacha—, nos escribiremos todos los días, y yo iré a Madrid cada vez que pueda, y tú vendrás a Londres cada vez que puedas. No te resultará fácil librarte de mí, amiguito —hizo una pausa y agregó—: De no ser porque está ahí mi madre, te daría un beso. Pero que conste, Sam, que me muero de ganas.
Samuel sonrió, se acodó en la barandilla y contempló el mar.
—¿Siempre eres tan mandona? —preguntó.
Katherine volvió a reír.
—No sabes hasta qué punto —respondió—. Soy tan terca como mi madre. O más.
El reloj que marcaba los turnos de guardia hizo sonar ocho veces su campana. En el puente de mando, Yago Castro sustituyó a Sintra frente a la rueda del timón.
—¿Rumbo, capitán? —preguntó el piloto.
—45 grados sur-suroeste, a media máquina —dijo Verne.
—¿Regresamos, capitán?
Verne, con la mirada fija en el mar, le puso una mano en el hombro y respondió:
—Sí, Castro; volvemos a casa.