El Edderkoppe Gud
Al día siguiente, el desayuno se sirvió a las seis de la mañana en el comedor de oficiales. Se reunieron en torno a la mesa el capitán Verne, Elizagaray, Sintra, Zarco, Cairo, las dos inglesas, García y Samuel, y durante unos minutos todos comieron en silencio los huevos revueltos que había servido Ramón, el ayudante de cocina. Zarco, Cairo, Elizagaray y Verne comenzaron a discutir los preparativos de la expedición mientras tomaban café. Cuando acabaron y estaban a punto de levantarse de la mesa, Lady Elisabeth dijo:
—Me gustaría acompañarles, profesor. Pero si considera que voy a ser un estorbo, aceptaré su decisión sin protestar.
Zarco frunció el ceño, miró de reojo a Cairo, luego a Verne, gruñó algo por lo bajo y dijo:
—No se trata de que sea un estorbo, señora Faraday. De hecho, ha demostrado usted bastante competencia en el trabajo de campo, no voy a negarlo. Pero sin duda existe alguna clase de peligro en esta expedición y me sentiría incómodo arriesgando su vida. No obstante, es una adulta, así que decídalo usted misma.
Verne y Cairo se quedaron estupefactos. ¿El profesor Zarco siendo amable? Increíble.
—En tal caso —respondió Lady Elisabeth—, les acompañaré.
—Y yo también —dijo Katherine, muy seria.
—No, Kathy —replicó su madre—. Te quedarás en el barco.
La muchacha puso cara de desolación.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque, como bien ha dicho el profesor, es demasiado arriesgado.
—Tengo veintiún años, también soy una adulta. Si tú puedes ir, ¿por qué yo no?
—Porque John es mi marido.
—Y mi padre.
—Exacto, tu padre. Y es ley natural que los hijos sobrevivan a sus padres, no al revés. La tarea de buscarle me corresponde ahora a mí, no a ti.
—Si su hija ha venido hasta aquí —intervino Zarco—, no le veo mucho sentido a impedir que llegue hasta el final.
Lady Elisabeth le dirigió una gélida mirada.
—Agradezco su opinión, profesor —dijo—; pero es mi hija. La traje conmigo porque, teniendo en cuenta lo que había ocurrido, pensé que estaría más segura a mi lado que sola en Londres. Ahora, sin embargo, correrá menos riesgos en el Saint Michel, así que Kathy se quedará en el barco.
—Eso es injusto, mamá —protestó la muchacha.
—Puede ser, Kathy. En cualquier caso, la decisión está tomada.
Katherine contuvo el aliento durante unos segundos y lo exhaló lentamente. Muy seria, sin rozar con la espalda el respaldo de la silla, volvió la mirada hacia Zarco y dijo:
—Gracias por apoyarme, profesor. No lo esperaba —hizo una pausa y agregó—: Por cierto, creo recordar que usted ordenó que no se utilizase la radio.
—Así es —repuso Zarco—. No queremos que nadie sepa dónde estamos.
—Pues ayer, por la tarde, pasé por delante de la cabina de radio y oí cómo el señor Manglano enviaba un mensaje.
—¿Un mensaje? —Zarco frunció el ceño—. ¿Cómo sabe que era un mensaje?
—Porque, como le he dicho, lo escuché a través de la puerta, y porque mi padre me enseñó el alfabeto Morse. Era una cifra y la repitió varias veces.
Zarco cerró los ojos, respiró pesadamente y los volvió a abrir.
—Y, por casualidad —dijo en voz baja—, ¿no recordará esa cifra, señorita Foggart?
—No, no la recuerdo —respondió Katherine—. Pero la anoté.
Abrió el bolso, sacó de su interior una libreta, arrancó la hoja con el número y la depositó en la mesa, frente al profesor: 813464444549.
Tras contemplarla durante unos instantes con perplejidad, Zarco abrió mucho los ojos al tiempo que sus mejillas adquirían el color de las cerezas.
—¡Maldito traidor! —aulló—. ¡Ese hijo de una cabra y un camello nos ha vendido! —se incorporó bruscamente y añadió a voz en grito—: ¡Le voy a matar!
Acto seguido, abandonó el comedor a toda prisa. Cairo se puso en pie y se excusó diciendo:
—Voy con el profesor, no vaya a ser que haga una locura.
Cuando Cairo salió del comedor, y tras un estupefacto silencio, García le preguntó a Verne:
—¿Qué sucede?
—Sí, eso —dijo Katherine—. ¿Qué significa esa cifra?
El capitán movió la cabeza de un lado a otro con tristeza.
—No es una cifra —respondió—, sino seis —señaló el número y recitó en voz alta—: 81 grados, 34 minutos, 64 segundos latitud Norte, y 44 grados, 45 minutos, 49 segundos longitud Oeste. Son las coordenadas geográficas de la isla de Bowen. Manglano ha revelado nuestro paradero.
★★★
Román Manglano estaba sentado a la mesa del comedor que se hallaba al lado de la cocina, junto al resto de la tripulación. Acababa de darle el último sorbo a su café, cuando Zarco irrumpió en la estancia, se aproximó a él con grandes zancadas y, antes de que pudiera reaccionar, le agarró por las solapas y lo levantó en vilo como si fuera un pelele.
—¡Rata de cloaca! —le espetó a la cara—: ¡Eres escoria!
Tras unos instantes de aterrorizada inmovilidad, el radiotelegrafista comenzó a protestar, pero Zarco, sin hacerle el menor caso, lo sacó del comedor arrastrándole, primero por el suelo y luego por la escalerilla. A medio camino se cruzaron con Cairo, que iba en su busca, pero Zarco lo apartó de un manotazo.
—Tranquilícese, profesor —le dijo Cairo.
—Y una mierda me voy a tranquilizar —masculló Zarco sin dejar de remontar la escalerilla tirando del despavorido Manglano—. Voy a matarle.
Salieron a la cubierta y Zarco arrastró al radiotelegrafista hacia la sección de popa. La tripulación había salido del comedor y los seguía desde unos cuantos metros de distancia. Al poco, se les unieron el capitán, García y las dos inglesas. Zarco se detuvo al pie de un mástil, cogió una cuerda, sujetó a Manzano contra el suelo y le ató las manos a la espalda. Luego, le puso en pie y le dedicó la clase de mirada que un tigre destinarla a un cervatillo. El radiotelegrafista temblaba como una hoja en un vendaval mientras aullaba pidiendo auxilio.
—¡Cállate, Judas! —bramó Zarco.
Manglano enmudeció y se le quedó mirando con patético terror.
—Nos has traicionado, maldito bastardo —prosiguió Zarco en tono cavernoso—. Debería arrancarte las tripas y estrangularle con ellas.
—Se equivoca, profesor… —protestó Manglano, mirando a un lado y a otro en busca de ayuda—. Yo no he hecho nada…
—¿No has hecho nada, gusano? Pues ayer te oyeron enviar un mensaje y, si mal no recuerdo, tenías orden de mantener la radio en silencio.
Manglano parpadeó varias veces, muy rápido.
—No enviaba ningún mensaje —dijo con voz trémula—. Estaba probando el equipo para mantenerlo en buen estado, pero había desconectado la antena…
Zarco le dedicó la sonrisa menos amistosa del mundo.
—Y para probar el equipo —repuso—, no se te ocurrió nada mejor que pulsar las coordenadas de la isla, ¿verdad?
Aunque Manglano ya estaba pálido, palideció aún más.
—¡Eso es mentira! —aulló—. Juro que no le he traicionado.
Ignorando las protestas del radiotelegrafista, Zarco cogió un cabo de cuerda, lo lanzó hacia arriba, haciéndolo pasar por encima de una cruceta del mástil, y se aproximó a Manglano. Éste, cada vez más aterrorizado, intentó huir, pero Zarco le agarró por un brazo, le rodeó el cuello con la cuerda dando un par de vueltas y tiró vigorosamente del otro extremo, alzándole del suelo y, al tiempo, estrangulándole.
Durante unos segundos, nadie dijo ni hizo nada. Todo el mundo se quedó mirando como hipnotizado al radiotelegrafista, que pataleaba en el aire pendiendo de la cuerda mientras sus pulmones se quedaban sin aire. Cuando su rostro comenzó a amoratarse, Lady Elisabeth avanzó unos pasos y gritó:
—¡Basta ya, le va a matar!
—Ya está bien, Ulises —terció el capitán—. Suéltelo.
Zarco permaneció inmóvil durante unos instantes; a regañadientes, soltó la cuerda y Manglano cayó al suelo como un títere desmadejado mientras aspiraba aire con fruición. El profesor se acuclilló a su lado y le dijo en tono siniestro:
—Presta atención, escoria: desde el momento en que me traicionaste para mí has dejado de ser una persona y te has convertido en una babosa, un bicho repugnante que no tendría el menor reparo en aplastar con mi bota. Así que más vale que no vuelvas a mentirme, porque si lo haces te colgaré de ese palo y nadie en este maldito barco podrá impedir que te quedes ahí hasta que la lengua te llegue a los pies. ¿Me he explicado con claridad?
Manglano tosió al tiempo que asentía con la cabeza. Zarco lo puso en pie y preguntó:
—¿Quién te ha comprado? Ardán, ¿no es cierto?
El radiotelegrafista bajó la mirada.
—Sí… —musitó.
—¿Dónde?
—En Havoysund, mientras repostábamos…
—¿Cuánto te pagó?
Manglano intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.
—Cincuenta mil libras… —dijo con voz temblorosa—. Y me prometió otras cincuenta mil cuando todo acabara.
—Miserable rata… —Zarco respiró pesadamente, intentando contener la furia—. ¿Dónde escondes el dinero?
—En… en mi petate…
Zarco se volvió hacia Cairo.
—Ocúpate de requisarlo, Adrián —ordenó y, encarándose de nuevo con Manglano, dijo—: Ahora la pregunta más importante. Aparte del de ayer, ¿cuántos mensajes has enviado?
—Ninguno más. Ha sido el único…
Zarco entrecerró los ojos y aproximó su rostro al del radiotelegrafista.
—No me mientas —gruñó.
—¡No le miento! —aulló Manglano—. El trato era que facilitase las coordenadas cuando llegáramos a nuestro destino. El mensaje de ayer fue el primero y el último, se lo juro por mi madre…
Zarco permaneció unos segundos mirándole fijamente. Luego, se apartó de él y dijo en tono despectivo.
—Esta serpiente tiene demasiado miedo para mentir. Lleváoslo y encerradlo en una bodega antes de que me arrepienta y le estrangule con mis propias manos.
Un par de marineros sujetaron al tembloroso radiotelegrafista por los brazos y, acompañados por Sintra, le condujeron al interior del barco. Entre tanto, Verne, Cairo y Lady Elisabeth se aproximaron a Zarco, que permanecía inmóvil y pensativo en medio de la cubierta.
—¿Y ahora qué, Ulises? —preguntó el capitán.
—Ahora cruzaremos los dedos para que el Charybdis no haya captado el mensaje de esa hiena —respondió Zarco— Pero no deberíamos confiar mucho en eso. Vamos a ver, han: pasado doce horas desde el mensaje… —reflexionó brevemente—. Como mucho, tardarán un par de días en llegar aquí, tres a lo sumo; es decir, que disponemos de un máximo de setenta y dos horas para hacer lo que tenemos que hacer. Así que vámonos de una vez por todas a esa maldita isla.
★★★
Los dos botes del Saint Michel surcaban el mar en dirección a la playa. En uno viajaban diez hombres, y en el otro diez hombres y una mujer; todos iban armados y pertrechados para la expedición. El plan era sencillo: tras desembarcar, se dirigirían al poblado de los daneses y, una vez allí, se dividirían en dos grupos; uno montaría un campamento cerca de la aldea y el otro iría al norte, hacia la ciudadela.
De pronto, cuando estaban a medio camino de la isla, la ya familiar luminosidad verde reverberó en el cielo.
—Definitivamente —comentó Zarco—, ese resplandor procede de la ciudadela.
—¿Y qué cree que es? —preguntó Cairo.
Zarco se encogió de hombros.
—Anillos luminosos concéntricos —dijo—. ¿Qué clase de fenómeno o artefacto puede provocar eso? Ni idea.
Durante unos segundos no se escuchó más sonido que el ruido del motor y el chapoteo de la barca cortando el agua.
—No estoy seguro de estar haciendo lo correcto —dijo de pronto García.
—¿A qué se refiere? —preguntó Zarco.
—A haberme embarcado en esta empresa. No soy un hombre de acción, profesor. Mi lugar son los laboratorios, no la naturaleza salvaje.
Zarco soltó una carcajada.
—Creo, amigo García, que lo último que debería preocuparle es la naturaleza. Le garantizo que la ciudadela que divisamos al pie del volcán no tiene nada de natural.
—En cualquier caso, es un lugar peligroso…
El profesor volvió a encogerse de hombros.
—La vida es peligrosa —sentenció.
—Sí, pero hay vidas y vidas, y la mía ha sido de lo más sosegada hasta ahora. Lamento confesar que no me siento nada tranquilo participando en esta expedición.
Zarco adoptó una expresión filosófica y respondió:
—Correr peligros sin razón para hacerlo es una insensatez, pero cuando se tiene un noble objetivo…, ah, amigo mío, las cosas cambian. Por ejemplo, el titanio y todos esos fragmentos de metal que hemos encontrado y que a usted tanto le fascinan. ¿De dónde proceden? No lo sabemos, pero me jugaría el bigote a que su origen está en esa ciudadela. ¿No le parece un buen motivo para ir allí a echar un vistazo?
El químico dejó la mirada perdida y exhaló un largo suspiro de resignación. Minutos después, las lanchas alcanzaron la playa; tras desembarcar, y sin perder un instante, los componentes de la expedición comenzaron a subir por la escalera que remontaba el acantilado en paralelo al enorme y antiquísimo ídolo tallado en la roca. Zarco marchaba en cabeza, seguido por Cairo, Elizagaray, Lady Elisabeth y el resto de los expedicionarios. Como Samuel se detenía con frecuencia para hacer fotografías, era él quien cerraba la marcha.
Coronado el farallón, el camino hacia el norte seguía una suave pendiente en descenso, alfombrada de hierba y salpicada de matorrales, hasta desembocar en el bosque que cubría la mayor parte de la isla. A izquierda y derecha se veían ruinas extremadamente viejas, apenas los basamentos de edificios que, a juzgar por su dilatada extensión, debieron de haber sido palacios o templos.
—Supongo que los construyeron los mismos que edificaron la ciudad subterránea —comentó Zarco.
—Estas ruinas parecen más antiguas —apuntó Elizagaray.
—Porque las de Kvitoya están protegidas en una caverna —respondió el profesor—, mientras que éstas se encuentran al aire libre y, por tanto, han sufrido más deterioro.
El sendero que cruzaba el bosque hacia el norte era llano y cómodo de recorrer. De cuando en cuando cruzaban claros con sembrados y huertos; Zarco cogió una manzana de uno de ellos y se la comió de tres bocados. No vieron a nadie durante el camino, hasta que, al cabo de poco más de una hora, llegaron al poblado.
Los daneses debían de haber sido avisados con antelación de su llegada, pues a la entrada de la aldea les aguardaban Gulbrand y el consejo de la comunidad en pleno. Todos parecían estar profundamente deprimidos. Gulbrand se adelantó y soltó una breve parrafada.
—El jefe lamenta que hayamos decidido volver —tradujo Lady Elisabeth—, y nos pregunta si nos proponemos ir a Asgard.
—Dígale —repuso Zarco— que sólo vamos a dar una vuelta por el norte de su bonita isla, y que no pensamos molestar para nada a sus dioses.
Lady Elisabeth le transmitió la respuesta a Gulbrand y éste contestó con una parrafada más larga y exaltada que la anterior.
—Dice que estamos locos si vamos al norte, que moriremos igual que han muerto nuestros amigos y que traeremos la desgracia sobre el poblado al despertar la ira del Edderkoppe Gud. Dice también que deberíamos regresar a nuestro barco y olvidarnos de esta isla, y que…
—Bueno, bueno, bueno —la interrumpió Zarco—. Ya he captado la idea. Dígale que agradecemos mucho su opinión y que la tendremos en cuenta, pero que ahora pueden irse a tocar el tambor, a tallar huesos de foca o a lo que sea que hagan aquí para pasar el rato, porque no podemos perder el tiempo con charlas intrascendentes.
Ignorando las lamentaciones y protestas de los daneses, Zarco y los demás cruzaron el poblado hacia el norte y se detuvieron en un claro situado a unos cien metros de distancia de las primeras cabañas.
—Instalaremos el campamento aquí —dijo Zarco.
Automáticamente, el grupo se dividió en dos. Sintra y otros siete hombres se quitaron las mochilas y comenzaron a instalar las tiendas de campaña, mientras el resto de los expedicionarios se preparaba para proseguir la travesía. Este segundo grupo lo formaban Zarco, Cairo, Elizagaray, Lady Elisabeth, García, Samuel, los marineros Ciénaga, López, Hakme y Palacios, y los tripulantes del Britannia Harding, Helpman y Potts, que habían insistido en sumarse a la expedición alegando que se trataba de rescatar a sus compañeros.
—Vosotros os quedáis aquí para cubrirnos las espaldas —le, dijo Zarco a Sintra—; por si a esos vikingos de pacotilla les da por buscar problemas. Llevamos una pistola de señales; si necesitamos ayuda lanzaremos una bengala, así que estad atentos. Ahora bien, si dentro de doce horas no tenéis noticias nuestras, eso querrá decir que estamos muertos. Si eso ocurre, regresad al barco y volved a casa.
Sin añadir nada más, Zarco, seguido por los restantes doce expedicionarios, reanudó la marcha. Durante un buen rato, nadie dijo nada. El profesor y Samuel ya conocían ese tramo del sendero, pues lo habían recorrido a la inversa tras la caída del Dédalo; no había nada allí, salvo vegetación y los innumerables conejos que saltaban a un lado y a otro a su paso. Mientras caminaban, Lady Elisabeth advirtió que Cairo no llevaba un fusil Mauser, como los demás, sino una escopeta de dos cañones.
—¿Cómo es que ha cambiado de arma, Adrián? —le preguntó.
—Es una escopeta francesa —respondió Cairo, enseñándosela—. La Saint-Etienne Colossal del calibre 21,2. Dispara balas blindadas de setenta gramos con una potencia de más de mil kilográmetros. Es el arma de caza más potente que existe.
—Pero sólo dispone de dos disparos —objetó la mujer.
Cairo sonrió.
—Basta un solo disparo de esta escopeta para abatir a un elefante de ocho toneladas. Es decir, que puede matar a cualquier animal terrestre conocido.
Al cabo de unos minutos, Samuel, que había escuchado las palabras de Cairo, se aproximó a él y le preguntó:
—¿Qué espera cazar con esa escopeta, Adrián?
Cairo demoró unos segundos la respuesta.
—Ni idea, Sam —dijo en voz baja—. Pero tengo un mal presentimiento, así que me siento más seguro con ella.
Tres cuartos de hora más tarde llegaron al lugar donde se encontraban los restos del Dédalo. Zarco se detuvo y contempló con melancolía el quebrado fuselaje del dirigible. Lady Elisabeth se aproximó a él y preguntó:
—¿Recuerda el accidente, profesor?
—Es difícil olvidar algo así.
—¿Llegó a ver con claridad lo que nos atacó?
Zarco negó con la cabeza.
—Era muy rápido —dijo.
—Brillaba reflejando el sol. Parecía metálico.
Zarco asintió.
—Un artefacto, en efecto. Nos atacó una máquina voladora.
—Pero era demasiado pequeña para llevar a alguien en su Interior —objetó la mujer.
—Lo sé, señora Faraday, lo sé…
Reanudaron la marcha y, apenas quince minutos después, llegaron a un punto donde la isla se estrechaba hasta dejar sólo un paso de unos sesenta metros de ancho entre los farallones que se alzaban a ambos lados. Pero el paso, tal y como decía el Códice Bowen, estaba obstruido por un antiquísimo muro de piedra de aproximadamente ocho metros de altura. En el centro había una abertura rectangular que en algún remoto pasado debió de ser el marco de una puerta. A izquierda y derecha se distinguían dos figuras talladas: un ídolo de un solo ojo y una gigantesca araña.
En ese momento, mientras contemplaban el muro, una sucesión de aros luminosos se expandió por el cielo ártico, iluminando la superficie de la isla con un tenue resplandor verdoso.
Los hombres intercambiaron nerviosas miradas. Indiferente, Zarco se aproximó al muro y lo examinó con atención.
—Tiene más de un metro de grosor —comentó.
—¿Y a qué se supone que debía detener este muro? —preguntó Cairo.
—A los dioses —respondió Zarco—, o a los demonios —echó a andar hacia la puerta—. Averigüémoslo.
★★★
Cuando los expedicionarios cruzaron el muro se encontraron en un entorno radicalmente distinto. Ya no había bosque, ni apenas vegetación; tan sólo roca desnuda y algún que otro pequeño matojo de hierba. Se hallaban en un cañón de elevadas paredes cuya anchura no sobrepasaba los veintitantos metros. Delante de ellos, en el lado norte del desfiladero, se alzaban tres columnas de unos cuatro metros de altura por cuarenta centímetros de diámetro, dos en los extremos y la tercera en el centro. Eran de color púrpura, rematadas por discos negros en la parte superior. Zarco, seguido por los demás, recorrió los escasos ciento cincuenta metros que le separaban de las columnas y se detuvo ante ellas.
—Que nadie dé un paso más —ordenó—. Bowen advertía de este lugar en su códice.
Tras decir esto, se agachó, cogió un guijarro del suelo y lo arrojó hacia delante. Al pasar entre las columnas, la piedra destelló con un pequeño resplandor eléctrico. Un murmullo de asombro recorrió las filas de los expedicionarios.
—¡¿Qué demonios…?! —comenzó a decir Cairo.
Zarco le acalló con un ademán; se inclinó de nuevo, cogió un puñado de tierra y lo arrojó hacia la salida del desfiladero. Al instante, el aire entre las columnas se llenó de relámpagos azulados.
—¿Qué es eso?… —murmuró Lady Elisabeth,
—El muro de fuego invisible que mencionaba Bowen —respondió el profesor.
—Parece un campo eléctrico —terció García.
—Sea lo que sea, según Bowen mata —Zarco se echó hacia atrás el panamá y se frotó el mentón, pensativo—. Pero Bowen también explicaba cómo sortearlo.
Se aproximó a la pared oeste del desfiladero, buscó otro guijarro y lo lanzó hacia el espacio que se abría a la izquierda de la columna. La piedrecita cruzó el aire limpiamente sin que nada sucediese.
—Cada vez me cae mejor ese santo —dijo Zarco—. El campo eléctrico, o lo que demonios sea, sólo se extiende entre las columnas, así que pasaremos por los lados.
Trepando por las rocas que se alzaban a ambos costados, sortearon las columnas y prosiguieron la marcha. A partir de ese punto, el desfiladero se volvía más ancho y giraba a la derecha, y luego a la izquierda, para acabar desembocando, tras un prolongado descenso, en un amplio circo de unos quinientos metros de diámetro salpicado de artefactos con forma de seta. Al llegar allí, se detuvieron; más allá del extremo norte del circo se divisaban las retorcidas construcciones de la ciudadela, pero no fue eso lo que atrajo la atención de los expedicionarios, sino los cuerpos humanos que yacían en el centro de aquel anfiteatro natural. Lady Elisabeth ahogó un grito e hizo amago de dirigirse hacia ellos, pero Zarco la contuvo.
—Todos quietos —ordenó.
—John… —musitó la mujer, señalando con un vacilante gesto hacia los cuerpos.
—No sabemos si su marido está ahí —replicó el profesor—. Y, sobre todo, ignoramos qué le ha sucedido a esa gente, así que de momento no nos vamos a mover de aquí.
Zarco y Cairo sacaron de sus mochilas sendos prismáticos y examinaron a través de ellos los cadáveres, que se encontraban a unos doscientos metros de distancia.
—Cuento veintiún cuerpos —dijo Cairo al cabo de un minuto.
—Yo también —asintió Zarco.
—En la primera expedición —dijo Lady Elisabeth en voz baja—, mi marido iba acompañado por once hombres, y en la segunda fueron el capitán Westropp y ocho más. En total, veintiuno…
Hubo un silencio. Harding cogió los prismáticos de Cairo y escudriñó durante unos segundos los cadáveres.
—Creo que ahí está MacKendrick, el segundo oficial de máquinas del Britannia —dijo en tono sombrío—. Siempre llevaba unos horribles pantalones a cuadros… Iba en el grupo de Sir Foggart.
Tras reflexionar durante unos instantes, Zarco se subió a un saliente de roca y volvió a examinar los cadáveres con los prismáticos. Al regresar junto al resto de los expedicionarios informó:
—No hay señales de violencia, los cuerpos están agrupados y nadie empuña ningún arma. Y eso no tiene sentido, porque si algo o alguien los atacó, lo lógico es que se defendieran o huyeran, no que se quedaran ahí sin hacer nada.
—Debió de ser una muerte muy rápida —dijo Cairo.
—Rapidísima, porque nadie tuvo tiempo de reaccionar. Fíjense: los cuerpos están distribuidos en tres grupos; el más alelado lo forman doce cadáveres, así que cabe suponer que son los miembros de la expedición de John. Luego hay otros dos grupos: seis cuerpos en el más cercano a nosotros y tres algo más adelante, entre medias. Supongo que ésa es la expedición del capitán Westropp; se detuvieron al ver los cadáveres de sus amigos y tres de ellos fueron a investigar.
—Y algo los mató —dijo Cairo—. Pero ¿qué puede acabar con tantas personas instantáneamente?
Con la mirada fija en los cadáveres, Zarco se frotó el mentón, pensativo.
—¿Te has fijado en esas cosas con forma de seta? —preguntó.
En efecto, distribuidos a lo largo y ancho del circo había una serie de artefactos con forma de champiñón. Medían un metro de altura, parecían de acero o algún metal similar y la parte externa del sombrerete era de cristal.
—Sí —respondió Cairo—, pero no sé qué son.
—Los he contado. Hay treinta y tres con una separación de unos cuarenta metros entre unos y otros. Están dispuestos en tres filas de once, formando una malla.
—Ya, pero ¿qué demonios son?
Zarco frunció el ceño, sacó un cigarro del bolsillo, lo encendió, y, sin molestarse en responder, comenzó a dar vueltas de un lado a otro sumido en sus pensamientos. Cairo suspiró y miró a su alrededor; entonces advirtió que Lady Elisabeth estaba apoyada contra una roca, con la mirada clavada en el suelo y la tez pálida.
—¿Se encuentra bien, Lisa? —preguntó, acercándose a ella.
—Sí —respondió la mujer—. Me he mareado un poco, pero ya estoy mejor.
—Aún no sabemos si su marido está entre esos cuerpos…
Lady Elisabeth alzó la mirada y contempló fijamente a Cairo.
—Gracias, Adrián —dijo—, pero no tiene sentido engañarse. John está ahí, entre los cadáveres. Nada más pisar la isla supe que había muerto.
Cairo vaciló, sin saber qué decir. Entonces se dio cuenta de que, aunque los ojos de la mujer reflejaban un gran dolor, estaban secos. Lady Elisabeth no había derramado ni una lágrima.
—De acuerdo, vamos a hacer algo —dijo de pronto Zarco al tiempo que daba una vigorosa calada a su habano—. Necesito conejos.
Cairo le miró con las cejas alzadas.
—¿Conejos?… —preguntó, desconcertado.
—Sí, Adrián, esos animalitos tan monos que mueven las orejitas y el rabito y dan saltitos. Oryctolagus cuniculus, si prefieres que te lo diga en latín.
—¿Quiere…? —Cairo parpadeó—. ¿Quiere que vayamos a cazar conejos?
Zarco respiró hondo, armándose de paciencia.
—En primer lugar —dijo, alzando el índice—, quiero conejos vivos. Y en segundo lugar —alzó el dedo corazón—, no hace falta cazarlos. En el poblado los tienen a montones en jaulas. Id allí y haceos con un par de docenas.
—Pero… —Cairo hizo un gesto de perplejidad—. ¿Para qué demonios quiere conejos?
—Para comérmelos al ajillo, Adrián —replicó Zarco, malhumorado—. En vez de perder el tiempo con preguntas, ¿por qué no te limitas a hacer lo que te pido?
Cairo se encogió de hombros y, tras elegir a cuatro hombros, partió con ellos en dirección al poblado. Estaba acostumbrado a las extravagancias del profesor, pero… ¿conejos?
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Mientras aguardaban el regreso de Cairo, el profesor y Samuel treparon hasta la cima de los riscos que se alzaban a su derecha para observar y fotografiar la ciudadela desde lo alto. Entre tanto, el resto de los expedicionarios se había dispersado por la entrada al circo; algunos charlaban, otros fumaban y la mayor parte dormitaba en el suelo. Lady Elisabeth permaneció lodo el tiempo en pie, recostada contra una roca, con la mirada perdida; mientras, García pasaba el rato examinando los minerales que encontraba por los alrededores.
Cairo y los cuatro hombres que le acompañaban regresaron hora y media más tarde con dos jaulas de madera llenas de conejos. Zarco, que acababa de regresar con Samuel de su escalada, §£ aproximó a ellos con aire satisfecho.
—Veinticuatro conejos, profesor —dijo Cairo—. Se los he cambiado a los daneses por mi cuchillo de caza.
—Mal trato —comentó Zarco, contemplando con satisfacción las jaulas—. Con unas cuentas de cristal habría bastado.
—Pero no tenía cuentas de cristal a mano. Bueno, profesor, ¿y ahora qué?
—Ahora vamos a soltarlos.
Cairo arqueó una ceja.
—¿Qué?
—Que vamos a soltar los conejos —repitió el profesor—. Hacia el circo; que se diseminen por ahí, a ver qué pasa.
Al comprender las intenciones del profesor, Cairo esbozó una sonrisa. Cogió una jaula, Zarco otra, se dirigieron a la entrada del circo y abrieron las portezuelas. Los veinticuatro conejos abandonaron su encierro dando brincos, pero la mayor parte se detuvo a los pocos metros, así que Zarco, Cairo y después los demás comenzaron a dar gritos para ahuyentarlos.
Espantados por el bullicio, los animales se dispersaron por el circo; algunos fueron hacia los costados, pero la mayor parte se dirigió al centro del anfiteatro. No obstante, transcurrieron casi diez minutos hasta que el primer conejo llegó a la altura de las setas metálicas.
Y no sucedió nada.
Poco a poco, más conejos fueron sumándose al primero. Dos…, cuatro…, ocho…, catorce…, diecisiete…, veinte…
Y de pronto, tan rápido que un parpadeo habría impedido verlo, veinte rayos de luz roja surgieron de las setas, incidiendo sobre los conejos. Una fracción de segundo después, los rayos habían desaparecido y veinte conejos yacían muertos sobre el suelo.
Un murmullo de asombro brotó de las gargantas de los expedicionarios.
—Por amor de Dios —musitó García—. ¿Qué ha sido eso?
—Lo mismo que mató a los tripulantes del Britannia —respondió Zarco con aire sombrío.
El químico parpadeó, perplejo.
—¿Lo que los mató…? Pero si sólo era luz roja. ¿Cómo puede matar la luz?
—Arquímedes defendió Siracusa construyendo grandes espejos y concentrando la luz solar sobre la flota romana que sitiaba la ciudad —replicó Zarco, pensativo—. La luz hizo que los barcos se incendiaran.
—Pero aquí no hay ningún espejo —objetó el químico.
—Ya lo sé, García, sólo era un ejemplo —gruñó Zarco—. La cuestión es que la luz concentrada sí puede matar, de modo que esas malditas setas deben de concentrar la luz de alguna forma…
Corroborando sus palabras, los conejos restantes, que hablan acabado dirigiéndose al centro del circo en busca de comida, cayeron abatidos por los rayos rojos surgidos de cuatro setas.
Un fúnebre silencio se extendió entre los expedicionarios.
—La única forma de alcanzar la ciudadela es cruzando ese anfiteatro —observó Cairo al cabo de unos segundos—. Salvo que se pueda llegar por arriba, siguiendo las crestas de esos farallones.
—Durazno y yo lo hemos intentado —dijo Zarco, negando con la cabeza—, pero hay una cortada de más de cien metros en vertical. Imposible pasar por allí sin equipo de escalada.
Cairo hizo un gesto de impotencia.
—Entonces —dijo—, ¿qué hacemos?
Zarco miró a Cairo; volvió la vista hacia el anfiteatro, miró de nuevo a Cairo y dijo:
—Regresar al barco.
—¿Tira la toalla, profesor? —preguntó Cairo, extrañado.
—No digas sandeces, Adrián. Lo que voy a hacer es acabar con esas malditas setas del demonio —recogió su mochila y su fusil, se dio la vuelta y echó a andar por el camino de regreso—. Venga, todos en marcha —ordenó—. Tenemos que ir al Saint Michel para recoger una ametralladora.
★★★
Los hombres que fueron al Saint Michel en busca del arma que Cairo había adquirido en Noruega tenían orden expresa de no decir nada acerca de lo que habían visto. En parte para no dar pábulo a rumores y alarmas innecesarias, pero sobre todo porque Lady Elisabeth no quería que su hija se enterase de que habían encontrado veintiún cadáveres. Eso debía comunicárselo ella en persona. Por otro lado, muy pocos conocían el contenido de aquel cajón con rótulos en ruso y en finlandés, así que la operación se llevó a cabo con discreción y celeridad.
Aun así, tardaron casi seis horas en llevar la Maschinengewehr 08 desde el barco hasta el extremo norte de la isla. La ametralladora pesaba más de sesenta kilos, a los que había que añadir la munición y el trípode, así que fue necesario instalar un cabestrante en lo alto del acantilado para poder desplazar tanto peso. Transportaron el arma en parihuelas entre cuatro hombres, hasta el campamento situado junto al poblado, donde los esperaba el resto de los expedicionarios. Acto seguido, se dirigieron al norte. Lo más complicado de todo fue sortear el campo eléctrico de las columnas púrpura, pero, si bien con ciertas dificultades, lograron hacerlo sin incidentes, y finalmente llegaron al circo natural que franqueaba el paso a la ciudadela. Una vez allí, mientras unos marineros instalaban la ametralladora sobre su trípode, Zarco se aproximó a Cairo y le dijo:
—Cada seta está separada de la siguiente unos cuarenta metros, de modo que cabe suponer que el alcance de esos rayos de luz letal es de veinte metros. Por tanto, guardaremos siempre al menos el doble de esa distancia de seguridad.
—No hay problema, profesor —repuso Cairo, señalando la ametralladora—. La MG-08 tiene un alcance efectivo de dos kilómetros. Esto va a ser un juego de niños.
Zarco arrugó el entrecejo, pensativo.
—No estés tan seguro, Adrián —dijo—. Le he dado vueltas y… bueno, Bowen no menciona esas setas de metal.
—Quizá lo olvidó.
—Sí, claro —ironizó Zarco—; un rayo de luz mortal es la típica cosa que uno pasa por alto —soltó un gruñido—. No digas bobadas, Adrián. Además, Bowen y los escandinavos llegaron hasta la ciudadela, de modo que si entonces hubieran estado esas setas, habrían acabado con ellos. Bowen no las menciona porque no estaban.
Cairo se encogió de hombros.
—Las pondrían después —dijo.
—Exacto. La pregunta es: ¿quién las puso? Y hay algo más… ¿Te fijaste en cómo actuaron las setas con los conejos? No abatieron al primer animal que se puso a tiro; esperaron a tener al alcance el suficiente número de conejos y entonces los frieron a todos a la vez. Igual ocurrió con la expedición de John: acabaron con ellos cuando estaban rodeados por todas partes. Es decir, que esas trampas con forma de seta no reaccionan automáticamente, así que tiene que haber algún tipo de Inteligencia tras ellas.
—¿Cree que hay alguien ahí? —dijo Cairo, señalando las torres de la ciudadela—. ¿Desde hace mil años?
Zarco negó con la cabeza, pensativo.
—Mil no —repuso—. Recuerda que antes de Bowen estuvieron aquí los constructores de la ciudad subterránea. Gente del Neolítico, así que estamos hablando de cinco o seis mil años —respiró hondo y soltó el aire de golpe—. Lo que pretendo decirte, Adrián, es que no debemos confiarnos pensando que nos enfrentamos sólo a unas cuantas trampas ingeniosas. Aquí hay algo más. Algo inteligente.
—¿Entonces? —preguntó Cairo—. ¿No nos cargamos las setas?
—Yo no he dicho eso. Acaba con ellas, por supuesto. Pero no bajes la guardia.
La ametralladora estaba montada justo en la entrada del circo, a unos cien metros de la primera línea de setas metálicas. Cairo se sentó en el suelo, tras el arma, introdujo el extremo de una cinta de munición en la boca del cargador, afinó la puntería y pulsó el gatillo. El estruendo de los disparos se multiplicó en una miríada de ecos mientras la seta metálica más cercana saltaba hecha pedazos bajo el impacto de las balas.
Un minuto y cuatrocientos disparos más tarde, las ocho primeras setas estaban convertidas en amasijos de cristales rotos y metal perforado. Acto seguido, desplazaron la ametralladora cincuenta metros hacia delante y Cairo reinició su labor destructiva, hasta que, al cabo de media hora, después de repetir varias veces la misma operación, no quedó en pie ni una sola seta metálica. Entonces, Cairo se incorporó y aguardó unos minutos inmóvil; como no sucedió nada, le hizo un gesto al resto de los expedicionarios indicándoles que podían adentrarse en el circo.
La primera en reaccionar fue Lady Elisabeth; echó a correr hacia el primer grupo de cadáveres y, tras examinarlos rápidamente, se aproximó a los siguientes tres cuerpos, y finalmente al grupo de doce. Entonces, al ver el cadáver situado en cabeza, se llevó las manos a la cara y se dejó caer de rodillas. Zarco, seguido por Cairo, caminó hacia ella y contempló el cuerpo que la mujer estaba mirando: era el cadáver de Sir John Thomas Foggart.
—Lo siento mucho, Lisa —dijo Cairo.
—Eh…, sí, es terrible —musitó Zarco. Y repitió—: Terrible…
Sin mirarlos, con los ojos clavados en el cuerpo de su marido, Lady Elisabeth susurró:
—¿Pueden dejarme sola un momento?
Zarco y Cairo se alejaron de ella unos pasos.
—¿Te has fijado en los cadáveres? —preguntó Zarco en voz baja.
—Están en demasiado buen estado para llevar tanto tiempo muertos —respondió Cairo.
—Exacto. Es como si el proceso de putrefacción no se hubiera iniciado.
Zarco se aproximó a dos de los cuerpos, que yacían en el suelo boca arriba, y señaló sus cabezas; en ambas, justo en mitad de la frente, había un pequeño orificio negro.
—Esas malditas setas sabían adonde apuntar —dijo—. Al cerebro: muerte instantánea.
Harding, Helpman y Potts, los tripulantes del Britannia que los habían acompañado, se hallaban frente a los cadáveres, mirándolos con desolación. Zarco se aproximó a ellos y preguntó:
—¿Están todos sus compañeros?
—Sí —respondió Harding—. Todos muertos.
—Ya. Lo siento.
—Esas setas del demonio los mataron como si fueran animales. ¿Por qué, señor Zarco?
—No lo sé, Harding. Para proteger la ciudadela, supongo.
Elizagaray se aproximó a Zarco y le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer, profesor? Deberíamos enterrar a estos desgraciados…
—¿En este suelo rocoso? No, tendremos que llevarlos al interior de la isla, y transportar veintiún cadáveres llevará mucho tiempo. Nos ocuparemos de eso más tarde —Zarco se volvió hacia los expedicionarios y dijo en voz alta—: Vamos a echar un vistazo. Que nadie se aleje mucho y estad atentos por si hay más sorpresas.
Acto seguido, le preguntó a Samuel:
—¿Has fotografiado los cadáveres?
—Eh…, no.
—¿Pues a qué demonios esperas? ¿O es que crees que te hemos traído aquí de vacaciones? Vamos, Durazno, fotografíalo todo, que para eso te pagamos.
Mientras Samuel comenzaba a tomar fotografías, Zarco se aproximó a García, que estaba en cuclillas, examinando algo que había recogido del suelo.
—¿Alguna novedad? —le preguntó.
—He encontrado un trocito de titanio —respondió el químico. Le mostró otros dos pequeños fragmentos metálicos y añadió—: Y también una esquirla de oro y otra de litio, creo. Aunque habrá que analizarlas, claro.
—¿Dónde estaban?
—Tiradas por el suelo.
—Serán fragmentos de las setas.
García negó con la cabeza.
—He examinado los restos de uno de esos artefactos —dijo—, y están hechos de acero, aluminio, cobre, cristal y una materia plástica que no puedo identificar. Pero nada de titanio, oro o litio…
Sucedió entonces. Uno de los marineros, López, se había alejado del grupo en dirección a la ciudadela. De repente, se escuchó un sonido extraño, como engranajes deslizándose con rapidez, y algo apareció en el circo. Era metálico, de metro y medio de altura, con forma de huso y, en la parte posterior, un largo flagelo articulado rematado por un aguijón de acero. Se desplazaba sobre dos ruedas, a toda velocidad.
Los gritos de alarma de sus compañeros alertaron a López. Giró la cabeza, vio al engendro que se dirigía hacia él e hizo amago de empuñar el fusil, pero cambió de idea y echó a correr, huyendo de aquella aberración. Demasiado tarde. El artefacto llegó en un instante a su altura, le atravesó de lado a lado con el aguijón y luego, desentendiéndose del cadáver, giró en dirección al grupo.
La mayoría había empuñado ya las armas y disparaba contra el engendro, pero las escasas balas que le alcanzaban rebotaban inofensivamente contra su piel de metal. Sin moverse de donde estaba, Cairo encajó la culata de su escopeta contra el hombro, cerró el ojo izquierdo, afinó la puntería y, cuando el artefacto se hallaba a escasos veinte metros de distancia, disparó.
Un boquete del tamaño de un puño apareció en la panza del monstruo, que trastabilló y se tambaleó durante un instante, para reanudar acto seguido su acometida. Entonces, Cairo disparó otra vez y abrió un nuevo agujero en la coraza metálica. Como abatido por un rayo, el engendro se desplomó sobre el suelo y comenzó a girar sobre sí mismo al tiempo que sacudía el flagelo de un lado a otro, como un látigo. Cairo recargó la escopeta y volvió a disparar. Tuvo que repetir tres veces la operación antes de que el monstruo yaciera inmóvil.
Un profundo silencio se extendió por el circo. Durante unos instantes, nadie se movió; luego, Elizagaray, Ciénaga y Palacios echaron a correr hacia donde se encontraba el cuerpo de López. Tras examinarle, el primer oficial se incorporó y movió la cabeza en sentido negativo. Entonces, Zarco, Cairo y Samuel se aproximaron cautelosamente al engendro metálico.
—Es un autómata… —musitó el profesor, asombrado.
De pronto resonó un bronco estruendo y los expedicionarios contemplaron, estupefactos, cómo la pared noroeste del circo se abría de lado a lado, descubriendo la oscura boca de una inmensa caverna. Apenas un segundo después, algo, un ser inverosímil, surgió de su interior.
Medía unos siete metros de altura por diez de ancho. Era metálico, con forma ovoidal, como dos platos colocados uno contra el otro, y de sus costados surgían ocho inmensas patas articuladas.
Era Aracné, el Edderkoppe Gud.
El Dios-Araña.
Tras un instante de estupor, los hombres echaron a correr en desbandada hacia la salida sur del circo, al tiempo que el Edderkoppe Gud comenzaba a avanzar hacia ellos haciendo temblar el suelo a su paso. Pese a su descomunal tamaño, se desplazaba a gran velocidad.
Zarco advirtió entonces que Lady Elisabeth estaba de pie junto al cadáver de su marido, con la vista clavada en aquel monstruo, paralizada. El profesor corrió hacia la mujer, la cogió de un brazo y tiró de ella.
—¡Tenemos que salir de aquí, señora Faraday! —gritó.
Como si su cerebro se reactivara de repente, Lady Elisabeth parpadeó y echó a correr junto a él. De soslayo, Zarco vio que un rayo rojo surgía del Edderkoppe Gud y abatía a uno de los hombres que huían.
Lady Elisabeth soltó un grito y cayó al suelo. Zarco se detuvo y la ayudó a incorporarse, pero la mujer profirió un gemido al apoyar el pie derecho.
—Me he torcido el tobillo…
Sin pensarlo dos veces, Zarco levantó en vilo a la mujer, se la cargó sobre un hombro y reinició la huida.
Y corrió, corrió, corrió como nunca antes había corrido.
★★★
Los fugitivos se adentraron en tropel en el desfiladero. Dado que cargaba con el peso de Lady Elisabeth, Zarco no tardó en quedar rezagado. De hecho, jadeaba ruidosamente y sentía que el pecho le ardía, pero el batir de las pisadas de aquel monstruo, que resonaban a su espalda como mazazos, le impelió a seguir corriendo sin desfallecer. Hasta que, de pronto, advirtió que ya no oía las pisadas. Volvió la cabeza hacia atrás y comprobó que, en efecto, nada ni nadie le seguía, así que disminuyó el ritmo de la carrera.
Al poco, llegaron al punto del desfiladero donde se alzaban las columnas púrpura. El resto de los expedicionarios estaba allí, empujándose unos a otros para pasar por los costados mientras Cairo intentaba poner orden para evitar que alguien cayese en el letal campo eléctrico. Zarco se detuvo, contempló durante unos segundos el barullo, sacó una pistola del bolsillo y efectuó un disparo al aire. Al instante, los hombres dejaron ele pugnar por abrirse paso y volvieron las miradas hacia el profesor.
—Esa cosa ya no nos persigue —dijo Zarco—, así que un poco de serenidad, demonios.
Los hombres permanecieron inmóviles, titubeantes, como si no acabaran de creérselo.
—¿Le importaría bajarme? —dijo Lady Elisabeth, que seguía colgada boca abajo sobre el hombro del profesor.
Zarco la depositó en el suelo, junto a unas rocas, y luego se volvió hacia el resto de los expedicionarios.
—Cuento diez personas —dijo—, y éramos trece.
—Aparte de López —intervino Elizagaray—, faltan Hakme y Helpman.
—Esa bestia mató a Hakme con un rayo —terció Palacios—. Yo lo vi.
—Y yo vi caer a Helpman —añadió Potts.
Sobrevino un silencio.
—¿Qué es ese monstruo, profesor? —preguntó Samuel en voz baja.
—¿Que qué es? —Zarco arrugó el entrecejo—. Una maldita araña metálica gigante, está claro. Y puedo añadir algo más: si pretendía asustarnos, lo ha conseguido. Ahora, caballeros, salgamos de aquí lo más ordenadamente posible y regresemos al campamento.
En el interior de la ciudadela
La mente había permanecido inactiva durante mucho tiempo. Aunque, en realidad, no del todo inactiva, pues parte de sus capacidades se ocupaban constantemente de que todo funcionara bien en la ciudadela. No obstante, la arquitectura más elevada de su inteligencia se había mantenido congelada, en suspenso, como debía ser mientras no fuera necesaria su activación. En cierto modo era algo semejante al sueño; mientras dormimos, la parte consciente de nuestro cerebro descansa, pero entre tanto otra parte continua ocupándose de que el corazón lata, los pulmones respiren y todos los automatismos del cuerpo funcionen. En ese sentido, podríamos decir que la mente llevaba siglos dormida.
Y ahora acababa de despertar.
Los animales bípedos, ésa era la causa. ¿Constituían una anomalía? Y en tal caso, ¿hasta qué punto?
La primera vez que tuvo contacto con ellos fue 4.623 ciclos solares atrás. Llegaron por el mar en estructuras flotantes y se instalaron en la isla, pero sólo eran animales, así que no les prestó particular atención. Hasta que se extendieron demasiado y fue necesario expulsarlos. El siguiente contacto se produjo 3.624 ciclos más tarde y, aunque breve, resultó sorprendente, pues uno de los animales logró abatir un dispositivo de contención, algo muy inusual. Así que la mente añadió una nueva línea de defensa estática frente a la ciudadela. Las setas metálicas. Después, al cabo de 659 ciclos, nuevos bípedos se establecieron en la isla, pero eran pocos y no causaban molestias. Sin embargo, los bípedos que, en dos oleadas, acababan de llegar parecían distintos.
La mente ya había advertido que esos animales fabricaban y usaban herramientas, pero muchas bestias lo hacen y, además, se trataba de instrumentos muy toscos. Sin embargo, los bípedos recién llegados llevaban con ellos herramientas más sofisticadas. Armas. Proyectiles impulsados por reacciones químicas explosivas. Lo cual, en sí mismo, tampoco significaba nada, pues otros animales, en lugares muy lejanos, habían desarrollado similares estrategias de defensa y ataque, sin por ello dejar de ser animales.
Pero había más. Como cabía esperar tratándose de simples bestias, cuando los bípedos de la primera oleada intentaron acceder a la ciudadela, fueron eliminados con facilidad por las líneas de defensa estática. Sin embargo, los de la segunda oleada actuaron con inesperada cautela y astucia.
Soltaron otros animales, pequeños cuadrúpedos, como señuelos para las unidades defensivas. Durante una fracción de segundo, la mente estuvo a punto de desconectar las defensas para no revelar lo que podían hacer, pero acto seguido se preguntó cómo reaccionarían los bípedos al ver las defensas en acción, así que permitió que éstas eliminaran a los pequeños cuadrúpedos.
Entonces, los bípedos se marcharon, pero regresaron al poco y, armados con uno de sus propulsores químicos, destruyeron las defensas estáticas. Y luego abatieron a una unidad móvil. Así que la mente tuvo que recurrir a su dispositivo defensivo más poderoso, el Edderkoppe Gud. Y, dada la evidente capacidad destructiva de los bípedos, consideró la idea de eliminarlos. De hecho, era lo que debía hacer si se trataba de animales. Pero ¿y si eran algo más que animales?
Porque aún había otro dato que considerar. Desde hacía veintiún ciclos solares, la mente captaba en el planeta emisiones de radiofrecuencia no naturales. Esas emisiones fueron creciendo en número y potencia conforme pasaba el tiempo y, hacía muy poco, la mente había descubierto que una señal de radio codificada procedía de la última estructura flotante en llegar a la isla.
Por supuesto, de nuevo eso no significaba nada, pues en otros lugares había animales que usaban las ondas radiales como sistema de comunicación y detección. No, no contaba con ninguna prueba irrefutable; pero había indicios.
Por eso, la mente decidió aguardar y no hacer nada. Tenía que recopilar más datos acerca de aquellos curiosos bípedos antes de exterminarlos.