Un faro en las costas del infinito
El camino de regreso al campamento estuvo presidido por un fúnebre silencio. El tobillo derecho de Lady Elisabeth estaba hinchado y amoratado; tras inspeccionarlo, Cairo dijo que sólo era un esguince, pero la mujer apenas podía caminar, así que se turnaron para llevarla en angarillas.
Llegaron al campamento poco antes de las once de la noche, aunque en aquella tierra extraña la noche sólo era un larguísimo atardecer. Nada más llegar, los tripulantes que habían participado en la expedición se reunieron con sus compañeros, formando corrillos, para ponerles al corriente de los inusitados y dramáticos acontecimientos que habían protagonizado. Entre tanto, Lady Elisabeth se introdujo en su tienda de campaña, mientras que Cairo, Elizagaray y García rodeaban al profesor para intentar hablar con él, pero éste no les hizo el menor caso.
—Caballeros —dijo—, no tengo ninguna explicación para lo que hemos visto hoy, así que no malgastemos saliva con elucubraciones sin fundamento. Es tarde y estamos cansados; mañana, con la mente más despejada, decidiremos qué hacer.
—Perdone, profesor —intervino García—, pero me sentiría muchísimo más tranquilo sí regresáramos al barco.
—¿Y eso por qué?
—¿Que por qué? —el químico señaló hacia el norte—. Por ese monstruo. ¿Y si viene aquí?
Zarco desechó la posibilidad con un ademán.
—No vendrá —dijo.
—¿Y eso cómo lo sabe?
—Porque si quisiera acabar con nosotros lo habría hecho en el desfiladero. Ese artefacto se limita a proteger el paso a la ciudadela. Se comporta territorialmente; sólo es agresivo si alguien invade su terreno. Tranquilícese, García; mientras nos quedemos aquí no nos pasará nada.
No del todo convencido, el químico titubeó durante unos instantes y, a regañadientes, se introdujo en su tienda de campaña. Siguiendo órdenes del profesor, Cairo dispuso una guardia de cuatro hombres, dos al norte del campamento y dos al sur, y poco a poco los expedicionarios fueron retirándose a descansar. Zarco, por su parte, sacó de su mochila una botella de whisky, cogió dos tazas de latón, se dirigió a la tienda de Lady Elisabeth y se detuvo frente a la entrada.
—¿Está despierta, señora Faraday? —preguntó.
—Sí, profesor —respondió la mujer—. Pase.
Zarco apartó la lona que protegía la entrada y penetró en la tienda de campaña doblado sobre sí mismo, pues el techo era demasiado bajo para su estatura. Lady Elisabeth estaba sentada en el suelo, medio recostada contra un saco de dormir.
—¿Qué tal su tobillo? —preguntó Zarco.
—Sólo me duele cuando apoyo el pie. Gracias por su interés, profesor.
Zarco asintió un par de veces y, mostrando la bebida, dijo:
—Cuando estuvimos en Londres compré varias botellas de Macallan. Es un excelente escocés de malta y se me ha pasado por la cabeza que quizá le apetezca un traguito para conciliar el sueño.
—Gracias; creo que me vendrá bien. Siéntese, por favor.
Zarco se acomodó sobre unas mantas, descorchó la botella de whisky, sirvió un chorrito en una taza y se la ofreció a Lady Elisabeth.
La mujer contempló el recipiente medio vacío y dijo—: Mi abuela Maggie era irlandesa y solía comentar que, como la generosidad es una virtud bendecida por los cielos, no tiene sentido dejarla de lado a la hora de servir un licor. No sea tacaño, profesor.
Zarco llenó la taza hasta el borde. Lady Elisabeth la cogió, dejó escapar un breve suspiro y dio un largo trago. Luego, tras chasquear la lengua, dijo:
—Aún no le he dado las gracias por salvarme la vida.
—No tiene importancia, señora Faraday —repuso Zarco mientras llenaba su taza.
—Claro que la tiene. Se puso en peligro por mí y tuvo que cargar conmigo. Además, es la segunda vez que se ve obligado a hacerlo —esbozó una apagada sonrisa—. No me extraña que esté harto de mí, profesor; para usted no soy más que una molestia, un bulto con el que hay que cargar.
—No estoy harto de usted, señora Faraday —replicó Zarco. Luego, tras un titubeo, apuró su taza de un trago y agrego—: De hecho, considero que su contribución a esta empresa ha sido y es de vital importancia.
—Me alegro de que lo vea así.
Zarco sirvió otra ronda de whisky y prosiguió:
—También quería comentarle que… Bueno, John y yo no éramos exactamente amigos, pero le respetaba, así que lamento profundamente su muerte.
—Gracias, profesor; lo sé. Supongo que lo que ahora debemos preguntarnos es qué mató a John y a la tripulación de Britannia —sacudió la cabeza—. ¿Quién instaló allí esas setas metálicas? ¿Qué son esos seres, la araña gigante y el escorpión?
—Autómatas —respondió Zarco—. Igual que el artefacto volador que derribó al Dédalo.
—¿Autómatas? Por amor de Dios, la tecnología actual e incapaz de producir máquinas tan sofisticadas.
—Es que no se trata de tecnología actual, señora Faraday, sino de tecnología de hace miles de años. Recuerde que Bowen habla de ella en el códice medieval y que los constructores de la ciudad subterránea la dibujaron en las paredes del templo neolítico. No nos enfrentamos a algo nuevo, sino a algo inusitadamente viejo.
—¿Y a qué nos enfrentamos? —susurró Lady Elisabeth.
Zarco sacudió la cabeza.
—No lo sé, señora Faraday —respondió—. Le juro que jamás me he encontrado con nada tan extraño.
Hubo un silencio. Ambos apuraron sus bebidas con taciturnos sorbos y Zarco llenó de nuevo las tazas.
—¿Sabe algo, profesor? —dijo Lady Elisabeth—. Desde que descubrimos el cadáver de mi esposo no he derramado ni una lágrima.
—Es natural. Está impactada y todavía no ha encontrado el modo de reaccionar.
—Al contrario; desde que llegamos a la isla me hice a la idea de que John había muerto. Además…
Lady Elisabeth dejó en suspenso la frase y perdió la mirada.
—¿Además? —la animó a seguir Zarco.
La mujer dio un nuevo sorbo de whisky.
—Desde hace siete años, John y yo dormíamos en habitaciones separadas —dijo—. No hacíamos ningún tipo de vida matrimonial. De hecho, teníamos previsto iniciar el proceso de divorcio a su regreso.
Zarco se agitó con incomodidad y, sin pronunciar palabra, varió su taza de un largo trago.
—¿No me pregunta por qué? —dijo Lady Elisabeth.
—Se trata de su vida privada, señora Faraday. No quiero ser indiscreto.
La mujer sonrió.
—Aquí, en esta isla perdida en el fin del mundo —dijo—, todos esos asuntos, la vida privada, los problemas matrimoniales, parecen cosa del pasado. Es como si fueran los recuerdos de otra persona en otra vida —se encogió de hombros—. John me era infiel. Hace siete años descubrí que mantenía relaciones Intimas con Margaret Waldegrave-Tane, la esposa de uno de nuestros mejores amigos. Contraté a un detective privado y… sonrió con tristeza. —No sólo se trataba de Margaret; en el historial de mi marido había bailarinas de music hall, actrices, camareras, prostitutas… John me traicionaba sistemáticamente.
Zarco se frotó el mentón, cada vez más incómodo.
—Lo ignoraba —dijo.
—Ya lo sé. John era promiscuo, pero discreto.
Sobrevino un silencio. Zarco llenó las tazas y preguntó:
—¿Por qué no se divorciaron entonces?
—Por Kathy Decidimos mantener la apariencia de un matrimonio bien avenido hasta que fuera mayor de edad. A fin de cuentas, John pasaba la mayor parte del tiempo fuera de Inglaterra, así que la convivencia era fácil.
—Entonces, ¿su hija no sabe nada?
Lady Elisabeth negó con la cabeza.
—Supongo que sospechaba que las cosas no iban bien entre nosotros, pero no hasta qué punto ni por qué —suspiró—. Aunque eso ahora ya no tiene importancia… No sé cómo voy a decirle que su padre ha muerto. Le adoraba…
Un nuevo silencio se adueñó de la tienda de campaña. Ambos bebieron con aire pensativo.
—Disculpe, señora Faraday —dijo de pronto Zarco—, pero hay algo que no entiendo. Si estaban a punto de divorciarse, ¿cómo es que lo dejó todo para ir en su búsqueda?
La mujer le dio un largo sorbo a su bebida y respondió:
—Que se acabe el amor no quiere decir que ocurra lo mismo con la lealtad. Fuera cual fuese su comportamiento, John seguía siendo el padre de mi hija. Además, él habría hecho lo mismo por mí.
Zarco asintió con un gesto de aprobación y volvió a llenar las tazas. Durante unos minutos ambos permanecieron absortos en sus pensamientos, dando distraídos sorbos a sus bebidas. De pronto, Lady Elisabeth preguntó:
—Y a usted, profesor, ¿quién le rompió el corazón?
Zarco contempló a la mujer con grave seriedad.
—¿Quién le ha dicho que tengo roto el corazón? —preguntó.
—Nadie. Pero no tendría tan mala opinión sobre las personas de mi sexo si, en algún momento, una mujer no le hubiera hecho mucho daño. ¿Quién fue?
Zarco frunció el ceño y abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla, suspiró ruidosamente, dio un trago de whisky y, mirando al vacío, respondió:
—Mercedes Blanco de Espinosa.
—¿Era bonita?
—Mucho. Ella tenía veinte años y yo veinticinco. Llevábamos dos de relaciones e íbamos a casarnos cuando consiguiese la plaza de catedrático. La obtuve en el 99 y lo primero que hice fue comprar un anillo de pedida, ir en busca de Mercedes y solicitarle matrimonio. Entonces ella me confesó que había conocido a otro hombre, el dueño de una fábrica de embutidos. Y me dejó tirado como una colilla. Seis meses más tarde contrajo matrimonio con aquel tipo. Estaba embarazada de él.
—¿Usted la quería?
—Con toda mi alma —Zarco hizo una pausa para rellenar las tazas y prosiguió—. ¿Sabe lo que más me dolió? La profesión de aquel tipo. Mercedes me dejó por un fabricante de chorizos… ¿Hay algo más vulgar y aburrido que fabricar chorizos? Y, sin embargo, ella le escogió a él en vez de a mí. Creo que si se hubiera casado con un mandril me habría sentido menos humillado.
—¿Volvió a verla?
—Sí, muchos años después, nos encontramos por casualidad en el Parque del Retiro. Tenía ocho hijos, estaba gorda como un tonel y no cesaba de parlotear.
Lady Elisabeth arqueó las cejas.
—Entonces, profesor —dijo—, le debe un favor a ese fabricante de chorizos.
—¿Eh?…
—Bueno, si se hubiese casado usted con Mercedes…
De pronto, Lady Elisabeth soltó una carcajada y siguió riéndose durante un largo minuto, doblada sobre sí misma, sin poder parar. Zarco la contempló con una ceja alzada y luego comprobó que la botella de Macallan estaba casi vacía.
—Me parece que hemos bebido demasiado… —murmuró.
Cuando la mujer logró contener el ataque de risa, se enjugó las lágrimas con un pañuelo y dijo:
—Lo siento, profesor, pero es que me lo he imaginado viajando en el Saint Michel con una mujer gorda y ocho hijos y me ha parecido… de lo más gracioso.
Zarco puso cara de dignidad ofendida.
—Le advierto, señora Faraday —repuso con gravedad—, que estamos hablando del amor de mi vida, de la mujer que me rompió el corazón… —sus labios se fruncieron, intentando contener una carcajada—. ¡Y de la bruja que le arruinó la vida al charcutero!
Acto seguido, estalló en un acceso de risotadas al que no tardó en sumarse Lady Elisabeth. Finalmente, cuando las risas cesaron, Zarco murmuró:
—¿Sabe algo, señora Faraday?…
—¿Por qué no se deja de tanto «señora» por aquí, «señora» por allá, y me llama Lisa?
—Como quiera.
—Y yo le llamaré a usted Ulises.
—No.
—¿Qué?…
—Que no me llame Ulises. No es por falta de confianza, entiéndame; es que no me gusta ese nombre.
—Pues a mí me parece bonito. Muy romántico.
—Es el nombre de un idiota que se perdió. Prefiero «profesor».
—De acuerdo, profesor. ¿Qué iba a decirme?
Zarco ladeó la cabeza y parpadeó, confuso.
—No me acuerdo… —reconoció.
Lady Elisabeth le miró con fijeza.
—¿Sabe lo que pienso, profesor? —dijo en voz baja—. Que Mercedes eligió mal. Es usted un hombre excepcional.
Zarco cabeceó ligeramente.
—Y yo pienso que John era imbécil. Disculpe, ya sé que ha muerto, pero es que hace falta ser muy tonto para buscar fuera lo que tenía de sobra en casa.
Lady Elisabeth sonrió. De pronto, Zarco se dio cuenta de que estaba tan cerca de la mujer que podía sentir su aliento en el rostro; entonces, dio un respingo y dijo:
—Ya recuerdo lo que iba a decirle: que hemos bebido demasiado —comenzó a incorporarse—. Además es tarde; será mejor que me vaya.
Zarco se puso en pie y se dirigió, agachado, hacia la salida de la tienda.
—Profesor —le contuvo Lady Elisabeth—. ¿Qué vamos a hacer a partir de ahora?
Zarco hizo un gesto vago.
—Hemos encontrado algo que no tiene explicación —dilo—, así que vamos a intentar explicarlo.
—¿Cómo?
—Mediante el método científico; es decir, observando y recopilando datos.
—De acuerdo, profesor. Buenas noches.
—Buenas noches, seño…, eh…, buenas noches, Lisa.
★★★
Al día siguiente, cuando se despertaron, los expedicionarios descubrieron que el poblado danés estaba desierto. Gulbrand, su consejo de ancianos y el resto de los pilgrimme habían desaparecido, llevándose con ellos sus animales y sus escasas pertenencias.
—¡Por Judas! —exclamó Zarco al enterarse—. ¿Cómo demonios pueden desaparecer trescientos palurdos de la noche la mañana? Tienen que estar en algún lugar de la isla.
—Quizá se han ido en los barcos —sugirió Harding, el oficial del Britannia.
—¿Qué barcos?
—En la costa este hay una gruta que da al mar. Los daneses tenían allí diez u once barcos de madera.
Zarco arrugó el entrecejo.
—¿Cómo lo sabe?
—Sir Foggart lo descubrió al poco de llegar.
—¿Y por qué demonios no me lo ha contado antes?
Harding se encogió de hombros.
—No me lo preguntó y…, bueno, tampoco me pareció importante.
Zarco gruñó algo incomprensible y se cruzó de brazos.
—¿Al menos sabe dónde está esa maldita gruta? —pregunta
—Claro.
—Pues haga algo útil y llévenos allí.
Harding, Zarco y Cairo iniciaron la marcha mientras los demás desayunaban. Caminaron tres kilómetros hacia el este cuando estaban cerca de los acantilados, Harding se desvió hacia unas peñas. Allí, oculta tras unos matorrales, se abría la entrada a un pasadizo subterráneo. Mientras descendían por él, Zarco advirtió que las paredes del túnel estaban plagadas de grabados similares a los que encontraron en la ciudad subterránea.
El pasadizo acababa desembocando, quinientos metros Mills abajo, en una enorme caverna que se abría al mar. Desde arriba se divisaba el piélago de escollos que rodeaba a la isla por el este. En el interior de la gruta no había nada, salvo los restos medio podridos de un navio de madera.
—Lo que yo decía —comentó Harding—. Se han ido con los barcos.
Zarco contempló la caverna, iluminada por la claridad del día polar que se colaba por la salida al océano.
—¿Y cómo demonios se han largado sin que nadie se de cuenta? Les deberían haber visto desde el Saint Michel.
—No necesariamente, profesor —dijo Cairo, señalando hacia el mar—. Las aguas que se extienden al este de la isla están plagadas de escollos. El Saint Michel no puede navegar por ellas, pero unas barcazas ligeras sí. Lo más probable es que los daneses hayan ido hacia el este y luego hacia el sur, dando un rodeo y manteniéndose siempre a distancia del Saint Michel. La única cuestión es adonde han ido.
Zarco se encogió de hombros.
—Quién sabe. Han decidido hacer caso a Nemo y puede que no les falte razón. Cuando Ardán llegue, no será tan amable como nosotros —dio una palmada y echó a andar hacia el pasadizo—. Aquí ya no tenemos nada que hacer —dijo—. Vámonos.
★★★
Los tres hombres volvieron al campamento poco más de una hora después de su partida, cuando Lady Elisabeth y García se disponían a regresar al Saint Michel.
—No pienso quedarme en esta isla ni un minuto más —dijo el químico—. Así que, se ponga como se ponga, profesor, voy a irme al barco.
—Haga lo que le venga en gana, García —respondió Zarco sin prestarle atención. Luego, se aproximó a Lady Elisabeth y preguntó—: ¿Qué tal su tobillo, Lisa?
—Mucho mejor, profesor. El señor Elizagaray me ha fabricado un bastón y creo que podré caminar sin excesivas dificultades.
—¿No sería mejor que descansara un poco más para recuperarse?
—Gracias por su interés, pero tengo que hablar con mi hija antes de que alguien le cuente lo que ha ocurrido con su padre.
—Bueno, en tal caso, ¿por qué no la llevamos en angarillas?
—Gracias de nuevo, pero no —respondió la mujer con una sonrisa—. Si siguen llevándome a cuestas de un lado a otro voy a acabar creyéndome Cleopatra. Puedo caminar; no se preocupe.
—También yo quisiera ir al barco, profesor —intervino Samuel—. Tengo que revelar las placas que tomé en la ciudadela.
—De acuerdo, Durazno. Pero regresa en cuanto acabes; voy a necesitarte.
Lady Elisabeth, García y Samuel partieron hacia el sur acompañados por dos marineros del Saint Michel. Mientras Zarco los observaba alejarse, Cairo se aproximó a él y dijo con una sonrisa burlona:
—Le noto muy cambiado, profesor.
—¿A qué te refieres?
—Tanta amabilidad con la señora Faraday… Ah, no, perdón; ahora es Lisa.
Zarco le dedicó una mirada asesina.
—¿Por qué no te vas al infierno, Adrián? —replicó mientras se alejaba con aire digno—. O, mejor aún; ya que los daneses se han largado, y en vez de estar ahí haciendo el imbécil, ¿por qué no te ocupas de que los hombres trasladen el campamento al poblado?
Mientras Cairo cumplía su orden, Zarco se fue a dar una vuelta por los alrededores. Según los tripulantes del Britannia, había unas viejas ruinas cerca de la villa; estaban unos doscientos cincuenta metros hacia el oeste y eran los restos de un templo similar al de la ciudad subterránea, sólo que en mucho peor estado de conservación. Únicamente quedaban en pie parte del muro trasero y el altar, presidido por un grabado del Edderkoppe Gud y rodeado por pequeñas hornacinas que en algún momento debieron de contener fragmentos de metal. Zarco pasó la siguiente hora y media examinando las ruinas, hasta que, al cabo de ese tiempo, Cairo fue a buscarle.
—Ya hemos trasladado el campamento, profesor —dijo—. ¿Ha descubierto algo?
—Nada que no supiéramos ya —respondió el profesor—. Esta isla debía de ser sagrada para el pueblo de la ciudad subterránea. Sólo he encontrado restos de templos, pero no de viviendas; supongo que venían aquí para adorar a sus dioses y para cultivar y cosechar. A fin de cuentas, es el único lugar donde crecen vegetales en cientos de millas a la redonda —contempló los restos del templo y se rascó la cabeza, pensativo—. Pero hay algo extraño…
—¿Qué?
—Estas ruinas y todas las que hemos encontrado en la isla están… hechas polvo.
—Bueno, eso es lo que se espera de las ruinas, ¿no?
—Están demasiado deterioradas —gruñó Zarco—. No parece cosa de la erosión normal por el paso del tiempo; más bien es como si algo hubiera destruido antes el edificio.
—¿La araña gigante? —sugirió Cairo.
Zarco se encogió de hombros.
—Quizá.
Hubo un silencio.
——¿Qué vamos a hacer ahora, profesor?
Zarco demoró unos segundos la respuesta.
—Vosotros quedaos en el campamento —dijo—. Yo voy a echar otro vistazo a la ciudadela.
Cairo le miró con preocupación.
—Es una locura volver allí, profesor —dijo.
—Tranquilo, Adrián. No iré por el desfiladero, sino por las crestas de los acantilados. Venga, regresemos al campamento.
★★★
Katherine contempló el rostro de su madre mientras las lágrimas se le agolpaban en la frontera de los párpados. Ambas se encontraban en su camarote del Saint Michel, frente a frente; Lady Elisabeth sentada en una silla y su hija en el borde de la litera.
—¿Sufrió? —preguntó la muchacha con un hilo de voz.
—No lo creo, Kathy. Debió de ser muy rápido; probablemente ni siquiera se dio cuenta.
Sobrevino un silencio. Katherine se secó las lágrimas con el dorso de la mano, parpadeó varias veces, respiró hondo y dijo:
—¿Cuándo recuperaremos sus restos?
—Me parece que eso no será posible, Kathy —respondió Lady Elisabeth—. Es demasiado peligroso; sería una locura intentar rescatar los cuerpos.
—Entonces, ¿vas a consentir que el cadáver de mi padre se quede allí, pudriéndose a la intemperie?
Lady Elisabeth suspiró.
—Ayer vi morir a tres hombres —dijo—. No puedo ni quiero pedirles a los demás que arriesguen sus vidas con el único objeto de rescatar el cuerpo de mi marido —suspiró otra vez—. Ha muerto, Kathy, y nada de lo que hagamos podrá remediarlo.
—Pero sí podemos respetarle como se merece —replicó la muchacha con los ojos, de nuevo, vidriosos—. Darle sepultura y poner una lápida que honre su memoria.
—No a costa de arriesgar vidas ajenas, Kathy. Te aseguro que tu padre no querría eso.
Katherine bajó la mirada y tragó saliva.
—De acuerdo —dijo, contemplando de nuevo a su madre—. Pero quiero verle.
—¿Qué?
—Quiero ver a mi padre por última vez, mamá. Quiero despedirme de él.
—No, Kathy, de ninguna manera. Tú no te imaginas… Escucha, ¿recuerdas lo que dice el códice sobre los diablos de la isla? Pues Bowen se quedó muy corto, créeme. Ese monstruo, ese autómata con forma de araña, es…, es aterrador. Es letal.
—No me acercaré mucho —insistió Katherine—. Me limitaré a verle desde la distancia, lejos del alcance de este ser.
—¿Y cuál es su alcance? —la interrumpió su madre—. Lo ignoramos. No sabemos nada de ese lugar. Salvo una cosa: es muy peligroso. Sea lo que sea que haya allí, ha matado a veinticuatro hombres, entre ellos a tu padre, y no voy a consentir que tú te arriesgues a correr la misma suerte. No bajarás del barco, Kathy; no pisarás esa isla.
Katherine frunció el ceño y encajó la mandíbula.
—Tengo derecho a despedirme de mi padre —dijo con voz trémula.
—Quizá. Pero yo también tengo derecho a proteger a mi hija, aunque sea de ella misma. No desembarcarás —respiró hondo y se inclinó hacia Katherine; la tomó de una mano y añadió—: Lo siento, Kathy, ya sé lo terrible que es esto para ti, pero es por tu bien…
La muchacha se incorporó bruscamente, apartando su mano de la de su madre.
—Voy a la cubierta para tomar el aire —dijo en tono helado.
—Iré contigo —repuso Lady Elisabeth haciendo amago de incorporarse.
—Prefiero estar sola, si no tienes inconveniente —la contuvo Katherine.
Abandonó el camarote dando un portazo.
★★★
Samuel contempló con satisfacción las treinta y seis fotografías que se secaban colgando de una cuerda tendida. Llevaba media mañana y parte de la tarde encerrado en la bodega, revelando las placas que había tomado el día anterior, y por fin el trabajo estaba concluido. Lentamente, repasó las imágenes impresas en sales de plata: las mortales setas metálicas, los cadáveres de la tripulación del Britannia, las extrañas construcciones de la ciudadela, las agujas retorcidas, la torre que los daneses denominaban Hlióskjálf, el trono de Odín, con aquella especie de ojo de cristal en su cúspide…
Se detuvo frente a la última fotografía y la contempló durante un largo minuto; aunque estaba desenfocada y movida, era de la que más orgulloso se sentía. Mostraba la imagen del Edderkoppe Gud, el Dios-Araña, la única que había logrado capturar de él antes de echar a correr. A decir verdad, de no ser por esa fotografía Samuel habría empezado a creer que todo era fruto de su imaginación, una especie de alucinación colectiva, porque ¿cómo podía existir un ser semejante?
Pero ahí estaba su imagen en blanco y negro; una descomunal araña metálica dotada de un rayo mortal. Un autómata, según el profesor; aunque, en tal caso, ¿quién lo había construido? Un escalofrío recorrió la espalda de Samuel mientras contemplaba la imagen del monstruo. Se apartó de las fotografías y comenzó a ordenar el material de laboratorio. Tenía que regresar a la isla y, además, el capitán Verne le había pedido que, en cuanto estuviese listo para partir, le avisara, pues quería acompañarle para conocer aquel extraño lugar.
Una vez organizado el laboratorio, Samuel recogió sus cosas, apagó las luces y abandonó la bodega camino del puente de mando, pero al salir al exterior advirtió que Katherine se encontraba en la cubierta, sola, contemplando la isla con las manos apoyadas en la barandilla, de modo que se aproximó a ella y la saludó.
—Buenas tardes, Kathy.
—Hola, Sam —respondió la muchacha, muy seria.
—Quería decirte que lamento mucho lo que le ha ocurrido a tu padre…
—¿Le viste? —le interrumpió Katherine—. ¿Viste su cadáver?
—Sí.
La joven esbozó una sonrisa amarga.
—Y ni siquiera le conocías —murmuró—. Sin embargo, yo soy su hija y no puedo despedirme de él —su mirada se tiñó de amargura—. Mi madre me ha prohibido desembarcar.
—Es un lugar peligroso, Kathy.
—Pues si tan peligroso es, ¿por qué se han quedado allí Zarco, Adrián y la mitad de la tripulación?
—El profesor cree que mientras nos mantengamos alejados de la ciudadela no habrá problemas. Pero el cuerpo de tu padre está en el extremo norte y… Vi los monstruos metálicos, Kathy; son terribles, sobre todo el grande, la araña. Tu madre tiene razón; es mejor que te quedes en el barco.
Katherine desvió la mirada y guardó un prolongado silencio.
—Ya que no voy a verla con mis propios ojos —dijo al fin—, ¿por qué no me describes la isla, Sam?
A Samuel se le pasó por la cabeza invitarla a ver las fotografías que había tomado el día anterior, pero recordó que entre ellas estaban las de los cadáveres y cambió de idea.
—A la isla se accede por el acantilado del sur —explicó—; hay una escalinata tallada en la roca. Una vez arriba, se desciende hacia un bosque…
Samuel le habló del poblado de los daneses, del muro de piedra, del desfiladero, de las columnas púrpura, del circo natural y de la ciudadela. Cuando acabó, la muchacha permaneció unos instantes abstraída en sus pensamientos y luego dijo en tono neutro:
—Gracias, Sam. Ahora, si no te importa, preferiría estar sola.
Un poco desconcertado por la frialdad de Katherine, Samuel se despidió de ella y echó a andar hacia el puente. Después de los momentos de intimidad que habían compartido, aquel distanciamiento le hacía sentirse inseguro. No obstante, se dijo, la muchacha acababa de perder a su padre; era lógico que estuviese trastornada. Aun así, si necesitaba consuelo, ¿por qué no recurría a él? Al llegar a la escalinata que conducía al puente, Samuel sacudió la cabeza. No podía hacer nada al respecto, de modo que decidió concentrarse en su deber.
Y ahora su deber consistía en buscar al capitán y regresar a la isla.
★★★
Zarco se encontraba en lo alto de los acantilados de la costa noreste, sentado en una cresta rocosa desde donde se divisaba la ciudadela y el circo que la precedía. Llevaba allí desde el mediodía, examinando las extrañas construcciones que se alzaban frente al volcán y tomando apuntes en un cuaderno.
Poco después de las siete y media de la tarde, escuchó unos ruidos a su espalda y, al volver la cabeza, vio que Verne, Cairo y Samuel se aproximaban a él siguiendo la línea de los acantilados. Cuando llegaron a su altura se incorporó, estiró los brazos desperezándose y saludó al capitán.
—Buenas tardes, Gabriel. Veo que por fin se ha decidido a abandonar esa lata de sardinas y estirar un poco las piernas.
—No podía perdérmelo —dijo Verne, contemplando boquiabierto la ciudadela—. Dios bendito, ¿qué es eso?…
—Llevo todo el día intentando responder a esa pregunta, amigo mío —comentó Zarco con un encogimiento de hombros.
El capitán se encaramó a una roca para contemplar mejor la ciudadela. A izquierda y derecha, surgiendo de entre construcciones geométricas, sendos haces de enormes agujas torcidas apuntaban hacia el cielo. Las agujas eran blancas, rojas, doradas y plateadas. Unos cien metros más allá, entre varios armazones irregulares, se alzaba la inmensa torre coronada por un gran óvalo de cristal, el trono de Odín. Al fondo, elevándose sobre la roca desnuda, la gran cúpula semiesférica negra, y en último término el volcán.
—Son enormes… —murmuró Verne contemplando con asombro las construcciones de la ciudadela.
—He traído un teodolito —dijo Zarco, señalando su mochila—, así que he podido medirlas con cierta precisión —consultó su cuaderno—. Fíjese en las agujas; hay diecisiete a la izquierda y diecinueve a la derecha. Las más largas miden setenta y nueve metros y las más cortas veintitrés. Fíjese ahora en la torre central, lo que los daneses llaman el trono de Odín: tiene ochenta y tres metros de altura. En cuanto al domo negro, alcanza noventa y siete metros en su punto más alto. Y, por cierto, el volcán se eleva mil cuatrocientos cincuenta y dos metros sobre el nivel del mar.
Verne paseó la mirada hasta detenerla en el circo que precedía a la ciudadela.
—¿Esos bultos que hay ahí abajo son… la tripulación del Britannia?
—Así es, capitán —respondió Cairo.
—Pobres desgraciados… ¿Y la araña gigante?
—Tras las paredes del circo hay una especie de gruta —respondió Zarco—. Ese artefacto salió de allí, así que supongo que allí habrá vuelto.
Con la mirada fija en la ciudadela, Verne se quitó la gorra y se frotó la nuca, perplejo.
—¿Pero quién puede haber construido algo así? —murmuró.
—De momento —dijo el profesor—, la pregunta que debe importarnos no es ésa, sino cuándo lo construyeron y para qué. Venga, Gabriel, deje de comportarse como una cabra y baje de ahí. Tenemos que hablar —mientras el capitán bajaba de la roca adonde se había subido, Zarco se volvió hacia Samuel y le preguntó—: ¿Has traído esa lente de aproximación o como demonios se llame?
—Teleobjetivo, profesor. Sí, lo he traído. Tiene una distancia focal de trescientos milímetros y un ángulo…
—Muy interesante, Durazno —le interrumpió Zarco—, salvo por el hecho de que esos detalles técnicos me importan un bledo. Coge tu cámara, ponle ese tele lo que sea y fotografía cada rincón de la ciudadela.
Al tiempo que Samuel preparaba su equipo y comenzaba a tomar fotografías, Zarco, Cairo y Verne se sentaron en unas piedras.
—Bien, caballeros —dijo el profesor—; he descubierto algunas cosas muy interesantes que me han conducido a conclusiones…, digamos que poco ortodoxas. Comencemos por el principio. Hoy, a eso de las trece treinta, una bandada de gaviotas tridáctilas sobrevolaba los acantilados de la costa oeste. Cuando se aproximaron a la ciudadela, un objeto metálico despegó de esa cresta, abatió a un par de pájaros y espantó a los demás. Estoy convencido de que era el mismo artilugio que derribó al Dédalo.
—Bueno —comentó Cairo—; ahora ya sabemos por qué no hay colonias de aves en el norte de la isla.
—En efecto —prosiguió Zarco—, más allá de las columnas púrpura no hay ni aves, ni insectos, ni una brizna de hierba. Nada. Todas las trampas que hemos encontrado están concebidas para mantener alejada la vida de la ciudadela. Pero analicemos esas trampas. Las columnas, por ejemplo; esa especie de campo eléctrico mortal evidencia, sin duda, una tecnología que no podemos ni imaginar. Pero como trampa es una birria, porque una vez que ves cómo funciona es fácil eludirla, y lo mismo puede decirse de las setas metálicas y sus rayos de la muerte. Incluso esa especie de escorpión metálico que mató a López, o la mismísima araña gigante de los demonios: no son más que fuerza bruta. Tremendamente sofisticada, pero fuerza bruta.
—No veo adonde quiere llegar, Ulises —dijo el capitán.
—Es sencillo, Gabriel. Esas trampas no fueron concebidas para personas, sino para animales.
Cairo se encogió de hombros.
—¿Y? —preguntó.
Zarco resopló, como si le exasperara la lentitud mental de los demás (que era exactamente lo que le ocurría).
—De acuerdo, vayamos pasito a pasito —gruñó—. ¿Qué antigüedad tiene este lugar? Sabemos que la ciudadela ya existía hace cuatro o cinco mil años, cuando llegó a la isla el pueblo de la ciudad subterránea. Pero ¿cuánto tiempo llevaba la ciudadela aquí? Me parece que mucho. Es más, creo que se construyó cuando en nuestro planeta no había seres humanos; o, al menos, cuando los humanos no eran distinguibles de los animales.
Verne y Cairo le contemplaron con incredulidad.
—Pero eso es imposible —protestó el capitán—. Si no había seres humanos, ¿quién construyó la ciudadela?
—Ahora llegaremos a eso. Como dije antes, he hecho algunas averiguaciones. Esas ondas luminosas verdes que todos hemos visto proceden del trono de Odín. Se originan por encima del óvalo de cristal y se extienden hacia el espacio exterior formando círculos concéntricos. Mientras he estado aquí, el fenómeno se ha producido tres veces. La primera a las doce y treinta y siete, la segunda a las catorce y diez, y la tercera a las dieciséis veintidós. Desde entonces no ha vuelto a suceder. Sin embargo, lo más interesante de todo son esas enormes agujas. Se mueven, aunque tan despacio que no puede percibirse a simple vista; y se mueven para corregir el desplazamiento provocado por el giro de la Tierra, porque siempre están orientadas hacia las mismas zonas del cielo.
—¿Qué zonas? —preguntó Verne.
—Lo he consultado en un almanaque astronómico. Las agujas de la izquierda apuntan a la constelación de Cisne, y las de la derecha hacia un punto situado entre Casiopea y Perseo.
Sobrevino un silencio.
—Lo siento, Ulises —dijo finalmente el capitán—, pero sigo sin saber adónde quiere ir a parar.
Pensativo, Zarco se atusó el bigote.
—Cuando vi a esa araña metálica gigante y su rayo calórico —dijo sin mirar a nadie—, recordé una novela de Herbert Wells: La guerra de los mundos. ¿La han leído?
—¿Esa historia en la que los marcianos invaden la Tierra? —preguntó Cairo.
—Exacto.
Verne le contempló con las cejas arqueadas.
—¿Está sugiriendo que la ciudadela fue construida por marcianos?
Zarco desechó la idea con un ademán.
—Marcianos no —dijo—. Dudo mucho que Marte, o cualquier otro planeta del Sistema Solar, aparte de la Tierra, esté habitado. Pero en las estrellas, en otros sistemas solares, quién sabe…
—Un momento, profesor —le interrumpió Cairo—. ¿Quiere decir que la ciudadela es una especie de cabeza de playa para una invasión de seres del espacio exterior?
Zarco soltó una carcajada.
—Sería la invasión más lenta del mundo, ¿no te parece, Adrián? No, no es una invasión. ¿Saben a qué me recuerda este lugar? A un faro. Un faro cósmico —el profesor entrecerró los ojos y bajó el tono de voz—. Imagínense una civilización extraterrestre muy antigua, y tan avanzada que puede viajar entre las estrellas. Pero para esos viajes quizá necesiten maquinarias que les guíen en sus desplazamientos estelares, algo así como faros en las costas del infinito. De modo que los instalan en planetas deshabitados, como era la Tierra hace muchos miles de años.
Todas las miradas, incluso la de Samuel, que había suspendido su labor, convergían en Zarco.
—Si eso es un faro —dijo el fotógrafo—, ¿quién es el farero, profesor?
—Buena pregunta, Durazno. Y la respuesta es sencilla: quizá no haya ningún farero. Fíjense bien en la ciudadela; sabemos con certeza que al menos tiene cuatro mil años de antigüedad y sin embargo parece nueva, recién construida. Eso significa que cuenta con mecanismos para repararse a sí misma. Además, lo único que hemos encontrado aquí son autómatas. En conclusión: puede que la ciudadela funcione de forma automática, sin necesidad de que seres vivos la controlen.
—Pero usted mismo dijo ayer que aquí había algún tipo de inteligencia —objetó Cairo.
—Y lo sigo pensando, pero no una inteligencia humana. Y tampoco inhumana —Zarco carraspeó antes de proseguir—. Hace seis años, el ingeniero Torres Quevedo presentó en la Feria Mundial de París una máquina capaz de jugar al ajedrez. No partidas completas; tan sólo la final rey-torre contra rey. Pero siempre ganaba. Torres Quevedo sostiene que, en el futuro, se construirán máquinas capaces de pensar. Pues bien, quizá la ciudadela esté controlada por una mente sintética. ¿Hasta qué punto posee capacidad de raciocinio esa mente? No tengo ni idea.
Durante varios segundos todos le contemplaron en silencio, como si les costara digerir sus palabras.
—¿No le parece que ha llegado a conclusiones demasiado fantasiosas a partir de datos demasiado escasos? —repuso Verne con escepticismo.
—Tiene razón, Gabriel —asintió Zarco—. Reconozco que ignoro si eso es un faro o una fábrica de tuercas. Sencillamente, no sabemos qué es ni qué hace la ciudadela. Ahora bien, si excluimos la hipótesis extraterrestre, ¿cómo justifica la existencia de una tecnología semejante hace al menos cuatro mil años? De hecho, siendo evidente que la ciencia que hay detrás de la ciudadela está mucho más avanzada que la nuestra, ¿cómo la justifica ahora mismo?
Cairo se rascó la cabeza y sugirió:
—¿Los atlantes?
—Nunca hubo atlantes, demonios —gruñó el profesor—. La Atlántida es un mito y esa ciudadela es muy real —dio un palmetazo—. ¡Por Júpiter, pero si todo encaja! Si alguien quisiera situar en este planeta una estación que controlase constantemente unas zonas determinadas del firmamento, ¿dónde la colocaría? Cerca de uno de los Polos, como ocurre aquí. ¿Y de dónde sacaría la energía necesaria para que todo funcione durante milenios? De un volcán. Y del volcán, del magma, podría obtener también todos los materiales que necesitase. Es más, creo que la ciudadela ha modificado su entorno para crear este microclima que envuelve a la isla y la protege de los hielos.
Un pesado silencio siguió a sus palabras. De pronto, en la lejanía, el aire crepitó por encima del trono de Odín y el cielo se llenó de ondas verdosas. Zarco apuntó algo en su libreta. Verne respiró hondo y dijo:
—De acuerdo, supongamos que tiene razón, Ulises. En tal caso, ¿qué vamos a hacer?
—Regresar —respondió Zarco con un encogimiento de hombros.
—¿A Europa?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Partiremos mañana a última hora de la tarde.
Cairo se quedó mirándolo con la boca abierta.
—¿Abandona? —dijo—. ¿No va a seguir investigando?
—¿Y qué narices voy a investigar, Adrián, si ni siquiera podemos acercarnos a la ciudadela? —Zarco masculló algo entre dientes y prosiguió—: Si realmente se trata de una instalación de origen extraterrestre, será el mayor acontecimiento de la historia. Es un asunto que nos viene grande, algo demasiado importante para una expedición privada. Demasiado incluso para cualquier país en solitario. Mi propósito es reunir todas las pruebas que hemos conseguido, dirigirnos a Ginebra y exponer nuestro descubrimiento en la recientemente creada Sociedad de Naciones. Se trata de algo que concierne a todo el mundo, así que ha de ser el mundo quien lo investigue.
—Se olvida de Ardán —advirtió Cairo—. Tarde o temprano llegará aquí.
—Pues que llegue —replicó Zarco con una sádica sonrisa—. Me encantaría ver la cara que pone cuando se encuentre con esa maldita araña gigante del demonio.
En el interior de la ciudadela
La mente había decidido tomar la iniciativa. Su objetivo fundamental consistía en mantener en funcionamiento la ciudadela y protegerla, pero había misiones adicionales que también debía atender. Todo dependía de si los bípedos eran animales o algo más que animales. Así que la mente elaboró un plan.
En primer lugar, decidió no reparar los sistemas de defensa estática; eso tranquilizaría a los bípedos y haría que se confiasen. A continuación, fabricó nuevas unidades móviles. En concreto, una distinta a todas las demás cuyo objetivo no era matar. Luego construyó un habitáculo dentro de la ciudadela y se dispuso a esperar. Tenía todo el tiempo del mundo.