12

El vuelo del Dédalo

El Saint Michel echó el ancla a unos doscientos metros del muro de escollos que se interponía entre el barco y la isla. Poco después, Elizagaray y cuatro marineros subieron a uno de los botes y se dirigieron al Britannia con el objetivo de inspeccionarlo. Cuando, apenas una hora más tarde, regresaron al Saint Michel, Verne, Zarco, Cairo y el resto de los pasajeros les aguardaban impacientes en cubierta.

—El Britannia chocó lateralmente contra los escollos y tiene una brecha en la amura de estribor —les informó Elizagaray—. No hay nadie dentro y los botes salvavidas no están.

—Han desembarcado en la isla… —murmuró Lady Elisabeth.

—Tenemos que ir a buscarles —terció Katherine, visiblemente nerviosa—. Puede que mi padre esté herido.

—Lo haremos, Kathy, no se preocupe —repuso Verne—. Pero antes debemos tomar todas las precauciones posibles —volvió la mirada hacia los rompientes y añadió para sí—: ¿Por qué naufragó el Britannia?

—Es inexplicable, señor —dijo Elizagaray—. Ese paso entre los escollos tiene una anchura de cuarenta o cincuenta metros, espacio suficiente para que cualquier buque pueda atravesarlo sin problemas.

—Quizá lo empujó una corriente lateral —sugirió Verne.

—Lo dudo, señor. Aquí la corriente no es demasiado intensa y fluye constantemente hacia el norte.

Pensativo, el capitán volvió la mirada hacia la isla, que se hallaba aproximadamente a un kilómetro más allá de los rompientes, y luego contempló fijamente el Britannia.

—¿Vamos a quedarnos aquí para siempre, Gabriel? —preguntó Zarco en tono impaciente.

Sin responderle, Verne se volvió hacia Lady Elisabeth y le preguntó:

—¿William Westropp sigue siendo el capitán del Britannia? —la mujer asintió y Verne frunció el ceño—. Westropp es un excelente marino —murmuró—; no entiendo cómo pudo encallar contra esos escollos…

—Lo que yo no entiendo es qué demonios hacemos aquí perdiendo el tiempo —gruñó Zarco.

—El profesor tiene razón —insistió Katherine—. Por favor, capitán, mi padre puede necesitar ayuda.

Verne desvió la mirada y contuvo el aliento durante unos segundos; luego lo exhaló de golpe y echó a andar hacia la escalerilla que conducía al puente.

—De acuerdo, vamos allá —dijo—. Lisa, Ulises, acompáñenme, por favor.

Cuando los dos hombres y la mujer entraron en el puente de mando, Yago Castro, que estaba acodado en la mesa de mapas, leyendo una novela popular, se incorporó y regresó a su puesto junto al timón.

—Levamos anclas, Castro —le ordenó el capitán, situándose a su lado.

El piloto hizo sonar dos veces la sirena y movió la palanca del telégrafo. Al poco, el ruido del motor se mezcló con el del cabestrante que recogía el ancla. Castro señaló con un ademán la bitácora y le dijo al capitán:

—La brújula no funciona, señor. El norte está al frente, pero la aguja se desvía cuarenta y cinco grados hacia el este. Creo que se ha atorado.

Verne golpeó un par de veces con los nudillos sobre el cristal que protegía la brújula, pero la aguja permaneció inmóvil.

—Bueno, ya nos ocuparemos de eso más tarde —dijo—. Vamos en dirección a la isla, Castro. Quiero que cruce ese paso entre los escollos lo más ceñido a babor que pueda. Y despacio, muy despacio.

El piloto empuñó el timón, tocó una vez la sirena y desplazó hacia delante la palanca del telégrafo. La hélice hizo borbotear el agua a popa y lentamente el Saint Michel comenzó a moverse; tan despacio, que tardó casi cinco minutos en llegar al paso entre los escollos. Zarco volvió la mirada hacia la derecha, contempló el negro peñón que emergía del agua hasta alcanzar unos veinte metros de altura y luego miró el casco del Britannia, varado y solitario al pie de la roca.

—Nos estamos desviando a estribor —observó el capitán.

—Lo sé, señor —respondió el piloto, girando la rueda del timón en sentido contrario a las agujas del reloj—. Intento corregir el rumbo…

Pero el Saint Michel siguió desplazándose poco a poco en dirección a los escollos que surgían del mar a su costado derecho, en torno al peñón.

—No obedece, señor —dijo Castro, frunciendo el ceño—. Algo nos empuja a babor, pero no es la corriente.

—Aumente un cuarto —ordenó Verne con el rostro tenso.

Castro desplazó la palanca hacia delante y el sonido del motor se aceleró. Entonces, cada vez más deprisa, la parte trasera del buque comenzó a desviarse hacia la derecha, directa a los rompientes.

—¡Derrotamos de popa! —exclamó Verne.

—Intento enderezarlo, capitán —repuso el piloto, girando la rueda hacia la derecha—, pero el timón no obedece.

Lady Elisabeth, con la mirada fija en los cada vez más próximos rompientes, se llevó una mano a la boca. Zarco dio un paso atrás y se apoyó en la mesa de mapas; de pronto, advirtió que el compás metálico que descansaba sobre el tablero estaba deslizándose lentamente hacia la derecha, mientras que el resto de los objetos situados sobre la mesa permanecían inmóviles. El profesor se inclinó adelante y le echó un vistazo a la brújula; la aguja, ahora desviada noventa grados con relación al norte, apuntaba directamente hacia el peñón. Entonces comprendió lo que pasaba.

—¡Magnetita! —exclamó—. ¡Esa roca es magnetita!

Verne le miró, desconcertado.

—¿Qué?…

—¡Un imán! ¡El peñón atrae el casco hacia los escollos!

Tras una brevísima vacilación, Verne ordenó al piloto:

—A toda máquina y todo a estribor.

Castro empujó la palanca del telégrafo hasta el fondo al tiempo que giraba la rueda hacia la derecha. La popa del Saint Michel se hallaba a dos metros de los escollos, a metro y medio…, a un metro… y de pronto el barco comenzó a enderezarse. El motor aullaba y gemía como si fuera a hacerse pedazos en cualquier momento.

—Todo al frente —ordenó Verne cuando la proa enfiló al norte.

El piloto corrigió el rumbo y poco a poco el navio se fue alejando del peñón.

—Reduzca a un cuarto —ordenó el capitán cuando se hallaron a una distancia prudencial. Luego, volvió la vista hacia la roca y murmuró—: ¿Pero qué demonios es eso?…

—Óxido ferroso-diférrico —respondió Zarco—. Magnetita. Un imán natural, aunque jamás había visto uno tan grande. Seguro que García estará encantado de darles más detalles.

—Bowen podría haber tenido la delicadeza de mencionarlo en su códice —comentó el capitán.

—El barco de los escandinavos era de madera —repuso Zarco—, de modo que ni se enteraron. Pero el casco del Saint Michel es de acero.

—Como el del Britannia —murmuró Lady Elisabeth.

—Exactamente, señora Faraday —asintió el profesor—. Por desgracia, el motor de vapor del Britannia no pudo proporcionarle la suficiente potencia para escapar de esa trampa magnética. Demos gracias al señor Diesel por su invento.

Sobrevino un silencio. Verne dejó escapar un largo suspiro y preguntó:

—¿Y ahora qué, Ulises?

Zarco contempló la cada vez más cercana isla.

—Vamos a echar un vistazo a esas costas —respondió—. A ver con qué sorpresita nos encontramos esta vez.

La isla medía doce kilómetros y medio de largo por nueve en su parte más ancha. Tenía forma de ocho tumbado, como dos atolones —uno más pequeño que el otro— unidos por un istmo, con el volcán situado en el extremo norte y la zona más extensa de la isla al sur. Toda ella estaba encaramada sobre elevados acantilados, de forma que era imposible distinguir su interior desde el mar. Las aguas que rodeaban la isla por el este se hallaban erizadas de escollos que impedían la navegación, de modo que el Saint Michel sólo pudo recorrer la costa occidental y después tuvo que dar la vuelta, para acabar fondeando frente a la playa situada al sur. Una vez echada el ancla, el capitán y los pasajeros se reunieron en cubierta. El termómetro marcaba diecinueve agradables grados por encima de cero.

—Es curioso —observó Zarco mientras contemplaba los pájaros que estaban posados sobre las rocas—. Sólo hay colonias de aves en el lado sur de la isla. El norte está desierto.

—Quizá sea por el volcán —sugirió Cairo—. Puede que no les guste.

—Sí, es muy interesante —intervino Katherine en tono impaciente—. Pero ¿cuándo vamos a desembarcar?

Sin apartar la mirada de las aves, Zarco demoró unos segundos la respuesta.

—Desembarcaremos después de explorar la isla por el aire —repuso.

Las dos inglesas le miraron con sorpresa.

—Me parece que no le entiendo… —dijo Lady Elisabeth.

Zarco se apartó de la barandilla en la que estaba apoyado y señaló hacia el interior del barco.

—En las bodegas del Saint Michel —declaró—, convenientemente desmontado y empaquetado, viaja el Dédalo, un pequeño dirigible. Pensaba utilizarlo para explorar las cumbres de los tepuyes de Venezuela, pero también puede servirnos para echarle un vistazo a esta isla desde las alturas.

Lady Elisabeth arqueó las cejas.

—¿Pretende armar un dirigible y sobrevolar la isla con él? —preguntó.

—Exacto —asintió Zarco.

—¿Y cuánto tiempo tardará en construir ese… artefacto?

—No estoy seguro… Ocho o nueve horas, más o menos.

—¡Nueve horas! —exclamó Katherine—. ¿Pero es que no entiende que mi padre puede necesitar ayuda? ¡Tenemos que desembarcar inmediatamente!

—Kathy tiene razón —dijo Lady Elisabeth—. No le veo sentido a quedarnos esperando mientras usted construye su juguete.

Zarco encajó la mandíbula al tiempo que su rostro adquiría un tono progresivamente escarlata.

—¿Mi juguete? —dijo en tono ofendido—. ¿Le llama juguete a un prodigio de la aeronáutica? —un profundo gruñido surgió del interior de su garganta—. Así que ninguna de las dos sabe por qué pretendo explorar primero la isla con el Dédalo, ¿eh? Pues se lo voy a decir: porque aquí sucede algo raro —se volvió hacia Cairo—. Vamos a ver, Adrián, si hubieras naufragado en esa isla, ¿cuáles serían las primeras medidas que habrías tomado?

—Poner señales y destacar vigías —respondió Cairo.

—Exacto —prosiguió Zarco—. Y no hemos visto ni señales ni vigías, lo cual significa que algo no marcha bien.

—Razón de más para desembarcar lo antes posible —insistió Katherine.

—No, señorita Foggart —respondió Zarco en tono malhumorado—; razón de más para ser precavidos. Primero inspeccionaremos la isla por el aire y luego, si todo va bien, desembarcaremos. Y no hay más que hablar.

Dicho esto, se dio la vuelta y desapareció en el interior del barco. Katherine dio una patadita en el suelo y, visiblemente enfadada, se dirigió a su camarote. Lady Elisabeth dejó escapar un largo suspiro.

—Es imposible razonar con ese hombre… —murmuró.

—El profesor es un cabezota —dijo Cairo—, pero esta vez tiene razón, Lisa. Es evidente que Sir Foggart y la tripulación del Britannia desembarcaron en la isla después del naufragio; lo que ya no resulta tan normal es que no veamos ni rastro de ellos.

—Precisamente por eso deberíamos averiguar cuanto antes qué les ha sucedido —objetó la mujer—. No logro entender cómo es que un hombre tan impetuoso como el profesor se muestra ahora tan repentinamente prudente.

Cairo le dedicó una mirada amistosa.

—El profesor no le teme al peligro —dijo—, pero eso no significa que se lance a ciegas a la aventura. También es precavido y estudia concienzudamente la situación antes de actuar; supongo que por eso sus colaboradores seguimos vivos y más o menos íntegros —sonrió con ironía—. Además, como usted muy bien ha observado, el Dédalo es el juguete del profesor, y nada en el mundo le impedirá jugar con él.

★★★

Al final no se tardaron nueve horas en construir el Dédalo, sino casi veinticuatro. En primer lugar, sacaron de la bodega los cajones donde estaba embalado el artilugio; los abrieron, extendieron las piezas por la cubierta y, bajo la supervisión de Zarco, que sostenía los planos en una mano, comenzaron a ensamblar el fuselaje.

—Es enteramente de duraluminio —dijo el profesor, contento como un niño con un tren eléctrico nuevo—, una aleación de aluminio, cobre y magnesio. Extremadamente ligero y resistente. Y caro. A Ramos, el director del banco, casi le dio un síncope cuando se enteró de lo que costaba.

Construir el fuselaje fue lo que más tiempo llevó. Después lo cubrieron con una piel de seda roja barnizada y sellaron las junturas. Por último, fijaron debajo una barquilla, destinada a los pasajeros, e instalaron el motor y el timón. Una vez terminado, el Dédalo medía diez metros de largo por seis de alto. En un costado exhibía el emblema de SIGMA inscrito en un círculo blanco.

—Ahora sólo falta inyectar el gas —dijo Verne—. Helio, también muy caro. Pero, al contrario del hidrógeno, no es combustible.

Todos los tripulantes y pasajeros del Saint Michel se habían congregado en la cubierta para contemplar aquel ingenio volador, que ocupaba casi toda la sección de popa. Lady Elisabeth se aproximó al profesor y le preguntó:

—¿Cuántos pasajeros puede transportar el Dédalo?

—Su carga máxima es de trescientos kilos —respondió Zarco, contemplando con orgullo casi paternal el dirigible—, aunque cuanto menor sea el peso más podrá ascender, como es lógico.

—¿Y quiénes irán en él para explorar la isla?

—Yo manejaré los mandos. Durazno vendrá para tomar fotografías, y también nos acompañará Chang Jintao.

—¿Para qué?

—Llevará un rifle. Para cubrirnos las espaldas, por si acaso.

Lady Elisabeth reflexionó durante unos segundos.

—¿Cuánto pesa el señor Chang? —preguntó.

—De todos los hombres del Saint Michel es el de menor talla, pero no lo sé a ciencia cierta —Zarco se volvió hacia Chang y le preguntó—: ¿Cuánto pesas, Jin? —el oriental se encogió de hombros y Zarco, tras mirarle de arriba abajo, concluyó—: Unos sesenta y cinco kilos, más o menos.

Lady Elisabeth sonrió.

—Yo peso ciento catorce libras, que son… —hizo unos rápidos cálculos mentales— cincuenta y un kilos. Catorce menos que el señor Chang.

Zarco alzó las cejas, incrédulo, y soltó una carcajada.

—¿Se está ofreciendo para ir en el Dédalo en lugar de Jin, señora Faraday? —preguntó en tono burlón.

—Exacto, profesor —respondió ella con una sonrisa—. Usted mismo ha dicho que cuanto menos peso mejor y creo que, aparte de mi hija, yo soy en este barco la que menos pesa.

—Pero… —Zarco sacudió la cabeza, como si lo que iba a decir fuera evidente—, pero usted es una mujer —concluyó.

—Me alegro de que se haya dado cuenta. ¿Y qué?

—Pues que esto no es un alegre paseo en globo por Hyde Park, señora mía, sino la exploración de un territorio potencialmente hostil, de modo que lo que necesito es alguien que sepa manejar un rifle, no más lastre.

—Sé manejar un rifle —replicó Lady Elisabeth sin perder la sonrisa.

—Por favor… —resopló Zarco—. ¿Una mujer con un arma de fuego? Estaría toda la ascensión temiendo que me pegara un tiro en el trasero.

—Comprendo —dijo ella, pensativa—. Permítame una pregunta, profesor: ¿quién es el mejor tirador del barco?

—Adrián.

—Pero Adrián debe de pesar unos ochenta kilos. Demasiado. Entonces, ¿quién es el mejor tirador después de él?

—Yo —respondió automáticamente Zarco—. Pero no puedo ocuparme de los mandos y del rifle al mismo tiempo.

—Muy bien, usted es el segundo mejor tirador del Saint Michel. En tal caso, le voy a hacer una propuesta: compitamos. Un concurso de tiro, usted contra mí. Si gana, le doy mi palabra de que no volveré a abrir la boca en lo que queda de viaje. Si gano yo, iré en el Dédalo en lugar del señor Chang. ¿Qué me dice?

—Que no tengo tiempo para perderlo en tonterías —replicó Zarco, displicente.

—¿Cuánto tardará en llenarse de helio el Dédalo?

—Eh…, media hora o así.

—Pues de ese tiempo disponemos para dirimir la apuesta.

Zarco hizo un gesto desdeñoso y se dio la vuelta.

—Es absurdo, señora Faraday —dijo mientras comenzaba a alejarse—. No voy a competir con una mujer.

Lady Elisabeth puso los brazos enjarras y le espetó:

—¿Sabe lo que creo, profesor? Que es usted como uno de esos perritos falderos que ladran mucho pero nunca muerden. También creo que su virilidad es tan frágil que la mera posibilidad de que una mujer pueda ganarle hace que se muera de miedo.

Zarco se detuvo en seco. Con el rostro tenso de ira, se giró hacia la mujer y, asesinándola con la mirada, masculló:

—Si fuera usted un hombre, le haría tragar esas palabras de un puñetazo.

Cuantos estaban en cubierta permanecían inmóviles, expectantes, contemplando en silencio aquel duelo de voluntades.

—Pero como ya ha quedado claro —repuso Lady Elisabeth—, no soy un hombre. Sin embargo, aparte de darme una paliza, hay otras maneras (más civilizadas, por cierto) de dejarme en ridículo y demostrar claramente la superioridad de su sexo sobre el mío. Le basta con aceptar el reto y ganarme. Seguro que será fácil para un hombretón tan grande y fuerte como usted.

Zarco apretó los puños y encajó la mandíbula; sus ojos estaban fijos en los de la mujer mientras resoplaba por los orificios nasales, como un toro a punto de embestir.

—De acuerdo, señora Faraday —dijo con voz gélida—: Compitamos.

★★★

Cairo subió al puente de mando y, con ayuda de un compás, dibujó dos dianas idénticas; luego, se dirigió a cubierta y fijó las dianas en un par de tablones que habían colocado en la proa. Acto seguido, trazó una raya en el suelo, a treinta metros de distancia de los blancos, y les entregó sendos fusiles Mauser a Lady Elisabeth y a Zarco.

—Cada uno efectuará siete disparos —dijo—. En caso de empate, proseguirán con tandas de tres disparos hasta que alguien gane.

—¿No crees que lo del empate sobraba, Adrián? —comentó Zarco en tono burlón.

Todos los tripulantes y pasajeros se habían congregado en cubierta para presenciar la competición. Algunos marineros intentaban hacer apuestas, pero nadie estaba dispuesto a jugarse su dinero a favor de Lady Elisabeth. Nadie, salvo Katherine.

—Si aceptan libras —dijo sonriente—, ofrezco tres a uno a favor de mi madre. Cubriré cualquier apuesta.

Al principio, los marineros se mostraron remisos a cruzar apuestas con una muchacha, pero la tentación del dinero fácil no tardó en hacerles apostar por el profesor todo el dinero que llevaban encima. Tras examinar el arma que le había dado Cairo, Lady Elisabeth preguntó:

—¿Tiene inconveniente en que realice un disparo de prueba, profesor?

—Ninguno, señora Faraday. Pero procure no apuntarme a mí.

Lady Elisabeth sonrió, afirmó la culata del Mauser en el hombro, apuntó hacia su diana y disparó. El proyectil impactó fuera del blanco, en una esquina del madero. Zarco soltó una carcajada. Con aire indiferente, Lady Elisabeth corrigió la mira, introdujo una bala en el cargador y señaló con un elegante ademán a Zarco.

—Comience usted, profesor. Estoy deseando verle en acción.

Con aire altanero, Zarco apuntó con el fusil hacia su diana, llevó atrás el pie derecho, contuvo el aliento y, tras una pausa, apretó siete veces el gatillo, con un intervalo de dos o tres segundos entre disparo y disparo. El eco de los estampidos reverberó en los acantilados mientras las aves marinas que sesteaban sobre las rocas alzaban el vuelo en medio de un coro de asustados graznidos. Cairo se aproximó a la diana y, tras comprobar los impactos, dijo en voz alta:

—Seis dieces y un nueve.

—Una ráfaga de viento me desestabilizó cuando hice el último disparo —comentó Zarco en tono displicente—. Por eso el nueve.

—Dispara bien, profesor —dijo Lady Elisabeth con un cabeceo de reconocimiento.

—Ya lo sé —respondió Zarco—. Su turno, señora Faraday.

Lady Elisabeth aguardó a que Cairo regresara junto a ellos; luego, se inclinó, apoyando una rodilla en el suelo, encajó la culata en el hombro, afinó la puntería y, tras una larga pausa, disparó siete veces consecutivas, tan rápidamente que las detonaciones se sumaron en un único estruendo. Cairo se aproximó al blanco y lo examinó detenidamente.

—Hay seis dieces —dijo—. Pero no veo ni rastro del séptimo disparo.

Zarco parpadeó un par de veces.

—Entonces he ganado —proclamó—. Uno de sus disparos ni siquiera ha dado en el blanco.

—Lo dudo mucho, profesor —Lady Elisabeth se volvió hacia Cairo y dijo—: Probablemente una de las balas ha pasado por el orificio que había dejado otra. ¿Le importaría comprobar cuántos proyectiles hay en la madera?

—Vamos, señora Faraday —dijo Zarco—. Sea deportiva y reconozca su derrota.

Lady Elisabeth le respondió con una sonrisa y volvió la mirada hacia Cairo. Éste había sacado una navaja del bolsillo y estaba hurgando en la madera con la punta de la hoja. Al cabo de unos minutos, Cairo alzó la cabeza y, sosteniendo en una mano los proyectiles que había extraído del tablón, dijo:

—En efecto, dos balas están incrustadas la una contra la otra. La señora Faraday ha conseguido siete dieces y es la ganadora.

Durante unos segundos, un abatido silencio se extendió por la cubierta. A fin de cuentas, la mayor parte de los presentes había perdido su dinero en las apuestas; pero al poco se dieron cuenta de que el profesor, el altanero, malhumorado y feroz Ulises Zarco, había sido humillado y, además, por una mujer. Entonces todos prorrumpieron en una estruendosa ovación.

—Quizá no lo sepa, profesor —dijo Katherine—, pero mi madre ha sido campeona de tiro de Inglaterra durante tres años consecutivos.

—Eran competiciones femeninas, Kathy —terció Lady Elisabeth en tono irónico—. Tonterías de mujeres que al profesor nada le importan.

Zarco tenía la mirada perdida, las mejillas granates, las manos convertidas en puños y la mandíbula apretada como un cepo; estaba tan tenso que parecía a punto de soltar vapor por las orejas. Entonces, cuando todo el mundo esperaba un estallido de furia, el profesor miró a Lady Elisabeth, volvió la mirada hacia las dianas y, de repente, soltó una estruendosa carcajada. Y siguió riéndose durante un buen rato, doblado sobre sí mismo y dándose palmadas en los muslos, hasta que, finalmente, cuando logró contener la hilaridad, se encaró con Lady Elisabeth y le dijo:

—Felicidades, señora Faraday. A veces parece usted un hombre.

—Viniendo de usted —replicó ella—, supongo que eso es un halago.

—Lo es, señora Faraday, lo es. Me ha dado una lección y se ha ganado un pasaje en el Dédalo

Zarco enmudeció, pues justo en ese momento un destello luminoso relampagueó sobre sus cabezas. Todos alzaron la mirada y vieron, asombrados, que una sucesión de ondas verdosas se expandía por el cielo en forma de anillos concéntricos. El fenómeno duró un par de segundos antes de extinguirse.

Tripulantes y pasajeros intercambiaron miradas de desconcierto. Desde luego, no se trataba de una aurora boreal; entre otras cosas porque aquella misteriosa luminosidad parecía proceder del interior de la isla.

★★★

Cuando el Dédalo estuvo lleno de helio, Zarco, Lady Elisabeth y Samuel subieron a la barquilla. Apenas había espacio para los tres; el profesor se puso a los mandos, Samuel se situó en el centro con una cámara fotográfica y una caja de placas, y Lady Elisabeth, armada con un fusil Mauser, ocupó la parte posterior.

—Arranca el motor, Adrián —dijo Zarco tras comprobar unos manómetros.

Cairo hizo girar una manivela en la parte frontal de la barquilla y, al poco, el motor del Dédalo se puso en marcha. Zarco volvió a examinar la hilera de manómetros que tenía delante y ordenó:

—Soltad amarras.

Cuatro marineros desataron los cabos que sujetaban el dirigible y lentamente el Dédalo comenzó a elevarse sobre la cubierta del Saint Michel. Cuantos contemplaban la maniobra prorrumpieron en un cerrado aplauso.

—Ten cuidado, mamá —gritó Katherine—. Y tú también, Sam.

—Y a mí que me zurzan —gruñó Zarco. Luego, volvió la cabeza hacia atrás y preguntó—: ¿Todos bien?

Lady Elisabeth asintió, sonriente, pero Samuel, pálido como un cirio, sólo pudo tragar saliva.

—Si vas a vomitar, Durazno —le advirtió Zarco—, hazlo por fuera de la barquilla.

Durante unos minutos, el Dédalo flotó a la deriva, elevándose hasta alcanzar unos cuatrocientos metros de altura. Entonces, Zarco empujó una palanca hacia delante y la hélice trasera comenzó a girar, impulsando al dirigible en dirección a la isla. Al poco, una gaviota ártica se aproximó al Dédalo y se puso a volar a su lado, quizá intentando averiguar qué clase de ave era aquel enorme ovoide rojo. Zarco le guiñó un ojo al pájaro y comenzó a silbar entre dientes una tonada tabernaria. Los acantilados cada vez estaban más cerca.

—Si no ganamos altura nos vamos a estrellar —comentó Lady Elisabeth.

—Tranquila, señora Faraday. Conozco bien las técnicas de navegación aérea.

Zarco tiró de una palanca y el dirigible se elevó hasta alcanzar la cima de los farallones. Y entonces, súbitamente, una intensa ráfaga de viento empujó al Dédalo contra las rocas. Zarco movió la palanca de dirección hacia la izquierda todo lo que pudo y el dirigible giró sobre sí mismo, esquivando el peligro por muy escaso margen.

—Una térmica —dijo Zarco tras recuperar el control del aparato—. Sólo ha sido una corriente térmica, no hay por qué preocuparse.

Samuel estaba lívido. Lady Elisabeth se inclinó hacia el profesor y le preguntó:

—¿Cuántas horas ha practicado con este artefacto?

—Dos.

—¿Doscientas?

—No, señora Faraday. Lo piloté durante más o menos dos horas en el aeródromo de Cuatro Vientos. Tiempo de sobra, dominando como domino la teoría del vuelo.

Lady Elisabeth dejó escapar un resignado suspiro. Zarco hizo girar ciento ochenta grados el Dédalo y enfiló de nuevo hacia la isla, sólo que esta vez a más altura. Al poco, sobrevolaron los acantilados y ante ellos se desplegó un panorama inesperado: el interior de la isla de Bowen estaba cubierto de árboles y vegetación.

—¡Dios mío! —exclamó Lady Elisabeth—. ¿Cómo es posible que haya un bosque tan cerca del Polo Norte?

—Las aguas que rodean la isla están a veintisiete grados centígrados de temperatura —repuso Zarco—. Eso se debe, sin duda, a la existencia de chimeneas volcánicas en el fondo del océano. El caso es que tanto calor genera un microclima que permite el crecimiento de las plantas. No obstante, me gustaría saber cómo demonios llegaron aquí las semillas…

Guardaron silencio mientras el Dédalo volaba hacia el interior de la isla. Al cabo de unos minutos, Lady Elisabeth señaló hacia abajo y dijo:

—Allí hay casas.

En efecto, justo en el centro de la parte más extensa de la isla se alzaban unas cuarenta chozas de madera.

—También hay huertos —observó Zarco—. Y sembrados…

El profesor tiró de una clavija, deteniendo el giro de la hélice, cogió unos prismáticos y se los llevó a los ojos.

—No se ve a nadie —dijo—. Parece un poblado fantasma, pero las cabañas y las huertas están en perfecto estado… Durazno, fotografía todo lo que veas.

La orden era innecesaria; Samuel tenía la cámara entre las manos y no dejaba de impresionar placa tras placa. Zarco volvió la mirada hacia el norte; en esa dirección la isla se estrechaba hasta transformarse en un desfiladero encajado entre peñascos. Más allá se divisaban el volcán y…, y algo más.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró Zarco entrecerrando los ojos.

Conectó de nuevo la hélice y dirigió el Dédalo hacia el norte, al tiempo que tiraba a fondo de una palanca. Poco a poco, el dirigible comenzó a ganar altura, ofreciendo a sus pasajeros una mejor perspectiva de lo que había más allá del desfiladero.

El extremo norte de la isla era un páramo rocoso dominado por la mole del volcán. Sin embargo, había algo más: al pie del cráter se alzaba una cúpula semiesférica de color negro, y por delante una serie de estructuras que la distancia impedía distinguir con claridad. Zarco las escudriñó con los prismáticos durante unos segundos.

—Por los cuernos del Minotauro… —murmuró—. Qué cosa más rara…

—¿Qué es? —preguntó Lady Elisabeth.

—Exactamente lo que describía Bowen en su códice —respondió el profesor, entregándole los prismáticos.

Diez minutos más tarde, cuando el Dédalo estaba a punto de sobrevolar el desfiladero, el panorama del extremo norte de la isla se abrió ante los viajeros con total nitidez. La cúpula situada al pie del volcán era inmensa y tan oscura que mareaba mirarla. Delante de ella había una especie de ciudadela, un conjunto de extrañas estructuras presididas por una torre en cuya cúspide relucía un óvalo de cristal.

—Como el ídolo de un solo ojo… —observó Zarco, señalando la torre.

—Miren —intervino Samuel—. Abajo hay un muro.

En efecto, la entrada del desfiladero estaba bloqueada por una muralla de piedra. Entonces, Lady Elisabeth, señaló al frente y dijo:

—¿Qué es eso? ¿Un pájaro?

Zarco y Samuel volvieron las miradas hacia el norte y comprobaron que algo, un objeto volador que brillaba al reflejar los rayos de sol, se dirigía hacia el Dédalo a gran velocidad.

—Demasiado rápido para un pájaro —dijo Zarco—. Y viene directo hacia nosotros. Yo en su lugar, señora Faraday, usaría el rifle.

Lady Elisabeth apuntó con el Mauser y comenzó a disparar, pero aquel misterioso objeto volaba demasiado rápido. De hecho, sólo pudieron echarle un fugaz vistazo cuando llegó a su altura. Era una especie de artefacto metálico romboidal, como una cometa, sólo que en vez de cola tenía un largo y acerado flagelo. El objeto, veloz como una centella, pasó de largo y giró hacia el norte; pero antes, su flagelo se abatió contra la panza del dirigible, rasgándola de un extremo a otro.

Instantáneamente, el helio que sustentaba a la aeronave comenzó a escaparse y el Dédalo y sus ocupantes se precipitaron hacia la isla en una vertiginosa caída.