El templo subterráneo
Se formaron seis grupos, compuestos por tres personas, y los botes los fueron distribuyendo a lo largo de la costa, con un intervalo de un kilómetro entre grupo y grupo. Katherine, Samuel y Cairo partieron en cuarto lugar y, tras desembarcar en la isla, comenzaron a explorar el litoral hacia el oeste. El terreno era pedregoso e irregular, con numerosas planchas de nieve helada, así que avanzaban despacio, apoyándose en los piolets que les habían dado en el barco. Hacía frío. Todos llevaban gruesos chaquetones, gorros y pantalones de lana, así como pesadas botas de montaña; Katherine y Cairo portaban sendos fusiles al hombro, pero Samuel sólo llevaba una cámara fotográfica colgando del cuello.
—¿Por qué no ha querido un fusil, Sam? —preguntó Katherine al cabo de unos minutos de marcha silenciosa.
—No me gustan las armas —respondió el joven. Atravesaban una zona más o menos llana, con el mar a la izquierda y una sucesión de riscos oscuros cubiertos de nieve a la derecha. Mientras caminaban no dejaban de mirar a su alrededor buscando cualquier cosa que se pareciese a un caballo—. Pues si no te gustan las armas —comentó Cairo al cabo de unos instantes, —¿por qué fotografiabas los frentes de batalla durante la guerra?
—Por el señor Charbonneau; era él quien quería hacerlo.
—¿Trabajaba para algún periódico?
Samuel negó con la cabeza.
—El señor Charbonneau tenía un hijo llamado Frangois —dijo—. Era teniente del ejército y estaba destacado fuera de París, así que no solían verse demasiado, aunque el señor Charbonneau le escribía con frecuencia. Le quería mucho —hizo un larga pausa—. Dos años después de estallar la guerra —prosiguió—, el uno de julio de 1916, durante la batalla de Somme, Frangois Charbonneau murió herido por la metralla de una granada. El señor Charbonneau viajó a la zona de combate para hacerse cargo del cadáver y lo enterró en el cementerio de Herbecourt, un pueblo cercano al frente.
—Y tú le acompañaste —dijo Cairo.
Samuel asintió.
—Después del entierro —continuó—, el señor Charbonneau decidió ir al frente de batalla para realizar un reportaje fotográfico en honor a su hijo. Intenté disuadirle, pero fue inútil; él, por su parte, me ordenó que volviera a París, pero no le hice caso y le seguí —guardó silencio un buen rato—. El señor Charbonneau siempre se situaba en primera línea —dijo en voz baja—, con la cámara sobre el trípode, sin intentar protegerse de las balas… Pero ni una le alcanzó. Después de Somme fuimos al frente de Arras, y luego al de Verdún, y al de Mame, y pese a los riesgos que corría, el señor Charbonneau jamás sufrió ni un rasguño…
—¿Por qué se arriesgaba tanto? —preguntó Katherine.
—Quería morir —respondió Samuel.
Tras pronunciar esas palabras, el joven se sumió en sus pensamientos. Al poco, Cairo dijo:
—¿Puedo preguntarte algo muy personal, Sam?
—Claro.
—Al comienzo del viaje dijiste que tu tutor murió de un ataque cardiaco; pero eso no es cierto, ¿verdad?
Samuel demoró casi un minuto la respuesta.
—No, no es cierto —dijo al fin en tono neutro—. Se suicidó. Lo encontré en su dormitorio, colgando de una cuerda.
—Ah, vaya… —Cairo parpadeó—. Lo lamento.
Sin dejar de caminar, guardaron un taciturno silencio. Al cabo de unos minutos, Katherine cambió de tema diciendo:
—Todavía no estoy muy segura de saber qué estamos buscando.
—Una cueva, Kathy —respondió Cairo—. Una cueva situada bajo algo parecido a un caballo. Eso dice el códice.
—Pero es que, según se mire, muchas de estas piedras pueden parecer un caballo —señaló una formación rocosa—. Por ejemplo, ésa de ahí.
Cairo soltó una carcajada.
—Pues a mí me recuerda más a un camello —dijo.
Y en ese preciso momento, a unos cinco metros de distancia por delante de ellos, surgiendo de detrás de una peña, aparecieron dos figuras blancas: una inmensa osa polar y su cachorro. Tanto los animales como los humanos se detuvieron en seco, mirándose unos a otros con recelo y alarma. Automáticamente, Cairo y Katherine empuñaron sus fusiles. Al tiempo, la osa se alzó sobre sus patas traseras y emitió un profundo gruñido. Cairo encañonó a la fiera y alzó el percutor; su dedo se tensó sobre el gatillo… Entonces, antes de que pudiera disparar, Samuel se interpuso entre el arma y el animal.
—¡Apártate, Sam! —gritó Cairo.
Sin hacerle caso, Samuel avanzó un paso con las manos alzadas. La osa, que puesta en pie era más alta que un hombre alto, arrugó los belfos, mostrando unos colmillos tan grandes como cuchillos, y lanzó otro gruñido, éste más feroz que el anterior. Samuel la miró fijamente a los ojos y dijo:
—Tienes que cuidar a tu cachorro; no nos obligues a hacerte daño. Por favor, seguid vuestro camino.
El animal, sin apartar la mirada del joven, cerró las fauces y ladeó la cabeza. Luego, volvió a ponerse a cuatro patas, se dio la vuelta y, seguida por el osezno, se alejó lentamente, deshaciendo el camino por el que habían venido. Antes de que desaparecieran de su vista, Samuel los encuadró con el visor de la cámara e hizo una foto.
—Dios santo —musitó Katherine, pálida como la nieve que la rodeaba—. Qué susto me ha dado, Sam…
—¡¿Pero es que te has vuelto loco?! —exclamó Cairo, aproximándose al joven—. ¡Esa bestia habría podido arrancarte la cabeza de un zarpazo! ¿En qué estabas pensando?
—Es un animal muy hermoso —respondió Samuel—. No quería que muriese.
—¿Y por salvar a una fiera te juegas la vida? Además, si te hubiese atacado tú estarías muerto y yo habría tenido que abatirla de todas formas.
—Pero no me ha atacado —Samuel se encogió de hombros y concluyó—: Ya he visto demasiadas muertes en mi vida, Adrián.
Cairo abrió la boca para replicar algo, pero justo en ese instante se escucharon en la lejanía tres disparos consecutivos: la señal convenida por si algún grupo encontraba lo que estaban buscando.
—Proceden del este —calibró Cairo, mirando a su izquierda—. Y no han sonado muy lejanos.
—El grupo que nos precede es el de mi madre —comentó Katherine.
—De acuerdo, vamos a ver qué sucede —Cairo se colgó el fusil del hombro y echó a andar hacia el este; pero no había dado ni tres pasos cuando se detuvo y, señalando a Samuel con un dedo, le advirtió—: No vuelvas a hacer eso, Sam. Jamás.
★★★
Los disparos se habían efectuado aproximadamente a un kilómetro de distancia, pero, aunque Katherine, Cairo y Samuel marchaban todo lo rápido que podían, el terreno era tan accidentado que tardaron casi media hora en recorrer el trayecto. Cuando llegaron, vieron a Lady Elisabeth, Elizagaray y el marinero O’Rourke al pie de un risco, junto a unas rocas, a unos doscientos metros de la costa. Zarco acababa de desembarcar del bote y se dirigía hacia ellos: pese al frío reinante, seguía llevando el panamá.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cairo cuando llegaron a la altura del grupo—. ¿Han encontrado algo?
—Espero que sea importante —gruñó Zarco mientras se aproximaba remontando la pedregosa ladera del monte—, porque esos disparos han interrumpido la búsqueda.
—Ha sido gracias a la señora Faraday —dijo el primer oficial—. De no ser por ella, lo hubiésemos pasado por alto.
—Hubieseis pasado por alto, ¿qué? —preguntó Zarco, deteniéndose junto a él.
—Véalo usted mismo, profesor —intervino Lady Elisabeth al tiempo que rodeaba las rocas y señalaba con un ademán lo que había detrás de ellas.
Era la entrada de una cueva, una oquedad de unos tres metros de altura que se adentraba en la tierra hacia el corazón de la montaña. Con los ojos chispeando de excitación, Zarco se aproximó a la boca de la caverna y extendió los brazos hacia delante, como palpando el aire.
—Hay una corriente cálida —comentó.
—Sí, ya lo habíamos notado —dijo Lady Elisabeth—. Además, no hay hielo ni nieve alrededor. Parece que Bowen decía la verdad: este lugar está caliente.
Zarco miró hacia el interior de la cueva. El pasaje descendía con una inclinación de unos treinta grados, pero había escalones toscamente tallados en la roca para facilitar la bajada. En cualquier caso, a los pocos metros la oscuridad impedía distinguir nada, de modo que el profesor se alejó de la caverna y miró a su alrededor.
—¿Y el caballo? —preguntó.
—Es toda la montaña —respondió Lady Elisabeth, señalando con un ademán la mole de piedra que se alzaba a su espalda—. Desde aquí no se distingue, y tampoco si se mira desde el este. De hecho, sólo lo advertí cuando la habíamos sobrepasado y se me ocurrió volver la cabeza.
Zarco, seguido por los demás, se alejó unos cien metros hacia el oeste y comprobó que, en efecto, vista desde esa perspectiva, la montaña tenía la apariencia de una cabeza de caballo.
—Es como una pieza de ajedrez gigante —comentó Samuel.
Katherine sacudió la cabeza.
—¿Cómo no nos hemos dado cuenta al venir hacia aquí? —se preguntó.
—Porque todos buscábamos algo más pequeño —dijo Lady Elisabeth—. Lo he visto por pura casualidad.
Cairo le dirigió a Zarco una sonrisa socarrona.
—Ha sido providencial que Lisa participara en la búsqueda, ¿verdad, profesor? Deberíamos felicitarla.
Zarco arrugó el entrecejo.
—Ha sido suerte —dijo—; ella misma lo reconoce. Además, tarde o temprano habríamos acabado por encontrarlo. Pero…, eh…, en fin, sí, felicidades, señora Faraday —visiblemente incómodo, se volvió hacia Samuel y le ordenó—: Fotografía esa maldita montaña, Durazno —luego, girándose hacia Cairo, dijo—: Hay que traer del barco cuerdas, clavijas, linternas, todo lo necesario para explorar esa cueva. Y más vale que te des prisa, Adrián, porque no tenemos mucho tiempo.
★★★
Hora y media más tarde, una vez desembarcados del Saint Michel los utensilios necesarios, mientras un grupo de marineros levantaba un campamento provisional frente a la cueva, Zarco, Cairo y Elizagaray se dispusieron a adentrarse en el interior de la tierra. Entonces, Lady Elisabeth insistió en acompañarles, a lo cual el profesor se negó en redondo.
—Es demasiado peligroso para una mujer —dijo—. Y sólo sería un estorbo.
Lady Elisabeth dejó escapar un cansado suspiro y replicó:
—¿Vamos a estar siempre así? Usted se niega a que les acompañe, yo le aseguro que voy a ir de todas formas y, al final, usted cede. ¿Por qué no nos ahorramos los preliminares? Además, yo he encontrado la cueva, así que tengo más derecho que usted a ser de los primeros en explorarla.
Zarco abrió y cerró la boca, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar su consternación. Entonces, entregándole a Lady Elisabeth una soga, Cairo dijo:
—Átesela a la cintura, Lisa; bajaremos encordados.
Zarco lanzó una vitriólica mirada a su colaborador, gruñó algo por lo bajo y, de evidente malhumor, comenzó a atarse un extremo de la cuerda. En ese momento, Katherine se aproximó a Samuel, que se hallaba algo alejado, comprobando su equipo fotográfico, y le dijo:
—No hemos tenido la oportunidad de hablar, Sam, pero quería decirle algo: lo que hizo antes para salvar a la osa y su cachorro fue una locura, pero también el acto más valeroso que he presenciado en mi vida. Es usted una gran persona.
Samuel parpadeó, azorado, y fue a decir algo, pero entonces Katherine se abrazó a él, le besó en una mejilla y, sin decir nada más, se alejó dejando al joven, rojo como un tomate.
Entre tanto, los expedicionarios, adecuadamente pertrechados, se habían adentrado en la cueva. Iban encordados, con Zarco a la cabeza, después el primer oficial seguido por Lady Elisabeth y, cerrando la marcha, Cairo. Todos portaban mochilas, piolets y pesadas linternas eléctricas. Lentamente, iluminando el terreno con los haces de luz, comenzaron a bajar por los escalones tallados en la roca. A los pocos metros, el pasadizo se estrechaba tanto que en algunos lugares había que agacharse para poder pasar. Cinco minutos más tarde, Zarco se detuvo e iluminó con su linterna la pared que tenía a su derecha: estaba plagada de signos tallados en la roca. Espirales, rombos, esvásticas, líneas quebradas, laberintos, figuras abstractas…, los muros del túnel parecían una exposición de arte primitivo.
—¿Ha visto alguna vez algo semejante, profesor? —preguntó Lady Elisabeth mientras contemplaba asombrada las inscripciones.
—Sí —respondió Zarco, igualmente abstraído en los petroglifos—. Pero no igual.
—¿Tiene idea de qué significan? —terció Cairo.
—Ni la más mínima, Adrián. Pero de lo que sí estoy seguro es de que son condenadamente antiguos.
Zarco apartó la luz de la pared y reanudaron el descenso, aunque el profesor no tardó en detenerse de nuevo para sacar del bolsillo un termómetro y consultarlo.
—Veintidós grados centígrados —dijo—. Cuanto más bajamos, más calor hace.
Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos se despojaron de sus gruesos chaquetones y los dejaron sobre un saliente de la roca.
—Ya los recogeremos a la vuelta —comentó Zarco, enjugándose con el antebrazo el sudor que le perlaba la frente.
Continuaron bajando durante quince minutos más, hasta que, de pronto, tras doblar una curva del pasadizo, desembocaron en un recinto tan grande que la luz de las linternas ya no podía iluminar las paredes. El eco que levantaron sus pasos se mezcló con un murmullo de agua corriendo. Olía intensamente a humedad.
—¿Dónde estamos? —murmuró Cairo, intentando distinguir algo en la oscuridad.
—Miren —dijo Elizagaray señalando hacia arriba—: Ahí se ve algo de luz.
En efecto, un tenue resplandor iluminaba el techo de roca por encima de sus cabezas.
—Deben de ser grietas que dan al exterior —comentó Zarco.
—Pero ¿a qué altura están? —terció Cairo.
Zarco se desató de la cordada; luego, tras quitarse la mochila, sacó de ella una bengala de magnesio y la prendió. Al instante, un intenso resplandor blanco bañó el extraño mundo al que habían llegado.
Y todos se quedaron boquiabiertos.
Era una caverna inmensa, descomunal, inabarcable. Allí donde se encontraban mediría unos seiscientos metros de ancho por más de cien de alto; el fondo, sencillamente, no se distinguía. Pero no era el tamaño lo que más les sorprendió, sino la ruinosa ciudad abandonada que se extendía a lo largo y ancho de la gruta. Toscas cabañas de piedra con los techos derrumbados arracimadas unas contra otras, plazas, callejas, una especie de anfiteatro tallado en la roca; a la derecha, cerca de un río subterráneo que fluía desde el fondo de la caverna, se alzaba el edificio más grande de todos, una torre cuadrangular de basalto, de unos once metros de altura por ocho de lado, cuya puerta estaba adornada con cráneos de morsa encajados a lo largo del marco.
—Bowen decía la verdad… —murmuró Lady Elisabeth, contemplando asombrada las ruinas que se extendían ante ellos.
—Pero… —Cairo tragó saliva— ¿quién construyó esto?
—Mi tía abuela —respondió Zarco—. ¿Y yo qué sé, Adrián? Será mejor que dejemos de hacer preguntas estúpidas.
En ese momento, la bengala se extinguió y las ruinas volvieron a ser engullidas por la oscuridad. Zarco sacó de nuevo el termómetro y lo consultó bajo la luz de la linterna.
—Veinticinco grados y medio —murmuró.
—¿Cómo es posible que haga tanto calor? —preguntó Lady Elisabeth.
—Si se hubiera fijado en el río que corre aquí al lado —respondió Zarco—, se habría dado cuenta de que sus aguas desprenden vapor. Sin duda, está alimentado por fuentes termales. Kvitoya, como el resto de las islas del archipiélago, tiene origen volcánico.
Zarco prendió otra bengala y señaló hacia su derecha.
—Ese edificio es el que está mejor conservado —dijo—. Parece un templo; vamos a echar un vistazo.
Encabezados por el profesor, los exploradores se dirigieron a la torre de basalto que se alzaba a unos sesenta metros de distancia. Conforme se aproximaban, advirtieron que, aparte de los cráneos de morsa que adornaban la puerta de entrada, había una figura tallada en las piedras, sobre el dintel; era un ídolo con un solo ojo. Al llegar a la altura del edificio, descubrieron que en el muro había un texto escrito en inglés con pintura negra. El mensaje decía: «Este yacimiento arqueológico fue descubierto el 14 de agosto de 1919 por la expedición dirigida por Sir John Thomas Foggart a bordo del navio Britannia».
Debajo aparecía la firma de Sir John, y más abajo, escrito en un trozo de madera y clavado en una rendija del muro, el siguiente cartel: «4-06-1920. Partimos hacia la isla de Bowen en la Tierra de Francisco José».
—Se fueron hace tres semanas —murmuró Lady Elisabeth—. Pero ¿por qué se quedaron aquí tanto tiempo?
—Porque se les echó el frío encima —respondió Zarco—. John descubrió este lugar a finales de verano y, conociéndole, seguro que se tomó su tiempo en explorarlo. Entonces llegó el otoño polar y la navegación por estas aguas se volvió impracticable, así que John y sus hombres debieron de quedarse a pasar el invierno aquí. Al menos, estaban calentitos —se encogió de hombros—. Han partido en cuanto han podido; es decir, ahora, en verano, cuando la banquisa se está fundiendo.
Zarco se apartó del grupo y examinó, iluminándolos con la luz de la linterna, las calaveras de morsa de la puerta, con sus enormes colmillos apuntando hacia abajo. El juego de luces y sombras hacía que parecieran moverse. ¿Qué antigüedad tendría aquella construcción? Era imposible saberlo, pero Zarco estaba acostumbrado a trabajar con restos prehistóricos y, sin duda, se trataba de ruinas extremadamente viejas.
El profesor avanzó hacia la puerta, cruzó el umbral e iluminó el interior de la torre con el haz de luz. Entonces, sus ojos se abrieron formando dos círculos perfectos al tiempo que contenía el aliento. Había dado en el clavo: era un templo con las paredes totalmente cubiertas de multicolores pinturas primitivas. Y, presidiendo el muro central, el dibujo de una gigantesca araña de color gris.
Una araña.
Tras contemplarla durante unos segundos, Zarco salió de la torre y, dirigiéndose a Elizagaray, le ordenó:
—Regresa a la superficie y haz que baje todo el mundo disponible, incluyendo a Durazno y al químico. Que traigan herramientas, linternas, el generador y los focos. Y date prisa, porque el tiempo apremia.
★★★
Tres horas más tarde, un grupo formado por doce tripulantes del Saint Michel descendió a la caverna transportando el material que había solicitado el profesor. A instancias de éste, colocaron el generador junto al templo e instalaron una batería de focos alrededor y dentro del edificio. Al conectar el generador, ese rincón de la cueva se llenó de luz; a cambio, los expedicionarios tuvieron que soportar el estrépito del motor multiplicado por el eco.
Concluido ese trabajo, Cairo seleccionó a siete hombres para explorar la cueva; entre ellos estaba Samuel, que, según instrucciones del profesor, debía «fotografiarlo absolutamente todo». Entre tanto, mientras el grupo se adentraba en la caverna, Zarco, Lady Elisabeth, Katherine y García comenzaron a inspeccionar el interior del templo bajo la luz de los focos.
Lo primero que examinaron fue el muro situado frente a la puerta de los cráneos. Alrededor de la pintura que representaba a una gigantesca araña, había sesenta y seis pequeñas hornacinas talladas en la piedra; todas estaban vacías, salvo una medio oculta en una esquina, que contenía una pequeña pieza romboidal de color pardo rojizo.
—Parece óxido de hierro —dijo García, examinándola con una lupa—. Pero no, no lo es. Tendré que analizarlo.
—¿Cree que todas esas cavidades contenían fragmentos de metal? —le preguntó Lady Elisabeth a Zarco.
—Es lo más probable —respondió éste, pensativo—. Según el códice, los escandinavos encontraron aquí metales preciosos, ofrendas al dios Aracné —señaló la pintura de la araña—. Pues bien, ahí está Aracné, así que cabe suponer que en esas hornacinas había en efecto fragmentos de metal. Aunque no sabemos si era lo único que había.
—¿Qué quiere decir?
—Los escandinavos se llevaron todo aquello que les pareció valioso —respondió Zarco, abstraído, como si reflexionara en voz alta—. Oro y plata, por supuesto, pero también hierro, cobre, estaño, plomo, titanio o cualquier otro material que les resultara útil o les pareciera bonito, suponiendo que lo hubiese. Pero, evidentemente, no se lo llevaron todo, porque John le envió a usted un objeto encontrado aquí, el que robaron en su casa. Al parecer, no les interesó a los escandinavos y no lo cogieron. Seguro que dejaron más objetos que carecían de valor para ellos.
—Si es así, ¿dónde están? —preguntó Lady Elisabeth.
Zarco soltó una carcajada.
—A buen recaudo en el Britannia, supongo —dijo—. John es arqueólogo; o sea, un ladrón con título académico, y disculpe mi franqueza, señora Faraday. Después de pasar seis meses aquí, seguro que se llevó todo lo que tenía algún interés —el profesor retrocedió un par de pasos y miró a su alrededor, hacia abajo, contemplando los cascotes que cubrían el suelo del templo—. Pero puede que algo se haya caído —prosiguió—. Deberíamos comprobarlo.
Acto seguido, todos se pusieron de rodillas y comenzaron a rebuscar por entre los escombros. Cinco minutos más tarde, el químico alzó en la mano una especie de ficha redonda de color gris oscuro partida por la mitad y exclamó:
—¡He encontrado algo!
Todas las miradas convergieron en él.
—¿Qué es? —preguntó Katherine.
—Carbono. Grafito, creo, pero habrá que analizarlo.
García guardó el fragmento en un sobre de papel marrón y prosiguieron la búsqueda. Al cabo de veinte minutos, Zarco encontró entre un montón de escombros una pequeña cuña metálica de color gris acero y se la entregó al químico. Tras examinarla con la lupa, éste declaró:
—Wolframio, no cabe duda. Aunque lo analizaré, por supuesto.
Siguieron inspeccionando el suelo durante media hora más; pasado ese tiempo, Zarco se puso en pie y se sacudió las manos, dando por terminada la búsqueda. Entonces, Katherine exclamó:
—¡Mira, mamá!
La joven se acercó a su madre y le entregó lo que acababa de encontrar: una barrita cilíndrica de color gris plomo. Lady Elisabeth la contempló con sorpresa y, tras intercambiar una sonrisa con su hija, se la dio a Zarco.
—Es muy parecida al fragmento metálico que John me envió por correo —dijo.
El profesor le echó un rápido vistazo y se la entregó a García alzando una ceja en un mudo gesto de interrogación. El químico examinó el cilindro con la lupa, intentó rayarlo con una uña y finalmente lo lamió con la punta de la lengua.
—Parece circonio —dijo, dubitativo—. Pero no estoy seguro…
—Muy bien —repuso Zarco—; ya tiene trabajo, García —lo agarró por un brazo y comenzó a empujarle hacia la salida—. Regrese al barco y póngase a analizar esas muestras —prosiguió—. Y en cuanto averigüe algo, dígamelo.
Tras expulsar al químico del templo de un último empujón, Zarco se volvió hacia el policromado muro que estaba a su izquierda y, con los brazos enjarras, dijo:
—Bueno, ahora vamos a echarle un tranquilo vistazo a esta maldita exposición pictórica.
★★★
Las pinturas que cubrían los muros eran esquemáticas y estilizadas, pero estaban dotadas de una notable expresividad, lo cual, unido a su sorprendente buen estado de conservación, permitía interpretarlas con cierta facilidad. En la parte superior del muro situado a la izquierda de la entrada había dos grupos de manchas negras: a un lado, dos grandes y tres más pequeñas; al otro, una miríada de manchitas. Entre ambos grupos se veían dos barcos de vela, uno en un sentido y otro en el contrario.
—Es un mapa —dijo Zarco, señalando con el dedo—. A la izquierda el archipiélago Svalbard y a la derecha la Tierra de Francisco José. ¿Ven la mancha pequeña que está junto a esas cuatro más grandes, la que tiene encima un ídolo de un solo ojo? Es Kvitoya, donde estamos.
—¿Y la manchita pequeña que está a la izquierda de la Tierra de Francisco José? —preguntó Katherine—. También tiene algo encima, pero desde aquí no se distingue qué es.
—Una araña, señorita Foggart —respondió Zarco con aire taciturno—; una condenada araña. Creo que ésa es la isla de Bowen, donde ahora está su padre.
—Y los barcos —intervino Lady Elisabeth— significan que quienes construyeron esta ciudad viajaban entre una isla y otra.
—Así es, señora Faraday —asintió Zarco sin apartar la mirada de las pinturas.
Debajo del mapa se veía una ciudad destruida y unos signos quebrados que quizá representasen olas o llamas. A la derecha muchos barcos cargados de gente. La siguiente fila de dibujos mostraba a personas construyendo una ciudad. Luego había una sucesión de extraños seres, hombres-pájaro, hombres-pez, hombres-oso y hombres-morsa que parecían danzar en torno a un fuego. El resto de las pinturas del muro representaba, aparentemente, la vida y hazañas de alguien, quizá un caudillo, o puede que un personaje mitológico. Entre las escenas representadas había imágenes de caza de focas y ballenas, y también de cosecha y recogida de frutos.
—¿Agricultura aquí? —dijo Lady Elisabeth—. ¿En el Ártico?
Zarco se encogió de hombros y se dirigió al muro situado enfrente para seguir examinando las pinturas. En la zona superior se veía al ídolo de un solo ojo y a gente postrada adorándolo; del fetiche brotaban algo así como rayos verdes. Luego aparecía un ser extraño atacando a unos guerreros que se defendían arrojándole flechas y lanzas. La siguiente imagen mostraba una araña gigante y a gente huyendo de ella; la araña tenía una especie de aguijón rojo con el que atravesaba a una de las personas que huían. Las pinturas que venían a continuación describían la construcción de un muro y una serie de ceremonias protagonizadas por chamanes disfrazados de animales. Los dibujos se interrumpían bruscamente a media altura del muro.
—Está inacabado —comentó Lady Elisabeth.
—Debieron de abandonar la ciudad antes de poder terminarlo —dijo Zarco, pensativo.
—¿Pero por qué se fueron? —terció Katherine—. ¿Y adonde? ¿A la isla de Bowen?
Zarco sacudió la cabeza.
—El códice dice que la isla estaba desierta, aunque había restos de construcciones primitivas. Pero, claro, esto —señaló las pinturas— es muchísimo más antiguo que el códice —hizo un gesto vago—. No tengo la menor idea de por qué ni adonde se fueron, señorita Foggart.
—¿Y esa araña? —insistió la joven—. ¿Qué significa?
—Supongo que era uno de sus dioses.
—¿Hay muchos dioses con forma de araña? Porque yo no sé de ninguno…
—Tzontémoc, el dios de la muerte de los aztecas —intervino Lady Elisabeth—. Cuando Tonatiuh, el Sol, se oculta por el occidente, se convierte en Tzontémoc y adopta la apariencia de araña.
—Así es —asintió Zarco, contemplando a la mujer con un punto de respeto—. Y también hay unos cuantos dioses-araña en las mitologías africanas.
—Entonces —Katherine señaló a su alrededor—, ¿esto lo han hecho los aztecas o los africanos?
—Por supuesto que no, señorita Foggart —replicó Zarco—. De hecho, probablemente los aztecas ni siquiera existían cuando se construyó este templo. La cuestión es que hay precedentes de dioses-araña.
—¿Y eso explica algo? —Katherine respiró profundamente, como si intentara calmarse—. Escuche, profesor, hasta ahora todo lo que decía Bowen en su manuscrito ha resultado ser cierto. Y Bowen aseguraba que había demonios en la isla adonde ha ido mi padre.
Zarco la contempló con ironía.
—He viajado mucho por el mundo, señorita Foggart —dijo—, y jamás he visto una araña más grande que mi mano. Tampoco me he encontrado con ningún demonio que no pueda ser abatido disparándole con un buen rifle. El hecho de que algunas partes del códice coincidan con la realidad no impide que contenga también un montón de fantasías. ¿O es tan inocente que cree en arañas gigantes?
—No lo sé, profesor —replicó Katherine en tono irritado—. Me gustaría ser tan sabia como usted para estar siempre segura de todo, pero sólo soy una pobre e ignorante mujer. Lo único que sé con certeza es que mi padre se encuentra ahora en un lugar peligroso y que, entre tanto, nosotros estamos aquí, perdiendo el tiempo en esta estúpida cueva…
—Tu padre sabe cuidar de sí mismo, Kathy —terció Lady Elisabeth—. Aquí la atmósfera está muy cargada; ¿por qué no sales al exterior y tomas un poco el aire?
Katherine abrió la boca para protestar, pero, tras una breve vacilación, asintió levemente y dijo:
—Sí, mamá. Disculpen…
La muchacha abandonó el templo en silencio. Lady Elisabeth la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Zarco.
—Es joven —dijo— y está soportando mucha tensión. De todas formas…, ¿cuándo reanudaremos la búsqueda de mi esposo?
Zarco se quitó el panamá y se pasó una mano por los cabellos.
—Lo antes posible, señora Faraday —respondió—. Dentro de doce horas, como muy tarde.
La mujer le miró con sorpresa.
—Pensé que querría explorar con más detenimiento este lugar —dijo.
—Y quiero. Pero no podemos quedarnos —Dijo Zarco con resignación—. Ardán nos estará buscando por las costas de Spitsbergen, pero cuando no nos encuentre mandará toda su flota a explorar el resto del archipiélago en nuestra búsqueda. No creo que tarden ni veinticuatro horas en aparecer por Kvitoya, y cuando lo hagan será mejor que no estemos aquí.
★★★
La expedición de Cairo regresó cinco horas y media después de haber partido. Según contaron, la caverna se extendía a lo largo de unos tres kilómetros y medio, para acabar desembocando en una galería que probablemente formaba parte de una red de cuevas; por desgracia no pudieron seguir, pues un derrumbe había bloqueado el paso.
—La ciudad ocupa aproximadamente un quinto de la superficie de la caverna —dijo Cairo—. Hay varias fuentes termales, manantiales de agua fresca y una laguna.
—¿Lo has fotografiado todo? —le preguntó Zarco a Samuel.
—He impreso casi cien placas —respondió el fotógrafo.
—Espero que sean suficientes. Ahora quiero que fotografíes ese templo de ahí, por fuera y por dentro, poniendo especial atención en las pinturas murales. ¿Está claro? —sin aguardar respuesta, se volvió hacia Cairo—. Cuando Durazno acabe —le dijo—, regresad al barco; pero deja aquí unos cuantos hombres para transportar el generador y los focos. Partiremos dentro de ocho horas.
Verne bajó a la caverna seis horas más tarde, cuando ya sólo quedaban allí media docena de marineros que dormitaban junto a la entrada mientras Zarco y Lady Elisabeth recorrían las ruinas iluminados por los focos, ahora orientados hacia el poblado. El capitán se encaminó hacia donde se encontraba Zarco.
—No quería irme sin ver esto —dijo cuando llegó a su altura y, mientras paseaba la mirada por las ruinas, añadió—: Una ciudad en el centro de la Tierra…, es increíble.
—Distamos mucho de estar en el centro de la Tierra, Gabriel —replicó el profesor sin dejar de tomar notas en un cuaderno.
—Sólo era una imagen poética. ¿Qué antigüedad cree que tiene este lugar, Ulises?
Zarco se encogió de hombros.
—No hay forma de saberlo, pero todos los utensilios que he encontrado son de piedra pulimentada, así que cabría pensar en el Neolítico.
Verne le miró con escepticismo.
—¿Navegantes del Neolítico llegando a Kvitoya? Parece imposible.
—También navegaron a Australia y Nueva Zelanda, que están en el quinto infierno —Zarco ahogó un bostezo con el dorso de la mano—. El caso es que llegaron aquí hace muchísimo tiempo y que me aspen si sé de dónde demonios venían.
Verne contempló de reojo el cansado rostro del profesor.
—¿Cuánto lleva sin dormir, Ulises? —preguntó.
—Ya dormiré cuando vayamos hacia la Tierra de Francisco José. Ahora hay que aprovechar el tiempo.
El capitán señaló hacia Lady Elisabeth, que se hallaba a unos treinta metros de distancia, examinando los muros de una cabaña.
—¿Y la señora Faraday? —preguntó.
—Le dije que regresara al barco, pero ha insistido en quedarse. Es terca como una mula.
—Es una gran mujer —replicó Verne.
Zarco frunció el ceño.
—Tiene sus momentos —aceptó al tiempo que consultaba su reloj—. ¡Por Júpiter! —exclamó—, sólo faltan dos horas para zarpar… —guardó el reloj, el cuaderno y la estilográfica, dio una palmada y, dirigiéndose a los marineros, gritó—: ¡Arriba, holgazanes, tenemos que recogerlo todo y largamos de aquí cuanto antes!
★★★
Nada más embarcar en el Saint Michel, sin esperar siquiera a que el navio zarpara, el profesor se dirigió a su camarote, se quitó el sombrero, el chaquetón, el jersey y las botas, y sin terminar de desvestirse se tumbó en la cama; se quedó instantáneamente dormido. Hasta que, sin que Zarco tuviese consciencia de que hubiera transcurrido el menor lapso de tiempo, unos golpes sonaron en la puerta y Cairo entró en el camarote.
—¿Qué hora es? —masculló Zarco, frotándose los ojos con el índice y el pulgar.
—Mediodía, profesor.
—¿Cuánto llevo durmiendo?
—Unas cinco horas.
—¿Cinco horas? ¿Y por qué demonios me despiertas?
—Por García, el químico. Lleva toda la mañana insistiendo en que tiene que hablar con usted urgentemente.
Zarco se sentó en la cama, apoyó los codos en las rodillas y profirió un ruidoso bostezo.
—De acuerdo —dijo—. Nos reuniremos dentro de media hora en el comedor de oficiales. Y dile a García que, si quiere conservar sus atributos viriles, más vale que sea importante.
Tras retirarse Cairo, el profesor se aseó rápidamente y se cambió de ropa. Luego, después de permanecer unos minutos observando a través de una escotilla el escarchado mar que surcaban, se encaminó al comedor de oficiales, donde, sentados alrededor de la mesa, le esperaban Verne, Cairo, Lady Elisabeth, Katherine y Bartolomé García. Al ver aparecer a Zarco, el químico se puso en pie y, visiblemente excitado, le dijo:
—Por fin, profesor; tengo extraordinarias novedades que comunicarle…
—Eso espero, García —gruñó Zarco, derrumbándose sobre una de las sillas—. Por su bien, eso espero.
El químico titubeó brevemente y, tras sentarse de nuevo, cogió la cartera de cuero que yacía a sus pies, sacó de ella los cuatro fragmentos que habían encontrado en el templo subterráneo y los depositó cuidadosamente sobre la mesa.
—Ante todo —dijo—, debo advertirles que el instrumental que he traído conmigo es forzosamente limitado y, por consiguiente, el margen de error resulta más amplio. Por ello, una vez regresemos a España, será necesario realizar un análisis más preciso para confirmar los…
—Al grano, García —le interrumpió Zarco con los ojos entrecerrados.
García parpadeó un par de veces y se aclaró la voz con un carraspeo:
—Bien, sí… Comencemos por esta muestra —tomó la pequeña cuña gris acero y la sostuvo entre los dedos—. Esto es, tal y como sospechaba, wolframio. Pero wolframio puro al cien por cien, lo que, al igual que ocurría con el titanio, resulta de lo más insólito.
Hubo un silencio.
—Apasionante —dijo el profesor reprimiendo un bostezo—. ¿Qué más?
García dejó la cuña sobre la mesa y cogió el fragmento de color rojizo.
—Bien, aquí tenemos la primera sorpresa —dijo—. Al principio pensé que era óxido de hierro, pero… En fin, la capa exterior está oxidada, en efecto, pero no es hierro, sino un lantánido. En concreto, cerio.
—¿Cerio? —repitió Zarco arqueando las cejas.
—Exacto, el elemento número 58 de la tabla periódica.
—¿Y qué tiene de sorprendente?
—Aparte de su absoluta pureza, el tamaño de la muestra. Se trata de un elemento muy escaso; de hecho, este fragmento es la mayor cantidad de cerio que he visto en mi vida —lo dejó en la mesa y tomó la negruzca ficha quebrada—. Esto, señoras y caballeros, es un nuevo imposible. Se trata de carbono, no cabe duda. Grafito, pensaba yo…, pero no lo es.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó Lady Elisabeth.
El químico se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —Zarco torció el gesto—. Se supone que usted es el experto.
—Verá, profesor, según cómo se estructuren sus moléculas, el carbono puede presentar dos formas alotrópicas distintas: el diamante y el grafito. Pues bien —García alzó la ficha quebrada para que todos la viesen—: este fragmento de carbono presenta una tercera forma alotrópica que hasta ahora jamás había visto nadie. Es… desconcertante.
Dejó la muestra sobre la mesa y se la quedó mirando con una expresión entre perpleja y soñadora.
—Supongo —dijo Cairo señalando la cuarta muestra— que se ha reservado para el final el plato fuerte.
—Así es —repuso García cogiendo el pequeño cilindro de color plomizo con reverencia, como si se tratara de un objeto sagrado—. Al principio pensé que era circonio y mientras lo analizaba comprobé que su estructura cristalina y sus propiedades químicas son, en efecto, muy semejantes a las del circonio. Pero no es circonio, sino el elemento número 72.
—¿Y qué elemento es ése? —preguntó Zarco, comenzando a impacientarse—. ¿Cómo demonios se llama?
—No tiene nombre.
—¿Y eso por qué? —preguntó Cairo.
—Porque todavía no lo ha descubierto nadie[2] —García miró a un lado y a otro para comprobar el efecto que había causado sus palabras. Como nadie dijo nada, aclaró—: Los elementos químicos se sitúan en la tabla periódica de Mendeleiev según su peso atómico, y se distribuyen y agrupan dependiendo de sus propiedades, como por ejemplo la valencia. Eso permite predecir la existencia de elementos químicos que todavía no han sido descubiertos. Hoy por hoy, conocemos la mayor parte de los elementos, pero aún hay varios huecos en la tabla. Y, hasta ahora, la casilla correspondiente al elemento 72 estaba vacía… —depositó el cilindro metálico sobre la mesa y sin dejar de mirarlo concluyó—: No obstante, ahí tenemos sesenta y tres gramos y medio totalmente puros de un elemento que todavía no ha sido descubierto.
—¿Es valioso? —preguntó el profesor tras meditar unos Instantes.
—Desde un punto de vista científico, por supuesto. En cuanto a su valor económico… —García se encogió de hombros—. Quién sabe; aún desconocemos las propiedades de este nuevo elemento, y tampoco sabemos qué aleaciones puede producir.
Sobrevino un largo silencio.
—Permítanme, caballeros, hacer un breve resumen de la situación —dijo finalmente Lady Elisabeth—. Hasta el momento, hemos encontrado cinco elementos químicos distintos: titanio, wolframio, cerio, carbono y otro que aún no había sido descubierto, todos con un grado de pureza que la ciencia no puede explicar. El titanio apareció en una sepultura de hace casi mil años, aunque probablemente procedía del templo subterráneo, donde hemos encontrado el resto de los fragmentos. Un templo que, según el profesor, tiene más de cuatro mil años de antigüedad —paseó la mirada por los presentes y concluyó—: ¿Alguien le encuentra sentido?
—Yo no, desde luego —dijo Cairo—. Pero no me extraña que Ardán esté tan interesado.
—Quizá averigüemos la respuesta cuando lleguemos a la isla de Bowen —dijo Katherine en voz baja.
—Dudo mucho que esa isla exista, Kathy —repuso Verne.
—¿Por qué, capitán? Tanto el códice como el mapa del templo señalan su existencia.
—Y la sitúan al norte de la isla más occidental de la Tierra de Francisco José. Pero al norte de ese archipiélago está la banquisa, sólo hay hielo. Aun suponiendo que hubiera una isla, sería imposible llegar a ella en barco.
—El códice habla de un río de agua líquida que fluye hacia el norte entre el hielo —insistió la joven.
Súbitamente, Zarco descargó un manotazo sobre la mesa, sobresaltando a todos.
—Especulaciones —dijo—. No tiene sentido discutir sobre lo que todavía ignoramos —se volvió hacia Verne y le preguntó—: ¿Cuándo llegaremos a la Tierra de Francisco José?
El capitán consultó su reloj.
—Dentro de unas ocho horas.
—Muy bien; pues dígale a Manglano que apague la radio y que no envíe ni conteste ningún mensaje. A partir de ahora, silencio radial absoluto —Zarco se incorporó, caminó hacia la puerta y la abrió, pero antes de abandonar el comedor dijo—: Ahora voy a dormir otro rato y, salvo que se hunda el mundo, que a nadie se le pase por la cabeza despertarme.
★★★
Samuel había permanecido toda la mañana en la bodega donde estaba instalado su laboratorio, iluminado tan sólo por el tenue resplandor de una bombilla roja, revelando las fotografías tomadas en la caverna de Kvitoya. En total, había impreso ciento cuarenta y tres placas, de las que sólo estaban positivadas veintinueve, así que le quedaba mucho trabajo por delante.
Justo cuando estaba a punto de sacar una hoja de papel fotográfico sonaron unos golpes en la escotilla. Dejó la caja sobre la mesa, encendió la luz y abrió. Al otro lado de la entrada estaba Katherine.
—Hola, Sam —dijo la muchacha—. ¿Molesto?
—Claro que no, Kathy —repuso Samuel echándose a un lado—. Adelante.
Katherine entró en la bodega y contempló la mesa de trabajo.
—¿Qué estaba haciendo? —preguntó.
—Positivar las fotografías que tomé en la ciudad subterránea.
—Vaya, disculpe, le estoy interrumpiendo en su trabajo. Me iré.
Katherine dio un paso hacia la salida, pero Sam la contuvo.
—No, no se vaya. Llevo toda la mañana trabajando en la oscuridad y empiezo a sentirme como un topo. Me vendrá bien un descanso. Además, ya falta poco para la comida… —Samuel se interrumpió al advertir la seriedad que presidía el rostro de la muchacha—. ¿Le sucede algo, Kathy?
—No, estoy bien… —respiró hondo y exhaló el aire de golpe—. Sí, sí que me pasa algo: el profesor Zarco. No le soporto.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Es por él, por cómo es y cómo se comporta.
—Sí, es muy peculiar.
—¿Peculiar? Es arrogante, maleducado, brutal, pedante, descortés y…, y… —boqueó un par de veces, incapaz de encontrar adjetivos adecuados—. Es un gorila —concluyó.
Samuel esbozó una sonrisa.
—A mí me parece divertido.
Katherine puso cara de exagerado asombro.
—¿Cómo puede divertirle ese salvaje? —dijo—. Pero si le trata como si fuera su esclavo. Ni siquiera es capaz de recordar su apellido. ¡Le llama «durazno»!
El joven permitió que su sonrisa se ampliase.
—¿Sabe algo, Kathy? Creo que el profesor es pura fachada. Me recuerda a un erizo. Los erizos son animales débiles, así que se rodean de púas para defenderse.
—¿El profesor le parece débil? —replicó Katherine con escepticismo.
—Por fuera no, pero por dentro… No sé, creo que en algún momento alguien le hizo daño y desde entonces se protege bajo una coraza de brusquedad.
Katherine le miró a los ojos.
—A usted también le hicieron daño —dijo en voz baja— y no se comporta como un salvaje.
Samuel bajó la mirada y no respondió. Al advertir su incomodidad, Katherine se apartó un paso y, mirando a su alrededor, comentó:
—Nunca había estado aquí —aspiró por la nariz—. Huele raro, como a vinagre…
—Es ácido acético —dijo Samuel—. Lo uso para el baño de paro.
La joven se acercó a la mesa de trabajo y contempló con curiosidad el instrumental.
—¿Por qué no me enseña cómo revela las fotografías, Sam?
—Claro, Kathy; precisamente tenía un negativo listo para positivar. Lo primero que hay que hacer es revelar las placas, pero de eso ya me ocupé ayer —señaló el artefacto que, sujeto verticalmente a un tablero mediante una barra dentada, descansaba sobre la mesa—. Eso es la ampliadora. Dentro hay una placa; cuando la encienda, proyectará la imagen en negativo sobre esa superficie, que es donde pondremos el papel sensible, pero antes… —titubeó—, antes hay que apagar la luz…
—Muy bien —Katherine sonrió—. Apáguela.
Tras una vacilación, Samuel desconectó la iluminación general, dejando encendida únicamente la bombilla roja.
—¿Y ésa? —preguntó Katherine—. ¿No la apaga?
—No; es luz monocromática y afecta poco al material sensible. Así podemos ver lo que hacemos —oprimió un interruptor y un chorro de luz brotó de la ampliadora, proyectando una imagen sobre el tablero—. Eso es el negativo —prosiguió—. Ahora enfocamos la imagen con esta rueda… Apagamos la ampliadora… Y colocamos en el soporte una hoja de papel fotográfico… Así… —cogió un cronómetro y conectó de nuevo la ampliadora—. Ahora vamos a exponer la imagen durante veinticinco segundos…
Transcurrido ese tiempo, Samuel desconectó el aparato, cogió el papel y lo introdujo en el líquido que había en una de las tres cubetas que descansaban sobre la mesa.
—¿Qué es?
—El revelador. Una solución de sulfito de sodio, ácido pirogálico y…, en fin, un par de ingredientes más —Samuel sumergió el papel con ayuda de una varilla de cristal y dijo—: Acérquese, Kathy. Aunque he visto muchas veces lo que sucede ahora, sigue pareciéndome mágico.
Katherine se aproximó al fotógrafo y ambos se quedaron mirando en silencio el papel sumergido. Al cabo de un minuto, una imagen comenzó a formarse lentamente sobre la blanca superficie del papel. Era la puerta del templo subterráneo.
—¡Es increíble! —exclamó Katherine—. Tiene razón, Sam; parece magia.
Cuando la fotografía adquirió toda su nitidez, Samuel la sacó con unas pinzas y la introdujo en la cubeta que estaba a su derecha.
—Eso es el baño de paro —explicó—. Agua con ácido acético, para interrumpir la acción del revelador.
Al cabo de un par de minutos, sacó la fotografía y la introdujo en la tercera cubeta.
—El fijador —dijo—. Hiposulfito de sodio diluido en agua. Elimina las sales de plata que no se han impreso. La fotografía tiene que estar ahí unos minutos antes de encender la luz, o se ennegrecería.
—¿Y después?
—Después lavo la fotografía en ese barreño y la pongo a secar ahí.
Samuel señaló una cuerda que estaba tendida de un extremo a otro de la bodega y de la que pendían un par de docenas de fotos sujetas con pinzas.
—Es más fácil de lo que pensaba —comentó Katherine.
—Sólo hay que ser meticuloso con los tiempos y la temperatura de los líquidos. Lo demás es sencillo.
Sobrevino un silencio. Katherine se aproximó a las fotografías que colgaban de la cuerda e intentó examinarlas, pero la luz rojiza era demasiado débil, así que regresó al lado de Samuel.
—¿Por qué no nos tuteamos, Sam? —dijo de repente.
—Claro, Kathy. Como ust…, como quieras.
La joven le miró fijamente a los ojos.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Por supuesto.
—¿Qué opinas de mí?
—¿Qué?…
—Que qué te parezco. Te simpatizo, no te simpatizo, hay algo en mí que te disguste…
—No, no, es ust…, eres una dama encantadora y claro que me simpatizas.
Katherine arqueó una ceja, decepcionada.
—¿Sólo eso?
—También eres inteligente, y amable, y culta…
—¿Y bonita? —le interrumpió—. ¿Te parezco bonita, Sam?
—Por supuesto; eres preciosa.
Durante unos segundos se contemplaron en silencio; luego, Samuel apartó la mirada, entreabrió los labios y, tras un titubeo, volvió a cerrarlos sin decir nada. Katherine arrugó la frente y se cruzó de brazos.
—¿Sabes algo, Sam? —dijo—: No sólo estoy enojada con el profesor; tú también me enfadas.
El joven la miró con sorpresa.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué he hecho?
—Nada —respondió Katherine—. Eso es lo que me enfada, que no has hecho nada. Vamos a ver, Sam, en este barco viajan un montón de hombres y dos mujeres, y de esas dos mujeres sólo una es soltera y tiene tu edad. Pero tú no dejas de tratarme como si fuéramos simples camaradas. ¿Qué sucede? ¿No te gusto?
Samuel parpadeó, nervioso.
—Claro que me gustas… —respondió con un hilo de voz.
—¿Y no te gustaría besarme?
—Eh…, sí…
—Entonces, ¿por qué no me besas?
Samuel intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Quiso hablar, moverse, hacer o decir algo, pero estaba paralizado, tenía las piernas como espaguetis y mariposas en el estómago.
—No lo sé… —musitó.
Katherine exhaló una bocanada de aire y sacudió la cabeza.
—Sam —dijo—, eres el hombre más tonto del mundo —sonrió—. Pero encantador.
A continuación, se abrazó a él y le besó en los labios. Al principio, durante un segundo, Samuel se mostró torpe y envarado, con las manos alzadas sin saber qué hacer con ellas. Pero luego, como si de repente se evaporara la timidez, la abrazó con fuerza y concentró todos sus sentidos en aquel largo y excitante beso.
Al cabo de un lapso indeterminado de tiempo, Katherine se apartó de él y posó la mirada en el suelo. Su rostro se había ensombrecido.
—¿Qué sucede? —preguntó Samuel, desconcertado.
—Nada, Sam —respondió ella, regalándole una sonrisa—. Es que de pronto me he acordado de mi padre. Me preocupa mucho.
—Pero ahora ya sabes que está bien y que hace sólo tres semanas zarpó en busca de la isla de Bowen.
—Precisamente eso es lo que me preocupa —la joven hizo una pausa antes de proseguir—: Hace un rato ha habido una reunión en el comedor de oficiales para que el señor García nos contara los resultados del análisis de las muestras…
Katherine le relató los pormenores de la reunión. Cuando acabó, Samuel se la quedó mirando sin saber muy bien qué decir.
—Lo que me has contado es muy desconcertante, Kathy —comentó—, pero no sé qué tiene que ver con tu padre.
—Es esa isla —repuso ella—. El códice dice que hay demonios y, hasta ahora, todo lo que decía el códice ha demostrado ser cierto.
Samuel parpadeó, confundido.
—¿Crees en demonios, Kathy?
La muchacha suspiró.
—No tienen por qué ser literalmente demonios —dijo—. En los mapas antiguos, las zonas peligrosas se indicaban con el rótulo «Aquí hay tigres». Pero los cartógrafos no se referían necesariamente a tigres, sino a cualquier clase de peligro, desde tribus salvajes hasta selvas impenetrables. Yo creo que cuando Bowen hablaba de demonios pretendía decir que había algo muy peligroso en esa isla. Y ahora mi padre está allí.
Hubo un largo silencio.
—No sé, Kathy —dijo Samuel finalmente—. Puede que tengas razón, pero, en cualquier caso, lo que cuenta el códice ocurrió hace casi mil años, así que quizá el peligro ha desaparecido ya.
Katherine se encogió levemente de hombros.
—Ojalá sea así —repuso, y tras un nuevo suspiro, recuperó la sonrisa y agregó—: En fin, pronto lo sabremos. Ahora hablemos de cosas más alegres.
Pero ninguno de los dos dijo nada. Al cabo de unos segundos, Samuel cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, tragó saliva y dijo:
—Kathy…, lo que ha pasado antes, eh…, entre nosotros, quiero decir… Yo… Tú…
Incapaz de continuar, Samuel se la quedó mirando, sintiéndose el más patético de los seres humanos. Katherine se echó a reír; luego, tras besarle de nuevo en los labios durante unos segundos, dijo:
—No digas nada, Sam —tomó su mano y concluyó—: Ahora será mejor que vayamos a comer, porque ya llegamos tarde.