La historia de Bowen
El museo Vitenskaps estaba situado en el extremo suroeste de la ciudad vieja, en un gran edificio de tres plantas pintado de beige con tejados de pizarra. El extenso recinto se hallaba dividido en dos secciones: una dedicada a la Historia Natural y otra a la Arqueología. A esa hora, apenas había público en ninguna de ellas. Zarco, seguido por Lady Elisabeth y Samuel, se dirigió a las oficinas del centro y solicitó hablar con el director; escasos minutos más tarde, un ujier los guió hasta un despacho donde les aguardaba el doctor Emil Rasmusen, director del museo, un hombre de unos sesenta años, de complexión fornida, pelo cano y caballerosos modales.
Tras saludar a los recién llegados, dirigiéndose a ellos en un más que correcto inglés, Rasmusen les invitó a sentarse en las sillas que estaban dispuestas frente a un escritorio de roble, al tiempo que se acomodaba en un sillón situado al otro lado de la mesa.
—Ante todo —dijo, entrecruzando los dedos de las manos—, deseo manifestarle, profesor Zarco, que es un honor para esta institución contar con la presencia de tan ilustre explorador y geógrafo.
Zarco sonrió, satisfecho.
—Muchas gracias, amigo mío. ¿Recibió mi telegrama?
—Sí, profesor. Aunque debo reconocer que, después de leerlo, no me quedaron muy claros los motivos de su visita.
—Se trata de examinar una de las piezas de su colección, nada más. Pero antes quería preguntarle algo: ¿conoce a Sir John Thomas Foggart?
Rasmusen asintió.
—Es un gran erudito y un caballero muy agradable. Nos visitó hará cosa de un año.
—¿Recuerda la fecha?
Rasmusen se acarició la barbilla, pensativo.
—Debió de ser a mediados de junio. Tendría que consultar los archivos para decirle el día exacto.
—No importa. Sir Foggart solicitó examinar el Códice Bowen, ¿no es cierto?
El noruego alzó las cejas, sorprendido.
—En efecto. ¿Cómo lo sabe?
—Disculpe, doctor Rasmusen —intervino Lady Elisabeth—; soy la esposa de John Thomas Foggart. Hace un año que mi marido ha desaparecido y estamos buscándole. ¿Le dijo adonde pensaba dirigirse cuando abandonara Trondheim?
—¿Desaparecido? —el rostro de Rasmusen se ensombreció—. Qué terrible noticia… No, lo lamento, Sir Foggart no mencionó su destino. La verdad es que di por hecho que regresaría a Inglaterra.
—¿Le informó sobre sus motivos para examinar el Códice Bowen? —preguntó Zarco.
—Comentó que estaban relacionados con unas excavaciones realizadas en Cornualles. Por lo visto, había descubierto la tumba del santo.
Sobrevino un silencio. Pensativo, Zarco preguntó:
—¿Qué puede decirnos acerca de ese santo, Bowen?
—Casi todo lo que sabemos acerca de él proviene del manuscrito que lleva su nombre —respondió Rasmusen y, tras un carraspeo, prosiguió—: Como saben, Noruega inició su conversión al cristianismo a partir del año 995, cuando Olaf Tryggvason fue coronado rey.
—En efecto —asintió Zarco—. Tryggvason amenazó con cortarle la cabeza a todo aquel que no se bautizase.
Rasmusen parpadeó.
—Eh…, sí, el rey Olaf I era un hombre muy expeditivo, por así decirlo —carraspeó de nuevo—. El caso es que hizo un llamamiento solicitando misioneros y Bowen, junto con algunos de sus hermanos de la orden de San Gluvias, viajó de Cornualles a Trondheim. Dado que la ciudad, que por aquel entonces se llamaba Nidaros, fue fundada por el propio Olaf en el año 997, la llegada de Bowen debió de acontecer entre esa fecha y el año 1000, cuando el rey murió. Una vez en Trondheim, y contando con el apoyo de Olaf, Bowen fundó el priorato de Santa María de los Escandinavos.
—¿Aún existe? —preguntó Zarco.
—No. Debía de ser una construcción de madera, así que no queda ni el menor resto. Ni siquiera sabemos con precisión dónde se encontraba —Rasmusen hizo una pausa y prosiguió—: Durante unos quince años, Bowen permaneció en Noruega realizando labores apostólicas y luego regresó a Cornualles. El priorato de Santa María perduró durante algo más de tres siglos, hasta que, en 1324, la orden de San Gluvias se disolvió y sus miembros, así como los fondos del priorato, se trasladaron al monasterio franciscano de San Olav.
—¿Y qué pasó con el Códice Bowen?
—Permaneció en el monasterio hasta que, en el siglo XVI, cuando tuvo lugar la reforma protestante, fue albergado junto con parte de los fondos bibliográficos en la biblioteca del ayuntamiento. Por último, a mediados del siglo pasado, el Codex Bowenus pasó a formar parte de las colecciones del museo.
—¿Y qué puede decirme acerca de esa famosa visita al infierno que, al parecer, realizó Bowen?
Rasmusen esbozó una sonrisa.
—Bueno, es la típica leyenda medieval. Durante su viaje de ida, el barco en que viajaba Bowen fue apartado de su ruta por unas tormentas y llegó a una isla donde el santo encontró una de las puertas del infierno. No recuerdo los detalles, pero la historia aparece relatada en el manuscrito.
—Aparte del códice —dijo Zarco—, ¿hay alguna otra reliquia relacionada con el santo?
—Así es: un cáliz de oro que, según la tradición, mandó fundir el propio Bowen. Está expuesto en el museo de la catedral.
Zarco se incorporó y estiró los brazos, desentumeciendo los músculos.
—Le agradecemos la información que nos ha proporcionado, doctor Rasmusen —dijo—. Y ahora, ¿sería posible examinar el códice?
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Rasmusen los condujo a una sala situada cerca de su despacho y, tras dejarles instalados en torno a una mesa de lectura, fue en busca del manuscrito. Regresó diez minutos más tarde acompañado por un ujier que transportaba en una bandeja un viejo libro encuadernado en piel marrón, muy desgastada, con páginas de pergamino. El ujier depositó cuidadosamente el tomo sobre un atril situado sobre la mesa, junto a una lupa, y se retiró en silencio.
—¿Desean algo más? —preguntó Rasmusen—. Quizá necesiten un diccionario de latín…
Zarco abrió la boca para aceptar el ofrecimiento, pero Lady Elisabeth se le adelantó diciendo:
—No será necesario, muchas gracias.
—En tal caso, les dejaré trabajar a solas. Si necesitan algo, estaré en mi despacho.
Rasmusen abandonó la sala y cerró la puerta. Zarco contempló a Lady Elisabeth con el ceño fruncido.
—Nos habría venido bien un diccionario —dijo.
La mujer sonrió con ironía.
—¿Desconfía de su latín, profesor? —preguntó.
Mientras Zarco cerraba los ojos y contaba mentalmente hasta diez, Samuel, que estaba sentado frente a ellos, ahogó un bostezo y se reclinó en su asiento. El profesor sacó del bolsillo una libreta y una estilográfica y abrió el libro, dejando al descubierto una amarillenta página de pergamino escrita en latín con apretada caligrafía. Simultáneamente, Lady Elisabeth y Zarco inclinaron las cabezas hacia delante para leer mejor. Mientras descifraba el códice, el profesor iba tomando notas con gran rapidez.
La primera parte del texto contenía una breve biografía de san Gluvias, seguida por una exaltación de la orden monástica que el santo había fundado. A continuación, figuraba una descripción de la vida conventual y, al final de la misma, una transcripción del llamamiento del rey Olaf. Acto seguido, narraba cómo diez monjes, entre ellos Bowen, su superior, decidían aceptar, a mayor gloria de Dios, la tarea de evangelizar a los escandinavos y se dirigían a la costa de Cornualles para embarcarse en un navio noruego. Al llegar a ese punto, Lady Elisabeth comenzó a leer el texto en voz alta conforme lo traducía.
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«(…) Alcanzamos la costa al amanecer y nos dirigimos al puerto situado en la desembocadura del rio, donde nos aguardaba el navio que debía conducirnos a tierras escandinavas. Era un barco normando, de los llamados knarr, y medía al menos cuarenta codos de largo por doce de anchura; estaba destinado al transporte de mercancías y tenía por nombre Jörmundgandr, que, según las creencias paganas, es la serpiente marina que rodea al mundo, aunque me abstuve de comunicarles esto a mis hermanos para evitarles el temor de embarcarse en un barco con nombre diabólico. El capitán del Jörmundgandr, llamado Thorkell de Egersund, era un hombre gigantesco y de apariencia brutal, mas la Divina Providencia quiso que fuera cristiano bautizado, así que nos trató con amabilidad y ordenó a su tripulación, compuesta por dos docenas de hombres, que no se nos molestara.
A media mañana el Jörmundgandr se hizo a la mar impulsado por los remos, y más tarde, al abandonar la ensenada e izar la vela, empujado por un viento que soplaba de occidente hacia las costas de Galia. Mientras nos adentrábamos en el océano, mis hermanos y yo nos hincamos de rodillas y rezamos a Nuestro Señor Jesucristo y a su bendito siervo Gluvias, suplicando su favor para la azarosa travesía que acabábamos de comenzar.
Y quiso Dios escuchar nuestras oraciones, pues, gracias a Su clemencia, ningún incidente vino a perturbar la navegación durante los cuarenta días que el Jörmundgandr estuvo recorriendo la costa occidental, siempre hacía el norte, deteniéndose en diversos puertos para comprar y vender mercancías. Al cabo de ese tiempo, después de atracar en Alesund, donde Thorkell hizo llenar las bodegas del navio con carne seca, arenques ahumados y cereales, productos éstos que pensaba vender a buen precio en Nidaros, el Jörmundgandr emprendió la etapa final del viaje.
Entonces, cuando nuestra meta se hallaba casi a la vista, los cielos se llenaron de nubes, cerrándose de tal modo que ocultaban la luz del sol, y una galerna se desató sobre nosotros. Olas grandes como montañas alejaron al Jörmundgandr de la costa y un viento hostil arreció, empujándonos hacia el interior del océano. Tal era la furia de la tempestad que el palo mayor de la nave se quebró, y los remeros, pese al gran empeño que ponían, no lograban gobernar el Jörmundgandr, que era zarandeado de un lado a otro como un corcho en un torrente. Mis hermanos y yo, postrados en la cubierta, orábamos sin cesar, suplicando el final de la cólera divina, mas nuestros rezos tardaron en ser atendidos, pues la galerna duró un día y una noche.
Pasado ese tiempo, la lluvia cesó y el oleaje comenzó a aquietarse, aunque el fuerte viento no dejó de soplar, empujándonos hacia el norte. Aprovechando aquella transitoria calma, Thorkell ordenó a sus hombres que repararan el palo, pues sin la vela jamás recuperaríamos el rumbo perdido. Mas una cosa es lo que el hombre propone y otra lo que Dios dispone, ya que al cabo de escasas horas, antes de poder reparar el daño, una nueva tormenta nos azotó, y después de una breve tregua, se desató otra galerna más, de mayor violencia y duración que la primera.
Mil veces estuvo a punto de hundirse el Jörmundgandr y mil veces logró perseverar sobre el oleaje, mas era tal la desesperación de los tripulantes que convirtieron su miedo en ira y se volvieron contra nosotros, acusándonos de atraer la mala suerte con nuestros rezos y amenazándonos con echarnos por la borda para apaciguar a Njordh, su pagano dios del mar. Por fortuna, Thorkell se interpuso y salvó nuestras vidas al advertir a sus hombres que cualquiera que osara dañar a un siervo del Señor sería maldito de por vida.
Al cabo de dos días y dos noches la furia de los elementos cesó y, aunque los cielos seguían cubiertos y el viento continuaba empujándonos hacia el norte, a la galerna le siguieron tres días de calma. Durante ese tiempo, los hombres de Thorkell repararon el palo del navio, pero no fue posible iniciar el regreso, pues tal y como había venido, la calma se esfumó dando paso a una nueva tormenta.
Tres días con sus tres noches duró el temporal y tal fue su violencia que el palo volvió a quebrarse y los tripulantes, agotados y resignados a su suerte, se dejaban caer en la cubierta sin oponer más resistencia que la necesaria para no verse arrastrados por las olas, y sólo Thorkell se aferraba incansable al timón, luchando por mantener a flote el Jörmundgandr. Mas incluso mis hermanos y yo desfallecíamos y cada vez sonaban más débiles nuestros rezos y cada vez era más sombrío nuestro ánimo.
Al cabo de tres jornadas de galerna, quiso la Divina Providencia atender nuestras súplicas y poner fin a su cólera. Las aguas se aquietaron y los cielos se abrieron; mas, pese a hallarnos en el estío, padecíamos un frío terrible. Reinaba además un día eterno, pues el sol jamás se ponía tras el horizonte, prodigio éste que atribuí a un milagro divino, aunque Thorkell me explicó que se trataba de un fenómeno usual en las tierras del norte.
No habiendo transiciones entre la luz y la oscuridad, perdimos la cuenta de los días que el Jörmundgandr navegó a la deriva, impulsado siempre por vientos y corrientes que nos conducían a regiones boreales. El palo no tenía ya arreglo y muchos remos se habían perdido durante las galernas, de modo que no había forma de enderezar el rumbo y sólo nos quedaba confiar en la benevolencia de Dios Nuestro Señor.
Durante quién sabe cuánto tiempo el Jörmundgandr flotó desarbolado en aquella mar helada. Vimos prodigios, montañas de hielo flotando sobre las aguas e inmensos leviatanes nadando en el océano, bestias colosales que, gracias a Dios, nos ignoraron y pasaron de largo. Y entre tanto, mis hermanos y yo rezábamos sin descanso, rogándole a Nuestro Señor y a su dulce madre, la Virgen María, que obraran el milagro de salvar nuestras vidas.
Finalmente nuestras oraciones fueron atendidas, pues un buen día divisamos aves en el cielo, señal de que estábamos cerca de tierra firme.
Poco después avistamos un archipiélago helado formado por dos islas grandes, tres más pequeñas y una miríada de islotes. Afanándose con los escasos remos que aún se hallaban intactos, los hombres de Thorkell lograron conducir el Jörmundgandr a la isla pequeña situada más al oriente. Era una ínsula de roca oscura en su mayor parte cubierta de hielo y nieve donde sólo crecían líquenes y yerbajos, aunque en la costa había abundantes aves marinas, focas y unas bestias, grandes como vacas, dotadas de enormes colmillos. También abundaban unos descomunales osos de color blanco, cuya fiereza tuvieron los escandinavos que eludir en más de una ocasión lanzándoles venablos.
Dos jornadas después de haber desembarcado, tras proveernos de carne de foca y agua fresca, Thorkell y algunos de sus hombres comenzaron a explorar la isla en busca de material para reparar el Jörmundgandr, mas allí no crecía árbol alguno. Sin embargo, quiso la Divina Providencia que realizaran un extraordinario descubrimiento: en el extremo occidental de la costa sur, bajo la sombra del caballo, se abría una caverna que, introduciéndose en la tierra, desembocaba en una ciudad subterránea abandonada mucho tiempo ha por sus habitantes.
Mis hermanos, temerosos de que aquel lugar juera la antesala del infierno, se negaron al principio a penetrar en él, mas yo les hice ver que había sido la voluntad de Dios llevarnos allí, pues en esa urbe subterránea hallaríamos cobijo y calor. Entre tanto, Thorkell y sus hombres encontraron en la vasta caverna el material que necesitaban para reparar el Jörmundgandr, pero también encontraron un templo pagano consagrado al demonio Aracné, y en el templo numerosas ofrendas de oro, plata y metales preciosos.
No hay pecado que turbe más el entendimiento de los hombres que la codicia. Thorkell reunió a su tripulación para declarar que aquel tesoro no estaba sólo en la isla donde nos encontrábamos, sino que con seguridad había más en otra isla situada a oriente del archipiélago, y les propuso que, una vez repararan el Jörmundgandr, partieran en busca de aquella misteriosa ínsula y de los tesoros que allí, sin duda, habrían de encontrar. Cegados por el brillo del oro, los escandinavos aceptaron con entusiasmo la propuesta de su capitán.
Mucho le insistí a Thorkell para que desistiera de aquella aventura, advirtiéndole que seguir adelante con ella sería tentar a la suerte, pues Dios nos había salvado de las tormentas y conducido a aquel archipiélago, no para enriquecernos con oro, sino para que lográramos completar nuestro viaje y pudiéramos predicar Su Palabra entre los hombres del norte. Mas Thorkell, con la mente nublada por la codicia, ignoró mis admoniciones y no mucho después, tras reparar el navio, partimos hacia el oriente.
Navegamos durante quince jornadas siguiendo la costa de una inmensa planicie helada. Al cabo de ese tiempo, alcanzamos otro archipiélago compuesto por una miríada de pequeñas islas e islotes cubiertos de hielo y nieve, una tierra yerma y gélida donde no crecía ni una miserable brizna de hierba. Thorkell dijo entonces que debíamos dirigirnos hacia el norte, mas todo lo que había en tal dirección era hielo. Sin embargo, al costear la isla más occidental del archipiélago, descubrimos que en el hielo se abría un corredor de agua líquida, un río salado cuya cálida corriente fluía hacia el norte.
Tras internarnos en el río, y después de tres jornadas de navegación, avistamos una isla de mediano tamaño encaramada sobre elevados acantilados. Al norte había una montaña de fuego, y en el extremo sur, el único lugar que permitía el acceso a la isla, una playa rocosa donde se alzaba un inmenso ídolo pagano. Mucho nos alarmó a mis hermanos y a mí la visión de esa efigie, pues sin duda estaba dedicada a Satanás, y le rogamos a Thorkell que nos alejara de aquel lugar maldito, mas el escandinavo ignoró nuestras súplicas y condujo la nave hacía la playa.
Después de desembarcar, remontamos una larga escalinata tallada en las paredes del acantilado y nos adentramos en la isla, donde, en medio de un feraz bosque, encontramos las ruinas de antiquísimas construcciones de piedra. Una de ellas era un templo pagano consagrado al demonio Aracné y allí Thorkell encontró metales preciosos, mas ello no colmó su avaricia y decidió explorar la isla en busca de otros tesoros. Mientras esto ocurría, presenciamos señales en el cielo, luces misteriosas, resplandores sobrenaturales que sólo cabía interpretar como presagios adversos, y así se lo dije a Thorkell, aunque de nuevo ignoró mis palabras e insistió en proseguir la exploración.
Al día siguiente, descubrimos que un muro de piedra se alzaba en mitad de la ínsula, de este a oeste, bloqueando el paso. Lo cruzamos por una puerta que había en su mitad y advertimos que, más allá de la muralla, el terreno se volvía yermo y no crecía nada. Nos encontrábamos en un estrecho cañón, frente a cuya salida se alzaban tres columnas de color púrpura.
Al intentar cruzar por allí, Harald, uno de los tripulantes, ardió de repente en llamas y su cadáver carbonizado se derrumbó sobre el suelo, causándonos gran espanto. Entonces Thorkell se detuvo y comprobó, arrojando guijarros hacia delante, que un muro de fuego invisible se alzaba ante nosotros. Sobrecogido de temor, le rogué que regresáramos al navio, pues sin duda aquello eran una trampa del diablo, mas Thorkell, sin hacerme caso, comprobó que el fuego invisible se interrumpía en las columnas de los extremos y que, para sortearlo, bastaba con trepar por las rocas del cañón. Eso hicieron los escandinavos, y yo, que era el único de los hermanos que les acompañaba en aquella expedición, fui tras ellos después de rezar una breve oración por el alma de Harald.
Poco después, llegamos a las proximidades de la montaña de fuego y allí, para nuestro asombro, divisamos unas retorcidas construcciones presididas por un inmenso domo, una cúpula tan negra que producía vértigo mirarla. El lugar estaba desierto, mas las extrañas edificaciones de aquella ciudad fantasmal irradiaban tal malignidad que de nuevo le supliqué a Thorkell y a sus hombres que nos alejáramos de allí y regresáramos al campamento, pues temía que alguna desgracia acaeciese sobre nosotros…
Pero los escandinavos, sordos a mis palabras, prosiguieron el avance y yo, tras encomendarme a Dios, fui tras ellos. Entonces, conforme nos aproximábamos a la demoníaca ciudadela, advertimos que había numerosos trozos de metal tirados por el suelo y que algunos eran oro y plata. En ese momento la codicia se adueñó por completo de los escandinavos, que, abandonando toda precaución, se desperdigaron por el terreno en busca de riquezas.
Y de pronto, como surgido de la nada, apareció un demonio plateado que se abalanzó sobre Gardar, uno de los tripulantes, y lo mató atravesándolo con su aguijón. A continuación, desplazándose a una velocidad vertiginosa, se dirigió hacia Ulf, que intentó huir, pero acabó sufriendo la misma suerte que Gardar. Entonces, el demonio se dirigió hacia donde nos encontrábamos Thorkell y yo, pero el capitán, en vez de intentar huir, como hubiera hecho yo mismo de no impedírmelo el temblor de las piernas, empuñó su hacha de guerra y aguantó a pie firme. Y, cuando la bestia se encontraba a escasos pasos de distancia, Thorkell la abatió arrojándole el arma.
El demonio, caído en el suelo, se revolvió con furia, pero Thorkell, eludiendo los aguijonazos que intentaba asestarle, lo remató con su espada. Durante unos minutos, nada más sucedió. Los escandinavos se reagruparon mientras miraban temerosos en derredor y yo comencé a rezar, suplicando la protección de nuestro divino Salvador. Y entonces, con gran estruendo, un enorme portal, sin duda la entrada a los infiernos, se abrió en una de las rocas, y de él surgió el mismísimo demonio Aracné, inmenso como una montaña, avanzando sobre sus ocho patas grandes como columnas.
Presos de pavor, huimos a la carrera, pero el descomunal demonio nos persiguió y, vomitando fuego por las fauces, abrasó a tres de los tripulantes. Con gran espanto corrimos, alejándonos del monstruo, hasta que advertimos que ya no nos perseguía.
Tras recuperar el resuello, iniciamos temerosos el regreso al campamento y, mientras caminábamos, yo no dejaba de orar suplicándole a Dios que nos librara de la furia del demonio Aracné.
Al llegar a donde aguardaban el resto de los escandinavos, Thorkell relató la terrible aventura que acabábamos de protagonizar y ordenó que embarcáramos inmediatamente, pues aquella ínsula estaba maldita y en ella había monstruos. Una vez en el Jörmundgandr, y antes de iniciar la travesía, Thorkell me rogó que le escuchara en confesión, ya que había incurrido en pecado de codicia, y tal era su arrepentimiento que me entregó parte del tesoro para que lo empleáramos en la iglesia que habíamos de fundar en Nidaros.
Tras recibir la absolución, Thorkell dio la orden de levar el ancla y, dejando atrás aquella ínsula infernal, iniciamos la travesía de regreso mientras mis hermanos y yo le rezábamos a Jesús, a su virginal madre María y a todos los santos, dando gracias porque hubieran protegido nuestras vidas y rogándoles que nos libraran de todo mal y nos guiaran con bien a tierras noruegas (…)»
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El resto del manuscrito narraba el viaje de regreso, la llegada del Jörmundgandr a Nidaros, la fundación de la iglesia y el priorato de Santa María de los Escandinavos y la labor evangelizadora que los monjes llevaron a cabo durante los siguientes años.
Al llegar a la última línea, Zarco alzó la cabeza, se desperezó estirando los brazos y dijo:
—Prepara tu equipo, Durazno. Quiero que fotografíes cada una de las páginas del códice.
Samuel se aproximó a un ventanal y comenzó a desplegar el trípode. Lady Elisabeth miró pensativa a Zarco y preguntó:
—¿Y bien, profesor?
Zarco hizo un gesto vago.
—Tenía usted razón, señora Faraday —respondió—. Su latín es excelente, lo reconozco.
—No me refiero a eso. ¿El texto le da alguna pista sobre el paradero de mi esposo?
Zarco la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—El bueno de Bowen era un hombre minucioso —dijo—. Aporta datos muy precisos: dos archipiélagos en el océano Ártico, uno al este y otro al oeste. Pero supongo que una dama tan instruida como usted ya habrá caído en ello.
Lady Elisabeth contuvo el aliento durante unos instantes y luego lo exhaló por la nariz.
—Pues no, profesor —repuso en tono paciente—. ¿Le importaría arrojar un poco de luz sobre mi ignorancia?
Zarco soltó una risita por lo bajo y dijo:
—Esos dos archipiélagos, si no me equivoco, son Svalbard y la Tierra de Francisco José.
—¿Y cree que John está allí?
—Eso parece.
—¿En cuál de los dos?
—No estoy seguro. Cuando regresemos al Saint Michel y examine los mapas le contestaré.
Lady Elisabeth señaló el códice.
—No voy a consentir que le arranque páginas, profesor —advirtió.
Zarco la miró con aire ofendido.
—No pensaba hacerlo; Ardán desconoce la existencia de este códice. Además, ¿cree que soy un bárbaro? —se incorporó—. Ahora, ayudemos a Durazno con las fotografías.
Siguiendo las indicaciones de Samuel, colocaron una mesa auxiliar junto al ventanal y, sobre ella, el atril con el códice, para que recibiera directamente la luz del sol. Durante un par de horas, Samuel se dedicó a fotografiar el manuscrito. Concluida esa tarea, devolvieron el códice y se despidieron de Rasmusen. Acto seguido, se dirigieron al museo de la catedral de Nidaros para contemplar el cáliz que, según la tradición, había pertenecido a Bowen, una copa de oro adornada con ángeles y motivos vegetales.
—Si hiciéramos analizar el metal de ese cáliz —comentó Zarco—, seguro que descubriríamos que es oro puro al cien por cien.
—¿Cree que procede del mismo sitio que el titanio? —preguntó Lady Elisabeth.
—El propio códice lo dice. Thorkell le entregó a Bowen parte de los metales preciosos que había encontrado. Oro, quizá plata y titanio. Nuestro amigo Bowen hizo fundir el oro para confeccionar esa copa, pero el punto de fusión del titanio es demasiado alto y no pudo hacer nada con él, así que lo conservó como reliquia.
—Lo que no explica el códice es de dónde salieron esos metales.
Zarco asintió con un abstraído cabeceo.
—Pero lo que sí explica —señaló— es adonde debemos dirigirnos para intentar resolver el enigma.
Tras abandonar el museo de la catedral, regresaron al puerto. Una vez en el Saint Michel, Zarco le ordenó a Samuel que revelara lo antes posible las fotografías y, luego, se reunió en el puente de mando con el capitán Verne, Adrián Cairo y Lady Elisabeth. Tenían que hacer planes.
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Cuando Zarco terminó de narrar la historia de Bowen, Cairo y Verne intercambiaron una mirada de extrañeza. Tras un silencio, el capitán comentó:
—Parece la típica leyenda medieval.
—El texto contiene elementos legendarios, no hay duda —respondió Zarco—. Pero también aporta datos muy precisos. Esos dos archipiélagos que menciona deben de ser Svalbard y la Tierra de Francisco José, no hay otra opción.
Contemplándole con escepticismo, Verne cogió un mapa y una regla y, tras realizar unos rápidos cálculos, dijo:
—Según el códice, el barco en que viajaba Bowen fue sorprendido por la primera tormenta cuando se encontraba cerca de Trondheim y finalmente llegó a uno de los archipiélagos. ¿A cuál de los dos?
—Al que está al oeste, Svalbard —respondió Zarco.
—Pues entre Trondheim y Svalbard hay unas seiscientas millas náuticas. ¿Pretende decirme, Ulises, que Bowen y sus amigos recorrieron esa distancia a bordo de una cáscara de nuez?
—Los escandinavos de aquella época viajaban habitualmente entre Islandia y Noruega, en mar abierto —replicó Zarco—. Le recuerdo que eran los mejores navegantes de la época.
—Pero de Islandia a Noruega hay la mitad de distancia y, además, está mucho más al sur. Svalbard es un infierno helado.
—El viaje lo realizaron en verano.
—Aun así, profesor —intervino Cairo—. Según he entendido, esa isla misteriosa estaba en el segundo archipiélago. Es decir, y según su teoría, en la Tierra de Francisco José.
—Así es.
—Y el texto describía la isla como boscosa.
—Exacto.
Cairo se volvió hacia Verne y le preguntó:
—¿A qué latitud se encuentra la Tierra de Francisco, capitán?
Verne consultó el mapa y respondió:
—Entre 80 y 81,9 grados norte.
—Pues como usted bien sabe, profesor —prosiguió Cairo—, a partir de los 70 grados de latitud norte ya no crece ningún árbol. Es imposible que hubiera un bosque en la Tierra de Francisco José.
Zarco hizo un gesto de irritación.
—Ya lo sé, Adrián, no soy idiota —dijo—. Está claro que Bowen tenía mucha imaginación, pero también aporta datos concretos. Por ejemplo, dice que el primer archipiélago que encontraron constaba de dos islas grandes, tres pequeñas y un montón de islotes. Exactamente igual que Svalbard.
—Disculpen —intervino Lady Elisabeth—. Suponiendo que tenga razón, profesor, ¿dónde cree que está mi marido?
Zarco examinó el mapa y se frotó la mandíbula, pensativo.
—Bowen relata —dijo, hablando más para sí que para los demás— que desembarcaron en la isla pequeña situada más al oriente. Es decir, en Kvitoya.
—Entonces, ¿cree que John se encuentra allí?
—No sé si aún sigue allí, pero estoy seguro de que ha estado —Zarco se volvió hacia Verne y le preguntó—: ¿Cuál es el puerto noruego situado más al norte, Gabriel?
El capitán consultó una carta de navegación y respondió:
—Havoysund. Es un puerto pequeño que da servicio, sobre todo, a los balleneros noruegos, suecos y rusos que frecuentan la zona en primavera y verano. Está cerca del Cabo Norte.
Zarco alzó una ceja y miró a Lady Elisabeth.
—¿No decía usted, señora Faraday, que el paquete que le envió su marido procedía de un lugar de Noruega que comienza por «HA»?
La mujer entrecerró los ojos.
—Como Havoysund… —murmuró.
—Exacto. Si John estuvo en Svalbard, lo lógico es que se dirigiera al puerto noruego más cercano, que es precisamente ése.
Sobrevino un largo silencio.
—Entonces —dijo Verne con el ceño fruncido—, ¿pretende que nos dirijamos a Svalbard, Ulises?
—A la isla Kvitoya, para ser precisos.
—Pero el Saint Michel no está preparado para navegar por el Ártico.
—Tonterías. Si un puñado de escandinavos logró llegar allí en el siglo X a bordo de un knarr, para el Saint Michel será coser y cantar. Además no vamos a ir a Svalbard directamente; antes haremos una escala en Havoysund —Zarco contempló a través de los portillos la lejana silueta del Charybdis—. Aún tenemos que solucionar el problema del maldito yate de Ardán —dijo en voz baja—. Esos hijos de mala madre no se van a apartar de nosotros en cuanto levemos ancla, así que debemos encontrar alguna forma de despistarles —gruñó algo por lo bajo y, volviéndose hacia Cairo, dijo—: En el sitio adonde vamos hace mucho frío, Adrián, así que habrá que comprar el equipamiento adecuado. Ahora lo hablamos —se giró hacia los demás y añadió—: Huelga decir que debemos mantener en secreto lo de la isla Kvitoya. Ni siquiera la tripulación del Saint Michel debe saberlo. Oficialmente, nuestro destino será Havoysund. ¿De acuerdo?
Nadie se opuso. Tras disolverse la reunión, Zarco condujo a Cairo a la cubierta y, con la mirada fija en el Charybdis, preguntó:
—¿Qué armamento llevamos a bordo, Adrián?
—Lo de siempre: cuarenta fusiles Mauser y unas cuantas pistolas.
—Necesitamos algo más contundente, la mayor potencia de fuego que podamos trasladar en el Saint Michel. ¿Crees que podrás encontrarlo aquí, en Noruega?
Cairo esbozó una sonrisa.
—Después de la guerra —dijo—, es más fácil adquirir armamento pesado que mantequilla —señaló hacia el Charybdis con un cabeceo—. ¿Piensa emplearlo contra ellos?
Zarco se acodó en la barandilla.
—Por ahora no —hizo una mueca feroz—. Pero más adelante, quién sabe…
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Mientras Adrián Cairo se ocupaba de adquirir los pertrechos necesarios, el capitán Verne le dio permiso a la tripulación para desembarcar, aunque fijó turnos de guardia de tal forma que siempre hubiera al menos seis hombres vigilando el buque. Durante las siguientes veinticuatro horas, nada sucedió; el Charybdis permaneció anclado frente al muelle y los agentes de Cerro Pasco se dedicaron a espiar los movimientos de los tripulantes del Saint Michel, siempre a distancia. Sin embargo, al finalizar el segundo día de estancia en Trondheim, tuvo lugar un inesperado encuentro.
A última hora de la tarde, el capitán Verne, Zarco, Elizagaray, el jefe de máquinas y dos de sus oficiales, Román Manglano y siete marineros, se dirigieron a una taberna del puerto para cenar. Al poco de llegar, mientras aguardaban el pedido sentados en torno a una larga mesa, Aleksander Ardán entró en el local escoltado por seis hombres con aspecto de guardaespaldas y se aproximó a donde se encontraban los viajeros del Saint Michel.
—Buenas tardes, señor Zarco —dijo el millonario con una fría sonrisa—. Y usted debe de ser el capitán Verne. ¿No es cier…?
—¿Qué demonios quiere, Ardán? —le interrumpió el profesor.
—Hablar con usted un momento. ¿Puedo sentarme?
—No. Lárguese.
Sin perder la sonrisa, Ardán cogió una silla y se acomodó en ella. Luego, con la mirada fija en Zarco, preguntó:
—¿Qué han venido a hacer a Trondheim?
—Viaje de placer —respondió Zarco con indiferencia—. Mera diversión.
—¿Ah, sí? Pues ayer noqueó usted a uno de mis hombres. ¿Le divierte golpear a la gente?
—Sólo a los imbéciles que intentan espiarme sin tomar las debidas precauciones.
—Entiendo —Ardán entrecerró los ojos—. ¿Adónde piensan dirigirse cuando abandonen Trondheim?
Zarco le miró con ironía.
—¿De verdad es tan ingenuo que cree que le voy a contestar?
—No, no contaba con ello, pero tampoco es necesario. ¿Se ha parado a pensar que mi yate, el Charybdis, es mucho más rápido que su carguero? Allá donde usted vaya, le seguiré.
Zarco apoyó las manos en las rodillas y contempló a Ardán con aire desafiante.
—¿Qué le parece si solucionamos esto usted y yo, a solas, en una pelea limpia? —propuso—. El que pierda, abandona. ¿Qué me dice?
Ardán soltó una carcajada.
—Demasiado primitivo para mi gusto —repuso. Extendió los brazos en un gesto de estudiada franqueza y añadió—: ¿Por qué no enterramos el hacha de guerra, señor Zarco? ¿No sería mejor para todos que colaboráramos? Ustedes quieren encontrar a Sir Foggart y yo también; no pretendo hacerle el menor daño, sino todo lo contrario: deseo proponerle una asociación que le hará mucho más rico de lo que ya es. ¿Tiene eso algo de malo? Escuche: ustedes sólo cuentan con un barco, pero yo poseo decenas y mucho más modernos que el Saint Michel. Si ha encontrado alguna pista sobre el paradero del Britannia, compártala conmigo y unamos nuestras fuerzas para proseguir la búsqueda.
Zarco ahogó un bostezo y dijo:
—Creí haber dejado claro que no me asocio con ladrones. Lárguese de una vez, Ardán. Me aburre.
El armenio cabeceó un par de veces con una gélida mirada clavada en Zarco. Luego, se incorporó y, dirigiéndose a los tripulantes del Saint Michel, dijo:
—Caballeros, me llamo Aleksander Ardán. Quizá algunos de ustedes me conozcan, en cuyo caso sabrán que soy un hombre de negocios rico y poderoso. Puede que también hayan oído decir algunas cosas no demasiado agradables sobre mí e incluso es posible que sean ciertas, pero lo que jamás habrán escuchado es que incumplo mis promesas. Y ahora préstenme atención, porque voy a prometerles algo: ofrezco cien mil libras a cualquiera que me proporcione información sobre el paradero de Sir John Thomas Foggart y el buque Britannia.
Un profundo silencio siguió a las palabras del magnate. Zarco miró de reojo a los tripulantes del Saint Michel y luego se encaró con Ardán.
—Estos hombres no aceptan sobornos —dijo entre dientes.
Ardán sonrió con ironía y replicó:
—¿Ahora quién es el ingenuo, señor Zarco? —se incorporó y, dirigiéndose de nuevo a la tripulación, añadió—: Cien mil libras, caballeros. Es mucho dinero.
Acto seguido, se despidió con una leve inclinación de cabeza y abandonó el local seguido por sus guardaespaldas. Durante un largo minuto, nadie pronunció palabra, hasta que el capitán Verne dijo:
—Respondo por mis hombres, Ulises. Nadie dirá nada.
Zarco asintió con la cabeza y, sin mirar a nadie en particular, dijo en voz lo suficientemente alta para que todo el mundo le oyese:
—Estoy seguro, Gabriel. Hemos navegado juntos desde hace años y sé que su tripulación es de fiar —hizo una pausa y añadió—: Pero si a algún hijo de mala madre se le ocurre aceptar el soborno de ese armenio del demonio, juro que le arrancaré las tripas y saltaré a la comba con ellas.
Los tripulantes del Saint Michel se removieron en sus asientos; conocían lo suficiente al profesor Zarco como para no tomarse a broma sus amenazas.
★★★
Adrián Cairo regresó dos días más tarde, a media mañana, a bordo de un camión cargado de pertrechos, entre los que se incluía el material que le había encargado Zarco: un pesado cajón de madera sin ninguna identificación en el exterior. Mientras un grupo de estibadores introducía la carga en la bodega del Saint Michel con ayuda de un cabestrante, el profesor se aproximó a Cairo, que se hallaba en la cubierta supervisando las operaciones, y le saludó con un palmetazo en la espalda:
—¿Qué tal todo, Adrián? —dijo—. ¿Conseguiste lo que te pedí?
—Sí, profesor —Cairo señaló el cajón—. Una Maschinengewehr 08, la ametralladora del ejército alemán. Se la he comprado a un grupo de traficantes finlandeses que provee de armas a los contrarrevolucionarios rusos.
—¿Calibre?
—Siete noventa y dos Mauser.
Zarco contempló de reojo el Charybdis y frunció el ceño.
—Con eso apenas podríamos hacerle unos arañazos —murmuró.
Cairo le miró con ironía.
—¿De verdad quiere hundir el yate de Ardán? —preguntó.
—Me conformaría con dañarlo lo suficiente como para impedir que nos siguiese.
—Haría falta un cañón para detener a ese mastodonte, profesor. Y no podemos cargar un cañón en el Saint Michel.
Zarco se encogió de hombros.
—En cualquier caso —dijo—, esa MG08 puede sernos útil —echó a andar hacia el puente de mando y agregó—: Partiremos en cuanto se carguen los pertrechos, así que date prisa, Adrián.
A última hora de la mañana, una vez completada la operación de carga, el buque soltó amarras y se dirigió a la salida del fiordo. Casi simultáneamente, el Charybdis levó anclas y reanudó, incansable, la persecución del Saint Michel.