En la sala de las paredes blancas
Cuando el capitán regresó al Saint Michel, Katherine fue a verle y le solicitó trasladarse a un camarote privado. Verne, consciente del mal trago que estaba pasando la muchacha, le asignó uno sin formular preguntas. Lady Elisabeth tampoco preguntó nada cuando Katherine le dijo, mientras recogía su equipaje, que prefería dormir sola; le dolía la actitud de su hija, pero comprendía sus razones y aceptaba que estuviese enfadada con ella.
Sin embargo, Katherine no había solicitado el cambio de camarote por estar enojada, sino para impedir que su madre supiese lo que hacía. Aquella tarde, a última hora, seis tripulantes habían regresado al Saint Michel para asearse y descansar, y Katherine les había oído quedar a las seis de la madrugada para volver a la isla. Ella, decidió entonces, iría con ellos.
Katherine se acostó temprano, pero ni siquiera se cambió de ropa. Puso la alarma del despertador a las cinco de la madrugada y se tumbó vestida en la cama. Horas más tarde, cuando la alarma la despertó, se aseó rápidamente, desayunó un poco de pan con queso que había guardado de la cena y salió a la cubierta principal. Aún era temprano, así que tuvo que esperar veinte minutos a que llegaran los marineros.
—Buenos días —les saludó cuando los seis hombres aparecieron en cubierta—. Voy a desembarcar con ustedes.
Napoleón Ciénaga, el enorme marinero negro, frunció el ceño.
—Buenos días, señorita Foggart —dijo—. Disculpe, pero ¿sabe el capitán que va a venir con nosotros?
—Claro —respondió Katherine—. ¿No se lo ha dicho?
—No…
—Qué raro. Ayer le comenté que quería visitar la isla antes de irnos y me dio permiso. Si dudan de mí, pueden despertarle y preguntárselo.
Ciénaga intercambió una mirada con sus compañeros y sacudió la cabeza.
—No hace falta, señorita —dijo—. Venga, la ayudaremos a bajar al bote.
★★★
Después de terminar su desayuno, Samuel comenzó a preparar el equipo fotográfico. Eran las siete y media de la mañana y apenas había dormido; pero, antes de ir a los acantilados de oeste, el profesor quería que fotografiara algo que había encontrado la tarde anterior. A punto estaba de reunirse con Zarco cuando vio llegar al poblado a seis marineros del Saint Michel.
Y a Katherine con ellos. Sorprendido, Samuel se aproximó a la muchacha.
—Hola, Kathy —la saludó cuando llegó a su altura—. Creía que tu madre te había prohibido desembarcar.
—Al final la convencí —respondió Katherine—. Ya estaba harta del barco; me moría de ganas de pisar tierra firme.
—Qué bien, me alegro…
—¡Durazno! —le interrumpió Zarco, gritando desde lelos—. ¿Vas a seguir charlando todo el día o me haces el honor de trabajar un poco?
—Lo siento —le dijo Samuel a Katherine—. Tengo que irme.
—No te preocupes —respondió ella—; daré una vuelta por los alrededores. Luego nos veremos.
El fotógrafo se despidió con un tímido ademán y echó a andar hacia donde le aguardaba Zarco. Éste, tras recibirle con un gruñido, le indicó con un gesto que le siguiera y ambos se dirigieron hacia el suroeste. Más adelante, a unos quinientos metros del poblado, tres hombres provistos de picos y palas estaban cavando una fosa al pie de unas rocas. Zarco se aproximó a ellos, examinó su trabajo y luego les dijo que regresaran al campamento. Entre tanto, Samuel le echó un vistazo al lugar. Había algo raro en las rocas; de ellas sobresalían siete cubos metálicos, de unos sesenta centímetros de lado, dispuestos en círculo, con una esfera roja en el centro. Era como si una extraña y loca maquinaria se hubiera fundido con la piedra. La zona excavada, una zanja de seis metros de largo por dos de ancho y treinta centímetros de profundidad, ponía al descubierto un conjunto de tubos de distintos tamaños que, partiendo de las rocas, parecían extenderse en todas direcciones bajo tierra.
—¿Qué es eso? —preguntó Samuel, perplejo.
—No tengo ni la más remota idea, Durazno. Lo descubrí ayer y no parece que haga nada. Supongo que forma parte de la ciudadela.
—Pero si estamos a cuatro kilómetros de distancia —objetó el fotógrafo.
—Yo diría que la ciudadela sólo es la punta del iceberg —repuso Zarco, contemplando pensativo el extraño artefacto—. Fíjate en las tuberías de la zanja; ¿hacia dónde van?
—En todas direcciones.
—Exacto. Creo que la ciudadela se extiende bajo tierra por toda la isla. Probablemente, incluso más allá de la isla.
Samuel miró a su alrededor, preguntándose, alarmado, que habría debajo de sus pies.
—Es asombroso… —murmuró.
—Sí, sí, descacharrante —repuso Zarco, torciendo el gesto—. Ahora, Durazno, cierra la boca y fotografíalo todo.
Samuel empuñó su cámara Voigtlánder y comenzó a fotografiar las rocas, el artefacto y la zanja desde todos los ángulos. Veinte minutos y once placas después, tras acabar su tarea Samuel y el profesor regresaron al poblado. Una vez allí, Zar le dijo:
—Voy a recoger mi mochila, Durazno. Dentro de diez minutos saldremos hacia los acantilados del noroeste. Ni se ocurra hacerme esperar.
El profesor se dirigió a una de las cabañas y Samuel fue la suya. Dejó la cámara y el maletín con su equipo fotográfico en la entrada y volvió la mirada hacia el poblado, buscando Katherine, pero no la vio. Cairo se encontraba a unos veinte metros de distancia, sentado sobre un tronco, limpiando la escopeta de caza; Samuel se aproximó y le preguntó:
—¿Ha visto a Kathy, Adrián?
—Estaba por aquí —respondió Cairo, sin dejar de limpiar el cañón del arma—, pero hace rato que no la veo. Puede que haya ido a dar una vuelta por las ruinas del templo.
Samuel abandonó el poblado y se dirigió a las cercanas ruinas, pero encontró el lugar desierto. Se detuvo frente al grabado de la araña gigante y permaneció unos segundos inmóvil, desconcertado. Entonces, de repente, recordó su encuentro ton la muchacha el día anterior, en la cubierta del Saint Michel. Katherine había insistido mucho en que le contase con detalle cómo era el camino para llegar a la ciudadela…
Súbitamente, Samuel se dio la vuelta y echó a correr hacia el poblado. Al llegar, giró a la derecha y se dirigió al norte; allí había un hombre de guardia vigilando el camino que conduela a la ciudadela. Era Evelio Ramírez, uno de los marineros. Samuel se detuvo a su lado, jadeante, y le preguntó:
—¿Ha visto a Katherine Foggart?
—Sí —respondió el hombre—. Pasó por aquí hace un rato.
—¿Cuánto rato?
—No sé… Unos veinte minutos, o así.
—¿Hacia dónde fue?
—Hacia allí —respondió Ramírez, señalando al norte—. Hijo que iba a dar un paseo.
—¿Y por qué se lo permitió?
—¿Y por qué se lo iba a impedir? —replicó el marinero con un encogimiento de hombros.
Samuel respiró hondo.
—Escuche —dijo—: Busque a Adrián Cairo y dígale que Katherine Foggart ha ido a la ciudadela. Dígale también que voy en mi busca. Es urgente; dese prisa.
Acto seguido, Samuel echó a correr siguiendo el sendero hacia el norte.
Al llegar al muro que dividía en dos la isla por su parte más estrecha, Katherine se detuvo y contempló aquella antiquísima construcción de piedra. Paseó la mirada por el ídolo de un solo ojo que estaba tallado a la izquierda y examinó el grabado de la araña gigante situado a la derecha. El demonio Aracné según Bowen, el Edderkoppe Gud según los daneses.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Quizá lo que estaba haciendo no fuera tan buena idea, pensó. Se dirigía a un lugar donde había muerto mucha gente, un lugar que, al parecer, era la morada de un monstruo. Pero ella sólo quería ver por última vez a su padre, se dijo, despedirse de él. Ni siquiera se acercaría mucho; le diría adiós desde la distancia y regresaría inmediatamente. Sólo unos minutos, nada más. ¿Qué podía sucederle? Respiró hondo y cruzó el muro por la puerta central.
★★★
Cuando Katherine no se presentó en el comedor de oficiales para desayunar, Lady Elisabeth fue a buscarla a su camarote Encontró la cama sin deshacer y ni rastro de su hija, de modo que la buscó en la cubierta, en el puente, en los camarotes, incluso en las bodegas; pero no estaba en ninguna parte, nadie la había visto. Finalmente, con un mal presentimiento clavado en el corazón, Lady Elisabeth regresó apresuradamente al comedor y se dirigió a Verne, que en aquel momento charlaba con García, el químico, mientras apuraba una taza de café.
—¿Ha desembarcado alguien hoy, capitán? —le preguntó—. Así es, Lisa —respondió Verne—. Seis hombres, esta madrugada. Han llevado vituallas a los que están en tierra y luego ayudarán a recoger el campamento. ¿Por qué lo pregunta?
—Kathy no está en el barco —repuso ella, palideciendo—. Creo que ha ido a la isla.
Verne la miró con desconcierto.
—Disculpe, Lisa, pero no lo entiendo. ¿Cuál es el problema?
—Se lo había prohibido, capitán. Kathy estaba empeñada in vcr el cadáver de su padre y yo se lo impedí. Por eso se cambió de camarote, para que yo no pudiera enterarme de lo que hacía.
—¿Quiere decir que Kathy va a ir sola a la ciudadela?
—Eso me temo, capitán. Debemos impedírselo.
Verne se incorporó y consultó su reloj.
—Se fueron hace más de dos horas… —murmuró. Luego, lliiio a la mujer y añadió—: No se preocupe, Lisa; le diré inmediatamente a Manrique que la acompañe a tierra con un par de hombres.
★★★
Jadeando ruidosamente, Samuel se detuvo junto al muro, apoyó una mano en la piedra e, inclinado hacia delante, intentó recuperar el resuello. Había recorrido a la carrera más de dos kilómetros y estaba a punto de reventar.
Prestó atención. Antes, a su espalda, había oído voces en la lejanía, lo cual quería decir que Ramírez había dado la voz de alerta y le estaban siguiendo; pero ahora no oía nada. En cualquier caso, tenía que alcanzar a Katherine antes de que llegase a la ciudadela.
Se incorporó, inspiró profundamente un par de veces y echó a correr de nuevo.
★★★
La proa del bote encalló en la playa de guijarros. Manrique, el segundo oficial de máquinas, bajó de un salto, junto con los marineros Frías y Robles, y le tendió una mano a la mujer para ayudarla a desembarcar. Lady Elisabeth cruzó la playa cojeando ligeramente; aún le dolía el tobillo. Mientras contemplaba la empinada escalinata que remontaba el acantilado, dijo:
—Si voy con ustedes les retrasaré. Sigan sin mí, por favor.
Manrique asintió con un cabeceo y, al tiempo que amarraba el bote, ordenó a los marineros:
—Id al poblado lo más rápido que podáis. Hay que impedir que la señorita Foggart vaya a la ciudadela; decídselo al profesor y a Cairo —a continuación, dirigiéndose a la mujer, añadió—: Yo iré con usted, señora Faraday.
★★★
Katherine había perdido unos minutos arrojando guijarros entre las columnas púrpura, fascinada por los destellos eléctricos que éstos causaban al cruzar aquel invisible y letal escudo. Hasta entonces no había pensado en ello, pero ahora que se enfrentaba por primera vez a la extraña tecnología de la ciudadela no podía evitar preguntarse, maravillada, de dónde había salido algo así. Luego se dijo que esas columnas eran en realidad una trampa mortal, y ese pensamiento le hizo recordar la suerte final de su padre.
Conteniendo las lágrimas, sorteó las columnas y siguió adelante. No se oía nada, ningún sonido salvo el leve eco que despertaban sus pasos, ni se distinguía el menor rastro de vida. La sensación de soledad era abrumadora. Conforme avanzaba, el cañón se iba ensanchando; al cabo de unos trescientos metros trazaba una amplia curva a la derecha y luego giraba bruscamente a la izquierda. Al llegar allí, Katherine se detuvo; desde ese lugar, al final de unos cien metros de camino cuesta abajo, se distinguía parte del circo, y al fondo las agujas de la ciudadela, el trono de Odín, el domo negro y, por encima de todo, el inmenso volcán.
Era la primera vez que veía la ciudadela, así que se detuvo a contemplarla con la boca abierta. ¿Qué era aquello?, se preguntó con un nudo en el estómago; ¿quién había construido un sitio tan extraño? Comenzó a bajar la cuesta; a medida que avanzaba, su ángulo de visión se iba ampliando. Primero vio las destrozadas setas, luego la ametralladora, abandonada en mitad de aquel anfiteatro de piedra; finalmente, cuando llegó a la entrada del circo, vio los cadáveres. El corazón le dio un vuelco. Se detuvo y dirigió la mirada hacia el grupo de cuerpos más alejado. Uno de ellos era su padre, pero desde donde estaba no podía distinguir cuál era. Entonces oyó un grito a su espalda.
—¡Kathy!
Sobresaltada, se dio la vuelta. Era Samuel; estaba en lo alto de la cuesta, haciéndole señas con los brazos.
★★★
Samuel sentía fuego en los pulmones y agujas clavándose en un costado; pese a ello, también experimentaba un inmenso alivio: ahí estaba Katherine, sana y salva. La había encontrado a tiempo. Se llevó las manos a la boca y, haciendo bocina, gritó:
—¡Aléjate de ahí, Kathy! ¡Ese lugar es peligroso!
—¡Vete, Sam! —respondió la muchacha—. ¡Quiero estar sola unos minutos!
Sin hacerle caso, Samuel comenzó a bajar la cuesta. De pronto escuchó unos gritos detrás de él; giró la cabeza y vio aparecer, a lo lejos, a Cairo, Zarco y Elizagaray. Volvió la mirada hacia delante; Katherine contemplaba a los recién llegados con los brazos enjarras y expresión de enojo.
De repente, a unos ciento cincuenta metros de donde se encontraba la muchacha, una de las paredes del circo se abrió mostrando un oscuro túnel del que surgió un autómata semejante al «escorpión» que había matado al marinero López, pero algo más grande y sin aguijón. Desplazándose sobre una rueda, el autómata se dirigió a toda velocidad hacia la muchacha.
—¡Cuidado, Kathy! —gritó Samuel, echando a correr hacia ella—. ¡Está detrás de ti!
Katherine volvió la cabeza y, al ver lo que se le venía encima, comenzó a remontar la cuesta a la carrera. Pero el autómata era mucho más rápido y tardó escasos segundos en alcanzarla. Entonces, cuando llegó a su altura, seis tentáculos metálicos surgieron de sus costados, tres de cada lado, rodearon a la muchacha y la alzaron en vilo. Acto seguido, el artefacto giró sobre sí mismo y, cargando con Katherine, que se debatía en vano intentando liberarse, viró ciento ochenta grados hacia el túnel de donde había surgido.
Al realizar esa maniobra, el autómata disminuyó su velocidad, lo cual permitió que Samuel se aproximara mucho; pero la máquina, una vez hubo cambiado de dirección, salió disparada hacia el túnel. Samuel corrió tras ella todo lo rápido que sus piernas le permitían, pero eso no bastaba; la máquina se alejaba de él centímetro a centímetro. Katherine, firmemente sujeta por los tentáculos, gritaba aterrorizada.
Al ver que se estaba quedando atrás, Samuel reunió las últimas fuerzas que le quedaban y saltó hacia el autómata. Falló por más de medio metro; sin embargo, en el último momento logró agarrarse a uno de los tentáculos. Sin prestarle atención, el artefacto siguió rodando en dirección al túnel, arrastrando tras él al fotógrafo.
Las piedras le golpeaban, el roce contra el suelo le rasgaba la ropa y le laceraba la piel, la mano que agarraba el tentáculo le dolía, pero Samuel no se soltó. Entraron en el túnel a toda velocidad y la abertura se cerró a sus espaldas, sumiéndolos en la oscuridad. De pronto, el autómata giró bruscamente, proyectando el cuerpo de Samuel contra un muro. El joven se soltó del artefacto, rodó por el suelo y quedó inmóvil, semiinconsciente.
Lo último que percibió fueron los gritos de Katherine perdiéndose en la distancia.
★★★
Mientras descendían hacia el circo a la carrera, Zarco, Cairo y Elizagaray contemplaron, horrorizados, la aparición del autómata y el secuestro de Katherine, así como la intervención de Samuel. Luego vieron, impotentes, cómo la máquina y los dos jóvenes desaparecían en el interior del túnel, pero no dejaron de correr ni siquiera cuando la entrada se cerró, bloqueando el paso. Al llegar a la altura de la pared de piedra se detuvieron, jadeantes, y examinaron la superficie donde había estado el pasadizo.
—¿Cómo puede haber una puerta aquí? —masculló Cairo, tanteando la piedra con los dedos—. No se distingue la menor rendija…
Entonces, un estruendo de engranajes reverberó contra los riscos mientras en la pared noroeste del circo se abría la entrada de una enorme caverna. La tierra tembló cuando el Edderkoppe Gud, el inmenso autómata con forma de araña, salió al exterior.
—¡Por Judas, otra vez! —gritó el profesor—. ¡Vámonos de aquí!
Como almas que lleva el diablo, los tres hombres echaron a correr hacia el sur.
★★★
Samuel recobró el conocimiento en medio de una oscuridad absoluta. Durante unos instantes sintió una profunda desorientación, hasta que recordó lo que había pasado y se puso en pie reprimiendo un gemido. Le dolían la cabeza y las costillas, y tenía todo el cuerpo magullado.
—¡Katty! —gritó.
No obtuvo respuesta; de hecho, no se escuchaba el menor sonido, salvo un zumbido profundo y constante que se percibía más en los huesos y el estómago que en los oídos. No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente ni tenía forma de averiguarlo; tampoco llevaba encima cerillas ni nada que le permitiera alumbrarse. Tendió los brazos hacia delante y avanzó a tientas hasta tropezar con un muro. No era de roca; su superficie, igual que la del suelo, tenía un tacto similar al de la baquelita.
Tragó saliva e intentó ordenar las ideas. Debía encontrar a Katherine, pero ni siquiera sabía en qué dirección se la habían llevado… Entonces escuchó un ruido deslizante que se aproximaba a él desde su izquierda. Con una mano pegada a la pared empezó a retroceder, pero el sonido se percibía cada vez más cercano, así que echó a correr, aunque hacerlo en la oscuridad se le antojaba aterrador.
Apenas había dado cuatro zancadas cuando unos fríos tentáculos le rodearon, alzándole del suelo. Samuel reprimió un grito e intentó liberarse, pero cuanto más se debatía, más fuertemente le aferraban aquellos zarcillos de metal. El autómata que le había capturado giró sobre sí mismo y se lanzó a toda velocidad por los oscuros corredores del interior de la ciudadela. Samuel sólo fue consciente de una sucesión de súbitos cambios de sentido y bruscos acelerones.
Por fin, el autómata se detuvo y le dejó caer al suelo. Acto seguido, la máquina comenzó a alejarse y se escuchó el ruido de algo que se cerraba deslizándose sobre rieles. Samuel se incorporó y contuvo el aliento; oía el sonido de una respiración. Había alguien o algo cerca de él.
—¿Kathy? —susurró el joven.
—¡Sam! —exclamó Katherine.
Apresuradamente, se buscaron en la oscuridad y se abrazaron.
★★★
Cuando Lady Elisabeth y Manrique llegaron al poblado se encontraron a los marineros Frías y Robles esperándolos.
—El señor Durango ha ido en busca de su hija, señora Faraday —dijo Frías—. Y les han seguido el señor Cairo, el señor Elizagaray y el profesor. Cuando llegamos hacía un buen rato que se habían ido.
—¿Cuánto hace que se marcharon? —preguntó la mujer.
—Según nos han contado, la señorita Foggart fue hacia la ciudadela hará cosa de tres horas y media. Los demás partieron hace unas tres horas.
—Tiempo de sobra para ir y volver —musitó la mujer, apoyándose en una valla de madera.
—Pueden haberse entretenido por cualquier motivo, señora Faraday —terció Manrique—. No se preocupe; si dentro de quince minutos no han vuelto iremos a buscarlos.
Lady Elisabeth cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. Le dolía el tobillo, y el corazón le palpitaba acelerado.
★★★
Samuel y Katherine estaban sentados en el suelo, silenciosos, abrazados en la oscuridad. Unos minutos antes, el joven había explorado a tientas el lugar donde estaban encerrados y descubrió que se trataba de un habitáculo rectangular de unos seis metros de largo por cuatro de ancho. El techo estaba demasiado alto para poder alcanzarlo. No se oía nada, salvo el sempiterno zumbido de fondo.
—¿Qué nos van a hacer? —preguntó Katherine en voz baja.
—No lo sé, Kathy —respondió Samuel—. Pero estoy seguro de que el profesor y Adrián harán todo lo posible por rescatarnos.
—¿Y cómo se van a enfrentar a este lugar?
Samuel demoró unos segundos la respuesta. Katherine tenía razón, aunque no podía reconocerlo.
—El profesor es muy tenaz —dijo finalmente, como si esa afirmación significara algo.
De pronto, el habitáculo se iluminó. La luz no brotaba de ningún lugar en concreto, sino de todas partes; del suelo, del techo y de las paredes. Katherine y Samuel se incorporaron, parpadeando para acostumbrarse al súbito resplandor.
—¡Tienes sangre en la cara y la ropa! —exclamó la muchacha—. ¿Estás herido?
Samuel sacudió la cabeza.
—Sólo son arañazos —dijo—. De cuando el autómata me arrastró por el suelo. No te preocupes; estoy bien.
Miró a su alrededor: el habitáculo era totalmente blanco, con las paredes lisas y refulgentes, y estaba completamente vacío. El techo se encontraba a unos tres metros de altura y, aunque evidentemente debía de haber una puerta, no se advertía el menor rastro de ella. De pronto, un panel se descorrió en una de las paredes, mostrando un caño del que brotaba un chorro de agua que caía sobre una pila circular con un desagüe. Todo blanco. Acto seguido, un cajón igualmente blanco se descorrió por debajo de la pila. En su interior había seis manzanas, un manojo de hierba, raíces y un conejo muerto.
—¿Qué es eso?… —musitó Katherine, arrugando la nariz.
—Creo que quieren alimentarnos —respondió Samuel—. Pero no saben lo que nos gusta.
Se inclinó hacia delante, cogió las manzanas y las dejó en el suelo. Al cabo de unos segundos, el cajón volvió a cerrarse. Simultáneamente, otro panel se descorrió en el extremo opuesto de la pared, franqueando el paso a un habitáculo más pequeño con un agujero de unos veinte centímetros de diámetro en el suelo.
—Me parece que eso es nuestro reservado —dijo Katherine—. Una letrina… ¿Cuánto tiempo piensan tenernos encerrados?
Era una pregunta retórica, así que Samuel no respondió nada y se dirigió a la fuente de agua para lavarse la cara y las manos. Katherine le ayudó a asearse y después ambos volvieron a sentarse en el suelo, el uno junto al otro, apoyados contra la pared.
—¿Quiénes crees que son, Sam? —preguntó la muchacha al cabo de unos minutos—. Los que nos han secuestrado, quiero decir.
—El profesor piensa que la ciudadela fue construida por seres de otro mundo —respondió Samuel.
—¿Extraterrestres?
—Sí.
Katherine soltó una risa muy poco alegre.
—Así que hemos sido raptados por marcianos —dijo—. Lo que faltaba…
—El profesor no cree que sean marcianos, sino seres procedentes de otra estrella, de otro sistema solar. Aunque también cree que no están aquí.
—¿Cómo? No te entiendo…
—Este lugar tiene miles de años de antigüedad. El profesor sostiene que no lo controlan seres vivos, sino autómatas, como ese artefacto que te raptó.
Katherine sacudió la cabeza y ocultó la cara entre las manos.
—Extraterrestres, autómatas… —murmuró—. Por Dios, qué locura…
Samuel le pasó un brazo por los hombros.
—Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho —dijo en tono calmado—. Es más, tanto el agua como la comida demuestran que nos quieren vivos.
—¿Y para qué nos quieren vivos? —replicó ella—. ¿Qué van a hacer con nosotros?
Samuel intentó encontrar una respuesta tranquilizadora, pero antes que pudiera dar con ella ocurrió algo. La iluminación del habitáculo disminuyó en intensidad y, de repente, la pared situada frente a ellos se llenó de imágenes en movimiento. Era una vista amplia del anfiteatro natural que precedía a la ciudadela; había un grupo de hombres —entre cuarenta y cincuenta— vestidos con atuendos de piel de reno y con los rostros tatuados. Todos portaban hachas y lanzas de piedra. Delante de ellos, un anciano barbudo cubierto con una piel de oso blanco agitaba los brazos enarbolando una vara, y hacía genuflexiones y reverencias al tiempo que recitaba una letanía en un idioma incomprensible. Los dos jóvenes se aproximaron a las imágenes de la pared.
—Es como un cinematógrafo en color y con sonido… —murmuró Katherine, asombrada—. Pero ¿quién es esa gente?
—Parecen muy primitivos —repuso Samuel en voz baja—. Quizá sean los habitantes de la ciudad subterránea.
—¿Quieres decir que esas imágenes tienen miles de años de antigüedad?
Samuel se encogió de hombros. Entonces, de repente, las imágenes cambiaron, mostrando el mismo lugar, pero desde otro ángulo y con otras personas. Era un grupo de unos veinte hombres vestidos a la usanza medieval; tenían aspecto nórdico, salvo uno, menudo, calvo y con barba, que llevaba al cuello un crucifijo.
—¡Debe de ser Bowen! —exclamó Katherine—. Es increíble…
La imagen cambió de nuevo. Cuatro hombres vestidos con atuendos de piel de foca se asomaban por la entrada del anfiteatro, que ahora estaba lleno de setas metálicas, y luego huían a toda prisa.
—Los daneses —dijo Samuel.
Un nuevo cambio. En el borde del circo había un hombre alto, moreno, de tez olivácea y el rostro enmarcado por una bien recortada barba. Vestía un uniforme negro con galones en los hombros y llevaba una gorra de plato. Parecía mirar hacia la ciudadela.
—¿El capitán Nemo? —musitó Katherine, asombrada.
Las imágenes cambiaron otra vez. Un grupo de doce hombres se internaba en el circo, por entre las setas. Uno de ellos era Sir John Thomas Foggart. Katherine dejó escapar un gemido y Samuel la cogió de la mano.
Otro cambio. Nueve hombres adentrándose en el anfiteatro en dirección a los cadáveres de sus compañeros. La expedición del capitán Westropp.
Una nueva transición y en la pared apareció Cairo disparando la ametralladora contra las setas. Al fondo se distinguía a los restantes expedicionarios del Saint Michel.
De pronto, las imágenes desaparecieron y la pared volvió a quedar en blanco. Katherine y Samuel intercambiaron una mirada de desconcierto.
—¿Qué significan esas imágenes? —murmuró el joven.
Katherine bajó la mirada y reflexionó durante largo rato.
—De acuerdo —dijo al fin—. Supongamos que el profesor tiene razón y este lugar ha sido construido por una inteligencia extraterrestre. Una inteligencia que quizá quiere comunicarse con nosotros.
—¿Con imágenes?
—Ése es un idioma que todo ser vivo dotado de visión puede entender.
—Entonces, si es así…, ¿qué ha dicho?
—Creo que nos ha mostrado los distintos grupos humanos con los que ha tenido contacto hasta ahora.
—¿Para qué?
—No lo sé…
Súbitamente, un sonido profundo como el de una tuba reverberó en el habitáculo y nuevas imágenes llenaron la pared. Eran ellos, Katherine y Samuel, en aquel mismo momento, como si se contemplaran en un espejo, sólo que desde distinta perspectiva. Samuel alzó una mano y su imagen en la pared hizo lo mismo.
—Es como… —tragó saliva—. Es como si nos filmaran con una película que se revelara y proyectara instantáneamente.
—He oído hablar de algo así —dijo ella sin apartar la mirada—. Un ingeniero escocés llamado Baird está trabajando en un sistema para captar imágenes con una cámara y transmitirlas mediante un cable eléctrico a una pantalla. Lo leí en un artículo del Times.
—No creo que ese tal Baird tenga nada que ver con esto —dijo Samuel.
—Yo tampoco…
De repente, un primer plano del rostro de Katherine ocupó toda la pared. La muchacha lo contempló, desconcertada.
—¿Qué quieres decirnos? —musitó.
Tendió un brazo y rozó la pared con la yema de los dedos.
Al retirar la mano, sus huellas quedaron grabadas en forma de cinco puntos rojos.
La pared volvió a quedar en blanco. De pronto, una fila vertical de signos apareció a la izquierda: un punto, una línea quebrada, otro punto, un triángulo con el vértice apuntando hacia abajo y finalmente dos puntos. Al cabo de unos segundos apareció otra columna: un punto, una línea quebrada, dos puntos, un triángulo y tres puntos. Instantes después, una nueva columna: punto, línea quebrada, tres puntos, triángulo y cuatro puntos. Finalmente, otra columna: punto, línea quebrada, cuatro puntos y triángulo. Nada debajo. No aparecieron más signos.
—¿Qué es eso?… —dijo Samuel.
Katherine tardó mucho en contestar.
—¡Sumas! —exclamó de repente—. ¡Son sumas!
—¿Qué?
—La línea quebrada equivale al signo «más» y el triángulo a «igual». Fíjate en la primera columna de la izquierda: un punto más un punto igual a dos puntos. A continuación uno más dos igual a tres y uno más tres igual a cuatro. Por tanto, en la columna incompleta, uno más cuatro es igual a…
Tendió una mano, extendió el índice y tocó cinco veces debajo del triángulo, dejando en la pared cinco puntos rojos. Al instante, la imagen volvió a blanco y comenzaron a aparecer nuevos signos.
★★★
Cuando Lady Elisabeth vio llegar al poblado a Zarco, Cairo y Elizagaray, pero no a Katherine, sintió que el corazón se le encogía. Sus malos presentimientos, pensó, se habían cumplido. Como un zombi, se aproximó a los recién llegados y escuchó las explicaciones del cariacontecido Adrián, aunque al final le resultó difícil centrarse en sus palabras. Sólo podía pensar en una cosa: un autómata había raptado a su hija y se la había llevado al interior de la ciudadela.
La cabeza comenzó a darle vueltas y las piernas le fallaron. De no ser por Manrique y Cairo, que la sujetaron, habría caído al suelo. Los dos hombres la ayudaron a sentarse en un tronco y un marinero le dio una cantimplora para que se refrescase. Al cabo de unos minutos, cuando se recobró un poco, sus ojos se llenaron de lágrimas y ocultó la cara entre las manos.
—Kathy ha muerto… —susurró.
Zarco, que hasta entonces se había mantenido silencioso y distante, se aproximó a la mujer y bramó:
—¡No, maldita sea!
La mujer alzó la cabeza, sobresaltada.
—¿Qué?… —musitó.
—Que Kathy no ha muerto. No es eso lo que vimos. Escuche, Lisa, el autómata que acabó con López estaba diseñado para matar, igual que lo está esa araña del demonio. Pero el autómata que ha raptado a su hija está diseñado para atrapar piezas vivas; así que de algo podemos estar seguros: la ciudadela quiere a su hija viva.
—¿Para qué? —preguntó Lady Elisabeth con una expresión desolada en el rostro—. ¿Qué le harán?
—Durazno está con ella y seguro que la protegerá. Ese joven parece poca cosa, lo sé, pero es duro como una roca, y valiente, muy valiente. Igual que Kathy —se acuclilló frente a la mujer y le cogió una mano—. Y ahora, Lisa, aquí, delante de testigos, voy a hacerle un juramento: le prometo por mi honor que me dejaré la piel, incluso la maldita vida, para rescatar a su hija y a Durazno.
Lady Elisabeth contempló a Zarco con desolación y una pizca de esperanza.
—¿Cómo? —preguntó con un hilo de voz.
Zarco se puso en pie y le dedicó una tranquilizadora sonrisa.
—Confíe en mí —dijo.
A continuación, el profesor tomó a Cairo por un brazo y se lo llevó a un aparte.
—¿Sigue en el barco la dinamita con la que Ardan pretendía mandarnos al infierno? —preguntó.
—Sí.
—¿Tenemos más explosivos?
—Un par de barriles de pólvora.
—Perfecto. Envía un grupo de hombres al Saint Michel y que traigan al poblado toda la dinamita y la pólvora que encuentren. Ah, también necesitaré que traigan la Twin.
—Pesa mucho; va a ser condenadamente difícil subirla por el acantilado.
—Pues más vale que nos demos prisa, porque el tiempo juega en nuestra contra. Yo voy a ir ahora a los acantilados del este, para espiar lo que está pasando en la ciudadela. Avísame cuando la Twin y los explosivos lleguen al poblado.
Se dio la vuelta, recogió su mochila y sin molestarse en despedirse, echó a andar hacia el norte.
Katherine estaba mentalmente agotada. Desde hacía más de cuatro horas, la ciudadela le había estado enseñando un nuevo sistema de lenguaje básico matemático y, al mismo tiempo, planteándole una serie de problemas. Al principio eran fáciles —sumas, restas, multiplicaciones, divisiones—, pero luego comenzaron a aparecer en la pared series numéricas incompletas y, tras cinco aciertos, la muchacha no pudo proseguir. 1,4, 1, 4, 2, 1, 3, 5, 6… Katherine había sido incapaz de descubrir qué numero completaba la serie, y lo mismo sucedió con los siguientes cuatro problemas.
Entonces, la ciudadela comenzó a proponerle problemas de lógica con figuras geométricas, colores o ángulos. Los primeros siempre eran fáciles de resolver, pero luego se iban complicando hasta llegar a un punto en que Katherine se quedaba bloqueada. De hecho, en la última tanda de problemas, la muchacha ni siquiera había logrado averiguar qué le estaban preguntando. Samuel intentó ayudar, pero carecía de formación matemática, de modo que su contribución fue muy escasa. Finalmente, tras una larga sucesión de respuestas inexactas, la pared quedó en blanco y la intensidad de la luz se incrementó.
—Es como si nos estuvieran examinando —dijo Katherine, sentándose en el suelo.
—Pues creo que yo he suspendido —comentó Samuel mientras se acomodaba a su lado.
—Tampoco yo he llegado muy lejos. Al final no entendía nada.
Sobrevino un largo silencio.
—Si están intentando hablar con nosotros —dijo Samuel—, ¿qué pretenden decirnos?
Katherine demoró casi un minuto la respuesta.
—Me parece que en realidad no quieren hablarnos —repuso, pensativa.
—¿Entonces?
—¿Sabes qué es la psicometría?
—No.
—Un sistema para medir la inteligencia de las personas. A principios de siglo, un psicólogo francés llamado Alfred Binet desarrolló una serie de pruebas para evaluar el cociente intelectual, y desde entonces se han desarrollado muchos otros test.
—¿Eso también lo has leído en el periódico? —preguntó Samuel.
Katherine se echó a reír. Era la primera vez que lo hacía desde que había conocido la muerte de su padre.
—Debes saber algo acerca de los ingleses, Sam —dijo—; en particular, de los londinenses. Para nosotros, la realidad es lo que se publica en el Times.
—¿Y qué decía el Times sobre esas pruebas de inteligencia?
—No lo recuerdo bien, pero algunos de los ejemplos que mencionaba el artículo se parecían un poco a… —señaló la blanca pared—, a eso.
Samuel la miró con perplejidad.
—¿Crees que están evaluando nuestra inteligencia?
—Yo diría que sí.
—¿Para qué?
Katherine se encogió de hombros.
—Sea para lo que sea —dijo—, me parece que no estamos dando la talla.
Zarco se encontraba en lo alto de los acantilados de la costa noreste, vigilando con unos prismáticos lo que sucedía en el anfiteatro previo a la ciudadela. Cuando fue a buscarle, Cairo descubrió que en el circo de piedra se habían producido algunos cambios. El Edderkoppe Gud seguía allí, inmóvil sobre sus enormes patas metálicas, pero los cadáveres y la ametralladora habían desaparecido. Además, las setas metálicas no sólo estaban reparadas: había muchas más.
—¿Y los cuerpos? —preguntó Cairo.
—Cuando regresé ya no estaban —respondió Zarco, sin apartar la mirada del lejano anfiteatro—. ¿Te has fijado en las setas?
—Están arregladas y hay más.
—El doble. He visto cómo las instalaban —apartó la mirada del circo y se frotó la nuca—. Es fascinante. De una cueva del anfiteatro surgieron varios autómatas. Dos eran muy grandes; uno transportaba un montón de varillas de distintos materiales y las introducía en el otro por una portilla. Luego, el segundo expulsaba por una abertura delantera las carcasas de las setas. Era como una fábrica ambulante. A continuación, los autómatas más pequeños instalaban las setas y sus componentes. Por cierto, durante el proceso arrojaban material sobrante al suelo, así que ya sabemos de dónde proceden los misteriosos fragmentos de metal.
—Una tecnología asombrosa —comentó Cairo.
—Sí.
—Obtienen las materias primas del magma terrestre y las refinan al cien por cien. Luego construyen autómatas que, a su vez, construyen extraños artefactos. ¿Es así?
—Eso parece.
—¿Cómo vamos a rescatar a Kathy y a Sam, profesor? ¿Cómo nos enfrentaremos a una ciencia tan avanzada?
Zarco esbozó una cansada sonrisa.
—No lo conseguiremos —respondió.
—¿Qué?
—Que no tenemos nada que hacer, Adrián. Somos como hormigas intentando abatir a un tigre. Si algo nos enseña la historia es que, cuando una civilización avanzada encuentra a otra tecnológicamente inferior, esta última sucumbe. Y como tú bien has señalado, la tecnología de la ciudadela está muchos siglos por delante de la nuestra.
—Pero usted le dijo a Lisa…
—Que intentaría rescatar a su hija y a Durazno, no que lo fuera a conseguir —volvió la mirada hacia la araña de metal— Quien sea o lo que sea que gobierne la ciudadela podría acabar fácilmente con nosotros. Lo que me sorprende es que no lo haya hecho ya.
—Entonces —replicó Cairo—, si no tenemos ninguna posibilidad, ¿por qué ha pedido los explosivos?
—Porque, aunque sea inútil, debemos intentarlo —Zarco se incorporó y estiró los brazos, desperezándose—. ¿Qué hora es?
—Faltan unos minutos para las cuatro y media de la tarde.
—¿Ya ha llegado al poblado lo que pedí?
—Estará allí cuando regresemos.
—De acuerdo, pues vámonos —repuso Zarco, echando a andar hacia el sur—. Un honorable fracaso nos espera, amigo mío.
Zarco y Cairo regresaron al poblado justo cuando Elizagaray llegaba del sur montado en una ruidosa motocicleta verde. El primer oficial se detuvo en la explanada central, desconectó el motor y bajó del vehículo. Zarco, seguido por Cairo, se aproximó con el ceño fruncido y rodeó la moto, examinándola.
—Espero que no tenga ni un arañazo —gruñó en tono desconfiado.
Alarmada por el ruido de la motocicleta, Lady Elisabeth salió de una cabaña y se aproximó al grupo.
—¿Alguna novedad, profesor? —preguntó.
—No, Lisa. Pero, como dicen en su tierra, no news, good news.
La mujer asintió, muy seria, y, señalando la motocicleta, preguntó:
—¿Qué es eso?
—Una Harley-Davidson modelo W Sport Twin —respondió Zarco con un deje de orgullo—. Seiscientos centímetros cúbicos, dos cilindros y nueve caballos de potencia que le permiten alcanzar las cincuenta millas por hora. La compré en Estados Unidos el año pasado.
—¿Y para qué la quiere?
—Para rescatar a su hija —Zarco se volvió hacia Elizagaray y le preguntó—: ¿Los explosivos?
—Los traen Sintra y cinco hombres más —respondió el primer oficial—. Llegarán aquí en media hora o así.
—Muy bien —Zarco dio una palmada y prosiguió—: Lisa, caballeros, permítanme exponerles mi plan…
Acto seguido, el profesor les explicó lo que se proponía hacer. Cuando concluyó su exposición, en los ojos de Lady Elisabeth había un brillo de esperanza.
—¿Cree que funcionará? —preguntó.
—Con un poco de suerte, es posible.
—Y si todo sale bien, después ¿qué?
—Después utilizaremos parte de la dinamita para abrir la entrada del túnel y luego… Bueno, luego habrá que improvisar. Ahora, si me disculpan, tengo que ultimar los detalles con Adrián.
Cogió a Cairo de un brazo y se alejó con él unos metros.
—Voy a necesitar tu escopeta —le dijo—. Ese trabuco gabacho para matar elefantes.
—Está en mi cabaña.
—¿Tienes balas explosivas?
—Con núcleo de mercurio —asintió Cairo.
—Espero que sirvan. Otra cosa: ¿recuerdas a qué distancia de Hakme estaba la araña cuando le abatió?
—Cincuenta o sesenta metros. Quizá setenta.
—Eso calculo yo. De modo que supondremos que ése es el alcance máximo de su rayo mortal —Zarco se atusó el bigote, pensativo—. Otra cosa más, Adrián: quiero que convenzas a Li…, a la señora Faraday para que regrese al barco. A mí nunca me hace caso.
—Dudo que acepte. ¿Cree que si se queda correrá peligro?
—Todos correremos peligro, Adrián. Vamos a hurgar en un avispero y aquí las avispas son gigantes y de metal.
Cairo se encogió de hombros.
—Usted conoce a Lisa, profesor. ¿De verdad cree que, estando en peligro la vida de su hija, va a aceptar ir a esconderse al barco? Bastante nos costará impedir que venga con nosotros al desfiladero.
Zarco suspiró ruidosamente y asintió con un cabeceo.
—Tienes razón —aceptó—. Olvida lo que he dicho. ¿Alguna pregunta sobre el plan?
—Sí, hay un pequeño problema: ¿cómo pasaremos la motocicleta por las columnas púrpura? Ya nos costó cargar con la ametralladora, y la Twin debe de pesar el triple.
—Las dinamitaremos —respondió Zarco.
—¿Qué?
—Colocaremos cargas explosivas en las malditas columnas y las haremos pedazos. Así podremos cruzar el paso tranquilamente.
Cairo arqueó una ceja.
—¿Y si los autómatas se enfadan? —preguntó.
Zarco se cruzó de brazos con aire desafiante.
—De eso se trata, ¿no? —dijo—. Vamos a tocarle las narices a la ciudadela y a ver qué demonios sucede.
En el interior de la ciudadela
La mente no razonaba en términos humanos; de hecho, no había nada en ella que se aproximara siquiera a la humanidad. Su pensamiento era abstracto y exótico, plagado de conceptos que nadie, ninguna persona, podría llegar a comprender jamás. Era una inteligencia forjada en un lugar muy lejano y diferente, en un tiempo muy distante, una inteligencia diseñada por formas de vida que nada tenían que ver con el tercer planeta del Sistema Solar.
No obstante, en aquel momento la mente experimentaba algo muy parecido a la perplejidad. Estaba claro que los bípedos poseían cierto grado de inteligencia y una innegable destreza para fabricar herramientas, aunque ¿hasta qué punto? Tenían un idioma, eso también era evidente, pero otros animales poseían lenguaje y seguían siendo animales.
Las pruebas que había realizado con los dos especímenes capturados no eran concluyentes. Los bípedos respondían en cierta medida a problemas lógicos abstractos, pero no lo suficiente. En cualquier caso, aquel macho y aquella hembra sólo constituían una parte del experimento. La mente había comprobado que los bípedos eran gregarios y se protegían los unos a los otros, así que aún quedaban por analizar las reacciones de los demás bípedos, si es que había alguna reacción.
La mente carecía de emociones, es cierto, pero ahora sentía algo muy similar a la curiosidad.