9

La Maniobra Savannah

Según los cálculos del capitán Verne, el Saint Michel cruzaría el círculo polar aproximadamente a las seis y media de la tarde. A esa hora, los pasajeros y tripulantes, salvo aquellos que estaban de guardia, se reunieron en la cubierta para celebrar la fiesta del «paso del Ártico». Los doce neófitos que cruzaban por primera vez aquella línea imaginaria se situaron frente a Yago Castro, quien, disfrazado de Neptuno, les impuso una prueba: debían trepar hasta la cima del palo de mesana; el que subiera y bajara en menos tiempo sería nombrado Tritón, el hijo del dios del mar. Yago añadió que, por supuesto, las damas estaban liberadas de pasar la prueba.

Pero las dos inglesas se negaron en redondo e insistieron en seguir la misma suerte de los demás novatos, aunque, para evitar escándalos, antes fueron a su camarote y cambiaron las faldas por pantalones. El mástil de mesana medía ocho metros y medio de altura; ganó la prueba Elías Mombé, pero, para sorpresa de todos, el segundo puesto le correspondió a Katherine Foggart, quien, tras descalzarse, subió y bajó por el mástil empleando tan sólo dos segundos más que el marinero. Lady Elisabeth quedó octava, justo por detrás de Samuel, mientras que García, el químico, apenas llegó a trepar un tercio de la altura del palo.

Tras las pruebas del círculo polar, el cocinero y su ayudante sirvieron en la cubierta un refrigerio acompañado por un gran cuenco de ponche de ron. Al mismo tiempo, Yago Castro cogió un acordeón, Sean O’Rourke un violín y Leoncio López una guitarra, y comenzaron a interpretar una jiga celta. Poco después, se inició el baile; dado que sólo había dos mujeres, toda la tripulación quería bailar con ellas, de modo que se siguió un escrupuloso turno jerárquico: Lady Elisabeth y su hija bailaron primero con el capitán Verne y con Aitor Elizagaray, después con el segundo oficial y con el jefe de máquinas, y así sucesivamente.

Una hora más tarde, cuando más animada estaba la fiesta, Cairo advirtió que Samuel estaba apoyado contra un mamparo de la superestructura, apartado del bullicio. Se aproximó a él y le preguntó:

—¿Por qué no sacas a bailar a Kathy, Sam?

—No sé bailar —respondió el fotógrafo.

—¿Sabes dar saltitos? Porque en eso consiste bailar: en dar saltitos. Además, el baile no es nada más que un pretexto para abrazar a una chica guapa. Y Kathy es muy guapa, ¿no te parece?

Samuel enrojeció.

—Sí, claro, pero… se lo está pasando bien y no quiero molestarla.

Cairo dejó escapar un largo suspiro.

—Sam —dijo—, eres el joven más fúnebre que jamás me he echado a la cara. Y el más idiota. Vamos a ver, Kathy tiene veintiún años; ¿cuántos hombres de su edad hay en este barco?

—Bueno, está Jacinto…

—¿El ayudante de Lacroix? No creo que tenga ni dieciocho, y además es más feo que un mono. Por amor de Dios, Sam; Kathy no te quita el ojo de encima. ¿Es que estás ciego?

Samuel se ruborizó aún más.

—Creo que se equivoca, Adrián… —murmuró.

—Deja de llamarme de usted —replicó Cairo—; parece que te hubieras tragado una escoba. Y no, no me equivoco, así que sácala a bailar de una maldita vez.

Tras un breve titubeo, Samuel sacudió la cabeza.

—Ya le he di… Ya te he dicho que no sé bailar.

Cairo frunció el ceño y se quedó en silencio, mirando a la improvisada orquesta, que en aquel momento interpretaba un foxtrot. Lady Elisabeth bailaba con Manglano, el radiotelegrafista, y su hija con el ayudante de máquinas, mientras que algunos tripulantes lo hacían por su cuenta, dando saltos más parecidos a una danza guerrera que a un baile moderno. Cuando la pieza concluyó, Cairo sujetó a Samuel por el brazo y, desoyendo sus protestas, lo arrastró hasta donde se encontraba Katherine.

—¿Podrías hacerme un favor, Kathy? —dijo—. Mi buen amigo Sam no sabe bailar; ¿te importaría ser su maestra?

—Será un placer —respondió Katherine, sonriente. Luego, miró al fotógrafo y añadió—: Ya hay algo más que puedo enseñarle, Sam.

Tras dejar a Samuel en brazos de Katherine, Cairo se aproximó al capitán Verne, que estaba junto a la mesa de las viandas, bebiendo un vaso de ponche.

—Bonita fiesta, capitán —dijo mientras se servía una copa.

—En efecto —repuso Verne—; es tonificante contar con presencia femenina a bordo. Y más bonita sería la fiesta si no nos siguiera ese tiburón.

Cairo volvió la mirada hacia la distante silueta del Charybdis y se encogió de hombros.

—Seguro que Ardán no está celebrando nada —dijo—. Por cierto, ¿y el profesor?

—No lo sé. La última vez que le vi fue durante las pruebas.

Cairo arrugó el entrecejo.

—Qué raro —comentó—. Al profesor le encantan estos saraos. Deberíamos ir a buscarle.

Verne y Cairo apuraron sus bebidas de un trago y se dirigieron al interior del barco. Encontraron a Zarco en su camarote; estaba sentado frente a la mesa de trabajo, examinando con una lupa las fotografías del códice.

—Se está perdiendo la fiesta, profesor —dijo Cairo desde la puerta.

—Detesto el ponche —respondió Zarco al tiempo que dejaba las fotografías sobre la mesa—. Adelante, caballeros; en Londres compré unas botellas de whisky de malta, una bebida civilizada ideal para consumir en compañía.

El capitán se sentó en una silla y Cairo en el borde de la cama; Zarco sacó de un cajón una botella de Macallan junto con tres vasos y sirvió la bebida. Tras alzar su copa en un brindis, dijo:

—Por la isla de Bowen.

A continuación, entrechocaron los vasos y los vaciaron de un trago.

—¿Cuándo llegaremos a Havoysund, Gabriel? —preguntó el profesor mientras servía otra ronda.

—Pasado mañana al amanecer —respondió Verne.

Zarco torció el gesto.

—¿Tan tarde? Por las barbas del profeta, vamos a paso de tortuga. ¿Por qué no pone a prueba ese motor diésel tan nuevo y reluciente que tiene?

El capitán negó con la cabeza.

—Es temporada de icebergs —dijo—. Navegaremos a media máquina.

—¡Icebergs! —replicó Zarco con un gesto despectivo—. Los vigías pueden verlos venir a kilómetros de distancia.

—Eso mismo pensaba Edward J. Smith, y mire cómo acabó.

—¿Quién es Edward J. Smith? —preguntó Cairo.

—El capitán del Titanic —gruñó Zarco—. Vamos, Gabriel, el Titanic era un mastodonte de cuarenta y cinco mil toneladas que tardaba horas en virar, pero el Saint Michel es un navio pequeño y manejable.

Verne le dio un sorbo a su bebida y volvió a negar con la cabeza.

—Fuera del Saint Michel usted manda, Ulises —dijo—; pero aquí dentro quien da las órdenes soy yo. Navegaremos a media máquina.

Zarco masculló algo por lo bajo y dio un trago de whisky. Tras un silencio, Cairo señaló las fotografías que descansaban sobre la mesa y preguntó:

—¿Qué estaba haciendo, profesor?

—Darle vueltas a la historia de Bowen. Es extraña.

—Como todas las leyendas medievales.

—No, ésta es diferente, Adrián. Hay detalles muy intrigantes.

—¿Por ejemplo? —preguntó Verne.

—Bueno, según el manuscrito, el navio escandinavo navegó muy al norte y llegó a un archipiélago que Bowen describió de la siguiente manera…

El profesor tomó una de las fotografías y, con ayuda de la lupa, leyó en voz alta:

«Poco después avistamos un archipiélago helado formado por dos islas grandes, tres más pequeñas y una miríada de islotes» —dejó la lupa sobre la mesa—. Según hemos convenido, Gabriel, ésa es una buena descripción del archipiélago Svalbard, ¿verdad?

—Eso parece.

—Y luego se dirigieron al este, a otro archipiélago helado que sólo puede ser la Tierra de Francisco José, ¿no es cierto?

—Supongo que sí.

—Pues bien, Svalbard fue descubierto por el holandés Willem Barents en 1596, y la Tierra de Francisco José en 1873 por la expedición austríaca de Payer y Weypretch. Pero Bowen los describió a comienzos del siglo XI, así que, dado que nadie pudo hablarle de ellos, pues nadie los conocía por aquel entonces, no queda más remedio que aceptar que Bowen estuvo allí y vio esos archipiélagos con sus propios ojos.

—¿Y qué? —preguntó Cairo.

—Muy sencillo: eso demuestra que al menos una parte del relato de Bowen es cierta. Y si es verdad que estuvo allí, ¿por qué no va a ser cierto lo demás?

—¿Una isla boscosa a apenas quinientas millas del Polo Norte? —preguntó Verne, alzando una ceja con escepticismo—. ¿Una ciudad subterránea? ¿Un río en el hielo? ¿Un muro de fuego invisible?

—Eso por no citar los demonios de ocho patas —terció Cairo.

Zarco rasgó el aire con un malhumorado ademán.

—No digo que fuese exactamente como él lo cuenta —replicó—. Creo que Bowen vio cosas que no supo interpretar, así que las adaptó a sus creencias. En cualquier caso, estoy seguro de que Bowen y sus compañeros se enfrentaron a algo sumamente raro, a algo que les aterró hasta la médula de los huesos.

—¿A qué? —preguntó Cairo.

—Y yo qué sé, Adrián —Zarco frunció el ceño y se quedó mirando las fotografías del manuscrito—. Bowen llamaba «Aracné» al demonio que les atacó, y eso también es extraño.

—¿Por qué?

—Porque no hay ningún demonio llamado así. Según la mitología grecorromana, Aracné era una tejedora mortal que rivalizaba en habilidad con la diosa Minerva, razón por la que ésta la convirtió en araña. Una tejedora, no un demonio. Por otro lado, no debemos olvidar la araña que aparece en la escultura de la cripta de Bowen…

—¿Sugiere que hay una araña gigante en esa isla, profesor? —preguntó Cairo en tono burlón.

Zarco le fulminó con la mirada.

—Sugiero que puedes ganarte un puñetazo si sigues haciéndote el gracioso, Adrián —gruñó—. No, no creo en arañas gigantes; pero tampoco creía en metales imposibles, y ahí tienes el fragmento de titanio puro. ¿Acaso eso es menos insólito que un bosque en el Ártico o una ciudad subterránea?

Ni Verne ni Cairo respondieron. El profesor Zarco vació su copa, señaló las fotografías del códice dando unos golpecitos sobre ellas con el índice de la mano izquierda y dijo en voz baja:

—Es evidente que Bowen y sus compañeros tropezaron con algo extraño, pero no logro imaginar qué podía ser para asustarles tanto.

★★★

El Saint Michel llegó a Havoysund a las siete y diez de la mañana del dieciocho de junio, seguido a escasa distancia por el Charybdis. Por lo general, aquel puerto sólo era frecuentado por los balleneros que cazaban en la zona, así que los tripulantes del Saint Michel se llevaron una sorpresa cuando vieron una decena de cargueros fondeados en la dársena.

Tras realizar las maniobras de atraque, Verne y Zarco desembarcaron y se dirigieron a las oficinas del puerto para hablar con el práctico; hora y media más tarde, regresaron al buque y se reunieron con Cairo y las dos inglesas en el puente de mando.

—El Britannia atracó en Havoysund el pasado tres de mayo —dijo el capitán— y, veinticuatro horas más tarde, tras aprovisionarse de vituallas y combustible, partió hacia Spitsbergen. Al menos, ése era su origen y destino oficial.

—¿Estaba mi esposo en el barco? —preguntó Lady Elisabeth.

—No figuraba en la lista de pasajeros; lo siento.

—Pero me envió un paquete desde aquí…

—No fue él, Lisa, sino uno de los tripulantes del Britannia, el marinero Jeremiah Perkins. Por lo visto, se había roto un brazo y desembarcó en este puerto para regresar a Inglaterra. Él envió el paquete; lo hemos comprobado.

—Entonces, ¿ese tal Perkins está ahora en Inglaterra? —preguntó Lady Elisabeth.

—No salió nunca de aquí —respondió Zarco—. Tres días después de desembarcar, mientras esperaba el barco que iba a conducirle a Trondheim, le asesinaron disparándole por la espalda. Puede encontrar su tumba en el cementerio local.

Las mejillas de la mujer palidecieron.

—¿Quién lo mató?

—Nadie lo sabe —repuso Zarco—; pero no hay que ser muy listo para ver la mano de Ardán tras ese crimen. De hecho, todos los barcos que están fondeados en el puerto pertenecen a Ararat Ventures y, por lo visto, hay muchos más por estas aguas.

Un lúgubre silencio se extendió por el puente de mando.

—¿Dónde está Spitsbergen, profesor? —preguntó Katherine.

—Es la isla más grande del archipiélago Svalbard —respondió Zarco—. Pero su padre no está ahí, señorita Foggart; sin duda, John falsificó la documentación, porque sabemos que en realidad se encontraba en Kvitoya.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo Lady Elisabeth.

Zarco se frotó el mentón, pensativo.

—Ardán cree que John está en Spitsbergen, así que iremos allí.

—¿Y después? —preguntó Cairo—. Porque el Charybdis no se va a apartar de nosotros.

El profesor torció el gesto.

—Después ya veremos —dijo, dando un manotazo sobre la bitácora—. Lo que vamos a hacer ahora es partir inmediatamente.

—Inmediatamente no —replicó Verne—. Debemos cargar combustible y hay seis navíos en lista de espera por delante de nosotros.

—Maldita sea, Gabriel —insistió Zarco—. Tenemos fuel de sobra para ir y volver a Svalbard tres veces.

—No pienso internarme en el Ártico sin tener los depósitos llenos, Ulises.

—¡Por los clavos de Cristo! —tronó el profesor—. Ardán ha movilizado toda su flota de cargueros para buscar al Britannia. Es de vital importancia que nos adelantemos a él.

—Más importante aún es la seguridad de los pasajeros y de la tripulación. No zarparemos hasta que estemos listos.

Zarco apretó los puños y soltó un bufido.

—Oh, muy bien —dijo en tono cáustico—; aquí todo el mundo hace lo que le sale de las narices. Esto no es una expedición, sino un gallinero ambulante.

Acto seguido, abandonó el puente de mando dando uno de sus habituales portazos.

★★★

Dado que el Saint Michel no podría repostar combustible hasta bien entrada la madrugada, el capitán Verne les dio permiso a los tripulantes que no estaban de guardia para desembarcar. No es que hubiese muchas diversiones en Havoysund, pero al menos pasarían el día pisando tierra firme. Lady Elisabeth y su hija también decidieron desembarcar para buscar un lugar donde poder asearse civilizadamente y descansar en camas de verdad. Tras preguntar en el puerto, se dirigieron a la casa de huéspedes de la viuda Moklebust, el mismo lugar (aunque ellas lo ignoraban) donde se había alojado el marinero Jeremiah Perkins, y alquilaron una habitación con dos camas. Antes, Lady Elisabeth le pidió a Cairo que las avisara cuando el Saint Michel estuviera listo para zarpar.

Durante setenta y cuatro días al año, treinta y siete antes y treinta y siete después del solsticio de verano, nunca se hacía de noche en Havoysund; aunque, en realidad, el sol permanecía siempre muy bajo en el cielo, como en un permanente atardecer. Ese día, igual que todos en aquella época del año, el sol fue descendiendo poco a poco conforme pasaba la mañana y la tarde, hasta que, al llegar la medianoche, se detuvo justo encima del horizonte para, acto seguido, sin llegar a ponerse, empezar un lento ascenso que culminaría doce horas después, iniciándose de nuevo el ciclo.

Era extraña la medianoche boreal, una medianoche iluminada por la fría luz de un ocaso perpetuo. Hacía horas que los habitantes del pueblo se habían encerrado en sus casas; salvo en el puerto, no se percibía ninguna actividad, ni el menor rastro de presencia humana. Resultaba inquietante y fantasmal aquella quietud, aquel silencio.

De pronto, veinte minutos después de la medianoche, un camión se aproximó a la casa de la viuda Moklebust y aparcó frente a la entrada. Cuatro hombres cubiertos con abrigos negros bajaron del vehículo; mientras uno de ellos se quedaba frente a la entrada, vigilando los alrededores, los otros tres se dirigieron sigilosamente a la puerta y, con ayuda de una palanqueta, comenzaron a forzar la cerradura.

De repente, otros cuatro hombres, armados con fusiles Mauser, surgieron de detrás de la casa, dos por cada lado, y encañonaron con sus armas a los atracadores; eran Napoleón Ciénaga, Rasul Hakme, Patxi Arriaga y Leoncio López, marineros del Saint Michel.

—¡Quietos ahí! —ordenó el negro Ciénaga—. ¡Y arriba esas manos!

Sin hacer caso a las protestas de los sicarios, Arriaga y López los cachearon; descubrieron que dos de ellos iban armados con pistolas automáticas. Luego, les ataron las manos a la espalda, los introdujeron a empujones en el camión y, mientras los otros tres marineros vigilaban a sus cautivos en la parte trasera del vehículo, Hakme se sentó al volante, arrancó y puso rumbo al puerto.

★★★

Lady Elisabeth y su hija regresaron al Saint Michel a las tres y media de la madrugada, cuando el sol ya había alcanzado cierta altura en un cielo limpio de nubes. Tres cuartos de hora antes, un marinero enviado por Cairo había ido a la casa de huéspedes para avisarlas de que el buque zarparía una hora más tarde.

Cuando las dos inglesas remontaron la escalerilla que conducía al Saint Michel, se encontraron con Zarco y Cairo esperándolas en cubierta.

—Han intentado secuestrarlas —gruñó el profesor, sin molestarse en saludar ni quitarse el sombrero.

—¡¿Qué?! —exclamó Lady Elisabeth, alarmada.

—Poco después de medianoche —intervino Cairo—, cuatro tipos intentaron forzar la entrada de la casa de huéspedes donde se alojaban usted y Kathy. Afortunadamente, puse a algunos hombres de guardia vigilando la casa y se lo impidieron.

—Si no hubiesen decidido hospedarse en esa pensión, nada de esto habría pasado —refunfuñó Zarco, de mal humor—. Pero claro, las señoras querían dormir entre sábanas de hilo y ahora tenemos que ocuparnos de esos cuatro imbéciles.

—¿Dónde están? —preguntó Lady Elisabeth.

—Encerrados en una de las bodegas —respondió Cairo—. Son noruegos; escoria de los muelles.

—¿Qué van a hacer con ellos? —la mujer contempló a Zarco con recelo—. No estará pensando en…

—¿Matarlos? —el profesor soltó un bufido—. Debería hacerlo, pero no valen ni el precio de una bala. Cuando estemos listos para zarpar, los interrogaré y después les dejaré marchar. Aunque no creo que nos cuenten nada interesante.

Dicho esto, Zarco se dio la vuelta y, con las manos entrelazadas a la espalda, comenzó a pasear de un lado a otro abstraído en sus pensamientos. Katherine se dirigió entonces a su camarote, pero Lady Elisabeth permaneció en cubierta, observando los trabajos de desatraque. Cuando el motor del Saint Michel se puso en marcha, Zarco le pidió a Cairo que trajera a los prisioneros. A lo lejos, se escuchó el rugido de los motores del Charybdis al activarse. El profesor le dedicó una torva mirada al yate de Ardán y siguió paseando de un lado a otro, como un oso enjaulado.

Al poco, justo cuando un par de marineros comenzaban a retirar la escalerilla, Cairo regresó con los cuatro sicarios maniatados y con Ciénaga y López, que, armados con sendos fusiles, vigilaban a los prisioneros. Nada más pisar la cubierta y ver a Zarco, los cuatro sicarios se pusieron a hablar a la vez en su idioma.

—¡Silencio! —rugió el profesor en inglés.

Los prisioneros enmudecieron al instante. En el muelle, unos estibadores soltaron las amarras y el buque comenzó a alejarse lentamente de la dársena. Tras una pausa, Zarco preguntó:

—¿Alguno de vosotros habla una lengua civilizada?

—Yo, señor —dijo uno de los sicarios en un inglés torpe, con mucho acento—. Y debo protestar por el atropello que…

—¿Cómo te llamas?

—Harek, señor.

—Bien, Harek, ¿qué os proponíais hacer?

—Nada, señor —contestó el sicario—. Íbamos a solicitar hospedaje en la pensión del pueblo y… —señaló a Ciénaga y a López— esos hombres nos secuestraron brutalmente.

—¿Cuando vais a una casa de huéspedes siempre forzáis la puerta con una palanqueta?

—¡No hemos forzado ninguna puerta! —protestó el noruego—. Íbamos a llamar cuando…

De repente, Zarco sacó del interior de su chaqueta una pistola y encañonó al sicario, apuntándole a la cabeza. Harek tragó saliva y se quedó mudo, mirando aterrado el negro cañón del arma. El profesor se inclinó hacia él y dijo en voz baja:

—No me conoces, muchacho, y por eso no te pego un tiro ahora mismo; pero permíteme que te explique algo: odio que me mientan. Es como si me tomaran por tonto y eso me saca de quicio. Y cuando algo me saca de quicio, puedo hacer cualquier cosa, ¿comprendes? Como, por ejemplo, arrancarte el hígado y comérmelo cocinado con vino. Aunque, claro, no sabías con quién estabas hablando, así que voy a darte otra oportunidad. Préstame atención: si me dices la verdad, os dejaré marchar; pero si me vuelves a mentir, os mataré uno a uno, y a ti lentamente. ¿Está claro?

Harek asintió débilmente con la cabeza.

—Muy bien —prosiguió Zarco—, repito la pregunta: ¿qué os proponíais hacer?

El Saint Michel iba cobrando velocidad y ya se hallaba a unos cien metros del muelle. Harek tragó saliva de nuevo y dijo con un hilo de voz:

—Nos contrataron para que buscáramos a dos mujeres en la pensión…

—La señora Faraday y su hija. Ibais a secuestrarlas, ¿no?

El noruego asintió con un inseguro cabeceo y Zarco preguntó:

—¿Quién os contrató?

—No nos dijo su nombre. Creo que era inglés.

—¿Cuánto os pagó?

—Doscientas coronas. Y otras doscientas cuando le entregásemos a…, eh…, las damas.

—¿Adónde teníais que llevarlas?

—A un barco. El Charybdis.

Zarco esbozó una sonrisa de tiburón y guardó la pistola.

—Muy bien, Harek —dijo—; ahora nos entendemos. ¿Dónde tienes el dinero?

—¿Qué?…

—El dinero que os adelantó ese tipo por el secuestro. ¿Dónde está?

El noruego titubeó antes de responder:

—En mi cartera…

Zarco le cogió la cartera del bolsillo trasero del pantalón, extrajo de ella cuatro billetes de cincuenta coronas y se los guardó en la chaqueta; le devolvió la cartera al sicario y, dirigiéndose a Cairo, dijo:

—Libéralos, Adrián.

Cairo sacó una navaja y cortó rápidamente las ligaduras de los prisioneros.

—Soy hombre de palabra —dijo Zarco—: podéis iros.

Harek miró hacia el puerto, que ya estaba casi a doscientos metros de distancia, y preguntó:

—¿Cómo?

—Nadando —repuso el profesor con un gesto displicente.

—Pe-pe-pero el agua está helada —tartamudeó Harek.

—Si nadáis deprisa, entraréis en calor. Además, no hay nada más tonificante que un bañito de madrugada.

—El mar está a escasos grados por encima del punto de congelación —intervino Lady Elisabeth—. Esos hombres pueden morir.

Zarco la fulminó con la mirada. Luego, se volvió hacia los sicarios y les dijo:

—¿Todavía estáis aquí? Cuanto más tardéis en saltar, más nos alejaremos del muelle y más tiempo estaréis en el agua.

—Se lo rogamos, señor; déjenos usar un bote… —suplicó Harek.

Zarco suspiró ruidosamente y, dirigiéndose a Ciénaga y López, ordenó:

—Cuando cuente tres, comenzad a disparar contra ellos.

—¡Por amor de Dios, tenga piedad! —aulló Harek.

—Uno —dijo Zarco con aire distraído.

—¡Piedad, señor! —insistió el noruego.

—Dos —prosiguió Zarco, indiferente.

Ciénaga y López amartillaron los percutores de sus fusiles. Entonces, tras unos instantes de vacilación, Harek y sus compinches saltaron por la borda, lanzándose a las heladas aguas del mar. Lady Elisabeth ahogó un grito, corrió hacia la barandilla y contempló durante unos segundos cómo los cuatro sicarios nadaban frenéticamente hacia el puerto. Luego, se encaró con Zarco y le dijo en tono acusador:

—Esos hombres pueden morir.

—¡Pues que se mueran! —bramó el profesor—. Deberían habérselo pensado antes de intentar nada contra nosotros.

—Es usted un salvaje —le espetó la mujer, conteniendo a duras penas su indignación.

—¿Yo soy un salvaje? —Zarco se echó hacia atrás el panamá, como un matón a punto de entrar en pelea—. El mundo es salvaje, señora; está lleno de ratas miserables, como ésas que acabo de arrojar al agua, gentuza capaz de secuestrar mujeres y niñas por unas monedas. Y esa chusma sólo entiende un lenguaje: el de la violencia. Así que, para sobrevivir en este mundo, hay que ser tan violento o más que los malvados. Quizá usted considere eso salvajismo, pero yo lo llamo supervivencia.

—Si se comporta igual que los malvados —replicó Lady Elisabeth—, ¿en qué se diferencia de ellos?

—En el punto de vista, señora mía —respondió el profesor—. Concretamente, en el suyo, pues yo estoy de su parte y de parte de su esposo, mientras que ellos están en su contra. Convendría que recordara eso antes de criticarme.

Malhumorado, Zarco se dirigió a la popa del barco y contempló con los brazos en jarras al Charybdis, que de nuevo había iniciado el seguimiento del Saint Michel. Aunque el navio estaba demasiado lejos para que pudieran oírle, alzó un puño y gritó:

—¡No puedes conmigo, Ardán! ¡Siempre voy por delante de ti, piojoso armenio!

★★★

Durante veintinueve horas, el Saint Michel, siempre seguido por el Charybdis, navegó a media máquina hacia el norte. Pasado ese tiempo, alcanzaron las costas meridionales de Spitsbergen, la mayor isla de Svalbard; entonces, al divisar en la lejanía las nevadas crestas y los negros farallones de piedra volcánica, el navio modificó su rumbo y enfiló hacia el noroeste, camino de Longyearbyen, el único asentamiento habitado del archipiélago.

Cuatro horas más tarde, el Saint Michel se aproximó lo suficiente a la isla como para poder apreciarla con detalle, de modo que los pasajeros salieron a cubierta para contemplar aquel extraño y solitario paisaje. La isla era muy montañosa, con las cumbres cubiertas de nieve y las laderas de una piedra negruzca donde sólo crecían líquenes y una hierba rala y escasa de color entre verde y pardo. La costa estaba atestada de aves marinas, focas y morsas, y en el interior se divisaban ocasionales manadas de renos, pero, aunque al parecer abundaban por la isla, nadie vio rastro alguno de osos blancos.

Al cabo de un rato, Verne bajó del puente de mando y se reunió con los pasajeros en la cubierta.

—Llegaremos a Longyearbyen dentro de una hora —les informó.

—¿Había estado antes aquí, capitán? —preguntó Lady Elisabeth.

—Hace muchos años, cuando comenzaba mi carrera —Verne contempló las lejanas cumbres de la isla—. Pero todo sigue igual, por lo que puedo ver.

—La temperatura es de tres grados por encima de cero —terció García, señalando el termómetro que estaba fijado a un mamparo—. Pensé que haría más frío tan al norte del círculo polar.

—Es por la Corriente del Golfo —respondió Zarco—. De no ser por ese flujo de agua cálida procedente del Caribe, esto sería un desierto helado.

En ese momento el Saint Michel pasaba por delante de una lengua de nieve que descendía desde la cumbre de una montaña hasta llegar al mar. De pronto, con gran estruendo, un enorme bloque de hielo se desprendió sobre el agua.

—Un glaciar —explicó Verne—. En verano, al quebrarse el hielo, se forman los icebergs.

Diez minutos más tarde vieron en la orilla las primeras huellas de presencia humana: las cabañas de madera de un campamento ballenero abandonado. Por lo general, aquélla era una de las zonas más solitarias de la Tierra; sin embargo, se cruzaron con dos cargueros que navegaban en sentido contrario, hacia el sureste. Ambos llevaban la enseña de Ararat Ventures. Finalmente, al llegar a los 78 grados de latitud norte, el Saint Michel viró a estribor para adentrarse en el fiordo de Is. En la orilla derecha se alzaban las instalaciones de la Artic Coal Company of Boston, la compañía minera que explotaba los yacimientos de hulla de la zona, y al fondo, en la misma orilla, Longyearbyen, el único pueblo del archipiélago. Aunque llamar «pueblo» a aquello era una clara exageración, pues sólo había un puñado de cabañas de madera dispuestas en doble fila, con una única calle central sin asfaltar.

No obstante, pese a la rústica precariedad del poblado, había cinco modernos cargueros anclados frente al puerto, todos con enseñas de Ararat Ventures y tres de ellos también con las de Cerro Pasco. Además, junto al pueblo había un improvisado campamento de tiendas de campaña. El lugar estaba mucho más concurrido que de costumbre.

Tras echar el ancla frente al poblado, los tripulantes del Saint Michel arriaron un bote ocupado por Zarco, Cairo y cuatro marineros armados. Acto seguido, el bote se dirigió al tosco puerto de Longyearbyen, donde desembarcaron, para no regresar hasta cuatro horas más tarde. De nuevo en el barco, Zarco reunió a los pasajeros y al capitán en el puente de mando para informarles sobre los resultados de sus pesquisas.

—He tenido la fortuna —dijo Zarco tras un carraspeo— de encontrarme en ese villorrio de mala muerte con un viejo conocido y colega, el profesor Alfred Wegener. ¿Han oído hablar de él?

Todos negaron con la cabeza, salvo Katherine, que respondió:

—Es un famoso geólogo alemán. Ha desarrollado una nueva teoría…, creo que se llama «deriva continental». Si mal no recuerdo, afirma que los continentes se desplazan lentamente, deslizándose sobre el magma de la Tierra.

Zarco asintió, sorprendido.

—Muy bien, señorita Foggart; así es. Wegener sostiene que, en un principio, sólo había un continente, al que denomina Pangea; pero luego, a causa de la fuerza centrífuga que genera el planeta al girar sobre su eje, esa única tierra se fragmentó en los distintos continentes que ahora conocemos y que poco a poco se alejan los unos de los otros. Es una teoría fascinante, aunque controvertida. Precisamente Wegener se encuentra ahora aquí, en Svalbard, recopilando datos que prueben su hipótesis acerca de…

—Muy interesante, profesor —le interrumpió Lady Elisabeth con impaciencia—, pero podemos hablar de eso en otro momento. ¿Han averiguado algo acerca de mi esposo?

Zarco arrugó el entrecejo, contrariado por la interrupción.

—Como sospechábamos —respondió—, ni John ni el Britannia han pasado por Longyearbyen. Wegener ha estado todo el invierno y la primavera aquí y me lo ha confirmado. También me ha contado que, desde hace más o menos un mes, Spitsbergen se ha llenado de navíos pertenecientes a Ararat Ventures. Al parecer, hay entre treinta y cuarenta barcos recorriendo la costa, puede que más. Pero lo más alarmante es que la búsqueda se ha ampliado y ya hay navíos de Ardán explorando Edgejokulen y Barentsoya.

—¿Perdón?… —dijo García con extrañeza.

—Las dos islas que se encuentran al este de Spitsbergen —aclaró el capitán.

—Exacto —asintió Zarco—. Y seguirán más hacia el este, buscando por Wilhelmoya, por Wahlbergoya, por las Islas del Rey Carlos y por Nordaustlandet, hasta que, finalmente, lleguen a Kvitoya, que es donde sabemos que está o estuvo el Britannia. Es una carrera contra el tiempo.

Hubo un silencio.

—Entonces —dijo Lady Elisabeth—, ¿qué haremos ahora? El Charybdis nos seguirá vayamos adonde vayamos.

Zarco le echó una sombría mirada al yate de Ardán, que permanecía anclado en medio del fiordo, y luego examinó las cartas de navegación.

—No podemos rodear el archipiélago por el noroeste… —murmuró, pensativo.

—¿Por qué? —preguntó García.

—Porque nos encontraríamos con la banquisa —respondió Verne.

—Disculpe, capitán —intervino Samuel—, ¿qué es la banquisa?

—La capa de hielo flotante que cubre el océano Ártico alrededor del polo, Sam. Tiene entre uno y veinte metros de espesor e impide por completo la navegación.

—Así que debemos ir hacia el noreste… —prosiguió Zarco con la mirada fija en el mapa.

—¿Y qué pasa con el Charybdis? —preguntó Lady Elisabeth.

—Si aquí se hiciera de noche —comentó Cairo—, quizá pudiéramos eludirlo apagando las luces y navegando en la oscuridad —suspiró—. Pero aún faltan meses para que el sol se ponga…

De repente, Zarco alzó la cabeza y contempló a su amigo con los ojos muy abiertos.

—Mañana es el solsticio —dijo.

—Sí. ¿Y…?

—Que ya estamos en verano —repuso Zarco con aire triunfal.

—Eso no es ninguna novedad, profesor.

Sin hacerle el menor caso, Zarco se inclinó sobre el mapa y lo examinó con extrema atención. Luego, se volvió hacia Verne y le espetó:

—Partiremos inmediatamente, Gabriel.

—¿Hacia dónde? —preguntó el capitán.

—Hacia aquí —respondió Zarco, señalando con el dedo un punto situado abajo y a la derecha del archipiélago—: Más o menos setenta y seis grados de latitud norte y treinta y seis de longitud este.

Verne contempló con perplejidad la carta marina.

—Pero eso son aguas abiertas, Ulises —dijo—. Ahí no hay nada.

—Exacto —respondió Zarco con una fiera sonrisa—. No hay nada; justo lo que necesitamos.

★★★

Tras levar el ancla, el Saint Michel, siempre seguido por el Charybdis, abandonó el fiordo de Is y puso rumbo hacia el sureste. Nueve horas más tarde alcanzaron el punto que había señalado Zarco: 76° N, 36° E. Una vez allí, el capitán ordenó detener el barco y le preguntó a Zarco:

—¿Y ahora, Ulises?

El profesor miró el cielo a través del portillo frontal del puente de mando y respondió:

—Ahora esperaremos.

—¿Qué?

—El momento propicio —respondió el profesor con aire enigmático.

Para desesperación de todos, el momento propicio tardó tres días en llegar. El Saint Michel se encontraba en medio de un mar calmado sin rastro de tierra firme, una nada boreal donde no se escuchaba ni siquiera el rumor del viento. Lo único que quebraba aquella monótona soledad era el Charybdis, que se hallaba a unas dos millas de distancia, aguardando a que el Saint Michel se pusiera de nuevo en marcha para reiniciar el seguimiento.

Zarco no le contó a nadie qué aguardaba. Pasaba la mayor parte del día en la cubierta, oteando el horizonte o realizando mediciones en la pequeña estación meteorológica que había a popa. Durante la mañana del segundo día, López, uno de los marineros, le vio consultar el higrómetro y le oyó exclamar:

—¡Un sesenta y cinco por ciento de humedad relativa! ¡Esto marcha!

Esa misma tarde, Román Manglano, el radiotelegrafista, fue en busca de Zarco.

—El Charybdis ha enviado un radiograma —le dijo, al tiempo que le entregaba un papel escrito—. Preguntan si tenemos algún problema y nos ofrecen ayuda.

Zarco arrugó el papel que le había entregado Manglano y lo tiró por la borda.

—Contéstales diciendo que se metan la ayuda donde les quepa —masculló.

Y así, sin que sucediera nada, con absoluta monotonía, pasaron las horas; hasta que, a las tres y media de la tarde del día veinticuatro, Zarco remontó la escalera del puente de mando como una exhalación. En ese momento, Verne y Samuel estaban jugando una partida de ajedrez mientras Yago Castro, el piloto, los contemplaba desde su puesto frente a la rueda del timón.

—¡Ponga en marcha el barco! —exclamó Zarco nada más entrar en el puente.

—¿Con qué rumbo? —preguntó el capitán.

—Hacia el norte. ¡Dese prisa!

—Pero ¿Adónde se supone que…?

—No hay tiempo para preguntas, Gabriel —le interrumpió el profesor, impaciente—. Vamos, arranque este trasto de una condenada vez.

Verne se encogió de hombros y le ordenó a Castro que pusiera en marcha los motores. Al poco, el Saint Michel comenzó a navegar hacia el norte, y tras él el Charybdis. Unos minutos después, Lady Elisabeth, Katherine y Cairo entraron en el puente de mando.

—¿Qué sucede, capitán? —preguntó Lady Elisabeth—. ¿Por qué nos hemos puesto en marcha?

Verne se encogió de hombros y señaló con un gesto a Zarco, que permanecía con la vista fija en el horizonte marino.

—¿Adónde vamos, profesor? —preguntó Cairo.

Zarco, con la mirada al frente, no le hizo el menor caso. Al poco, los pasajeros del Saint Michel vieron que, unas cuatro millas más adelante, el océano se hallaba cubierto por un manto blanco.

—¡Niebla! —exclamó el capitán—. ¿Es eso lo que estaba esperando, Ulises? ¿Pretende que despistemos al Charybdis adentrándonos en la niebla?

—Me ha leído el pensamiento —asintió Zarco.

El capitán sacudió la cabeza.

—No pienso navegar a ciegas por estas aguas —dijo—. Además, ese banco de niebla no es demasiado grande; el Charybdis no tendría el menor problema en recuperar nuestro rastro.

—Se equivoca, Gabriel —replicó Zarco—. Fíjese: son dos bancos de niebla, uno al este y otro al oeste. ¿Recuerda aquella vez, hace siete años, cuando una patrullera yanqui nos perseguía cerca de Charleston? Supongo que no habrá olvidado cómo les dimos esquinazo. Incluso le pusimos nombre: la «Maniobra Savannah».

—Por amor de Dios, eso es una locura.

—Ya lo hemos hecho antes, Gabriel.

—Pero yo conocía aquellas aguas y éstas no.

—Disculpen —intervino Lady Elisabeth—, ¿qué es la «Maniobra Savannah»?

—Sí, eso —terció Cairo—. Yo tampoco la conozco.

Zarco se volvió hacia ellos y dijo:

—Nuestro problema reside en que el Charybdis es más rápido que nosotros; pero el Saint Michel, al ser más pequeño, es más maniobrable. El plan es el siguiente: navegaremos a toda máquina hacia el banco de niebla que está al este y el maldito yate de Ardán nos seguirá; pero, una vez que la niebla nos cubra, giraremos 180, hacia el este. Cuando el capitán del Charybdis se dé cuenta del truco, virará en redondo, pero tardará bastante más que nosotros en hacerlo, así que le sacaremos al menos otras dos millas de ventaja. Entonces entraremos en el banco de niebla del oeste y, cuando estemos a cubierto, pondremos rumbo norte. Ardán creerá que hemos seguido hacia el oeste y nos buscará por la costa oriental de Spitsbergen, mientras que nosotros estaremos camino de Kvitoya. No puede fallar.

—Salvo que nos encontremos con escollos —replicó Verne—, o con un iceberg.

—Qué pesadito se pone con los icebergs, Gabriel —gruñó Zarco—. Durante todo el viaje no hemos visto ni uno.

—Y navegando en la niebla tampoco lo veríamos hasta tenerlo encima. No pienso arriesgar el barco, la tripulación y el pasaje en esa aventura, Ulises.

Zarco abrió la boca para protestar, pero Lady Elisabeth se le adelantó diciendo:

—Perdone, capitán; si no topáramos con icebergs o escollos, ¿esa maniobra podría funcionar? ¿Despistaríamos al Charybdis?

Verne hizo un gesto vago.

—Supongo que sí —dijo—. Al menos, ya funcionó una vez. Pero en estas aguas es demasiado peligroso.

Lady Elisabeth y su hija intercambiaron una mirada. Entonces, Katherine dijo:

—Temo, capitán, que el motivo de su decisión sea nuestra presencia en el barco, de modo que le ruego que no piense en mi madre y en mí como dos mujeres, sino como dos miembros más de la expedición. Por favor, si hay alguna posibilidad de escapar del Charybdis y proseguir la búsqueda de mi padre, le suplico que lo intente.

—¡Por Júpiter, bravo! —exclamó Zarco—. ¡Esta chica es todo un hombre! ¿Qué me dice, Gabriel, va a seguir buscando excusas o les demostramos a esos hijos de mala madre del Charybdis quiénes somos?

Verne se volvió hacia Cairo, buscando ayuda, pero éste se encogió de hombros y dijo:

—¿Por qué no? De algo hay que morir.

El capitán paseó la mirada por los rostros de los presentes y, tras sacudir la cabeza, declaró:

—Están todos locos, y yo el primero —se giró hacia Yago Castro y le ordenó—: Treinta grados noreste, a toda máquina.

El motor rugió y el Saint Michel comenzó a describir una amplia curva hacia estribor.

★★★

Cuando el Saint Michel incrementó su velocidad en dirección al banco de niebla, el capitán del Charybdis forzó al máximo los motores para aproximarse lo más posible a su presa. En el puente de mando del Saint Michel, Cairo comentó:

—Son rápidos. Deben de estar a milla y media.

—Ya veremos lo rápidos que son para dar la vuelta —masculló Zarco, con la mirada fija en el lechoso manto que flotaba sobre el mar a quinientos escasos metros de distancia.

Conforme se aproximaban a la niebla, los pasajeros y tripulantes contuvieron el aliento hasta que, de pronto, se encontraron en medio de una blanca opacidad. Aunque el capitán había destacado vigías en la proa, la bruma era tan densa que apenas se veía nada. Katherine, muy seria, con la mirada fija en el muro de niebla, se aproximó a Samuel y le cogió de la mano.

—¿Velocidad? —preguntó Verne sin apartar los ojos del cronógrafo.

—Veinticuatro nudos —respondió el piloto.

Verne hizo unos rápidos cálculos mentales y aguardó, siempre mirando el reloj. Al cabo de unos minutos, ordenó:

—Reduzca un cuarto y vire ciento ochenta grados a babor.

Lentamente, el Saint Michel comenzó a trazar una amplia curva hacia la izquierda, hasta estabilizar su rumbo en dirección oeste.

—A toda máquina —ordenó entonces el capitán, con el ceño fruncido.

Las revoluciones del motor se incrementaron y el Saint Michel fue ganando velocidad de nuevo, deshaciendo el camino que acababa de recorrer. Al poco, escucharon el sonido de otro motor, aproximándose, y de pronto, como un monstruo antediluviano, el Charybdis apareció entre la niebla navegando a toda velocidad en sentido inverso. Cuando se cruzaron, la distancia entre ambos barcos era de poco más de diez metros. Zarco soltó un aullido de júbilo, hizo sonar dos veces la sirena y, asomándose por una escotilla, gritó en dirección al yate de Ardán:

—¡Adiós, imbéciles!

El Charybdis desapareció en la niebla mientras el Saint Michel proseguía hacia el oeste a toda la velocidad que podía proporcionarle el motor. Al cabo de unos minutos, como si se descorriese un telón, el barco salió a cielo abierto y los pasajeros respiraron aliviados a la vez.

—¡Oh, cielo santo! —dijo Zarco en tono burlón—. ¡Cuantísimos icebergs nos hemos encontrado!

Verne le fulminó con la mirada y contempló el banco de niebla del oeste, calculando que se hallaba a unas cuatro millas de distancia. Un tenso silencio se adueñó del puente de mando; cada poco, el capitán y los pasajeros miraban hacia atrás para comprobar si el Charybdis los seguía. Zarco, apoyado en la bitácora con la vista al frente, comenzó a cantar por lo bajo:

Venid jovenzuelos que en el mar vivís.

Oh, oh, al agua con él.

Que tome su baño el capitán Jim.

Oh, oh, al agua con él.

Por la pasarela tendrá que salir.

Oh, oh, al agua con él.

Sólo dos pasos lo alejan delfín.

Oh, oh, al agua con él…

Cuando faltaba aproximadamente media milla para llegar a la niebla, Cairo comentó señalando hacia atrás:

—Ahí están.

Todos volvieron la cabeza y comprobaron que el Charybdis había salido del manto de bruma y se dirigía hacia ellos a toda velocidad. Zarco dejó de canturrear y calculó la distancia que les faltaba para llegar a la niebla. Seiscientos metros…, cuatrocientos…, doscientos…, cien… El Saint Michel se zambulló en la ciega blancura y de nuevo todos contuvieron el aliento durante unos instantes. Verne consultó otra vez el cronógrafo y al cabo de cuatro minutos ordenó:

—Reduzca un cuarto y vire noventa grados a estribor.

El piloto obedeció y el navio comenzó a girar en dirección norte. Tras un largo silencio, Zarco dijo:

—Podemos ir más rápido, Gabriel.

—Si la maniobra ha salido bien, no hace falta —respondió el capitán—. Ya es bastante locura navegar a ciegas por estas aguas.

—Ah sí, los icebergs; me olvidaba de ellos —replicó Zarco, burlón—. Pero si nos hemos de estrellar, ¿qué más dará hacerlo a quince nudos o a veinticinco?

Tras fulminarle de nuevo con la mirada, Verne consultó otra vez el cronógrafo y comenzó a contar los minutos, que parecían arrastrarse con lentitud de caracoles. Lady Elisabeth entrecerró los ojos, intentando ver algo a través de la niebla. Cairo sacó un dólar de plata del bolsillo y comenzó a juguetear con él, haciéndolo girar entre los dedos. Katherine se apretó contra Samuel, sujetándose a su brazo. Zarco empezó a canturrear de nuevo. Entonces, al cabo de catorce eternos minutos, de repente, el Saint Michel dejó atrás el banco de niebla y salió a cielo descubierto.

Y todos vieron con horror que el barco navegaba directamente hacia una montaña de hielo flotante, un iceberg cuya parte emergida alcanzaba la altura de una casa de siete pisos y que apenas se hallaba a cien metros de distancia.

—¡Todo a babor! —aulló el capitán.

Castro giró rápidamente la rueda del timón y el barco se escoró tanto que los pasajeros tuvieron que apoyarse en los mamparos para no caer. Lentamente, el Saint Michel comenzó a virar hacia la izquierda, pero el gigantesco iceberg estaba tan cerca que el choque parecía inevitable.

—Dios santo… —musitó Lady Elisabeth, contemplando con los ojos muy abiertos aquel monstruo helado que se les echaba encima.

Pasó cerca, muy cerca; tanto que los pasajeros pudieron sentir en la piel el intenso frío que desprendía la montaña flotante. Durante unos segundos, vieron pasar a su lado los farallones blanco-azulados del iceberg, con las aristas de hielo reflejando el sol como diamantes, y luego el leviatán quedó atrás.

Un suspiro de alivio recorrió el puente de mando. Zarco soltó una carcajada y, dirigiéndose al capitán, le espetó:

—¿Lo ve, Gabriel? El Saint Michel no ha tenido ningún problema para sortear ese trocito de hielo. Debería darle vergüenza que yo tenga más fe en su barco que usted mismo.

Verne sacó un pañuelo del bolsillo, se quitó la gorra y, tras enjugarse el sudor que le perlaba la frente, respondió:

—A veces, Ulises, estoy tentado de ordenarles a mis hombres que le arrojen por la borda.

—No hay suficientes tripulantes en el Saint Michel para hacer eso —respondió Zarco, sonriente—. Ahora vamos a ver si hemos conseguido darle esquinazo a Ardán.

Al cabo de una hora de solitaria navegación, sin rastro del Charybdis, quedó claro que la Maniobra Savannah había dado resultado. Fue entonces cuando el capitán Verne dio la orden de poner rumbo hacia Kvitoya, la isla más oriental y solitaria del archipiélago Svalbard.