18

La variante Battambang

Los hombres estaban aterrorizados. El autómata con forma de araña ya había matado a dos de ellos y todo parecía indicar que el resto seguiría pronto la misma suerte. Lo que no entendían era por qué el monstruo no acababa con todos de una vez, por qué dilataba tanto cada asesinato. La espera les crispaba los nervios. Algunos, resignados, se habían sentado en el suelo y aguardaban en silencio su fin; otros se agitaban, inquietos, y caminaban de un lado a otro con el rostro crispado. Cuando el Edderkoppe Gud mató al marinero Frías, uno de los tripulantes del Charybdis intentó escapar pasando por debajo de la araña gigante, pero una infinidad de tentáculos de acero se lo impidió violentamente y ahora yacía en el suelo con un par de costillas rotas.

García, el químico, se había sentado junto a Verne y ora de los que permanecía silencioso, con la mirada clavada on el suelo y aire de resignada fatalidad. Zarco estaba en primer término, frente al Edderkoppe Gud, mirándolo con curiosidad. Cairo se aproximó a él y le preguntó:

—¿Alguna sugerencia para salir de esta encerrona, profesor?

—Rezar. El problema es que no soy muy creyente que digamos… —sin apartar la mirada del enorme autómata, Zarco se frotó la nuca—. No entiendo nada, Adrián. Nos atacan, nos rodean y, al cabo de unos minutos, el Edderkoppe Gud se carga a un tipo. Y luego, tres cuartos de hora después, acaba con el pobre Frías. ¿Por qué hace eso? Si quiere matarnos, ¿por qué no nos fríe a todos a la vez?

—¿Ha visto alguna vez a un gato jugando con un ratón, profesor? Porque eso es lo que parece.

Zarco sacudió la cabeza.

—Esos artefactos no tienen pinta de jugar a nada —dijo—. No, no es eso; se comportan así por algún motivo que se nos escapa…

En ese momento, Ardán se aproximó a ellos.

—Le debo una disculpa, Zarco —dijo—. Tenía usted razón: estos seres no pueden proceder de nuestro planeta —paseó la mirada por el muro de autómatas—. Es increíble; ¿se imagina lo que podríamos hacer con esa tecnología?

Zarco soltó una risa sarcástica.

—No, Ardán —replicó—. Me imagino lo que esa tecnología puede hacer con nosotros.

El magnate le miró con displicencia.

—Siempre tan corto de miras, amigo mío —dijo—. Quienes han construido esos autómatas tienen forzosamente que ser inteligentes, muy inteligentes, y, por tanto, razonables. ¿Han intentado comunicarse con ellos?

—No parece que hablen mucho —comentó Cairo.

—Así que no lo han intentado —Ardán sonrió con confianza y, encarándose con el Edderkoppe Gud, dijo en voz alta—: Me llamo Aleksander Ardán y quiero parlamentar con vosotros. Os respeto y sólo pretendo negociar una solución para nuestras diferencias. Decidme qué queréis y yo os lo daré.

El Edderkoppe Gud permaneció inmóvil y silencioso, impertérrito. Zarco rió entre dientes.

—Háblele en armenio, Ardán —dijo, burlón—. Quizá así le entienda.

Entonces, sin previo aviso, un rayo rojo brotó del autómata gigante y alcanzó en el pecho a uno de los marineros del Charybdis, un tipo calvo, con una cicatriz cruzándole el rostro, que se derrumbó instantáneamente muerto. Sonaron unos gritos y los hombres se apartaron instintivamente del cadáver, como si fuese contagioso. El aire se impregnó de un nauseabundo olor a carne asada. Zarco advirtió que Lady Elisabeth estaba de pie, inmóvil, con la mirada perdida.

—¿Se encuentra bien, Lisa? —preguntó, aproximándose a ella.

La mujer parpadeó, como si saliera de un trance, y asintió con la cabeza.

—Pensaba en Kathy —dijo—, y en Sam, solos en manos de esos seres. Supongo que ya habrán muerto…

—Eso no lo sabemos.

—Pero lo que sí sabemos es que vamos a morir ahora.

—No, tampoco lo sabemos, Lisa.

Lady Elisabeth señaló el cadáver del tripulante del Charybdis.

—Acaba de morir un hombre —dijo—. Y otros dos antes. Nos están matando poco a poco.

—Ésa es la cuestión: ¿por qué poco a poco? No tiene sentido. Creo que está pasando algo, pero ignoramos qué. Aún hay esperanzas, Lisa; no pierda el ánimo.

La mujer le miró a los ojos e, inesperadamente, sonrió.

—¿Sabe, profesor?, debajo de ese disfraz de fiera que siempre lleva puesto se esconde un verdadero ser humano.

—Vaya, me ha descubierto…

—¿Sabe algo más? Desde que nos conocemos le he considerado grosero, brutal, ególatra, sexista, despótico, engreído y fanfarrón. Pero ahora sé que también es inteligente, valeroso hasta la temeridad y absolutamente honesto. Por mucho que se empeñe en ocultarlo, tiene usted un corazón de oro.

Zarco arqueó las cejas; sus mejillas se sonrojaron levemente.

—Pues la verdad —murmuró—, no sé si darle las gracias o enfadarme.

—Ni lo uno ni lo otro. Sólo quería que supiese que me alegro de haberle conocido y que lamento que no dispongamos de mucho más tiempo para poder seguir conociéndole.

—No hable así, Lisa.

Lady Elisabeth cerró los ojos y se estremeció.

—Tengo miedo —dijo en voz baja—. Ulises…, ¿te importaría abrazarme?

Tras un breve titubeo, Zarco la rodeó con sus brazos. Ella respondió al abrazo, primero débilmente, luego con fuerza; después, alzó la cabeza y buscó los labios del hombre con los suyos. Cogido por sorpresa, Zarco tardó un instante en reaccionar. Al fin, decidió no hacer ni decir nada y abandonarse a aquel cálido beso.

★★★

Samuel estaba desmoralizado. Había vuelto a perder y otro ser humano yacía muerto. Por su culpa. Aquello era una pesadilla; intentaba concentrarse al máximo, jugar lo mejor que sabía, pero no bastaba; el autómata dorado parecía capaz de prever sus jugadas con increíble antelación, jugaba mucho mejor que él. Además, no se tomaba tiempo para pensar; en cuanto el fotógrafo hacía un movimiento, la máquina movía instantáneamente sus piezas. Era descorazonador. Samuel, por su parte, intentaba dilatar lo más posible sus jugadas, dedicar el máximo tiempo a reflexionarlas; pero no podía: al cabo de un par de minutos, el autómata le señalaba a él y al tablero y la tuba sonaba, apremiándole a mover pieza. Y Samuel no se atrevía a desobedecer.

—¿Por qué hacéis esto?… —musitó el joven, contemplando con desánimo sus propias facciones en el dorado e inmutable rostro del autómata.

La máquina comenzó a distribuir las piezas sobre el tablero.

Unos pasos más allá, Katherine contemplaba con la boca abierta las imágenes que aparecían en la pared de la izquierda. Acababa de ver a su madre besando al profesor Zarco, y esa imagen le había provocado tal sorpresa y, todo hay que decirlo, consternación, que tardó unos segundos en comprender el auténtico alcance de lo que estaba viendo. En esa pared aparecían las imágenes de las siguientes víctimas, y ahora mostraba la de su madre.

—¡Va a matarla! —exclamó con un rictus de angustia—. ¡Matará a mi madre!

Samuel volvió la mirada a la izquierda y contempló desalentado el rostro de Elisabeth Faraday. El autómata dorado acabó de distribuir las piezas y señaló al fotógrafo, urgiéndole a realizar la primera jugada de la siguiente partida. Samuel tragó saliva; necesitaba tiempo para pensar, tenía que ordenar las ideas. Alzó las manos, mostrando las palmas, señaló la fuente de agua y se aproximó a ella. El autómata permaneció inmóvil y la tuba no sonó; le concedían un receso. Se inclinó hacia delante y dio un sorbo de agua.

—La va a matar —repitió Katherine con voz temblorosa—. Si pierdes, mi madre morirá…

—Vas a conseguir ponerme más nervioso de lo que ya estoy, Kathy —replicó Samuel en voz baja—. Por favor, cállate.

La muchacha se mordió el labio inferior y comenzó a caminar de un lado a otro. Samuel se refrescó la cara y se apoyó contra la pared, con la mirada perdida, reflexionando. El autómata no jugaba como juegan los seres humanos, no intentaba engañarle, no buscaba estrategias para sorprenderle; sencillamente, reforzaba con cada movimiento su posición hasta asfixiarle y conducirle al jaque mate final. En realidad, el juego del autómata era monótono y aburrido, sin pizca de creatividad. Pero demoledoramente eficaz. No practicaba esgrima mental; era una apisonadora.

Samuel se preguntó cómo era posible que aquel autómata jugase tan bien. En la ciudadela, sin duda, no habían visto un tablero de ajedrez jamás, así que forzosamente tenía que haber aprendido viéndoles jugar a Katherine y a él. Exhaló una bocanada de aire, abrumado por la inteligencia de aquellos seres; ¿cómo ganar a alguien o algo que, con sólo ver jugar un par de partidas, se convierte en un gran maestro de ajedrez?

No obstante, pensó, si el autómata había aprendido viéndoles jugar y seguía aprendiendo mientras jugaba con él, eso quería decir que estaba acostumbrado a estrategias normales, a aperturas de peón de rey o peón de reina; pero ¿qué pasaría si jugaba de forma diferente, si dejaba de seguir los esquemas ortodoxos?

El sonido de la tuba le sobresaltó. El autómata le señaló con un dedo y Samuel se aproximó al tablero. Contempló las piezas blancas, dispuestas en la doble fila inicial. ¿Cómo podía sorprender a aquella máquina?, se preguntó. Entonces recordó un movimiento que le había enseñado su tutor, el señor Charbonneau: la apertura Dunst. «En realidad no sirve para nada, pero desconcierta al contrario», le dijo. Justo lo que necesitaba. Tendió la mano para efectuar el primer movimiento…

—Gánale, Sam —le interrumpió Katherine mirándole angustiada—. Te lo suplico, es mi madre…

Samuel abrió la boca para decirle a la muchacha que se callase, pero cambió de idea y, tras un suspiro, desplazó el caballo de reina a alfil 3. El autómata tardó una décima de segundo más de lo habitual en responder, adelantando dos escaques su peón de rey. Samuel contempló el tablero convencido de que había hecho una locura; con aquel movimiento inicial del caballo debilitaba la posición de las blancas y perdía el control del centro. No obstante, aún había un movimiento más absurdo: la variante Battambang. Así que, ya puestos a hacer locuras, adelantó un escaque el peón de torre de dama.

Katherine asistía a la partida sin entender nada. Ni siquiera intentaba seguir la lógica de los movimientos; se limitaba a aguardar el desenlace del juego y parpadeaba repetidamente para contener las lágrimas mientras contemplaba la imagen de su madre en la pared.

Una hora y cuarenta y seis movimientos más tarde, Samuel, con los ojos entrecerrados, mantuvo la mirada fija en el tablero durante los escasos dos minutos que le concedía la máquina. Le quedaban muy pocas piezas y su posición era cada vez más débil, pero igual le ocurría al androide; de hecho, sus fuerzas estaban muy equilibradas. ¿Podría ser que…?

Desplazó el alfil, amenazando al caballo negro. El autómata respondió protegiendo su pieza con un peón.

Entonces, Samuel cogió su reina y mató con ella a la reina negra, forzando un intercambio.

El autómata no respondió. Se quedó inmóvil, con los dorados brazos caídos a lo largo del cuerpo.

Y, de pronto, las imágenes de las paredes se esfumaron.

El tiempo pareció congelarse durante un instante.

—¿Qué pasa? —preguntó Katherine, desconcertada—. ¿Has ganado?

Samuel tenía los ojos clavados en el tablero. Poco a poco, su rostro se iluminó con una sonrisa.

—No —dijo—, no he ganado. Creo que hemos hecho tablas…

—¿Cómo que tablas? ¿Qué es eso?

—Fíjate —Samuel señaló el tablero con un dedo—. Acabo de matar a su reina y él matará a la mía con el peón. Luego yo me comeré su caballo con mi alfil y él me comerá el alfil con ese otro peón. Después intercambiaremos peones y la posición que resulta no conduce a ninguna parte. Ni él ni yo podemos ganar; hemos empatado. Tablas.

En ese preciso momento se apagaron las luces.

★★★

Por fin la mente había encontrado la respuesta que estaba buscando. Pero no dedicó ni un instante a reflexionar sobre su descubrimiento. Una importante directriz se había activado en su interior y ahora tenía muchas decisiones que tomar, muchos detalles que ajustar, mucho trabajo por delante.

★★★

Una hora y ocho minutos después de que el rayo rojo matara por última vez, el Edderkoppe Gud se derrumbó, como si le vencieran las patas. Simultáneamente, los innumerables autómatas que rodeaban al grupo de humanos cayeron al suelo y allí se quedaron, inertes, desmadejados como enormes juguetes de latón a los que se les hubiese agotado la cuerda.

Los hombres intercambiaron miradas de sorpresa.

—Por todos los demonios… —murmuró Zarco—. ¿Qué ha pasado?

La primera en reaccionar fue Lady Elisabeth. Avanzó hacia el caído Edderkoppe Gud y lo tocó con una mano. No sucedió nada. Verne, Zarco, Cairo y Ardán se aproximaron a los autómatas más cercanos al Dios-Araña y comprobaron que estaban completamente inactivos.

—Para salir de aquí habrá que pasar por encima de ellos —observó el capitán.

Tras un breve silencio, Zarco dio un paso adelante.

—Iré yo primero —dijo—. Adrián, si llego sano y salvo al otro lado, ayuda a Lisa a cruzar.

Acto seguido, comenzó a sortear los autómatas. Algunas máquinas eran tan grandes, y estaban todas tan juntas, que se veía obligado a trepar por los cuerpos de metal, pero nada ocurrió, ningún tentáculo de titanio se alzó, ninguna garra se abatió sobre él, ningún rayo le fulminó. Cuando salió del círculo de autómatas, alzó los brazos y gritó:

—Adelante. No hay peligro.

Tras un breve intervalo de indecisión, los humanos comenzaron a salir del reducido espacio donde habían permanecido cautivos de los autómatas, en silencio, desconcertados, como si estuvieran sorprendidos de seguir vivos.

★★★

—¿Y ahora qué? —preguntó Katherine.

Estaban en el habitáculo, completamente a oscuras, cogidos de la mano.

—No lo sé, Kathy… —respondió Samuel—: Ya no vibra. ¿Lo notas?

—¿El qué?

—El suelo, las paredes; antes todo vibraba un poco, ahora ya no.

—Es verdad. ¿Qué crees que…?

De repente, las luces se encendieron, aunque más tenuemente que antes. El autómata dorado abandonó súbitamente su estatismo y avanzó hacia ellos. Katherine retrocedió un paso; Samuel se interpuso entre ella y la máquina, pero el androide se detuvo y señaló la pared de su derecha.

En ella apareció la imagen de la Tierra vista desde el espacio. No había nubes, así que se distinguían con claridad los continentes. En primer término África y Europa, y al norte, cerca del Polo, marcada con un puntito rojo, la isla de Bowen. De pronto, la Tierra giró ciento ochenta grados sobre su eje y se detuvo.

La imagen cambió bruscamente: ahora mostraba una vista general de la isla de Bowen. El volcán estaba en erupción y expulsaba ríos de lava mientras una enorme nube de humo brotaba de su caldera. De pronto, la isla estalló, convirtiéndose en una descomunal bola de fuego y cenizas.

La pared quedó en blanco.

Samuel y Katherine intercambiaron una mirada de desconcierto.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró el fotógrafo, extrañado—. La isla no ha explotado; seguimos vivos y no hemos notado nada…

Katherine tardó unos segundos en responder.

—Creo que lo que hemos visto era una advertencia, Sam —dijo con los ojos entrecerrados—. La Tierra tarda veinticuatro horas en dar una vuelta completa sobre su eje. Las imágenes mostraban el planeta dando media vuelta; eso son doce horas. Luego hemos visto el volcán en erupción y la isla explotando. Me parece que quiere decirnos que la isla se va a destruir dentro de doce horas.

Samuel alzó las cejas y abrió la boca para decir algo, pero entonces el autómata dorado señaló alternativamente a ambos jóvenes al tiempo que la puerta del habitáculo se abría a su espalda. El androide giró sobre sí mismo, caminó hacia la salida y se detuvo nada más traspasar el umbral. Alzó un brazo y volvió a señalarles.

—Quiere que le sigamos —dijo Katherine.

Los dos se dirigieron a la puerta, pero, antes de cruzarla, Samuel se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.

—Olvidaba algo.

Samuel se dio la vuelta, recogió las piezas y el tablero, y lo guardó todo en un bolsillo.

—Me lo regaló el señor Charbonneau —se excusó, regresando al lado de Katherine—. No quería perderlo.

Fuera del habitáculo reinaba la oscuridad. Inesperadamente, un doble haz de luz brotó de los ojos del autómata, iluminando el camino. Estaban en un largo túnel de lisas paredes de color gris; guiados por el androide, lo siguieron a lo largo de unos doscientos metros, hasta llegar a un muro.

Una abertura se abrió en la pared y la luz del sol incidiendo sobre el circo de piedra los deslumbró. Una ráfaga de aire fresco acarició sus rostros. Avanzaron unos pasos y salieron al exterior. El autómata dorado se detuvo en el umbral, señaló al volcán y luego hacia el sur. Acto seguido, volvió a entrar en el túnel y la entrada se cerró. Katherine y Samuel contemplaron los artefactos que se distribuían a todo lo largo y ancho del circo.

—Esas setas de metal mataron a mi padre y a sus compañeros, ¿no es cierto? —dijo ella.

—Sí.

—Pues ahora tenemos que pasar entre ellas.

Samuel tragó saliva, recordando lo que aquellas setas habían hecho con los conejos.

—Si nos han permitido salir —aventuró, no todo lo convencido que le hubiera gustado—, supongo que no habrá sido para matarnos aquí.

Katherine asintió y agarró con fuerza a Samuel de la mano.

—De acuerdo —dijo—. ¿Andando o corriendo?

Samuel se encogió de hombros.

—Dará igual, pero me sentiría un poco más seguro si corremos.

—Pues adelante.

Los dos jóvenes echaron a correr simultáneamente y atravesaron el circo de piedra todo lo rápido que podían, de la mano, intentando mantenerse lo más alejados posible de las letales setas metálicas; pero nada sucedió, ningún rayo rojo perforó sus cabezas, así que lograron alcanzar sanos y salvos el extremo sur del anfiteatro. Una vez allí, se detuvieron para recuperar el resuello.

Entonces, un sordo estruendo sonó más allá de la ciudadela. Provenía del domo; la inmensa cúpula negra se estremecía y agitaba mientras enormes arcos voltaicos brotaban a su alrededor, retorciéndose en el aire igual que serpientes de fuego. La tierra tembló. De pronto, la cúpula comenzó a elevarse, arrastrando tras de sí grandes fragmentos de roca. Porque no era una cúpula, sino una descomunal esfera cuya mitad inferior había permanecido oculta bajo tierra.

La esfera de casi doscientos metros de diámetro se alzó lentamente por los aires; conforme lo hacía, en medio de un atronador zumbido, el color de su superficie fluctuó del negro a un gris metálico oscuro salpicado de vetas ocres, anaranjadas y rojizas. Una ráfaga de viento azotó a los dos jóvenes, que contemplaban asombrados lo que estaba ocurriendo. La atmósfera se impregnó de olor a ozono.

Como atrapados por un intensísimo campo magnético, enormes bloques de roca y una infinidad de cascotes levitaban en torno a la esfera conforme ésta se elevaba. Al alcanzar unos quinientos metros de altura, la esfera se detuvo y las rocas y los cascotes se precipitaron al suelo, impactando contra él con gran estruendo. Entonces, la esfera aceleró bruscamente y, en apenas un par de segundos, desapareció de vista. El estampido sónico restalló en lo alto como un descomunal trueno.

Los dos jóvenes intercambiaron una mirada de asombro.

—Se han ido… —murmuró Samuel.

Katherine asintió.

—Y la isla explotará dentro de menos de doce horas —añadió el joven—. Tenemos que avisar a los demás.

Tras dedicar una última mirada a la ciudadela, echaron a correr hacia el sur.

★★★

Después de abandonar el círculo de autómatas, los tripulantes del Charybdis buscaron entre las ruinas del poblado los pertrechos que habían traído consigo y recargaron sus armas. Simultáneamente, la tripulación del Saint Michel recuperó su armamento sin que nadie se lo impidiese, pues la inesperada aparición del ejército de autómatas había roto, al menos por el momento, su anterior condición de prisioneros. De hecho, Ardán, concentrado en examinar las diferentes clases de autómatas que yacían en el suelo, no les prestaba la menor atención.

Lady Elisabeth se aproximó a Zarco y, señalando con un ademán las inmóviles máquinas, preguntó:

—¿Qué ha pasado, Ulises? ¿Por qué se han desactivado?

—No lo sé, Lisa; es tan absurdo como el anterior comportamiento del Edderkoppe Gud —Zarco entrecerró los ojos—. A no ser que…

—¿Qué?

El profesor se encogió de hombros.

—A no ser que su hija y Durazno tengan algo que ver con esto —concluyó.

Entonces, un penetrante zumbido resonó en la distancia y la tierra tembló. Todas las miradas se volvieron hacia el norte, el lugar de donde provenía el sonido. Y, en la lejanía, vieron alzarse una descomunal esfera iridiscente, y vieron cómo se detenía un instante en lo alto para luego alejarse velozmente hasta desvanecerse en el cielo. El ensordecedor estampido sónico les azotó como una bofetada celestial. Durante unos segundos todos contuvieron el aliento.

—¿Qué demonios era eso, Zarco? —bramó Ardán, aproximándose.

—Y yo qué sé —respondió el profesor con el ceño fruncido y, volviéndose hacia Cairo, comentó en voz baja—: Teniendo en cuenta la distancia a la que la hemos visto, esa cosa ha debido de despegar desde la ciudadela. ¿Qué opinas?

—Que deberíamos ir a echar un vistazo.

—Basta de cuchicheos —ordenó Ardán, llegando a su altura—. ¿De qué hablaban?

Zarco le contempló con una ceja alzada.

—Comentábamos que, sea lo que sea que esté sucediendo —dijo—, sucede en la ciudadela. ¿No quiere que se la enseñe, Ardán?

El magnate le miró con recelo. Advirtió que Cairo llevaba entre las manos su escopeta de caza y que la mitad de los tripulantes del Saint Michel iban armados, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—De acuerdo, Zarco —dijo—; lléveme a esa base extraterrestre. Pero vamos a ir todos juntos y no olvide que mis hombres duplican en número a los suyos.

★★★

Katherine y Samuel recorrían el camino hacia el sur tan rápido como podían, a veces corriendo, a veces con un trote ligero y constante. Era una carrera contra el tiempo. Atravesaron el desfiladero, dejaron atrás los restos de las columnas púrpura, preguntándose interiormente qué las había destruido, y siguieron sin pausa hasta que, veinticinco minutos después de haber abandonado el circo, llegaron al muro de piedra. Sólo entonces, tras cruzarlo, se detuvieron unos instantes para descansar.

Samuel, con el torso inclinado hacia delante y las manos apoyadas en los muslos, intercambió una mirada con Katherine, que jadeaba recostada contra el muro. La muchacha le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Mientras recuperaban el resuello, contemplaron la enorme brecha que se había abierto en el muro.

—Supongo que es obra de los autómatas —observó Samuel entre jadeos—. Para llegar al poblado tuvieron que pasar por aquí…

Entonces, a sus oídos llegó un rumor lejano, ruido de pasos y voces apagadas. Un par de conejos corrieron a esconderse entre las frondas. Los dos jóvenes se incorporaron y, tras cruzar una mirada de sorpresa, volvieron los ojos hacia el sur, expectantes. Al cabo de unos minutos los vieron aparecer, un grupo de hombres que avanzaban siguiendo el sendero. Al poco, distinguieron a los tripulantes del Saint Michel con Zarco, Cairo y Verne a la cabeza; detrás, Ardán y los tripulantes del Charybdis. Entonces, una figura femenina surgió del grupo y echó a correr hacia ellos.

—¡Kathy! —gritó Lady Elisabeth.

—¡Mamá!

Madre e hija corrieron la una hacia la otra y se fundieron en un estrecho abrazo, llorando y riendo las dos al mismo tiempo. Samuel se aproximó a su vez al grupo mientras Zarco, Cairo y Verne se adelantaban para recibirle.

—¡Durazno, muchacho! —exclamó Zarco, palmeándole la espalda—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo demonios habéis…?

—No hay tiempo para explicaciones, profesor —le interrumpió Samuel—. Tenemos que irnos lo antes posible. La isla va a explotar.

Zarco arqueó las cejas y parpadeó.

—¿Quiénes son éstos? —terció Ardán con el ceño fruncido.

—Sam, nuestro fotógrafo —respondió Cairo—. Y Kathy, la hija de la señora Faraday.

—Pero… ¿no estaban retenidos en esa ciudadela?

—¿Cómo que la isla va a explotar? —exclamó Zarco poniendo los brazos enjarras.

—El volcán entrará en erupción —dijo Samuel— y la isla estallará en pedazos.

Ardán miró hacia el norte, por encima del muro.

—No veo nada —observó.

—Porque sucederá dentro de más o menos once horas…

—¿Eres adivino? —preguntó el magnate, burlón.

—Sam está diciendo la verdad —intervino Katherine, aproximándose del brazo de su madre—. La isla va a estallar; nos lo dijeron ellos.

—¿Ellos? —Ardán alzó una ceja—. ¿Quiénes son «ellos», muchacha, y qué demonios os dijeron?

Ignorándole, Katherine le dijo a Zarco:

—Es verdad, profesor; créanos. Debemos irnos.

Zarco miró a la muchacha, luego a Samuel y se encogió de hombros.

—De acuerdo, os creo —dijo—, porque desde que he pisado esta isla estoy dispuesto a creerme cualquier cosa. Pero me parece que, para convencer a todo el mundo, deberíais dar alguna explicación. Seguro que podéis hacer un resumen.

Samuel suspiró y asintió con la cabeza, así que con ayuda de Katherine, relató a toda prisa lo que había ocurrido desde que los capturaron hasta que los dejaron en libertad. Habló de la sala blanca, de las imágenes en las paredes, de las pruebas a las que les habían sometido, del autómata dorado, de las mortales partidas de ajedrez y de la advertencia final. Cuando acabó, hubo un largo silencio.

—Bueno, ¿y qué? —dijo finalmente Ardán.

—¿Cómo que y qué? —replicó Katherine, encarándose con el magnate—. La isla va a explotar. ¿Qué es lo que no entiende?

—Lo que no entiendo, niña, es por qué estáis tan seguros. Esas imágenes, el planeta girando y una simulación del volcán, pueden significar cualquier cosa.

—Por ejemplo, ¿qué? —preguntó Samuel.

Ardán se encogió de hombros.

—No lo sé; yo no estaba allí —entrecerró los ojos—. Por otro lado, también es posible que os lo hayáis inventado todo para que mis hombres y yo nos vayamos y os podáis quedar con la tecnología de esta isla.

—¡Si ni siquiera sabíamos que usted estaba aquí! —protestó Katherine.

Zarco, que llevaba unos minutos en silencio y pensativo, alzó la cabeza y declaró:

—Yo les creo.

—¿Qué? —dijo Ardán.

—Lo que nos han contado Durazno y Katherine explica lo que ha pasado. Todo encaja: el comportamiento de los autómatas, los asesinatos del Edderkoppe Gud, la posterior desconexión de las máquinas… Así que me lo creo. Por otro lado, no sé cómo se las arreglan en Armenia a la hora de razonar, pero a mí sólo se me ocurre una forma de interpretar las imágenes de la Tierra girando y el volcán explotando. Así que usted puede hacer lo que quiera, pero nosotros nos vamos de aquí.

—De eso nada —replicó Ardán, mirándole con dureza—. Nadie va a abandonar la isla hasta que yo lo diga.

Zarco dejó escapar un cansado suspiro. Lady Elisabeth avanzó unos pasos y se encaró con el magnate.

—Sam y mi hija aseguran que la isla va a destruirse, y yo también les creo. Debemos irnos, señor Ardán; y no sólo nosotros, sino también usted y esos hombres de los que es responsable.

El millonario sonrió con ironía.

—Es que no me lo trago, señora —dijo—. Esta isla lleva aquí millones de años y ahora, de repente, va a saltar por los aires. Qué casualidad, ¿no le parece? Y qué conveniente para sus intereses.

—¡Por Júpiter, qué intereses ni qué narices! —bramó Zarco, exasperado—. Vinimos en busca de John Foggart y le encontramos, por desgracia muerto. Misión cumplida, ya no tenemos nada más que hacer aquí.

—Claro, y la tecnología de este lugar le resulta indiferente —repuso Ardán en tono sarcástico.

—No, esta isla, la ciudadela, los autómatas, todo me parece fascinante; tanto que, incluso pese a su desagradable presencia, Ardán, estaría dispuesto a quedarme aquí para averiguar más sobre todas esas maravillas. Pero, al parecer, la isla va a irse al infierno y, qué quiere que le diga, mi curiosidad no llega tan lejos como para morir por ella. Además, ¿qué demonios pretende sacar en claro de aquí?

Ardán soltó una carcajada.

—El futuro —dijo—, eso es lo que voy a sacar en claro de aquí. Autómatas, rayos calóricos, aleaciones imposibles, la capacidad de viajar por el espacio… ¿Le parece poco?

—¿Y cree que podrá dominar esa tecnología? —preguntó Lady Elisabeth.

—Por supuesto, mediante ingeniería inversa —contestó el magnate—. Con sólo estudiar y analizar la maquinaria que encontremos en esta isla, el conocimiento humano avanzará siglos.

—Y de paso se hará aún más rico y poderoso de lo que ya es —terció Zarco, burlón.

Ardán se encogió de hombros.

—Así es el sistema en que vivimos —respondió—. Además, he invertido mucho tiempo, dinero y esfuerzo en esta búsqueda, así que creo merecer una recompensa.

—Pues muy bien, felicidades —replicó Zarco—; ya tiene lo que buscaba. Pero nosotros nos vamos.

—¿Para revelarle al mundo la existencia de la isla? Ni hablar; se quedarán aquí hasta que yo decida lo contrario.

Zarco le miró fijamente durante unos segundos; luego, apartó la mirada y cabeceó un par de veces. Y, de pronto, su mano derecha voló al interior de la chaqueta y reapareció empuñando una pistola que apuntaba directamente a la cabeza de Ardán. Al instante, los tripulantes del Charybdis volvieron sus armas contra el profesor, mientras Cairo y los hombres del Saint Michel que estaban armados los encañonaban a ellos. En apenas un segundo, todo el mundo apuntaba a todo el mundo. Ardán contempló el negro cañón de la pistola que empuñaba Zarco y esbozó una sonrisa.

—Si me dispara —advirtió—, mis hombres le matarán; a usted y a sus amigos.

—Y si nos quedamos aquí moriremos de todas formas —repuso Zarco, devolviéndole la sonrisa sin dejar de encañonarle—. Así que, puestos a elegir la forma de irme al otro barrio, prefiero la que me permita llevármelo a usted conmigo. Sin embargo, hay otra opción, Ardán: deje que nos vayamos y le garantizo que no contaremos a nadie lo que ha ocurrido en esta isla. ¿Y sabe por qué? Porque no nos creerían. Además, aunque faltase a mi palabra y decidiéramos revelar la historia, ¿cuánto tardaríamos en convencer a quien sea para que venga aquí a echar un vistazo? Meses, así que dispondrá usted de mucho tiempo para explorar la isla y llevarse lo que le venga en gana antes de que llegue el otoño y tenga que irse de todas formas. Bien, Ardán, se trata de eso o de un balazo; usted elige.

Tenso como un resorte, el magnate indagó en los ojos de Zarco y vio en ellos algo que le hizo vacilar. Aquel hombre no se estaba tirando un farol. Tras unos segundos de silencio, Ardán tragó saliva y asintió.

—De acuerdo, váyanse —dijo—. Pero no se llevarán nada de la isla. Dos de mis hombres los acompañarán hasta la playa para asegurarse.

—Me parece muy bien —repuso Zarco sin bajar el arma.

Ardán se volvió hacia sus hombres y ordenó:

—Nuttall, Colby: acompañad a esta gente a la playa y aguardad allí hasta que el Saint Michel leve anclas. Luego, reuníos con nosotros en el norte de la isla. Si intentan llevarse cualquier cosa o hacen algo extraño, avisadnos con un disparo.

Siempre apuntando al armenio, Zarco retrocedió hasta donde se encontraba la tripulación del Saint Michel. Entonces advirtió que Manglano, el radiotelegrafista, estaba medio oculto tras los hombres de Ardán.

—Eh, tú, traidor —le espetó—. Ven con nosotros si no quieres morir.

Asustado, Manglano negó con la cabeza y se alejó unos pasos.

—Pues muérete, imbécil —masculló Zarco, y, dirigiéndose a los demás, dijo—: Nos vamos, pero no perdáis de vista a esos hijos de mala madre.

Los pasajeros y tripulantes del Saint Michel, acompañados por los dos hombres del Charybdis, comenzaron a alejarse. Al poco, Samuel se detuvo y gritó:

—La isla va a explotar, señor Ardán, se lo prometo. Deben irse.

El magnate soltó una carcajada y respondió:

—No te creo, hijo. Pero buen intento.

Samuel se encogió de hombros y echó a correr para reunirse con los demás.

★★★

Tardaron dos horas y media en llegar al sur de la isla. Caminaban deprisa, en silencio, como si no quisieran malgastar el aliento en palabras. En cabeza marchaban Cairo y el capitán Verne; detrás Zarco, Lady Elisabeth, su hija, Samuel y García; después el resto de la tripulación y, en último término, Nuttall y Colby, los hombres de Ardán.

Tras cruzar el poblado, nada más dejar atrás el lugar donde yacía la horda de autómatas, la tierra se agitó con un breve temblor. Nadie dijo nada. Poco después, cuando ya tenían a la vista las crestas de los acantilados del sur, un nuevo seísmo, mucho más intenso y duradero que el anterior, los zarandeó. De nuevo nadie dijo nada, pero todos avivaron el paso.

Finalmente, y aunque la isla no dejaba de agitarse con leves temblores, lograron descender sanos y salvos por la escalinata de piedra y alcanzar la playa. Una vez allí, sin perder un segundo, comenzaron a subir a los botes del Saint Michel que estaban amarrados junto a los del Charybdis. Nuttall y Colby intercambiaron unas palabras por lo bajo y se aproximaron al profesor.

—Señor Zarco —dijo Colby—, ¿está seguro de que la isla va a explotar?

La tierra volvió a temblar. Zarco alzó una ceja.

—¿Tú qué crees? —repuso con ironía.

Los dos tripulantes del Charybdis cruzaron una mirada.

—¿Podríamos irnos con ustedes? —preguntó Nuttall.

—Ah, muy bonito —gruñó Zarco—. Primero nos secuestran y ahora nos piden ayuda.

—Sólo cumplíamos órdenes… —se excusó Colby.

—Hemos perdido a varios tripulantes, Ulises —terció Verne—. Nos vendría bien contar con esos hombres a bordo.

Zarco arrugó el entrecejo y masculló algo por lo bajo.

—Debería dejaros aquí para que os pudrierais en el infierno —dijo—; pero adelante, subid a los botes.

Nuttall y Colby musitaron un torpe agradecimiento y se unieron a la tripulación del Saint Michel. Al poco, las dos embarcaciones partieron hacia el carguero. Zarco volvió la mirada hacia el Charybdis, que estaba fondeado a unos trescientos metros de distancia, y le preguntó a Colby:

—¿Cuántos hombres se han quedado en vuestro barco?

—Catorce, señor Zarco.

—¿Lleváis en el Charybdis armamento pesado?

—No, señor Zarco.

El profesor asintió, satisfecho.

—Entonces —dijo para sí—, no podrán impedir que nos vayamos.

Al cabo de unos minutos, los botes llegaron al Saint Michel y los pasajeros fueron subiendo poco a poco a bordo. Sin pausa, los tripulantes se dirigieron a sus puestos para preparar la partida, mientras los demás se afanaban en subir los botes a toda prisa. El resto del pasaje permaneció en cubierta, expectante. Poco más de media hora después, el Saint Michel levó anclas y se puso lentamente en movimiento. Al cabo de unos minutos, Verne se reunió con los pasajeros en cubierta. Desde el Charybdis, un foco les lanzaba señales intermitentes.

—Nos ordenan que paremos las máquinas —comentó el capitán, señalando hacia el yate.

—Ni caso —dijo Zarco—. No pueden hacernos nada.

García, el químico, que llevaba horas sin abrir la boca, se recostó contra la barandilla y se pasó una mano por la frente.

—Por fin ha pasado el peligro… —musitó, aliviado.

—Me temo que aún no, señor García —replicó Verne. Se volvió hacia Samuel y Katherine, y les preguntó—: ¿Cuánto tiempo falta para que la isla explote?

El fotógrafo hizo un gesto vago.

—No estoy seguro —respondió—. Unas siete horas, creo.

—Sí, más o menos —asintió Katherine.

Verne bajó la mirada y reflexionó en silencio.

—¿Qué sucede, capitán? —preguntó Lady Elisabeth.

—El tsunami… —intervino Zarco.

—Exacto —asintió Verne. Lady Elisabeth miró alternativamente a uno y a otro.

—Me temo que no les entiendo —dijo.

—Cuando la isla explote —repuso Verne—, provocará un maremoto, y una inmensa ola se extenderá en todas direcciones a gran velocidad. Los japoneses lo llaman tsunami.

—¿Có-cómo de inmensa será esa ola? —tartamudeó García.

—En 1883 —respondió el capitán—, la isla Krakatoa, situada entre Java y Sumatra, explotó a causa de una erupción volcánica. Provocó olas de más de cuarenta metros de altura que asolaron las costas cercanas y hundieron infinidad de embarcaciones.

García parpadeó con expresión desvalida.

—Entonces —murmuró—, ¿vamos a morir?

Verne sacudió la cabeza.

—No hay que ponerse en lo peor —dijo—. Supongo que la banquisa y las islas de la Tierra de Francisco José actuarán como escudo, mitigando la potencia del tsunami. En cualquier caso, todo dependerá del calado de estas aguas. Si son muy profundas, la ola no romperá y sólo notaremos una súbita e inofensiva elevación del mar; pero si el tsunami tropieza con una zona de poco calado, la ola se elevará y comenzará a romper —sonrió, intentando transmitir confianza—. De todas formas —añadió—, las olas de un tsunami se desplazan a unos seiscientos kilómetros por hora, así que mejor será que cuando la isla explote estemos lo más lejos posible.