El ajedrecista dorado
Nada se movía en el circo de piedra. Cerca de la pared oeste del anfiteatro, allí donde se ocultaba la entrada a una enorme gruta, el Edderkoppe Gud permanecía estático, como una descomunal escultura metálica, como un hierático cancerbero protegiendo su dominio. No se percibía ningún sonido, ni siquiera el susurro del viento; tan sólo el leve y amortiguado fragor del volcán, eran las diez y media de la noche. La luz del sol trazaba largas sombras sobre la isla.
De pronto, una explosión sonó en la lejanía, hacia el sur. Una alarma insonora se activó en el interior de la ciudadela, pero en el exterior todo siguió inmóvil. Al poco se escuchó un sonido aproximándose, el petardeo de un motor. Unos minutos después, Zarco descendió por la cuesta que conducía al anfiteatro montado en la Harley-Davidson y se detuvo a unos metros de la entrada al circo. El Edderkoppe Gud permaneció estático.
Zarco llevaba a la espalda la Saint-Etienne Colossal, la potente escopeta de caza de Adrián Cairo; la empuñó, apuntó hacia la seta metálica más cercana y disparó dos veces. El aro de cristal que rodeaba al sombrerete saltó hecho pedazos. Instantáneamente, el Edderkoppe Gud se puso en movimiento hacia Zarco. La tierra retumbó bajo el batir de sus patas.
El profesor arrancó la motocicleta y partió a toda velocidad en dirección al desfiladero. El gigantesco autómata se detuvo en el acceso al circo, justo al pie de la cuesta. Zarco paró la motocicleta unos cien metros más arriba.
—No quieres pelea, ¿eh, montón de chatarra? —murmuró mientras recargaba la escopeta.
Encajó la culata del arma en el hombro y disparó dos veces contra el autómata. Éste ni se inmutó.
—Tienes la piel dura, monstruo… —masculló Zarco.
Sacó del bolsillo un catalejo, lo desplegó y examinó con él al autómata. Su superficie era totalmente lisa, sin protuberancias, salvo en la parte frontal, donde había una especie de claraboya de vidrio, una lente convexa de unos cuarenta centímetros de diámetro. De ahí brotaba el rayo mortal.
Zarco guardó el catalejo, recargó la escopeta, apuntó hacia el círculo de cristal y volvió a efectuar dos disparos consecutivos. El Edderkoppe Gud se activó de nuevo al instante. Zarco arrancó la motocicleta y enfiló a todo gas hacia el desfiladero.
Esta vez, el autómata no interrumpió la persecución. De hecho, pese a su descomunal tamaño, avanzaba a gran velocidad, tan rápido como la Harley-Davidson. Sus enormes patas articuladas se movían vertiginosamente, adaptándose a las irregularidades del terreno en medio de un estruendo semejante al batir de un inmenso tambor.
Al girar la curva que desembocaba en el desfiladero, la motocicleta derrapó y Zarco tuvo que poner un pie en tierra para no caer. Eso permitió que el autómata se aproximara peligrosamente hasta casi alcanzar el radio de acción de su rayo mortal, así que Zarco giró a tope el acelerador y la motocicleta salió lanzada hacia delante. Pero las pisadas del Edderkoppe Gud cada vez sonaban más próximas…
Entonces, cuando se habían adentrado unos doscientos metros en el desfiladero, el suelo explotó bajo el autómata, proyectándolo hacia un lado. Zarco volvió la cabeza y, bajo una lluvia de tierra y guijarros, detuvo la motocicleta. El Edderkoppe Gud se había parado y estaba semioculto por una nube de polvo. Zarco permaneció sentado en la motocicleta, con el motor en marcha, expectante. Al poco, cuando el polvo se asentó, pudo ver que tres de las patas del costado izquierdo del autómata estaban destrozadas, impidiéndole desplazarse. También tenía muy dañada la parte inferior, aunque al estar volcado sobre ella no podían distinguirse los daños con claridad. Aun así, la máquina seguía moviéndose, intentando arrastrarse con ayuda de las patas intactas.
De pronto, un nuevo estallido resonó en lo alto del acantilado, provocando que una enorme roca se desprendiera de la pared, cayera sobre el autómata y aplastara su dura piel de metal.
El Edderkoppe Gud dejó de moverse.
Cuando los ecos del estampido se disiparon, Zarco apretó los puños y lanzó un grito de triunfo. Por increíble que fuese, lo habían conseguido, habían acabado con el monstruo. Entonces escuchó en la lejanía, hacia el norte, un creciente rumor que le recordó a una estampida de búfalos.
Contuvo el aliento. Conforme el estruendo se aproximaba, la tierra vibraba bajo sus pies.
De repente, los vio aparecer por el fondo del cañón; eran decenas, cientos de autómatas, un ejército de engendros metálicos que avanzaba hacia él sobre ruedas, orugas y patas, enarbolando letales aguijones de titanio, tentáculos de acero, zarpas de ferro vanadio, cristalinos proyectores de rayos mortales. Parecían las huestes del Armagedón.
—¡La madre que…! —exclamó Zarco con los ojos como platos.
Acto seguido, giró el acelerador y se alejó de allí tan rápido como el motor de su motocicleta le permitía.
★★★
De haber tenido la capacidad de asombrarse, la mente estaría atónita. Los bípedos habían logrado acabar con su unidad móvil más poderosa tendiéndole una trampa. Sin duda, poseían una astucia muy superior a lo que cabía esperar de un, animal. No obstante, la astucia y las habilidades que demostraban parecían orientadas fundamentalmente hacia la violencia y la destrucción, lo cual no encajaba con la inteligencia.
¿O se limitaban a defenderse ante lo que consideraban una agresión?
La mente no podía decidirse; aún no había recopilado suficientes datos. Además, se trataba de una grave decisión, el problema más importante que había tenido que afrontar desde hacía miles de años; en realidad, desde el momento mismo de su activación.
Si quisiera, la mente podría esterilizar instantáneamente la isla, eliminando de ella todo rastro de vida. De hecho, la mente podía provocar erupciones volcánicas, desatar terremotos e inundaciones, envenenar la atmósfera del planeta, sacudir la Tierra hasta que no quedara en ella ni uno solo de aquellos bípedos. El poder de la mente era inmenso.
Pero había límites, fronteras que no podía traspasar.
Mientras una parte de la mente se ocupaba de reparar los destrozos causados por los bípedos, otra parte observaba a los dos ejemplares que mantenía encerrados. Eran seres absolutamente exóticos, primitivos, criaturas incomprensibles. No obstante, quizá debiera interactuar con ellos, pensó; intentar comunicarse de alguna manera. Pero ¿cómo?
★★★
Katherine y Samuel estaban sentados en el suelo, en silencio, apoyados contra una de las blancas paredes del habitáculo, con las miradas perdidas en el vacío. Poco antes habían comido unas manzanas y luego cada uno se había sumido en sus pensamientos. La ciudadela no había vuelto a manifestarse y aquella larga espera resultaba cada vez más angustiosa. Samuel escuchó un sollozo y, al volver la cabeza, descubrió que Katherine tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué sucede, Kathy? —preguntó, rodeándole los hombros con un brazo.
—Pensaba en mi padre —la muchacha sorbió por la nariz y se enjugó las lágrimas con el dorso de una mano—. Este lugar le mató.
—Déjalo; no pienses en eso ahora.
—¿Cómo no voy a pensar en él? Era mi padre… ¿Sabes?, mis abuelos habían muerto antes de que yo naciera, o fallecieron cuando era muy pequeña. Es la primera vez que pierdo a alguien tan próximo a mí y me siento… Bueno, supongo que te sentiste igual cuando murió tu tutor, el señor Charbonneau.
Samuel desvió la mirada y no dijo nada. Katherine le miró con curiosidad.
—Cada vez que alguien menciona a tu tutor se te cambia la cara —dijo en voz baja—. Te pones muy triste. ¿Es por su…, por la forma en que murió?
—En parte —respondió él tras un prolongado silencio—. Pero…
—¿Qué?
Samuel demoró mucho la respuesta.
—¿Recuerdas cuando me preguntaron qué era lo más extraño que había hecho en mi vida? —dijo en tono neutro—. Respondí que fotografiarme de uniforme con padres que habían perdido a sus hijos en la guerra, para que luego, en el laboratorio, el señor Charbonneau sustituyera mi rostro por los de los soldados fallecidos.
—Sí, lo recuerdo.
—Unas semanas después de la muerte de Frangois, su hijo, el señor Charbonneau me entregó un uniforme de teniente. Me pidió que me lo pusiera y me hizo posar a su lado frente a la cámara —Samuel respiró hondo y concluyó—: En el laboratorio, eliminó mi cara y puso en su lugar la de Frangois…
Hubo un largo silencio.
—¿Crees que no te quería? —preguntó Katherine.
—No lo suficiente para seguir viviendo por mí, desde luego. Ni para decírmelo. Ni siquiera para darme un beso. No lo hizo jamás, ¿sabes?
—Te nombró su heredero —protestó la muchacha—. Te legó todo lo que tenía.
—Pero yo no deseaba eso. ¿No lo entiendes?
—¿Y qué deseabas?
Samuel exhaló una bocanada de aire y dejó caer la cabeza. Katherine se inclinó hacia él y le besó en la mejilla.
—Te quiero —susurró.
—Y yo a ti…
—Lamento haberte metido en este lío, Sam —dijo ella, abrazándose a él—. Si no me hubiera empeñado en venir aquí…
—Da igual, eso ya no importa —Samuel hizo una pausa y preguntó—: ¿Qué hora será?
—Tarde, supongo.
—Deberíamos intentar dormir.
La muchacha suspiró.
—No tengo sueño —dijo.
Samuel cambió de postura; algo se le estaba clavando en un costado. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó de su interior el pequeño tablero plegable de ajedrez y se quedó mirándolo.
—¿Sabes lo que suelo hacer cuando no puedo dormir? —preguntó.
—No. ¿Qué?
—Juego mentalmente al ajedrez contra mí mismo, o repaso partidas famosas. Eso me relaja y enseguida me quedo dormido.
—Yo no sé jugar al ajedrez —dijo ella—. Ni siquiera recuerdo cómo se mueven las fichas.
—Las piezas —le corrigió Samuel—. No importa, yo te enseñaré —distribuyó las pequeñas figuras por el tablero y señaló una de ellas—. Ésta es la reina, la pieza más poderosa de todas. Se mueve en cualquier sentido, diagonal, vertical u horizontal. Ése es el alfil de reina y sólo puede moverse por los escaques negros siguiendo las diagonales…
★★★
Un lúgubre estado de ánimo reinaba en el poblado danés. Los marineros que habían ayudado a colocar los explosivos en, el desfiladero estaban sentados en grupo delante de una de las cabañas; nadie hablaba, todos estaban nerviosos y no dejaban de echar intranquilas miradas hacia el norte. Aquellos hombres habían presenciado la aparición del ejército de autómatas, y, no podían evitar preguntarse qué pasaría si aquella horda de máquinas no se quedara junto al maltrecho Edderkoppe Gud, como había ocurrido, y decidiera seguir adelante. Nadie expuso esos temores en voz alta, pero lo cierto era que todos estaban muertos de miedo.
En el interior de la cabaña, Lady Elisabeth llevaba un rato reunida con Zarco, Cairo y Elizagaray, escuchando el relato del profesor acerca de lo que había sucedido en el desfiladero. Cuando concluyó todos guardaron silencio.
—Iré a la ciudadela —dijo finalmente Lady Elisabeth con serenidad—, e intentaré parlamentar con sea quien sea que ha secuestrado a Kathy y a Sam.
—Yo también he pensado en eso, Lisa —terció Zarco en tono cansado—; pero no es tan sencillo. Si tengo razón, si el origen de la ciudadela es extraterrestre, las posibilidades de comunicarnos son muy limitadas. De nada nos valdría ir allí agitando una bandera blanca, porque para la inteligencia que se oculta en la ciudadela una bandera blanca no significa nada. Por otro lado, es evidente que la ciudadela no tiene el menor interés en comunicarse, pues en caso contrario ya lo habría hecho. Pero lo cierto es que hasta ahora se ha limitado a eliminar a cualquiera que se acercase demasiado.
—A Kathy y a Sam no los mataron —replicó ella—. Los querían vivos, usted mismo lo dijo.
—Es cierto. Y eso demuestra un cambio en los procedimientos de la ciudadela, pero desconocemos la razón.
Lady Elisabeth suspiró y posó la mirada en el suelo.
—No importa, debo intentarlo —dijo—. Iré a la ciudadela.
—Ahora ni siquiera podría acercarse, Lisa —intervino Caito—. El desfiladero está abarrotado de autómatas y en el circo hay más setas metálicas que antes. Es imposible acceder a la ciudadela.
—Entonces, ¿qué voy a hacer? —preguntó ella con el rostro tenso de preocupación—. Es mi hija…
—No abandonaremos a Kathy y a Durazno, se lo juro —dijo Zarco—. Pero… en los últimos días apenas he dormido y estoy agotado. Ahora no puedo pensar correctamente —se incorporó—. Necesito descansar un poco, así que, si me disculpan, me retiraré a mi cabaña. Despiértenme dentro de un par de horas.
Echó a andar hacia la salida, pero Lady Elisabeth le contuvo:
—Profesor…
Zarco se detuvo junto a la puerta.
—¿Sí, Lisa?
—Gracias por arriesgar su vida para salvar a mi hija.
—No tiene importancia. Me apetecía dar una vuelta en motocicleta.
Tras despedirse con un cabeceo, Zarco abandonó la cabaña. Y, mientras se alejaba, Cairo pensó que jamás le había visto tan abatido y derrotado.
Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con el tablero de ajedrez entre medias. Era la tercera partida que jugaban; para prolongarla, Samuel aconsejaba a Katherine y enmendaba sus errores, pero aun así, dada la inexperiencia de la muchacha, le costaba mucho no ganar con un mate rápido. La verdad es que a Samuel le resultaba aburrido jugar de aquella forma tan simple, pero lo hacía por Katherine, para distraerla.
Entre tanto, la mente contemplaba la escena con sumo interés. Aquel artefacto primitivo, el tablero y las piezas, era fascinante. Por supuesto, la mente no sabía qué era ni para qué servía —de hecho, el concepto «juego» no formaba parte de su vocabulario—, pero no había tenido ningún problema en averiguar cómo funcionaba y a qué reglas obedecía. Y el resultado era asombroso. En primer lugar, el número de partidas posibles ascendía a diez elevado a 18.900, una cantidad que sobrepasaba con mucho su capacidad de cálculo. Además, la geometría y las matemáticas implicadas en las distintas posiciones de las piezas resultaban muy sofisticadas. Pese a su aparente tosquedad, el tablero y las treinta y dos piezas configuraban un objeto extremadamente complejo.
No obstante, la mente experimentaba algo parecido a la decepción, pues ambos bípedos lo manejaban con lamentable torpeza. Aun así, la mente siguió observando. Al poco, cuando acabó la partida, la hembra se tumbó en el suelo y se quedó dormida. Entonces, el macho colocó las piezas en su posición inicial y comenzó a jugar solo.
Unos minutos más tarde, el interés de la mente se había despertado. El macho era mucho más diestro de lo que aparentaba. Pero ¿lo suficientemente diestro?
De repente, la mente supo qué hacer. Instantáneamente, o, mejor dicho, a la velocidad de la luz, ordenó a las fábricas del interior de la ciudadela que crearan una nueva clase de autómata, uno muy especial.
Por fin la mente había averiguado el modo de comunicarse con los bípedos.
★★★
Al ejército de autómatas que había ocupado el desfiladero le siguió una brigada de máquinas reparadoras que, sin perder un instante, comenzaron a trabajar en el Edderkoppe Gud. Un enorme artefacto ovoidal, que se desplazaba sobre orugas, devoraba barras de metales puros, los fundía, los aleaba y, finalmente, forjaba las piezas necesarias. Entre tanto, una cuadrilla de pequeños autómatas dotados de tentáculos, rayos cortantes, soldadores y pinzas articuladas pululaban alrededor y por encima de la enorme araña, eliminando las partes dañadas y sustituyéndolas por otras nuevas. Pero no se limitaban a repararla; en realidad, estaban cambiando su diseño, la mejoraban, la reforzaban, aumentaban su capacidad ofensiva. Hasta aquel momento, la ciudadela se había enfrentado a animales inofensivos contra los que no eran necesarias grandes medidas de protección. Pero los bípedos eran de todo menos inofensivos.
Mientras, en lo más profundo de la ciudadela, una fábrica automática construía un autómata diferente a todos los demás.
★★★
Al final, nadie le despertó al cabo de dos horas, como Zarco había pedido; parecía tan agotado que le dejaron dormir toda la noche, así que se levantó poco después de las seis de la mañana, cuando todo el mundo, salvo los centinelas, seguía dormido. Al contrario de lo que usualmente habría hecho, no montó en cólera porque hubieran desobedecido sus órdenes; en realidad, agradecía esas horas extra de sueño, pues ahora se encontraba descansado y con la mente despejada. Se aseó con ayuda de un barreño, desayunó rápidamente, cogió su mochila y una cantimplora y, sin decirle a nadie adónde iba, se dirigió a las crestas de los acantilados del este para espiar lo que ocurría en el desfiladero.
Lo que vio al llegar le alarmó. La horda de autómatas permanecía estática en el mismo lugar que el día anterior, pero el Edderkoppe Gud ya no estaba destrozado por la explosión; en vez de ello, se hallaba en el centro del desfiladero, inmóvil sobre sus ocho patas, ahora reforzadas con una aleación de níquel, cromo y hierro. La araña había cambiado: su armadura era más gruesa y, en vez de un solo emisor de rayos mortales, ahora tenía once distribuidos a su alrededor.
Los autómatas habían aumentado enormemente la resistencia y la potencia del Edderkoppe Gud. La pregunta era: ¿para defenderse o para atacar?
Con expresión sombría, Zarco inició el camino de regreso al poblado.
★★★
Un profundo sonido similar a una tuba reverberó en el interior del habitáculo, despertándolos bruscamente. Katherine y Samuel se pusieron en pie e intercambiaron una mirada de extrañeza, pero no sucedió nada, salvo que el cajón situado bajo la fuente se abrió con doce manzanas en su interior. Aunque habían sobrado dos del día anterior, Samuel las sacó y las dejó en el suelo, junto al tablero de ajedrez; luego, le ofreció una a Katherine.
—No podemos vivir sólo de manzanas —dijo la muchacha, contemplando la fruta con desánimo.
Samuel no respondió nada y ambos comieron en silencio.
—¿Cuánto habremos dormido? —preguntó Katherine cuando acabó su pieza de fruta.
—No lo sé —respondió Samuel—; pero me siento descansado, así que deben de haber sido varias horas.
Katherine suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Estoy sucia —dijo—. Debo de tener un aspecto horrible.
—Estás preciosa, como siempre.
La muchacha esbozó una triste sonrisa y se frotó los ojos.
—¿Por qué nos tienen encerrados? —murmuró—. ¿Qué van a hacer con…?
De repente, una puerta se formó en la pared del fondo y un autómata cruzó el umbral, adentrándose en el habitáculo, lira un androide, tenía forma humana, pero su piel, toda la superficie de su cuerpo, era de oro. También tenía rostro: el de Samuel. Los dos jóvenes retrocedieron, asustados. La puerta se cerró.
—Es igual que tú… —susurró Katherine.
Samuel se interpuso entre el autómata y la muchacha.
—¿Quién eres? —preguntó con voz más insegura de lo que a él le habría gustado—. ¿Qué quieres?
Ignorándole, el autómata se inclinó, recogió el ajedrez y se incorporó con el juego entre sus doradas manos. De pronto, frente a él, una columna blanca de unos cuarenta centímetros de diámetro brotó del suelo hasta alcanzar el metro y medio de altura. El autómata depositó el tablero sobre ella y distribuyó las piezas en sus posiciones de salida. Luego, extendió un brazo y señaló alternativamente a Samuel y al tablero.
—Quiere jugar contigo… —murmuró Katherine.
Samuel parpadeó, confundido.
—¿A qué viene esto? —le espetó a la máquina—. ¿Por qué nos habéis encerrado?
Por toda respuesta, el autómata volvió a señalar a Samuel y al tablero.
—¿Qué hacemos? —preguntó el joven.
—No sé… —murmuró Katherine.
Súbitamente, la tuba sonó de nuevo, pero esta vez de forma tan estruendosa que tuvieron que taparse los oídos. El autómata señaló de nuevo a Samuel y al tablero.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —gritó el joven, aproximándose al autómata—. ¡Jugaré!
Al instante, el estruendo cesó. Samuel se apartó las manos de los oídos y contempló al androide; era desconcertante ver sus propios rasgos en el impasible rostro de aquella máquina. Luego, miró el tablero; las blancas estaban de su lado, así que le correspondía el movimiento inicial. Tendió la mano y avanzó dos escaques el peón de rey. El autómata respondió desplazando un escaque el peón de reina.
Treinta y dos movimientos más tarde, Samuel tiró el rey sobre el tablero.
—Muy bien —dijo—; me has ganado, felicidades.
Imperturbable, el autómata volvió a poner las piezas en las posiciones de salida y señaló a Samuel.
—¿Otra vez? —murmuró éste.
Tras un suspiro, volvió a avanzar el peón de rey.
Jugaron cinco partidas consecutivas y Samuel las perdió todas. Al concluir el quinto juego, el autómata distribuyó de nuevo las piezas, pero el joven sacudió la cabeza y se apartó de él.
—Basta —dijo—. Juegas mejor que yo, me rindo.
Inmutable, el autómata señaló al tablero y al joven.
—No —replicó Samuel, sacudiendo la cabeza—. Estoy harto, no voy a jugar más al ajedrez; quiero que nos dejéis libres, ¿entiendes?
Hubo un silencio. Y, de pronto, el sonido de tuba comenzó a retumbar ensordecedoramente. Los dos jóvenes se taparon los oídos. Una vez más, el autómata señaló al tablero y a Samuel, pero éste negó con la cabeza y se aproximó a Katherine dándole la espalda a la máquina.
El estruendo duró unos minutos; luego, se interrumpió bruscamente. Acto seguido, la puerta se abrió, el autómata salió del habitáculo y la puerta volvió a cerrarse. Los dos jóvenes se miraron, desconcertados; les pitaban los oídos a causa del estrépito. Katherine tragó saliva y murmuró:
—Nos han secuestrado… ¿para jugar al ajedrez?
★★★
La mente estaba casi segura, casi convencida. Casi. El bípedo macho era muy diestro manejando las piezas y el tablero, pero ¿suficientemente diestro? En la primera partida, la mente había empleado todo su potencial y había ganado con facilidad. Pero eso era previsible; muy pocas entidades biológicas poseían una capacidad de cálculo similar a la suya. Luego, a medida que se sucedían las siguientes partidas, la mente fue reduciendo progresivamente su potencia; y siempre había ganado, es cierto, pero cada vez con más dificultad. En la última partida, por ejemplo, había necesitado sesenta y cuatro movimientos para llegar a una situación de jaque mate inevitable.
Sin duda, los bípedos poseían una inteligencia más elevada de lo que en principio cabía suponer. Pero, y ése era el problema, siempre orientada en el mismo sentido, la violencia. A fin de cuentas, el tablero y las treinta y dos piezas reproducían un combate, eran una lucha. Intelectual, pero lucha al fin y al cabo. ¿Podían unos seres tan violentos albergar auténtica inteligencia?
No obstante, el tablero y las piezas también eran una asombrosa abstracción. La mente no podía concebir el concepto de «juego», pero sí el de pensamiento abstracto, y los bípedos poseían esa clase de raciocinio. ¿Hasta qué punto? La mente aún no había podido determinarlo, pues el bípedo macho se negaba a seguir colaborando. Dada su naturaleza gregaria, no sería difícil obligarle a hacerlo, pero el problema era otro. Los dos bípedos, el macho y la hembra, habían sido arrancados de su entorno natural, apartados de sus semejantes y encerrados contra su voluntad. La mente sabía que, en tales circunstancias, las entidades biológicas similares a los bípedos experimentaban un intenso estrés, lo que podría perturbar sus capacidades intelectuales. Quizá ocurría eso con el bípedo macho. Así que la mente decidió suministrarle un poderoso incentivo para obligarle a colaborar y dar lo mejor de sí mismo.
Pero no en aquel momento. En la isla se habían producidos inesperados acontecimientos a los que debía prestar atención.
Llegaron al mediodía, por sorpresa. Cairo había situado centinelas al norte del poblado, previendo una posible invasión de los autómatas, pero no al sur. Fue un error; el peligro vino por el sur.
Tras regresar al poblado después de su visita al desfiladero, Zarco reunió en la explanada central a Lady Elisabeth, a Cairo, a Elizagaray y a todos los marineros, salvo a los dos que estaban de guardia, y les habló del siguiente modo:
—Lisa, caballeros… Supongo que no hace falta que haga hincapié en la gravedad de la situación. La señorita Foggart y Durazno han sido capturados y están retenidos en el interior de la ciudadela. El camino que conduce allí se encuentra protegido por un ejército de autómatas. Hay centenares de ellos, yo mismo los he visto; es imposible pasar. Y esta mañana he descubierto otra cosa. Todos saben que ayer logramos acabar con ese autómata gigante, lo que los daneses llamaban el Edderkoppe Gud. Pues bien, no sólo lo han reconstruido, sino que ahora es más poderoso que antes.
Un murmullo de consternación se extendió por entre los marineros.
—Nos enfrentamos a una tecnología inimaginablemente avanzada —prosiguió Zarco—. Y, reconozcámoslo, nosotros solos no podemos hacer nada frente a ella. Necesitamos ayuda, pero ayuda a lo grande, la clase de ayuda que sólo puede prestarnos una nación soberana. Los países más cercanos a esta isla son Rusia y Noruega; dado que en Rusia siguen muy atareados matándose los unos a los otros, sólo nos queda Noruega. No conozco a nadie en el gobierno de esa nación, pero sí a uno de sus hijos más ilustres: el explorador y marino Roald Amundsen. Como saben, hace ocho años la expedición del señor Amundsen fue la primera en alcanzar el Polo Sur, lo cual le ha granjeado fama mundial y un gran prestigio en su país. Roald es buen amigo mío y nos ayudará; ignoro si en estos momentos se encuentra en Noruega, pero en cualquier caso iremos allí a buscarle y, una vez que demos con él, le expondré lo que ha ocurrido. Sé perfectamente que la historia que voy a contarle es increíble, pero, con ayuda de las fotografías de Durazno y los fragmentos de metal, espero poder convencerle. Entonces, mediante su influencia, intentaremos persuadir al gobierno noruego para que nos preste la ayuda militar que precisamos. Así pues, dentro de una hora iniciaremos el regreso al Saint Michel y, una vez a bordo, zarparemos lo antes posible con rumbo a Oslo. Eso es todo.
Concluido el discurso, los hombres se disgregaron por el poblado para recoger el material que habían traído con ellos y prepararse para el regreso. Con expresión preocupada, Lady Elisabeth se aproximó a Zarco y le dijo:
—Su plan puede tardar semanas en dar algún resultado, profesor. Probablemente meses.
—Es cierto —asintió Zarco—. Pero no se me ocurre qué otra cosa podemos hacer.
—¿Y qué pasará entre tanto con Kathy y Sam? ¿Qué harán si logran liberarse y no nos encuentran?
—Les dejaremos una nota y provisiones, aquí, en el poblado. Y volveremos a buscarlos, se lo prometo.
La mujer se cruzó de brazos y encajó la mandíbula.
—Yo no voy a irme, profesor —dijo—. Me quedaré aquí.
Zarco respiró hondo.
—Sea razonable, Lisa… —comenzó a decir.
Pero un repentino alboroto le interrumpió. Los hombres habían abandonado sus ocupaciones y miraban hacia el sur con alarma. Zarco giró la cabeza y vio que un grupo de unos cuarenta hombres armados entraba en el pueblo. Traían como prisioneros a los tripulantes que se habían quedado en el Saint Michel, a García y a Verne. Uno de los desconocidos encañonaba al capitán con una pistola. El grupo se detuvo a unos veinte metros de distancia y un hombre alto y robusto avanzó unos pasos. Era Aleksander Ardán.
—Si no quieren que a su capitán le suceda algo desagradable —advirtió—, será mejor que tiren sus armas al suelo.
Cairo, que al ver llegar a los extraños había cogido su escopeta de caza, le dirigió una interrogadora mirada a Zarco. Éste sonrió con ironía y dio un paso adelante.
—Mira quién está aquí… —dijo en tono displicente—. Me había olvidado de usted, Ardán.
—¿Le sorprende verme, Zarco?
—No. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto en encontrar esta isla. Es usted aún más inútil de lo que yo pensaba; y, créame, le consideraba muy inútil.
El rostro de Ardán se endureció.
—Estando en tan franca desventaja, Zarco, yo no me andaría con bravatas. Ordene a sus hombres que tiren las armas.
—Claro, ¿por qué no? Sé que esto le sorprenderá, Ardán, pero me alegro de verle —Zarco se volvió hacia sus hombres y ordenó—: Soltad la artillería y que nadie oponga resistencia.
Cairo y los tripulantes del Saint Michel obedecieron al profesor. Los hombres de Ardán recogieron las armas y agruparon a los prisioneros en el centro de la explanada. Verne y García se aproximaron a Zarco.
—Lo siento, Ulises —dio el capitán—. Nos cogieron por sorpresa.
—No importa, Gabriel —repuso Zarco con aire despreocupado—. Ya conoce el dicho: no hay mal que por bien no venga.
—Y yo que pensaba que iba a estar más seguro en el barco… —terció el químico con aire abatido.
Zarco soltó una carcajada.
—La única seguridad que tenemos es que vamos a morir —dijo—. Pero no hoy, García, no hoy. Al menos, eso espero.
Cairo frunció el ceño. El profesor parecía feliz; ¿por qué? En ese momento, Ardán se aproximó a ellos y, dirigiéndose a Lady Elisabeth, dijo:
—Encantado de conocerla, señora Faraday. ¿Y su esposo?
—Ha muerto —contestó la mujer en tono helado.
—Ah, lo lamento… Le doy mi más sentido pésame, señora. He visto el pecio del Britannia; ¿Sir Foggart falleció en el naufragio?
Lady Elisabeth negó con la cabeza.
—¿No tuvieron problemas al cruzar por entre los escollos? —le preguntó Zarco a Ardán.
—¿Lo dice por el peñasco magnético? Una sorprendente curiosidad natural, ¿no le parece? Por fortuna, el Charybdis es demasiado grande y potente para verse afectado por ese fenómeno.
—Sí, su barco es una maravilla —dijo Zarco—. Un magnífico buque pirata, no cabe duda. Y dígame, Ardán, ¿lleva en el Charybdis armamento pesado? ¿Explosivos, quizá?
El potentado le miró con desconcierto. Aunque estaba indefenso y rodeado de hombres armados, el profesor se comportaba como si fuese él quien tenía la sartén por el mango.
—Me parece que no acaba de entender la situación, Zarco —repuso Ardán en tono amenazador—. Soy yo quien formula las preguntas, y usted quien las responde.
Zarco suspiró con cansancio.
—El problema —dijo— es que no tiene ni idea de qué preguntas formular. Pero no se preocupe, se lo voy a contar todo. Aunque será una historia larga, así que más vale que nos sentemos…
★★★
Nuevos bípedos habían llegado a la isla a bordo de otro artefacto flotante. La mente ya no tenía tiempo que perder; debía tomar una decisión lo antes posible. Así que activó su plan.
Al instante, el ejército de autómatas se puso en marcha hacia el sur, en silencio, como un desfile de espectros, con el Edderkoppe Gud avanzando pesadamente en último lugar. Al llegar al muro, rayos de pura energía, proyectores de plasma, emisores de infrasonidos, zarpas y aguijones quebraron las viejas piedras abriendo una brecha que permitiera el paso de los autómatas.
Y el ejército mecánico prosiguió su silencioso avance.
★★★
Sentado sobre un tronco, frente a lo que había sido la cabaña del jefe de los daneses, Aleksander Ardán escuchaba en silencio el relato de Zarco. Tras él, dos de sus guardaespaldas vigilaban atentamente al profesor y, un poco más allá, en el centro de la explanada, el resto de los hombres del Charybdis custodiaba a los prisioneros del Saint Michel, incluyendo a los dos marineros que debían estar de guardia. Lady Elisabeth, Cairo, Verne y García permanecían sentados en el suelo, con las espaldas apoyadas contra el cercado de un corral.
Cuando Zarco concluyó su historia, Ardán permaneció unos instantes pensativo y luego dijo:
—Vamos a ver si lo he entendido. Al norte de la isla hay una base extraterrestre protegida por autómatas. Una especie de ciudadela que lleva aquí miles de años…
Zarco hizo un gesto vago.
—No puedo asegurar que sea extraterrestre —dijo—; pero, teniéndolo todo en cuenta, es la alternativa más lógica.
—Y esa ciudadela mató a Sir Foggart y a la tripulación del Britannia —prosiguió Ardán, inexpresivo—. Y luego un autómata secuestró a Katherine Foggart y al fotógrafo de la expedición. ¿Es eso?
El profesor asintió con un cabeceo. Ardán sacudió la cabeza y soltó una carcajada sarcástica.
—¿Me toma por imbécil, Zarco? —masculló con el ceño fruncido—. Está agotando mi paciencia, así que déjese de estupideces.
Zarco suspiró con aire aburrido.
—Usted ha venido aquí por los fragmentos de metal —dijo—. Titanio puro, y un elemento desconocido, el 72 de la tabla periódica, también milagrosamente puro. ¿De dónde cree que han salido?
—Eso es lo que intento averiguar —gruñó Ardán.
—¡Por los cuernos de Belcebú! ¿Es que no se da cuenta de que ya lo ha averiguado? Esos metales son producto de una tecnología extraterrestre. ¿No me cree? Pues dese un paseo hacia el norte y compruébelo, maldita sea.
—El profesor Zarco está diciendo la verdad —intervino Lady Elisabeth—. La ciudadela existe, mató a mi esposo y ahora retiene a mi hija y a Samuel Durango.
—Por eso le necesitamos, Ardán —agregó Zarco—. ¿Quiere esta isla y sus secretos? Pues para usted, se la regalamos. Pero, si tiene armas y explosivos, ayúdenos a rescatar a nuestros amigos.
Perplejo, Ardán miró alternativamente a la mujer y a Zarco, y luego abrió la boca para decir algo, pero no llegó a emitir ningún sonido. Porque en ese preciso momento se desató el infierno.
Habían llegado desde el norte, en completo silencio. Si los centinelas hubieran seguido en sus puestos, habrían dado la voz de alarma; pero no estaban allí, así que los autómatas pudieron rodear el poblado sin que nadie advirtiese su presencia.
Irrumpieron de repente, sin molestarse en esquivar las chozas, sino atravesándolas. Eso fue lo primero que vieron las tripulaciones del Saint Michel y del Charybdis: una cabaña saltando por los aires convertida en astillas, y luego otra, y otra, y otra más… Un instante después, cuando a través del polvo vieron las garras y los tentáculos de metal, sonaron los primeros gritos de alarma y terror. Los hombres de Ardán volvieron sus armas contra los autómatas, pero era inútil, pues las balas rebotaban inofensivamente contra las corazas de cromo-vanadio.
Aun así, no dejaron de disparar hasta que se les acabó la munición. Para entonces, los humanos formaban un apretado grupo en el centro de la explanada, mientras una horda de autómatas los rodeaba por todas partes, impidiéndoles escapar.
Durante unos segundos, las máquinas permanecieron inmóviles, encajadas las unas contra las otras, formando un inexpugnable muro de contención. Hasta que, de pronto, un pesado retumbe hizo vibrar el suelo. Al instante los autómatas situados en el extremo norte del círculo se apartaron hacia los lados, y el Edderkoppe Gud avanzó hasta detenerse frente a los humanos, que retrocedieron, asustados.
—Dios mío… —dijo Lady Elisabeth con la mirada fija en el monstruo.
—Sí, el Dios-Araña… —murmuró Zarco. Luego, volviéndose hacia el demudado Ardán, le espetó—: Y ahora, maldito imbécil, ¿ya me cree?
★★★
El sonido de la tuba retumbó en el interior del habitáculo. Un instante después, la puerta se abrió y el autómata de oro entró en la estancia. Katherine y Samuel retrocedieron hasta topar con la pared del fondo. El tablero de ajedrez seguía sobre la columna blanca, con las piezas dispuestas para iniciar una nueva partida; el androide lo señaló con un dedo y luego señaló a Samuel.
—No —dijo éste—. Ya te he dicho que no voy a jugar.
De pronto, la pared de la izquierda se llenó de imágenes. Era la vista general de un grupo de personas rodeado por autómatas, con el Edderkoppe Gud frente a ellos.
—¡Ahí está mi madre! —exclamó Katherine, llevándose una mano a la boca.
—Y el profesor —murmuró Samuel—. Y Adrián, y García, y el capitán Verne… Están todos…
—¿Qué vais a hacer, monstruos? —gritó Katherine, encarándose con el autómata dorado—. ¡Soltadles y dejadnos en paz!
—¿Quién es esa gente? —dijo Samuel, abstraído en las imágenes—. Fíjate, está Ardán… Así que esos otros deben de ser sus hombres…
De repente, en la pared de la derecha apareció la imagen en plano medio de uno de los hombres del grupo, un tipo grande con un enorme mostacho, uno de los tripulantes del Charybdis. El autómata lo señaló, luego señaló al tablero y finalmente a Samuel.
—¿Qué quieres? —musitó el fotógrafo—. No te entiendo…
El estruendo de la tuba le sobresaltó. Una vez más, el autómata dorado señaló al tablero y a Samuel.
—¡No voy a jugar! —gritó éste.
Entonces, el autómata señaló la imagen del marinero del bigote. Y, un instante después, los dos jóvenes contemplaron horrorizados cómo un rayo rojo surgía del Edderkoppe Gud y alcanzaba de lleno al tripulante del Charybdis, matándolo al instante. Katherine profirió un gemido de horror. Sin solución de continuidad, la pared de la derecha mostró la imagen de Frías, uno de los tripulantes del Saint Michel. El autómata la señaló, señaló al tablero y señaló a Samuel. Katherine tragó saliva.
—Creo que si no juegas, Sam —dijo con un hilo de voz—, los matará uno a uno…
La tuba resonó.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamó Samuel, aproximándose al tablero—. Tú ganas, jugaré…
Tendió la mano y avanzó dos escaques el peón de rey.
Cuarenta y seis movimientos más tarde, Samuel derribó el rey blanco sobre el tablero.
—Ya está, he perdido… —musitó.
Un rayo rojo brotó del Edderkoppe Gud y atravesó a Frías de lado a lado.
Katherine gritó y ocultó la cara entre las manos.
Samuel retrocedió un paso y movió la cabeza de un lado a otro, incrédulo. Ahora todo estaba claro: si no jugaba, el Dios-Araña mataría; y si jugaba y perdía, el Dios-Araña volvería a matar.
Una nueva imagen apareció en la pared derecha. Era un hombre calvo con una cicatriz en la mejilla, otro de los tripulantes del Charybdis. El autómata colocó las piezas en el tablero y señaló a Samuel con un dedo.