La isla de Bowen
El Saint Michel alcanzó las costas de Alexandra, la isla más occidental de la Tierra de Francisco José, a las siete y media de la tarde. Alexandra era menos montañosa que Kvitoya, pero aun así dos cumbres no demasiado altas, una al oeste y otra al noreste, se elevaban hasta rozar las nubes que habían comenzado a encapotar el cielo. La isla estaba casi totalmente cubierta de nieve, con ocasionales farallones de roca oscura; un terreno baldío sobre el que no crecía ni una brizna de hierba. No obstante, en su litoral abundaban las colonias de aves marinas.
Al noroeste de Alexandra se extendía la banquisa, el casquete de agua congelada que cubre las regiones oceánicas polares, de forma que era imposible rodear la isla por ese lado. Al llegar a la altura de la intersección entre la isla y el hielo, el capitán Verne ordenó detener el Saint Michel. Escasos minutos después, Zarco, que había pasado toda la tarde durmiendo en su camarote, entró como una tromba en el puente de mando y se aproximó al capitán.
—Por fin hemos llegado… —murmuró sin apartar la mirada de la isla.
—Sí, hemos llegado —asintió Verne—. Ésa es la Tierra de Alexandra, la isla más occidental del archipiélago —indicó la planicie de hielo—. Y ahí está la banquisa, que se extiende por todo el norte y abarca una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados. Según su teoría, Ulises, la supuesta isla de Bowen se halla a unos quince grados hacia el norte —se encogió de hombros—. Pero en esa dirección está la banquisa.
—Tiene que haber un paso… —masculló Zarco, escrutando con la mirada el casquete de hielo.
Verne le tendió unos prismáticos.
—Pues si lo hay —dijo—, yo no lo veo.
Con ayuda de los binoculares, Zarco inspeccionó la banquisa durante unos minutos. Luego, se los devolvió al capitán e insistió:
—Estamos demasiado lejos para comprobarlo, pero estoy seguro de que hay un paso.
—¿Por qué, Ulises? ¿Porque lo afirma una leyenda medieval?
—¡No, maldita sea! —exclamó Zarco, comenzando a irritarse—. Tiene que haber un paso porque no hemos visto ni rastro del Britannia.
—¿Y qué? Cuando llegaron aquí y se dieron cuenta de que no hay ninguna isla al norte de Alexandra, o al menos ningún medio de llegar a ella navegando, puede que Foggart decidiera visitar el archipiélago. Hay casi doscientas islas en la Tierra de Francisco José.
—Doscientas islas que a John le importan un bledo. Él vino aquí en busca de una en concreto y no a hacer turismo.
—Pues entonces quizá se dio media vuelta y ahora está camino de Inglaterra. Podríamos intentar ponernos en contacto con él por radio.
—No, nada de radio —Zarco reflexionó durante unos segundos—. De acuerdo, Gabriel, puede que tenga razón —aceptó de mala gana—. Pero ya que estamos aquí no perdemos nada con comprobarlo. Cogeré uno de los botes y examinaré de cerca la banquisa.
Verne alzó las cejas con escepticismo.
—¿Y qué espera encontrar? —preguntó.
—¿No estamos buscando la isla de un santo? —repuso Zarco mientras se dirigía a la salida del puente—. Pues eso es lo que espero: un milagro.
★★★
Después de que los marineros botaran una de las lanchas salvavidas, Zarco y Cairo subieron a ella, pusieron en marcha el motor y partieron en dirección a la banquisa. Durante un buen rato recorrieron muy despacio el borde del hielo, hasta que, de repente, detuvieron el bote. El capitán Verne los observaba con unos prismáticos desde la cubierta del Saint Michel, pero se hallaban a demasiada distancia para ver lo que hacían. Treinta minutos después, la lancha dio media vuelta y regresó al barco.
—Yo tenía razón —le dijo Zarco al capitán nada más subir a cubierta—. Hay un canal de hielo fragmentado de unos quince metros de ancho.
Verne le contempló con suspicacia.
—¿Un canal de hielo fragmentado?
—Exacto —prosiguió Zarco—. Como si un barco hubiera pasado por ahí quebrando el hielo. La parte superficial ya se ha congelado y por eso desde aquí no se distingue, pero de cerca se ve con claridad.
Verne hizo un gesto de cansancio.
—El Saint Michel no es un rompehielos, Ulises —dijo.
—Ni falta que hace —Zarco sonrió triunfalmente—. Escuche, Gabriel: el agua, a un metro de profundidad, está a seis grados de temperatura. Hay una corriente cálida en ese punto, así que el hielo apenas tiene un centímetro de grosor. Hasta un bote de remos podría quebrarlo.
Tras quitarse la gorra, el capitán se pasó una mano por el pelo.
—¿Y adónde conduce ese supuesto canal? —preguntó.
—Yo qué sé, Gabriel. Al principio va en dirección noroeste, pero no se distingue bien a ras de agua.
—Y tampoco desde esta cubierta —replicó Verne, señalando hacia la banquisa—. Yo no veo más que una inmensa extensión de hielo, Ulises, de modo que si pretende que lleve allí al Saint Michel es que está usted más loco de lo que normalmente suele estar.
—¿Y por qué no intentarlo? —intervino Cairo, que hasta el momento se había mantenido al margen—. Si el canal no conduce a ninguna parte, damos marcha atrás y sólo habremos perdido el tiempo.
—Salvo si más adelante el hielo se engrosa, poniendo en peligro el casco del Saint Michel —replicó Verne—. Por eso existen rompehielos con la quilla y el casco reforzados, y por eso me niego en redondo a introducir mi navio en una trampa de hielo.
—¡Pero qué cabezota es usted, maldita sea! —masculló Zarco, apretando los puños.
—A lo que usted llama cabezonería yo lo denomino sensatez.
Zarco se dio la vuelta, malhumorado, contempló durante unos segundos la banquisa y luego volvió la mirada hacia la isla.
—De acuerdo —dijo de repente, encarándose con el capitán—. Comprobémoslo —señaló hacia Alexandra—. ¿Ve ese monte? Subamos a él; desde su cima tendremos una excelente panorámica de la banquisa.
El capitán miró alternativamente a Zarco y a la montaña.
—¿Subir ahí? —murmuró—. ¿Cuándo?
—Ahora mismo. Es bajo, no tardaremos ni media hora en escalarlo.
Verne consultó su reloj.
—Pero si son las once de la noche… —protestó.
—Y qué más da, Gabriel —replicó Zarco—. Aquí nunca es de noche.
—Llevo más de veinte horas en pie y, por mucho que brille el sol en el cielo, necesito descansar. Dentro de media hora pienso estar en mi camarote, no en esa montaña.
—Vamos, no sea blandengue —le azuzó el profesor.
—Es muy fácil decir eso después de pasar toda la tarde durmiendo, ¿no le parece, Ulises?
—Touché —aceptó Zarco con una inclinación de cabeza—. Entonces nos veremos aquí mañana a las seis y media preparados para escalar ese monte. Buenas noches, Gabriel.
Verne abrió la boca para protestar, pero el profesor, silbando entre dientes una vieja tonada, ya se había dado la vuelta camino de su camarote.
★★★
La inclinación de la ladera por la que ascendían no era en sus primeros tramos demasiado pronunciada, pero toda su superficie estaba cubierta de hielo, de modo que los tres hombres que ascendían por ella avanzaban despacio, asegurándose de clavar bien los crampones que llevaban en las botas. En cabeza marchaba el profesor Zarco; le seguía Adrián Cairo, y en último lugar el capitán. Aunque la temperatura era de dos grados bajo cero, Verne tenía la frente perlada de sudor y a cada paso que daba el resuello se le entrecortaba más y más. Poco a poco se fue quedando rezagado.
—¡Vamos, Gabriel, que sólo es un montecillo de nada! —dijo Zarco alegremente—. A este paso tardaremos todo el día en llegar a la cima.
—Ya voy, ya voy… —resopló Verne, maldiciendo el momento en que había aceptado participar en aquella escalada.
—Eso le pasa por estar en tan mala forma —prosiguió Zarco, a quien el ejercicio físico siempre le ponía de buen humor—. Si en vez de quedarse en el barco calentando una silla nos acompañara en nuestras expediciones, seguro que ahora no estaría resoplando como una morsa. A decir verdad, Gabriel, tiene usted exactamente el aspecto de lo que es: un abuelete.
El profesor soltó una carcajada y Verne le dirigió una mirada asesina.
—Siga burlándose, Ulises —dijo entre jadeos—, y me doy media vuelta…
Justo en ese momento, Verne dio un traspiés y a punto estuvo de caer, pero afortunadamente logró clavar el piolet en el suelo y mantener el equilibrio.
—Cuidado, capitán —le advirtió Cairo—. Si resbala sobre este hielo no parará hasta llegar al mar.
Continuaron remontando la ladera en silencio hasta llegar a una zona más escarpada, donde se encontraron con un farallón casi vertical de unos quince metros de altura. Zarco fue el primero en escalarlo; luego, tendió una cuerda para que Verne, ayudado por Cairo, pudiera salvar la pared con mayor facilidad. El resto de la ascensión resultó más sencilla; no obstante, y pese a que el monte tenía poco más de trescientos metros de altura, tardaron casi una hora en coronar su cima. Por desgracia, la cumbre estaba cubierta de niebla.
—Fantástico —comentó Verne intentando recuperar el resuello—. Casi sufro un infarto por subir aquí y resulta que no podemos ver nada.
—Sólo es una nubecilla pasajera —repuso alegremente Zarco—. Pronto se irá.
Dicho esto, sacó de su mochila un puro, lo encendió con un fósforo y le dio un par de profundas caladas mientras comenzaba a caminar de un lado a otro. Hacía mucho frío, así que Verne y Cairo no tardaron en imitar al profesor y se pusieron a dar vueltas para entrar en calor. Hasta que, veinte minutos más tarde, una gélida brisa alejó la nube, permitiéndoles contemplar un amplio panorama de la banquisa.
—Dios santo… —musitó Verne, mirando con asombro la planicie de hielo.
Zarco soltó una carcajada.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Yo tenía razón!
Desde la altura donde se encontraban podía verse con claridad el canal de hielo fracturado que se extendía a lo largo de aproximadamente un kilómetro hacia el noroeste. Pero lo sorprendente era que, a partir de ese punto, el hielo desaparecía, convirtiéndose en un canal de agua líquida que se perdía en el horizonte.
—Un río en el hielo, como afirma el códice —dijo Zarco al tiempo que señalaba con aire victorioso el canal de agua líquida—. Y si el resto es cierto, siguiendo ese río llegaremos a la isla de Bowen.
★★★
Dos horas y media más tarde, una vez que regresaron al barco, Verne subió al puente de mando, se puso al timón y ordenó que encendieran el motor. Minutos después, el Saint Michel se puso en movimiento y enfiló muy lentamente hacia el canal. En medio de una profusión de crujidos, la quilla comenzó a quebrar la delgada lámina de hielo que lo cubría y el navio se adentró en la blanca llanura helada. Durante algo más de un kilómetro navegaron muy despacio, hasta que llegaron al punto en que el agua del canal era totalmente líquida. Entonces el capitán ordenó aumentar un cuarto la velocidad y le cedió el timón a Yago Castro, el piloto, para que condujera el Saint Michel a través de aquella brecha en la banquisa. Media hora más tarde, el profesor entró en el puente acompañado de Cairo.
—El agua en la superficie del canal está a ocho grados centígrados sobre cero —le informó al capitán—. Es una corriente de agua cálida que fluye hacia el norte.
—¿Y de dónde sale esta agua tan caliente? —preguntó Verne.
El profesor se encogió de hombros.
—Volcanes submarinos, supongo —respondió—. En esta zona hay gran actividad volcánica, así que en realidad no es un fenómeno tan extraño.
Se quedaron en silencio, contemplando el canal, que en aquel punto tenía una anchura de unos cincuenta metros. En ese momento entró en el puente Lady Elisabeth.
—Buenos días, caballeros —saludó con una sonrisa.
Cairo, Zarco y Castro devolvieron el saludo con una inclinación de cabeza.
—Buenos día, Lisa —respondió Verne—. ¿Y Kathy?
—Está en el camarote.
—¿Se encuentra indispuesta?
—No… Preocupada más bien. Hasta ahora, todo lo que dice el códice ha sido cierto y teme que su padre corra peligro en esa isla.
—¿Aún le dan miedo las arañas gigantes? —ironizó Zarco.
—No, profesor —replicó Lady Elisabeth—. Le da miedo lo desconocido, y ahora John, ella, todos nosotros estamos embarcados en un viaje a lo desconocido —miró a través del portillo y murmuró—: Qué lugar más inhóspito y extraño…
Hubo un silencio mientras todas las miradas convergían en la planicie helada que se divisaba tras los portillos del puente, como si de repente se hubieran dado cuenta de que, en efecto, viajaban hacia un destino ignoto. Entonces se abrió la escotilla y Samuel entró en el puente con una gruesa carpeta bajo el brazo.
—Le estaba buscando, profesor —dijo tras saludar a los demás con un cabeceo—. Ya he positivado todas las fotografías.
Zarco cogió la carpeta que le tendía el joven, la abrió y, tras depositarla sobre la mesa de mapas, comenzó a examinar su contenido.
—¿Para qué quiere tantas fotos de la ciudad subterránea, profesor? —preguntó Lady Elisabeth.
—Para aplacar a su amiga del alma, doña Rosario de Peralada y Sotomayor —respondió Zarco—. Esa vieja bruja quería que le encontrase la Atlántida, ¿no es cierto? —señaló con un dedo las fotografías—. Pues bien, aquí está.
—¿Cree que esas ruinas son la Atlántida? —preguntó Lady Elisabeth con escepticismo.
—No tengo ningún motivo para creerlo —repuso Zarco, encogiendo los hombros—. Pero, en teoría, tampoco tengo ningún motivo para dudar de ello. ¿Recuerda las pinturas del templo, señora Faraday? —rebuscó entre las fotografías hasta encontrar la que quería y se la mostró—. Fíjese en las imágenes de la parte superior del muro: una ciudad destruida por algo que parecen olas, o llamas, o las dos cosas, y luego barcos llenos de gente, una migración. Lo que le voy a contar a doña Rosario es que, quizá, tras el hundimiento de la Atlántida, algunos de sus habitantes lograron llegar a Kvitoya y construyeron una ciudad bajo la tierra. Esa historia le gustará.
Lady Elisabeth sonrió.
—Y quién sabe —dijo—; incluso puede que sea cierta.
Zarco rió entre dientes.
—Sí —murmuró—; sería irónico, ¿verdad?
De nuevo el silencio se adueñó del puente.
—¿Ha dicho que ya ha terminado su trabajo, Sam? —preguntó al poco Verne.
—Sí, capitán.
—Entonces, ¿le apetece jugar una partida? Me cuesta resignarme a no conseguir ni una victoria.
—Claro, capitán —respondió Samuel, sacando del bolsillo de la chaqueta el tablero de ajedrez plegable.
—¿Les importa que juguemos? —les preguntó Verne a los demás.
—Por supuesto que no —respondió Lady Elisabeth—. Hace muchos años, cuando acabábamos de casarnos, John y yo también solíamos jugar.
—El ajedrez es absurdo —terció Zarco con desdén—. Como ciencia me parece poco y como juego demasiado. Una pérdida de tiempo, en cualquier caso.
—Eso lo dice porque Sam le ha ganado las dos veces que han jugado —se burló Verne.
—No me entregué a fondo —repuso Zarco fingiendo indiferencia.
—A mí me ganó en tres minutos —comentó Cairo—. He jurado no volver a jugar con él.
Verne y Samuel comenzaron a distribuir las piezas sobre el pequeño tablero, mientras Zarco reanudaba el examen de las fotografías. Lady Elisabeth y Cairo se aproximaron a los jugadores, dispuestos a contemplar la partida. Verne, que tenía las blancas, adelantó dos escaques el peón de rey. Samuel respondió con la misma jugada. El capitán dudó unos segundos y adelantó el peón de reina.
Justo entonces, Zarco se quedó mirando con los ojos dilatados de asombro la fotografía que acababa de coger.
Samuel tendió la mano para coger el caballo de rey y…
—¡Por los clavos de Cristo! —bramó de repente Zarco, blandiendo la fotografía—. ¡¿Dónde demonios fotografiaste esto, Durazno?!
Sobresaltado, Samuel hizo un aspaviento, derribando sobre el tablero parte de las piezas. Luego, contempló la foto que el profesor le había plantado delante de los ojos; era la imagen de una inscripción tallada en la roca formando líneas rectas horizontales y curvas verticales.
—Creo que estaba a unos veinte metros del templo —respondió Samuel—, a la derecha, grabada en la pared de la caverna.
—¿Y por qué no me avisaste, maldita sea? —gruñó Zarco, dirigiéndole una mirada asesina.
—¿Por una inscripción? —replicó Samuel sin rehuirle la mirada—. La caverna estaba llena de inscripciones, profesor; si le hubiese avisado cada vez que encontraba una, le habría vuelto loco.
—Ya sé que había muchas inscripciones —dijo Zarco en tono irritado—, pero ninguna como ésta. ¿No te das cuenta, botarate? ¡Es sánscrito! ¡Sánscrito!
El fotógrafo se encogió de hombros.
—No sabía ni sé reconocer el sánscrito —dijo en tono calmado—. Mi trabajo consiste en fotografiar lo que usted me diga, profesor, no en decirle lo que tiene que investigar. Vi esta inscripción aislada de las demás y por eso la fotografié. En realidad ha sido pura casualidad.
Zarco parpadeó un par de veces, gruñó algo por lo bajo y, finalmente, asintió medio a regañadientes.
—Está bien, tienes razón, Durazno —dijo—. Al menos la fotografiaste. Buen trabajo.
—¿Sánscrito? —intervino Lady Elisabeth—. ¿Quiere decir que quienes construyeron esa ciudad eran hindúes?
—No, señora Faraday. Esta inscripción es muy posterior —le tendió la fotografía—. Léala usted misma.
Lady Elisabeth le echó un vistazo y se la devolvió a Zarco.
—Lo siento, profesor —dijo—. No leo sánscrito. Pero si usted tuviera la amabilidad de ilustrarnos…
Zarco miró la foto, se aclaró la voz con un carraspeo y tradujo:
—«El capitán Nemo y la tripulación del Nautilus llegaron a este lugar el veintiséis de julio de 1864».
—¡Nemo! —exclamó Lady Elisabeth—. ¿Ese loco que tenía un submarino? Creía que era una leyenda.
—Yo también pensaba que era un cuento de viejos marinos —dijo Cairo.
—Nemo existió —terció Verne, muy serio—. Durante la década de los sesenta del siglo pasado se dedicó a hundir barcos ingleses con su sumergible, especialmente los de guerra. Mi padre me habló de él.
—¿Le conoció? —preguntó Cairo.
—No, pero aseguraba que durante el invierno de 1866 vio al Nautilus en las aguas del Canal de la Mancha. Poco después, Nemo y su sumergible desaparecieron y no volvió a saberse de ellos.
—En efecto, el capitán Nemo existió realmente —dijo Zarco, pensativo—. Aunque las autoridades inglesas hicieron todo lo posible por mantener su existencia en secreto. Supongo que les había humillado demasiado. En realidad era un hindú, el príncipe Dakkar, y fue el azote de la armada británica. Uno de los que naufragaron por culpa del Nautilus, un francés llamado Aronnax, escribió un libro sobre su encuentro con Nemo; se llamaba 20.000 leguas de viaje submarino, o algo así, pero el gobierno inglés presionó para que la edición fuera secuestrada y censurada. No obstante, Gabriel se equivoca en algo: sí hubo posteriores noticias de Nemo y el Nautilus. A comienzos del 67, unos náufragos norteamericanos contaron que habían encontrado al capitán Nemo y su sumergible en una isla desconocida del Atlántico. Por lo visto, murió allí a causa de la explosión de un volcán.
Esta vez el silencio fue más largo.
—¿Cree que Nemo tiene algo que ver con este asunto, profesor? —preguntó Cairo.
Zarco arqueó una ceja.
—Te recuerdo —respondió— que las reliquias de titanio aparecieron en una cripta de hace mil años, y Nemo vivió en el pasado siglo. Es imposible que haya la menor relación. Sin embargo, aunque parezca increíble, Nemo estuvo en la ciudad subterránea de Kvitoya y quién sabe si también en la isla de Bowen —perdió la mirada en el punto donde el canal se fundía con el horizonte y se preguntó en voz baja—: ¿Qué más sorpresas nos deparará este viaje?
★★★
Seis horas más tarde, Zarco y Cairo salieron a cubierta y se situaron en la zona de proa, oteando el horizonte. Conforme el Saint Michel avanzaba hacia el norte, el canal se había ido ensanchando, hasta alcanzar en el punto donde se encontraban unos trescientos metros de distancia entre las dos orillas de hielo. Además, la temperatura ambiente había aumentado hasta situarse en torno a los ocho o nueve grados sobre cero. Al poco, Lady Elisabeth y Katherine salieron a cubierta y, unos minutos después, se les unieron Samuel y García. Todos permanecían inmóviles y silenciosos, con la mirada fija en el horizonte, como si compartieran el presentimiento de que algo iba a suceder.
—Esa nube —dijo de pronto Zarco, señalando al frente.
Todos miraron hacia donde indicaba el profesor, pero en el cielo había infinidad de pequeñas nubes.
—¿Qué nube? —preguntó Cairo.
—La que está justo a ras del horizonte. No se mueve.
—¿Qué?…
—Que el resto de las nubes se mueven arrastradas por el viento, pero ésa permanece inmóvil. ¿Estás sordo, Adrián? —Zarco miró a un lado y a otro con aire impaciente—. Necesito unos binoculares —dijo.
Cairo sacó de un bolsillo interior de su chaquetón un catalejo y se lo entregó; tras desplegarlo, Zarco examinó a través de él aquella nube. Al cabo de un largo minuto, le devolvió el catalejo a Cairo y dijo:
—No es una nube, sino el humo de un volcán —sus labios dibujaron una sonrisa—. Bowen decía que en la isla había una «montaña de fuego» —añadió—; pues bien, ahí está…
Katherine bajó la mirada y tomó la mano de su madre. Una ráfaga de viento roció a los pasajeros con gotas de agua salada. De pronto, un intenso resplandor verdoso destelló en el horizonte durante un par de segundos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó García, alarmado.
—Las luces del norte, supongo —respondió Zarco—. La aurora boreal.
Al poco rato, la isla se convirtió en un punto en el horizonte. A medida que el Saint Michel se aproximaba a ella, el canal crecía en anchura hasta acabar convirtiéndose en una especie de mar interior en medio de la banquisa. Finalmente, los pasajeros pudieron distinguir a simple vista los detalles de la isla.
Tenía forma de ocho, con altos acantilados verticales a lo largo de todo su litoral. Al norte se alzaba un inmenso volcán humeante y en el extremo sur había una playa de guijarros, justo al pie de un acantilado en cuyas paredes, tallado en la roca, había un enorme ídolo de un solo ojo.
—La isla de Bowen —murmuró Zarco—. Y ahí está el ídolo, idéntico al que hay en la fachada del templo subterráneo.
—Como dice el códice —susurró Katherine con expresión sombría.
El Saint Michel siguió aproximándose a la isla, pero cada vez más despacio. Frente al barco, a unos ochocientos metros de distancia, se alzaba un peñón de roca oscura rodeado por un archipiélago de escollos y rompientes que se extendía hasta la banquisa; al otro lado, el mar estaba igualmente lleno de escollos, de modo que para llegar a la isla había que atravesar un corredor de aguas libres, de unos cuarenta metros de anchura, situado a la izquierda del peñón. La velocidad del Saint Michel disminuyó aún más y, al poco, el motor enmudeció.
—Nos estamos parando —dijo Zarco con el ceño fruncido—. ¿Por qué demonios nos estamos parando?
El profesor se dio la vuelta para dirigirse a la escalerilla que conducía al puente de mando, pero advirtió que en ese momento Verne bajaba por ella.
—¿Qué sucede, Gabriel? —le preguntó Zarco—. ¿Por qué nos detenemos?
—Desde el puente he visto algo ahí delante —respondió el capitán cuando llegó a su altura—. Allí, detrás de ese peñón.
Todos volvieron la mirada hacia donde señalaba Verne. Al principio, insinuándose tras la gran roca, sólo distinguieron un saliente oscuro y rectilíneo; luego, a medida que el Saint Michel avanzaba impulsado por la inercia, la perspectiva cambió y los pasajeros descubrieron de qué se trataba. Era un naufragio, un viejo carguero que había encallado contra los rompientes y permanecía allí, solitario e inmóvil, inclinado cuarenta y cinco grados hacia el costado de estribor. Su nombre aparecía escrito con letras blancas en la popa: Britannia.