Los peregrinos
Verne y Cairo se encontraban en el puente de mando del Saint Michel, observando las maniobras del Dédalo, cuando lo vieron caer.
—¡Dios santo! —exclamó el capitán—. ¿Qué ha sido eso?
—Algo ha impactado contra el dirigible —dijo Cairo, sin apartar la mirada de la isla.
—Pero… ¿qué era?
—Ni idea —Cairo se volvió hacia el capitán y dijo—: Voy a desembarcar. Me llevaré a Elizagaray, a Sintra y a diez marineros. ¿Da su permiso?
—Claro, Adrián. Dese prisa.
El capitán hizo sonar tres veces la sirena para convocar a la tripulación. Cairo bajó a cubierta y comenzó a impartir órdenes, pero Katherine, muy nerviosa, le interrumpió agarrándole de un brazo.
—¿Qué ha ocurrido, Adrián? —preguntó.
—El dirigible ha caído.
—Ya lo he visto, pero ¿por qué, qué ha pasado?
—No lo sé, pero lo averiguaremos. Vamos a desembarcar.
—Iré con usted.
—No, Kathy; puede ser peligroso.
—¡Mi madre iba en ese artefacto! —gritó la muchacha—. ¡Y todo por culpa del maldito Zarco y sus chifladuras!…
—Cálmese —ordenó Cairo, cogiéndola por los hombros—. Ahora no es momento de perder los nervios. Escuche, Kathy, el profesor será lo que sea, pero le garantizo algo: tiene suerte. Por eso, estoy seguro de que tanto él como Lisa y Sam han sobrevivido a la caída. Ahora iré con doce hombres a la isla y le doy mi palabra de que los rescataremos, y entre tanto usted se quedará en el Saint Michel, esperando. ¿De acuerdo?
Katherine se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza. Cairo le dedicó una sonrisa, se dio la vuelta y ordenó a los hombres que arriaran los botes; luego fue con los dos oficiales a la armería para proveerse de rifles y munición.
★★★
Afortunadamente, tras caer en picado unos sesenta metros, el fuselaje del Dédalo se enredó con las copas de unos árboles, impidiendo así que la barquilla se estrellara contra el suelo. No obstante, la caída derribó a los pasajeros, zarandeándolos unos contra otros.
—Tengo un pie tuyo en mi cara, Durazno —gruñó Zarco—. Si estás vivo, quítalo de ahí.
—Disculpe, profesor… —repuso el joven, apartando la pierna.
Cuando Samuel y Zarco lograron ponerse en pie, la estructura del Dédalo se agitó y gimió como si estuviera a punto de derrumbarse. Lady Elisabeth permaneció tirada sobre el suelo de la barquilla, inmóvil y con los ojos cerrados. Zarco se inclinó sobre ella y la examinó rápidamente.
—¿Está…? —dijo Samuel, sin atreverse a completar la pregunta.
—Desmayada —respondió Zarco, incorporándose—. Se ha dado un golpe en la cabeza, pero esta mujer la tiene tan dura que no creo que haya motivo de preocupación…
En ese momento, el fuselaje del Dédalo resbaló unos centímetros por entre las ramas, sacudiéndolos.
—Más vale que salgamos de aquí antes de que este cacharro se nos caiga encima.
La barquilla estaba más o menos a un metro y medio del suelo; Zarco saltó el primero y, ayudado por Samuel, tomó entre sus brazos el exánime cuerpo de Lady Elisabeth.
—Coge el fusil, Durazno —dijo el profesor mientras dejaba a la mujer tendida sobre la hierba que alfombraba el suelo de la isla.
Cargando con el fusil, la cámara fotográfica y la caja de placas, Samuel bajó de la barquilla y le entregó a Zarco el arma. Con los ojos fijos en los restos del Dédalo, que pendían de las ramas de un roble como una inmensa cometa rota, el profesor se colgó de un hombro el Mauser y dijo:
—Cuando Ramos, el banquero, se entere de cómo ha acabado lo que, según él, era una «tan innecesaria como insultantemente cara inversión», le va a dar un síncope.
—¿Qué era ese…, esa cosa voladora que nos ha atacado? —preguntó Samuel mientras comprobaba si la cámara fotográfica aún funcionaba.
—Ni idea, Durazno. Un pájaro no, desde luego.
Zarco miró en derredor; estaban en medio de un bosque, cerca de un sendero.
—¿Qué vamos a hacer, profesor? —preguntó Samuel.
—Cairo vendrá con unos cuantos hombres a buscarnos —respondió Zarco, pensativo—. Desembarcarán en la playa que hay al sur, así que hacia allí nos dirigiremos.
—¿Esperamos a que se recupere la señora Faraday?
—No. Debemos de estar a unos siete kilómetros de la playa, así que más vale que nos demos prisa.
Zarco se inclinó sobre Lady Elisabeth, la levantó con facilidad, se la cargó sobre un hombro y echó a andar por el sendero en dirección al sur. Tras una breve vacilación, Samuel le siguió en silencio. Al poco, un pequeño animal blanco cruzó el sendero por delante de ellos.
—¡Conejos! —exclamó Zarco, sorprendido—. ¿Cómo demonios hay conejos aquí?
—No lo sé, profesor.
—Era una pregunta retórica, Durazno —gruñó Zarco sin dejar de caminar—. No esperaba respuesta.
Durante los siguientes veinte minutos, nadie dijo nada. De cuando en cuando, Lady Elisabeth gemía quedamente y se removía sobre el hombro del profesor, pero en ningún momento recuperó la consciencia. El bosque estaba en completo silencio.
—Sólo hay aves en la costa —comentó Zarco en voz baja—. Pero no en el interior. Qué raro…
—Había un poblado —dijo Samuel al cabo de unos minutos.
—Sí, debe de estar unos dos kilómetros más adelante.
—Parecía abandonado.
Zarco soltó una risita sarcástica.
—De eso nada, Durazno. La isla está habitada.
—Pero no vimos a nadie…
—Supongo que se esconderían. Vamos a ver, hombre, ¿estamos siguiendo un sendero?
—Sí…
—Pues que yo sepa los senderos no se abren ni se mantienen abiertos ellos solitos. Además, antes he visto pisadas en el barro. Huellas frescas.
Samuel miró a su alrededor, alarmado.
—¿Y quiénes son? —preguntó.
—No me hagas malgastar saliva contestando preguntas idiotas, Durazno. Y yo qué sé quiénes son.
Tras gruñir algo por lo bajo, Zarco comenzó a silbar una tonada, pero, apenas un minuto después, enmudeció y se paró en seco. Samuel se detuvo a su lado.
—¿Qué sucede, profesor? —preguntó.
—¿Que qué sucede? —murmuró Zarco con la mirada fija al frente—. Pues que nos acabamos de tropezar con los habitantes de la isla deshabitada…
Entonces, surgiendo de detrás de los árboles y los arbustos, aparecieron una veintena de hombres. Eran altos, de ojos y cabellos claros, la mayoría con barba, y se cubrían con vestimentas de piel de foca. Todos, sin excepción, iban armados con lanzas, arpones y arcos.
Y no parecían nada amistosos.
★★★
En cuanto los dos botes del Saint Michel vararon en la playa, los hombres que iban en ellos, todos armados con fusiles, desembarcaron rápidamente y se reunieron en torno a Cairo. Éste contempló el inmenso ídolo tallado en la pared del acantilado y advirtió que, a su derecha, una tosca escalera de roca conducía a la cima del farallón.
—Debemos de estar a unos siete u ocho kilómetros de donde cayó el Dédalo —dijo—. Si vamos a buen paso, podremos llegar allí en hora y media. Pero no sabemos lo que hay en la isla, de modo que vamos a estar todos muy atentos.
Sin más preámbulos, Cairo, seguido por los tripulantes, comenzó a remontar la escalinata de piedra.
Entre tanto, en lo alto del acantilado, alguien oculto tras unas rocas los espiaba. Era rubio, con los cabellos muy largos recogidos en una trenza, llevaba barba y tenía los ojos azules. Vestía chaqueta y pantalones de piel de foca y se tocaba la cabeza con un gorro de conejo. Se llamaba Alf y, pese a no ser cobarde, sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio llegar a los extranjeros. Sólo eran trece, pero todos llevaban armas de fuego.
Inquieto, Alf abandonó sigilosamente su escondite y echó a correr hacia el interior de la isla. Tenía que dar la voz de alarma.
★★★
Lady Elisabeth recuperó el conocimiento sintiendo una intensa jaqueca. Abrió los ojos y vio todo borroso, así que volvió a cerrarlos y se llevó una mano a la cabeza. Profirió un débil gemido; tenía un chichón en la nuca.
—¿Se encuentra bien, señora Faraday? —dijo una voz.
Lady Elisabeth abrió de nuevo los ojos, pero veía doble. Parpadeó hasta enfocar la mirada y vio a Samuel contemplándola con preocupación. Giró la cabeza y comprobó que se hallaba dentro de una cabaña de madera, tumbada sobre un camastro; Samuel estaba a su lado y Zarco de pie, mirando al exterior a través de un ventanuco. La mujer se apoyó en una mano para sentarse; al hacerlo, la cabeza le dio vueltas.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el poblado que vimos desde el Dédalo —respondió Samuel.
—¿Cómo hemos llegado aquí? Lo último que recuerdo es el dirigible cayendo…
—Se enredó en unos árboles; eso nos salvó. Pero usted se golpeó la cabeza y se desmayó. El profesor la ha traído en brazos.
—Vaya…, gracias, profesor.
—No hay por qué darlas —respondió Zarco sin apartar la mirada del ventanuco—. He cargado con mochilas más pesadas que usted.
—Nunca me habían comparado con una mochila, pero se lo agradezco de todos modos. ¿Y qué hacemos aquí?
—La isla está habitada, señora Faraday —respondió Samuel—. Cuando íbamos hacia la playa, nos salió al paso un grupo de hombres y nos obligaron a venir a su poblado. Me temo que nos han hecho prisioneros.
Lady Elisabeth entrecerró los ojos, desconcertada.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Parecen escandinavos —respondió Zarco—. Ahí tenemos a dos de ellos vigilando la puerta.
Lady Elisabeth se incorporó, pero tuvo que apoyarse en Samuel, pues aún estaba un poco mareada. Tras una pausa para recuperar el equilibrio, se aproximó a Zarco y miró a través del ventanuco a los dos hombres que montaban guardia frente a la cabaña. Uno de ellos comentó algo en un idioma extraño y el otro le contestó.
—Son daneses —dijo Lady Elisabeth.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Zarco.
Sin responderle, Lady Elisabeth se dirigió a los guardianes en su idioma. Éstos pusieron cara de sorpresa, dijeron algo, ella les contestó y, tras una breve vacilación, uno de ellos se alejó en dirección al interior del poblado. Zarco contempló a la mujer con estupor.
—¿Qué les ha dicho?
—Que queremos hablar con su jefe —como el profesor parecía haberse quedado petrificado en un gesto de sorpresa, Lady Elisabeth agregó—: No me miré así; ya le dije que tenía nociones de danés.
Tuvieron que esperar más de media hora hasta que el jefe de los isleños hizo acto de presencia. Era un anciano de cabellos y barba blancos; vestía ropas de piel de foca, como los demás, pero el collar de dientes de oso que pendía de su cuello y la vara labrada que portaba en una mano revelaban su superior estatus. Entró en la cabaña escoltado por seis hombres armados con arcos y arpones, y tras una pausa soltó una larga parrafada. Lady Elisabeth le respondió en su idioma y el jefe volvió a enredarse en otra extensa perorata que la mujer interrumpía de cuando en cuando para solicitar alguna aclaración.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Zarco cuando se hizo el silencio.
—Se llama Gulbrand —respondió Lady Elisabeth— y es el caudillo de los pílgñmme, que es como se denomina a sí misma esta gente.
—¿Significa algo? —preguntó Samuel.
—Sí: «peregrinos». Según dice, no pretenden causarnos el menor daño.
—Entonces, ¿por qué nos han hecho prisioneros? —refunfuñó Zarco.
—Porque hemos violado su territorio. Pero asegura que pensaban liberarnos en cuanto yo me recuperase. Le he preguntado por el Britannia y por la expedición de John y me ha prometido que me lo contará todo si les ayudamos.
El profesor frunció el ceño.
—¿A qué? —preguntó.
—Los hombres del Saint Michel han desembarcado en la isla y vienen hacia aquí. Gulbrand y su gente conocen las armas de fuego y las temen, así que nos suplica que intercedamos ante nuestros amigos para que nadie salga herido. Dice que todo lo que desean es vivir en paz y que, si les ayudamos, estarán en deuda con nosotros.
Zarco se rascó la cabeza y le dirigió una torva sonrisa al caudillo de los daneses.
—De modo que ese monigote está muerto de miedo y por eso ahora se muestra tan amable —dijo en tono sarcástico; se encogió de hombros y añadió—: De acuerdo, sigámosle el juego.
★★★
Cairo y los tripulantes del Saint Michel avistaron el poblado varios cientos de metros antes de llegar a él. De hecho, ya se habían encontrado con huertos y sembrados, así que sabían que la isla estaba habitada. Al divisar las chozas, Cairo ordenó a los hombres que se desplegaran en abanico y que estuvieran preparados para disparar en cuanto surgiera el menor problema. Luego, se aproximaron sigilosamente al poblado, hasta que, cuando apenas faltaban treinta metros para llegar, un hombre surgió de detrás de una choza. Era Zarco.
—Hola, Adrián —le saludó en tono relajado, como si acabaran de encontrarse por la calle—. Habéis tardado una eternidad en llegar.
—¡Profesor! —exclamó Cairo—. ¿Está usted bien?
—Como una rosa.
—¿Y Lisa y Sam?
—De perlas. Venga, acercaos. Que nadie dispare, pero no soltéis las armas.
Cairo y sus hombres se aproximaron al profesor y, al rodear la primera cabaña, descubrieron con sorpresa que todos los habitantes del poblado, cerca de tres centenares de hombres, mujeres y niños, se habían reunido en el claro situado en el centro del pueblo. Los hombres iban armados, pero no empuñaban las armas. Lady Elisabeth y Samuel estaban junto al jefe Gulbrand.
—¿Quién es esa gente? —preguntó Cairo.
—Daneses —respondió Zarco—. Y no me preguntes más, porque no tengo ni idea de qué hacen aquí. Escucha, Adrián, se supone que estos desarrapados son pacíficos, pero no me fío ni un pelo de ellos. Sonreíd mucho y tened los fusiles listos para disparar, por si acaso —se volvió hacia Lady Elisabeth y dijo en voz alta—: Señora Faraday, ¿tendría la amabilidad de decirle a Gulbrand que estos hombres vienen en son de paz y que, si todos nos portamos como niños buenos, nadie saldrá herido? Y de paso recuérdele que iba a hablarnos acerca del Britannia.
Lady Elisabeth le tradujo al jefe de los daneses las palabras del profesor. Gulbrand asintió con la cabeza y le dijo algo en voz baja a uno de sus hombres, que se apartó del grupo, se aproximó a una de las cabañas y apartó la tranca que bloqueaba la entrada. Luego, abrió la puerta y, mediante gestos, le indicó a quienquiera que estuviese dentro que saliese. Al poco, cinco hombres abandonaron la cabaña; uno llevaba un brazo en cabestrillo y otro cojeaba apoyado en una rama. Todos eran tripulantes del Britannia.
★★★
Mientras los hombres del Saint Michel montaban guardia, Zarco, Cairo, Samuel y Lady Elisabeth se reunieron en el interior de una choza con los cinco marinos del Britannia. Eran Edward Harding, el segundo oficial, Charles Ellery, el jefe de máquinas, y tres marineros: Gamaliel Couch, Richard Helpman y Joseph Potts. Lady Elisabeth conocía a Harding, de modo que, tras saludarle e interesarse por su estado y el de sus compañeros, le preguntó:
—¿Y mi esposo? ¿Dónde está? ¿Le ha sucedido algo?
El segundo oficial, un cuarentón con el rostro picado de viruela, se pasó una mano por la nuca.
—No sabemos nada de Sir Foggart, señora —respondió—. Se fue con unos cuantos hombres a explorar el norte de la isla y no hemos vuelto a tener noticias suyas.
—¿Cuándo? —preguntó Lady Elisabeth—. ¿Cuánto hace que se fue?
Harding se rascó la cabeza, confuso.
—No lo sé a ciencia cierta —dijo—. Aquí no anochece y no tenemos reloj, así que ha sido difícil llevar el cómputo del tiempo —se volvió hacia sus compañeros y aventuró—: ¿Un par de semanas?
Los cuatro hombres asintieron a la vez con no mucha seguridad.
—¡Dos semanas! —exclamó Lady Elisabeth llevándose una mano a la cara—. Dios mío…
Zarco carraspeó un par de veces.
—Bueno, bueno, ya llegaremos a eso —dijo—. Ahora, Harding, por qué no nos cuenta la historia desde el principio. En junio del año pasado, el Britannia partió de Portsmouth con destino a Trondheim, ¿no es cierto?
—Así es, señor Zarco —asintió el segundo oficial.
—Bien, ¿y qué sucedió?
—Estuvimos una semana fondeados en Trondheim; luego nos dirigimos hacia el Cabo Norte y nos aprovisionamos de combustible y vituallas en Havoysund.
—Y después se dirigieron a Svalbard —le apremió Zarco—, a Kvitoya, donde Foggart descubrió la ciudad subterránea.
—Sí. Aunque tardamos mucho en encontrarla. El patrón estaba encantado con el hallazgo, así que nos instalamos en la cueva para poder explorarla mejor. Al principio teníamos previsto estar allí sólo una semana, pero la cosa se alargó y alargó, hasta que se nos echó el otoño encima.
—Y ya no era posible navegar hacia la Tierra de Francisco José —terció Cairo.
Harding movió afirmativamente la cabeza.
—Entonces —prosiguió—, el patrón decidió que pasáramos el invierno en la caverna. Quería explorarla a fondo, pero la verdad es que fue un maldito aburrimiento —miró de reojo a Lady Elisabeth y añadió—: Disculpe mi lenguaje, señora.
Lady Elisabeth hizo un gesto, quitándole importancia, y dijo:
—El Britannia regresó a Havoysund el pasado mayo.
—Sí, señora. Para repostar combustible y provisiones. Luego regresó a Kvitoya y cosa de un mes después, cuando la banquisa se fundió lo suficiente, partimos hacia la Tierra de Francisco José.
—Un momento —le interrumpió Zarco—. ¿Cuánta gente viajaba en el Britannia?
Harding reflexionó durante unos segundos.
—Perkins desembarcó en Havoysund —dijo—. Había resbalado en la cueva y tenía un brazo roto, de modo que decidió regresar a Inglaterra. Así que, aparte de Sir Foggart y del señor Wallace, éramos veinticuatro tripulantes.
—¿Quién es ese tal Wallace? —preguntó Zarco.
—Radford Wallace, un químico que contrató Sir Foggart para que nos acompañase en la expedición.
—Un químico, es lógico. Bien, después de invernar en Kvitoya, el pasado día cuatro partieron hacia la Tierra de Francisco José. ¿Tardaron mucho en encontrar el paso en la banquisa?
—Un par de días. Luego, seguimos el canal en el hielo y…, y entonces llegó el desastre.
—El peñón que está frente a la isla —terció Cairo.
Harding asintió.
—Sir Foggart dijo que estaba hecho de un mineral magnético.
—Magnetita —apuntó Zarco.
—Sí, eso… El caso es que atrajo al Britannia contra los escollos y naufragamos.
—¿Hubo alguna desgracia personal? —se interesó Lady Elisabeth.
El segundo oficial señaló con un gesto a dos de los hombres que estaban a su lado.
—Ellery se rompió un brazo y Couch un tobillo —dijo—. Nadie más resultó herido. Rescatamos lo que pudimos del Entarima y desembarcamos en la isla. Al poco, nos encontramos con los nativos, que nos acogieron con amabilidad. Sir Foggart pasó unos días hablando con ellos e investigando unas ruinas cercanas al poblado, hasta que decidió explorar el resto de la isla, aunque los escandinavos le advirtieron que estaba prohibido adentrarse en el territorio que se extiende al norte.
—¿Por qué? —preguntó Zarco.
—Por lo visto, creen que allí viven sus dioses, o algo así.
—Pero Foggart no hizo caso…
—No. Formó un grupo compuesto por Duncan, el primer oficial, Wallace, el químico, y otros nueve hombres, y se dirigieron al norte. Pero pasó un día entero sin tener noticias de ellos, así que el capitán Westropp reunió al resto de los tripulantes, salvo a nosotros, y fueron en busca de Sir Foggart… —el rostro de Harding se ensombreció—. Como les he dicho, eso ocurrió hace unas dos semanas, y desde entonces no hemos vuelto a saber de ellos.
—¿No intentaron averiguar qué les había ocurrido? —preguntó Cairo.
—Claro que sí —intervino por primera vez Ellery, el jefe de máquinas del Britannia—. Couch y yo estamos demasiado maltrechos, pero Ed, Richard y Joseph decidieron ir en su busca.
—¿Y por qué no fueron?
—Porque los indígenas nos lo impidieron —respondió Harding—. Hasta entonces habían sido de lo más pacíficos, pero en cuanto se enteraron de que también nosotros pensábamos ir al norte, nos quitaron las armas y nos encerraron en esta cabaña. Y así hemos permanecido hasta hoy.
—¿Les han tratado mal? —preguntó Cairo.
—No, sólo nos han tenido recluidos. Creo que en realidad no sabían qué hacer con nosotros.
Tras concluir la conversación, todos salieron al exterior. Los escandinavos se habían dispersado por el poblado, retornando a sus quehaceres, y en el claro central sólo permanecían el jefe Gulbrand y seis de sus hombres, así como los tripulantes del Saint Michel. Tras abandonar la cabaña, Lady Elisabeth se apoyó en un poste y dejó caer la cabeza. Estaba pálida.
—¿Se encuentra bien, Lisa? —preguntó Cairo.
La mujer asintió.
—Sólo estoy un poco mareada —dijo; y en voz baja, añadió—: John ha muerto…
—Eso aún no lo sabemos —protestó Cairo.
—¿Dos semanas sin dar señales de vida? —replicó la mujer con tristeza—. ¿En una isla que tiene poco más de doce kilómetros de largo?
—Quizá no puedan volver por algún motivo —terció Zarco—. No tiene sentido caer en el pesimismo mientras ignoremos lo que ha sucedido. Pero lo averiguaremos, descuide. Ahora me gustaría charlar un rato con Gulbrand, de modo que, si se encuentra bien, señora Faraday, le agradecería que me prestara sus inestimables servicios como intérprete.
—En el Saint Michel deben de estar preocupados por nosotros —intervino Samuel—. Deberíamos informarles de que nos encontramos a salvo.
—Es cierto, lo había olvidado —dijo Lady Elisabeth—. Kathy lo estará pasando fatal.
—Yo me ocuparé de eso —se ofreció Cairo—. Enviaré a alguien a la costa para que haga señales al barco.
★★★
Katherine abandonó el puente de mando y recorrió la cubierta con el ceño fruncido. Estaba enfadada. Y también aliviada; pero sobre todo enfadada. El capitán Verne acababa de comunicarle que Elizagaray había hecho señales luminosas desde la isla, informando de que Lady Elisabeth, Zarco y Samuel estaban sanos y salvos. Eso la había aliviado. Sin embargo, seguían sin noticias de su padre, y eso la había enfadado. Así que Katherine le dijo a Verne que quería desembarcar, pero el capitán le respondió que era imposible.
—Se han llevado los botes, Kathy —dijo—. Están en la isla.
Y eso la enfadó aún más. Se sentía inútil e impotente encerrada en aquel barco y la angustiaba no saber nada de su padre, ahora que tan cerca estaba de él. Así que, sumida en fúnebres pensamientos, salió del puente dando un portazo, atravesó la cubierta con paso rápido, bajó la escalerilla que conducía al interior del buque y comenzó a recorrer un solitario pasillo en dirección a su camarote. Pero, cuando estaba a medio camino, algo llamó su atención. Un sonido. Se detuvo y escuchó atentamente… Eran los pitidos de un pulsador eléctrico y procedían de la cabina del radiotelegrafista.
Se aproximó con sigilo y pegó el oído contra la puerta. En efecto, alguien estaba enviando un mensaje en Morse. Pero… ¿no había ordenado el profesor Zarco silencio radial absoluto? Contuvo la respiración y permaneció atenta a los pitidos. Fuera quien fuese, emitía el mismo mensaje una y otra vez.
Procurando no hacer ruido, Katherine sacó del bolso un lápiz y una libreta y copió el mensaje. Entonces, de repente, los pitidos se interrumpieron y escuchó el ruido de alguien levantándose de una silla. A toda prisa, la muchacha se dirigió al fondo del pasillo y se ocultó tras un mamparo. Justo en ese momento, la puerta de la cabina de radio se abrió y un hombre la abandonó en dirección a la cubierta.
Katherine asomó fugazmente la cabeza y comprobó que era Román Manglano, el radiotelegrafista. Cuando el hombre desapareció escalerilla arriba, la joven salió de su escondite y se quedó pensativa en medio del pasillo. Si Zarco había prohibido usar la radio, ¿por qué Manglano le había desobedecido? Aunque quizá no hubiese enviado ningún mensaje y sólo estaba comprobando el equipo. O puede que se hubiera levantado la prohibición sin que ella lo supiese. Durante unos segundos se preguntó si no debía informar de aquello al capitán, pero estaba enfadada y, además, aquel mensaje que tantas veces había repetido el radiotelegrafista no tenía sentido.
Antes de darse la vuelta para ir a su camarote, Katherine le echó un vistazo a lo que había escrito en la libreta: «813464444549».
No, no tenía ningún sentido, pensó mientras se alejaba.
★★★
Cuando Gulbrand supo que los forasteros querían hablar con él de nuevo, decidió convocar al consejo de la villa, compuesto por siete ancianos y tres adultos jóvenes. Zarco, Cairo y Lady Elisabeth se reunieron con ellos en la choza más grande del poblado —que debía de ser algo así como el ayuntamiento— y se sentaron en círculo sobre pieles de oso blanco. Zarco comenzó el interrogatorio preguntándole al jefe, a través de Lady Elisabeth, de dónde procedía su pueblo y cómo había llegado a la isla.
Gulbrand respondió que todo lo que sabían al respecto eran las historias de sus antepasados, y que según esas historias los pilgrimme procedían de un lugar llamado Vastervik, en el lejano reino de Danmark. Al parecer, tras la muerte del rey Christian, Danmark entró en guerra con el vecino reino de Sverige, y los pilgrimme decidieron abandonar el país para emigrar al nuevo mundo de más allá del océano. Pero al comienzo del viaje fueron sorprendidos por una serie de tormentas que condujeron su nave al lejano norte. Cuando estaban perdidos en medio del mar, el capitán del barco en que viajaban les dijo que había oído hablar de una isla situada muy al norte, en un archipiélago, un lugar cálido y fértil donde, según decían, habitaban los dioses. Finalmente, los pilgrimme buscaron ese lugar y así fue como llegaron a Gudernes 0, que es como llamaban a la isla.
—Sverige es Suecia —comentó Zarco una vez que Lady Elisabeth le hubo traducido las palabras de Gulbrand—. Y ese rey debe de ser Christian IV, tras cuya muerte, a mediados del siglo XVII, hubo una guerra entre Dinamarca y Suecia.
—Entonces —dijo Cairo—, ¿esta comunidad lleva aquí dos siglo y medio?
—Eso parece —repuso Zarco—. Bowen no mencionaba que la isla estuviese habitada, ni por daneses ni por nadie, de modo que tuvieron que llegar aquí después del siglo X —se volvió hacia Lady Elisabeth—. Pregúntele qué hay al norte de la isla.
La mujer le transmitió la pregunta a Gulbrand y éste respondió al tiempo que hacía un gesto con la mano izquierda (el pulgar entre el índice y el corazón) para espantar la mala suerte.
—Dice que al norte —tradujo Lady Elisabeth—, más allá del muro de los antiguos, al pie de la montaña de fuego, está el recinto de los dioses, Asgard, donde Odín se sienta en su trono Hlióskjálf.
Zarco hizo un gesto de perplejidad.
—¿Pero esta gente no es cristiana? —dijo—. Si descienden de emigrantes del siglo XVII forzosamente tienen que serlo.
Lady Elisabeth se lo preguntó al jefe y tradujo la respuesta:
—Gulbrand asegura que veneran a Cristo, pero también a los viejos dioses de su pueblo, porque aquí se encuentra Asgard, su morada. Dice que cada día ven en el cielo los rayos de Odín, a quien llaman 0jet, El Ojo.
—¿El Ojo? —Zarco frunció el ceño, extrañado. De pronto, se dio una palmada en la frente y exclamó—: ¡Claro, el Ojo! Según la mitología nórdica, Odín, el máximo dios, era tuerto, pues perdió el ojo izquierdo cuando quiso beber en el Pozo de la Sabiduría del gigante Mim. Y, por otra parte, el ídolo que vimos en el templo subterráneo y que está esculpido en el acantilado de la playa es un cíclope, un ser de un solo ojo. ¡Todo encaja!
Cairo le miró con una ceja alzada.
—No parece que eso vaya a sernos de mucha ayuda, profesor —dijo.
—No —aceptó Zarco—. Pero es interesante. Bueno, sigamos. Señora Faraday, pregúntele si él o alguno de esos patanes ha estado alguna vez en el norte de la isla.
Lady Elisabeth hizo lo que le pedía el profesor y le transmitió la respuesta del jefe.
—Dice que no, que Asgard es un territorio prohibido para los humanos y que ninguno de sus hombres lo ha profanado jamás. No obstante, añade que en el pasado algunos pilgrimme se propusieron cruzar el muro, pero todos los que lo intentaron fueron eliminados por la furia del Edderkoppe Gud.
—¿Y eso qué es? —preguntó Cairo.
—Traducido literalmente, Edderkoppe Gud significa ‘Dios-Araña’.
—Otra vez con las dichosas arañas —gruñó Zarco—. Qué manía…
Tras un breve silencio, varios miembros del consejo se pusieron a hablar a la vez. Gulbrand les interrumpió con aire digno y luego le dijo algo a Lady Elisabeth.
—El jefe pregunta si pensamos quedarnos mucho tiempo en la isla —tradujo ella con expresión sombría—. Nos advierte que no debemos ir en busca de los hombres del Britannia, pues: ya están muertos, y todo lo que conseguiríamos sería morir nosotros también.
Zarco y Cairo intercambiaron una mirada.
—Naturalmente que iremos en su busca, señora Faraday —dijo el profesor—, pero será mejor que no se lo cuente a esos tipos. Dígales que, por supuesto, respetaremos a sus dioses y que nos quedaremos unos días en la isla disfrutando de su hospitalidad.
Lady Elisabeth les transmitió las palabras de Zarco a los daneses y el jefe dijo algo en tono lastimero.
—Gulbrand nos suplica que abandonemos la isla cuanto antes, pues de lo contrario traeremos la desgracia sobre ellos.
—¿Y eso por qué?
Lady Elisabeth y el jefe hablaron durante unos minutos. Luego, la mujer tradujo la conversación.
—Gulbrand dice que hace unos sesenta años, cuando era niño, llegó a la isla un poderoso mago a bordo de un barco que navegaba por debajo del agua.
—¡Nemo! —exclamó Cairo.
—Exacto —asintió ella—. El capitán Nemo llegó aquí a bordo del Nautilus y, tras explorar la isla, le advirtió a los daneses que el día que llegaran hombres en barcos de hierro, su pequeño paraíso se desmoronaría. Les dijo que cuando eso ocurriese, debían abandonar la isla y buscar otro refugio, pues sus vidas correrían peligro.
—Caray con Nemo —comentó Cairo—. Parece que no tenía muy buena opinión de los occidentales.
—Odiaba a todo el mundo —dijo Zarco—. Señora Faraday, pregúntele por qué hicieron prisioneros a los cinco tripulantes del Britannia. Y ya que vamos a eso, por qué nos apresaron a usted, a Durazno y a mí.
Cuando Lady Elisabeth le transmitió la pregunta, Gulbrand desvió la mirada, visiblemente incómodo, y tras una larga pausa respondió en voz baja.
—Dice que al retener a los cinco hombres del Britannia les salvó la vida —tradujo la mujer—, pues si hubieran ido en busca de sus amigos, el Edderkoppe Gud habría acabado con ellos. En cuanto a nosotros, dice que ignoraban quiénes éramos y cuáles eran nuestras intenciones, pero que no pensaban hacernos ningún daño. Asegura que son gente de paz y que lodo lo que quieren es vivir tranquilos.
—Lo que no dice ese fantoche es que si ahora son tan amables es por el miedo que les tienen a las armas de fuego —comentó Zarco—. Pregúntele si ha visto alguna vez a ese Dios-Araña de las narices.
Al oír la pregunta, Gulbrand volvió a hacer un gesto contra la mala suerte y sacudió enérgicamente la cabeza al tiempo que respondía.
—Nunca ha visto al Edderkoppe Gud —tradujo Lady Elisabeth—. Pero dice que, según los antepasados, es grande como una montaña y vomita fuego por las fauces.
Zarco se incorporó y, tras desperezarse, dijo:
—Me parece que no vamos a sacar mucho más de esta gente, así que se acabó la charla. Dígales que les molestaremos lo menos posible y que sigan a lo suyo, como si no estuviéramos aquí.
Tras concluir la reunión, Zarco, Cairo y Lady Elisabeth salieron al exterior y se detuvieron al lado de un corral en cuyo interior balaban tranquilamente varias cabras. A la derecha había una jaula de madera con conejos. El profesor les echó una mirada a los animales y comentó:
—Además de conejos hay cabras. ¿De dónde diablos habrán salido?… —ahogó un bostezo con el dorso de la mano y preguntó—: ¿Qué hora es?
—Las siete y media —respondió Cairo tras consultar su reloj.
—¿De la tarde o de la mañana?
—Las siete y media de la tarde del jueves 1 de julio, si no me equivoco.
—Con este día eterno se pierde el sentido del tiempo —comentó Zarco.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Lady Elisabeth.
—En lo que a mí respecta —respondió Zarco—, irme a dormir. Estoy hecho polvo. Pero mañana iremos al norte en busca de John y de la tripulación del Britannia. Ahora, reunamos a los hombres y volvamos al Saint Michel.
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Katherine, como es natural, se había alegrado muchísimo al reencontrarse de nuevo con su madre en el barco, pero cuando le dijeron que seguían sin noticias acerca del paradero de su padre, sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Luego, su madre dijo que quería asearse y cambiarse de ropa y se dirigió al cuarto de duchas, y Katherine se quedó en el camarote, dando vueltas de un lado a otro, como una fiera enjaulada.
Media hora más tarde, Lady Elisabeth regresó envuelta en una bata de felpa, con una toalla enrollada en tomo a la cabeza. Katherine se la quedó mirando con un punto de censura en los ojos.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila, mamá? —preguntó.
Lady Elisabeth dejó escapar un suspiro.
—No estoy tranquila, Kathy —dijo—; estoy cansada.
—Así que vas a descansar, como según parece piensa hacer lodo el mundo. Y mientras tanto, papá sigue perdido.
—Ha sido un día agotador, Kathy. Y tu padre lleva quince ellas perdido, así que no creo que importen mucho doce horas más.
—¿Y eso cómo lo sabes? Quizá esté herido y necesite ayuda urgente… —la joven se cruzó de brazos y comenzó a deambular de nuevo de un lado a otro—. La culpa de todo la tiene el maldito Zarco… —murmuró.
—Eso es injusto, Kathy. Zarco no es responsable de los líos en que pueda haberse metido tu padre. Al contrario: nos está ayudando.
Katherine se detuvo y puso los brazos enjarras.
—Si no se hubiese empeñado en ir a Penryn —dijo—, quizá habríamos llegado a tiempo.
—Si no hubiéramos ido a Penryn, habríamos ganado tres o cuatro días, a lo sumo, y tu padre desapareció hace dos semanas.
Katherine abrió mucho los ojos y sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Por qué le defiendes?
—Porque el profesor no ha hecho nada reprochable —Lady Elisabeth respiró hondo, armándose de paciencia—. Escucha, Kathy, es terrible lo que está pasando y comprendo que estés angustiada, pero no tiene sentido buscar un culpable. Ya sabes la clase de vida que llevaba tu padre; siempre ha corrido riesgos, y de eso no tiene la culpa Zarco.
Katherine encajó la mandíbula; tenía los ojos vidriosos.
—Pero de que estemos aquí, sin hacer nada, en vez de ir en su busca, sí que tiene la culpa. Y tú también.
Lady Elisabeth se aproximó a su hija y le puso una mano en un hombro.
—Kathy, esta isla es muy pequeña —dijo—. Entre el extremo norte y el poblado no habrá más de cuatro millas. Tu padre fue allí con once hombres y no regresó. Al día siguiente fueron en su busca otros nueve hombres y tampoco regresaron. E, insisto, hay menos de cuatro millas entre el norte de la isla y el poblado; una distancia que cualquiera podría recorrer en unas horas, aun estando herido.
—Quizá cayeron en una trampa, o puede que estén retenidos…
—Quizá —asintió Lady Katherine con tristeza—. Pero Kathy, querida, creo que deberíamos ir preparándonos para lo peor…
Katherine miró a su madre con incredulidad, como si no la reconociese. Se apartó de su mano y dio un paso atrás.
—No —dijo con voz temblorosa—. Papá está vivo.
—Ojalá, Kathy, pero…
—¡No quiero oírte! —gritó la muchacha—. ¡Papá vive! ¿Entiendes? ¡Vive!
Acto seguido, se arrojó sobre la cama, ocultó la cara en la almohada y rompió a llorar.