7

Trondheim

El Saint Michel dejó atrás el Canal de la Mancha y las costas de Inglaterra, y se adentró en las aguas del Mar del Norte. El miércoles a primera hora de la mañana, el capitán Verne le pidió a Zarco que subiera al puente de mando y, tras entregarle unos prismáticos, le condujo a la portilla que estaba orientada hacia popa y le indicó que observara un lejano navio que se encontraba al suroeste, casi en la línea del horizonte. Zarco se llevó los prismáticos a los ojos y miró en la dirección indicada, pero el barco estaba demasiado lejos y no podían distinguirse ni el nombre ni la enseña.

—Nos sigue desde que salimos de Portsmouth —dijo Verne.

—¿Por qué no me ha avisado antes? —preguntó Zarco con el ceño fruncido.

—Porque no estaba seguro. En el canal hay mucho tráfico y ese barco podía estar siguiendo nuestro rumbo por casualidad, pero he hecho un par de pruebas. Cuando reducimos la velocidad, él la reduce, y si aceleramos, acelera, manteniéndose siempre a unas seis o siete millas de distancia.

Zarco volvió a mirar a través de los prismáticos y murmuró:

—Maldito Ardán… —luego, volviéndose hacia Verne, preguntó—: ¿Ha probado ya el motor a plena potencia, Gabriel?

—Todavía no.

—Pues quizá éste sea un buen momento para hacerlo.

El capitán asintió con un cabeceo, se aproximó a Yago Castro, el piloto, que se hallaba de pie manejando la rueda del timón, y le dijo:

—A toda máquina.

Castro, un cincuentón enjuto con el rostro plagado de arrugas, hizo sonar dos veces la sirena y desplazó hacia delante la palanca del telégrafo que comunicaba las órdenes del piloto al cuarto de máquinas. Al poco, el sonido del motor se incrementó y la velocidad del Saint Michel comenzó a aumentar.

—Dieciocho nudos —dijo el piloto.

La proa del barco empezó a cabecear conforme cortaba las aguas.

—Veinticuatro nudos —informó Castro al cabo de unos minutos.

Zarco miró a través de los prismáticos y comprobó que la distancia entre el Saint Michel y el navio que les seguía no había aumentado lo más mínimo.

—¡Más rápido! —exclamó.

El Saint Michel se balanceaba arriba y abajo formando enormes olas cada vez que la quilla hendía el agua. Zarco y el capitán tuvieron que sujetarse para no perder el equilibrio.

—Veintinueve nudos —dijo el piloto, aferrado a la rueda del timón.

Llevándose los binoculares a los ojos, Zarco constató que no habían logrado alejarse ni un metro de aquel buque desconocido.

—¡Más velocidad! —gritó, sobreponiéndose al ruido del motor y el estruendo de las olas.

—No podemos ir más rápido —replicó Verne.

—¡Pues forcemos la máquina, por Júpiter!

—Ya la estamos forzando, Ulises. Además, aunque dispusiéramos del doble de potencia, no conseguiríamos ir más deprisa. Ésta es la velocidad máxima del Saint Michel —Verne se volvió hacia el piloto y le ordenó—: A media máquina.

Castro tiró de la palanca. Al cabo de unos segundos, el ruido del motor decreció y, poco a poco, según disminuía su velocidad, el barco fue estabilizándose. Zarco contempló con desaliento el lejano navio y soltó una nueva maldición.

—Es más rápido que nosotros —dijo Verne—. No hay nada que hacer.

Zarco le devolvió los prismáticos y esbozó una desafiante sonrisa.

—De acuerdo —dijo—. Si quieren olernos el trasero, que nos lo huelan. Ya veremos quién ríe el último.

Acto seguido, se dirigió a la escotilla y abandonó el puente de mando con paso firme. No obstante, pese a su aparente seguridad, una nube de preocupación le nublaba el rostro mientras bajaba por la escalerilla que conducía a la cubierta.

★★★

Aquella tarde, después de comer, Samuel cogió su cámara portátil Voigtlánder y se dirigió a la cubierta para tomar unas instantáneas del trabajo de los marineros. Al poco, la hija de Lady Elisabeth salió al exterior y, apoyándose en la borda, se quedó mirando la actividad del fotógrafo. Samuel y Katherine no habían intercambiado palabra desde que se conocieron, así que el joven no pudo evitar sorprenderse cuando ella se aproximó a él y le dijo:

—¿Podría hacerle una pregunta, Sam?

—Claro, señorita Foggart —respondió Samuel, bajando la cámara.

—Mis amigos me llaman Kathy. Verá, Sam, he observado que tanto ayer como hoy ha estado usted fotografiando a la tripulación. Ha retratado a los marineros, al capitán, a los oficiales, a todo el mundo. Menos a mí. ¿Le parezco fea?

Samuel parpadeó, confundido.

—Por supuesto que no —repuso—; es usted muy bonita.

—Entonces, ¿por qué no me ha fotografiado todavía?

Samuel se encogió de hombros.

—No sé… Supongo que no quería molestarla.

—Pues no me molesta en absoluto.

Sobrevino un silencio.

—¿Puedo fotografiarla ahora? —preguntó finalmente Samuel.

El rostro de Katherine se iluminó con una sonrisa.

—Claro. ¿Dónde quiere que me ponga?

Samuel le pidió que se situase junto a la barandilla, para que el mar quedara de fondo, y luego fotografió varias veces a la joven desde distintos ángulos. Cuando acabó, mientras guardaba las placas, Katherine se aproximó a él y comentó:

—Nunca he sabido cómo funciona la fotografía. Debe de ser muy difícil, ¿verdad?

—No, en realidad es sencillo. ¿Sabe lo que es una cámara oscura? —Katherine negó con la cabeza y Samuel prosiguió—: Imagínese una caja completamente cerrada. Si hacemos un agujero muy pequeño en uno de los lados y colocamos enfrente una manzana, por ejemplo, la luz entrará por el agujero y proyectará la imagen invertida de la manzana en el fondo de la caja.

—¿Eso es una cámara oscura?

—Sí. Algunos pintores la utilizaban para proyectar sobre un lienzo la imagen que querían dibujar y luego la calcaban. Bueno, pues una cámara fotográfica es básicamente lo mismo, sólo que en vez de un agujero se utiliza una lente, y la imagen se proyecta sobre una placa de cristal impregnada con sales de plata.

—¿Sales de plata?

—Concretamente, bromuro de plata —asintió Samuel—. Esa sustancia se oscurece al incidir la luz sobre ella, de forma que lo más brillante aparece más negro y lo más oscuro más blanco. Es decir, obtenemos un negativo de la imagen que queremos retratar.

—¿Y qué se hace después?

—Revelar la placa sumergiéndola en unos líquidos especiales. Luego, se coloca en una ampliadora, que no es más que un proyector; la luz pasa a través del cristal y proyecta la imagen en negativo sobre un papel también impregnado en sal de plata. Al revelar el papel, el proceso se invierte: lo que antes era negro aparecerá blanco y viceversa, y así obtendremos la imagen en positivo; es decir, la fotografía final. Es fácil.

Katherine contempló la cámara que, sujeta por una correa, colgaba del cuello de Samuel.

—Pero ahí veo muchos botones y resortes —comentó—. No debe de ser tan fácil.

—Bueno, le he contado lo básico, pero hay que tener en cuenta algunos detalles —señaló la cámara con un dedo—. Esa rueda sirve para enfocar la imagen. Con esta palanquita se gradúa el diafragma y con esta otra el tiempo que permanece abierto el obturador…

La risa de Katherine tintineó como un cascabel.

—No tan rápido, Sam —dijo—. ¿Diafragma? ¿Obturador?… Creo que me lo va a tener que explicar más despacio.

Los dos jóvenes se sentaron y Samuel le expuso pacientemente a Katherine el funcionamiento de la cámara fotográfica. Cuando acabó, la muchacha le preguntó si podía hacer una foto y él, galantemente, respondió que sí. A continuación, introdujo una placa virgen en la cámara y se la entregó; entonces, Katherine se llevó el visor al ojo derecho, cerró el izquierdo y encuadró a Samuel.

—No —protestó él, alzando una mano—. No me gusta que me fotografíen.

—Tonterías, Sam —replicó ella sin dejar de encuadrarle—. Aparte esa mano y sonría.

Samuel suspiró, resignado, y compuso una insegura sonrisa. Tras efectuar los ajustes necesarios, Katherine oprimió el disparador y le devolvió la cámara a Samuel.

—¿Cuándo va a revelar las placas? —preguntó.

—He quedado en jugar una partida de ajedrez con el capitán. Cuando acabe, si el barco no se mueve mucho, bajaré al laboratorio.

—Ah, sí, el ajedrez; dicen que es usted un gran jugador.

—No se me da mal, aunque sólo soy un aficionado.

—A mí me enseñó a jugar mi padre cuando era pequeña, pero se me ha olvidado.

—Puedo enseñarle, si quiere.

Katherine volvió a reír.

—No tan deprisa. Primero vamos a ver si aprendo algo de fotografía —se incorporó—. No le entretengo más. ¿Me enseñará las fotos cuando las revele?

—Por supuesto.

—Gracias. Buenas tardes, Sam.

—Buenas tardes, Kathy.

Samuel observó cómo la joven se alejaba y desaparecía tras cruzar la escotilla que conducía al interior del barco. Después de unos segundos de quietud, se dirigió al puente de mando.

A lo lejos, empequeñecido por la distancia, el barco misterioso proseguía incansable la persecución del Saint Michel.

★★★

Como era usual, aquella noche, después de la cena, el capitán Verne y los pasajeros se quedaron charlando en el comedor de oficiales. Por lo general, contaban historias acerca de sus viajes y esa sobremesa no fue la excepción; en cierto momento, Adrián Cairo relató un incidente acaecido en Kenia. En 1912, la tribu kikuyo le contrató para que diera caza a unos monstruos devoradores de hombres, dos seres sobrenaturales a quienes los nativos llamaban los «fantasmas blancos» y que hasta aquel momento habían matado a más de treinta personas. Tras varias semanas de persecución y acoso, Cairo descubrió que los monstruos eran en realidad dos leones albinos, un macho y una hembra.

—Eso ya en sí mismo es raro —señaló Cairo—, pues los leones albinos son muy poco frecuentes y además suelen morir jóvenes, pero aquellos animales eran adultos y se habían acostumbrado a la carne humana.

—¿Logró darles caza? —preguntó García.

—Sólo pude abatir a uno, al macho; la hembra desapareció y no volvió a saberse de ella por la región. Pero lo realmente extraño sucedió ocho meses después. Yo estaba acampado en el Valle del Rift, a casi quinientos kilómetros de distancia del lugar donde había perseguido a los «fantasmas blancos». Pues bien, una noche, de madrugada, salí de la tienda de campaña y allí, a apenas diez metros, estaba la leona albina, acechándome. Ese animal me había seguido durante medio millar de kilómetros para vengarse. Es increíble.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Katherine.

—Siempre que estoy en la selva voy armado. La leona se abalanzó sobre mí y yo la maté de un disparo. Pero todavía hoy me sobrecoge pensar en el odio que aquella bestia debía de profesarme para recorrer esa enorme distancia durante tanto tiempo con el único objetivo de acabar conmigo. Es lo más raro que me ha sucedido jamás.

Tras escuchar el relato de Cairo, Verne propuso que cada uno de los presentes contara su experiencia más extraña. Zarco tomó entonces la palabra y comenzó a contar su encuentro con una tribu amazónica desconocida que le confundió con un dios, pero Cairo le interrumpió diciendo:

—Disculpe profesor, pero, hablando de dioses, lo más raro que ha hecho fue hace cuatro años, cuando cruzamos el Ecuador y se disfrazó de Neptuno.

—¿Se disfrazó de Neptuno? —intervino Lady Elisabeth, sorprendida—. ¿Por qué?

—Es una vieja costumbre —respondió Cairo—. Cada vez que un barco cruza el Ecuador se celebra una fiesta a bordo; alguien se disfraza de Neptuno, el dios del mar, y somete a una serie de pruebas a los novatos que traspasan esa línea por primera vez. Aquel año, el profesor representó el papel de Neptuno y se disfrazó con una falda de algas, una corona de latón y una barba postiza. La verdad es que ofrecía un aspecto de lo más raro. Pero lo bueno vino cuando el profesor encendió un puro y por accidente le prendió fuego a la barba —se echó a reír—. ¡Parecía un salvaje alcanzado por un rayo!

—Eso me habría gustado verlo —comentó Lady Elisabeth, mirando de reojo a Zarco.

—Vázquez le hizo una foto —intervino el capitán—. Creo que la tengo en mi camarote…

—Bueno, ya está bien —gruñó Zarco—. Estuve a punto de abrasarme, así que no le veo la gracia —masculló algo entre dientes y prosiguió—: Ahora le toca a usted, señora Faraday. ¿Qué es lo más extraño que le ha sucedido, si es que alguna vez le ha ocurrido algo interesante?

Ignorando el sarcasmo, Lady Elisabeth reflexionó durante unos segundos y dijo:

—Al poco de casarnos, viajé con mi marido a Marruecos. En cierta ocasión, visitando Mogador, nos hospedamos en la casa de Ahmed Benzekri, el comerciante más rico de la ciudad. Un día, Benzekri se reunió con John y quiso comprarme. Le ofreció seis camellos y diez cabras.

—¿Y por qué no aceptó John la oferta? —preguntó Zarco con ironía.

Lady Elisabeth sonrió.

—Regatearon, pero no llegaron a un acuerdo —dijo—. Creo que con un par de cabras más el trato habría quedado cerrado.

A continuación, Katherine contó que, cuando tenía trece años y vivía en Guatemala, los habitantes de un poblado maya le pidieron que participara en una ceremonia dedicada a Chac, el dios de la lluvia.

—Me vistieron con una túnica blanca —relató la joven—, me cubrieron con collares de cuentas y me pusieron una guirnalda de flores en la cabeza. Luego, me senté en mitad de un círculo que formaba la gente de la aldea y unos hombres empezaron a tocar tambores mientras las mujeres cantaban en yuca teco, su idioma. Entonces apareció un hombre disfrazado de pájaro y empezó a bailar a mi alrededor. Yo representaba a Tonatzin, la Madre Tierra, y él a Quetzal Caam, la Serpiente Emplumada. Fue de lo más extraño.

—Más tarde supimos que se trataba de una ceremonia de la fertilidad —comentó Lady Elisabeth—. La Serpiente Emplumada fecundando a la Madre Tierra mediante la lluvia de Chac. En fin, no resultaba un asunto muy adecuado para una niña, aunque afortunadamente todo era simbólico.

—Parece que tanto a los árabes como al dios Chac les gustan las rubias —comentó Zarco en voz baja.

—¿Y usted, capitán? —preguntó Cairo—. ¿Qué es lo más extraño que le ha ocurrido?

Verne reflexionó antes de responder.

—En 1895 yo era piloto del carguero Cormorán —dijo—. Una noche, estando de guardia en el puente, mientras navegábamos por el Mar de las Antillas, más o menos a la altura de las Caimán, vi un galeón.

—¿Un galeón? —repitió Lady Elisabeth, extrañada.

—Sí, un galeón del siglo XVI con todas las velas desplegadas. Pasó a unos doscientos metros de distancia; había luna llena, de modo que lo vi con toda claridad. No se distinguía a nadie en cubierta ni hacía el menor ruido.

—¡El Holandés Errante! —exclamó Zarco en tono burlón—. ¿No habría abusado del ron esa noche, Gabriel?

—Jamás he bebido estando de guardia —respondió Verne, y tras una pensativa pausa, agregó—: Supongo que fue una alucinación, pero parecía absolutamente real. Sin duda es lo más extraño que me ha ocurrido.

Cairo se volvió hacia García e, invitándole a intervenir con un gesto, dijo:

—Su turno, Bartolomé.

El químico se encogió de hombros.

—Pues si he de ser sincero —respondió—, lo más raro es esto.

—¿El qué?

—El fragmento de titanio puro, este viaje… Lamento ser tan poco interesante, pero es lo más extraño que he vivido jamás.

Cairo le dedicó una amistosa sonrisa y luego contempló a Samuel.

—Bueno, Sam, eres el último. ¿Cuál fue tu experiencia más rara?

Samuel meditó unos instantes y exhaló un suspiro.

—He sido el hijo muerto de muchas familias —dijo.

Todos le miraron con extrañeza.

—¿A qué se refiere, Sam? —preguntó Verne.

Samuel volvió a suspirar y, tras una pausa, respondió:

—Hace seis años, cuando comenzó la guerra, los jóvenes franceses fueron movilizados. Apenas un año después, cientos de miles habían muerto en las trincheras. Entonces, al señor Charbonneau se le ocurrió una idea… Muchos padres habían perdido a sus hijos sin la oportunidad de hacerse una última fotografía con ellos, así que mi tutor comenzó a ofrecer un nuevo servicio. Los interesados debían traer al estudio un retrato del fallecido; yo me vestía con el uniforme de la sección del ejército a la que hubiese pertenecido el joven y me fotografiaba con los familiares. Después, mediante un sencillo trucaje fotográfico, el señor Charbonneau sustituía mi cara por el rostro del muerto y de ese modo aquellos padres podían tener una fotografía en la que aparecían ellos junto a su difunto hijo vestido de militar —hizo una pausa y añadió en voz baja—: Durante las sesiones fotográficas, las madres solían llorar. En cierta ocasión, una de ellas se abrazó a mí creyendo que era su hijo y no me quería soltar, pues pensaba que si lo hacía, la muerte se me llevaría de nuevo —respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente—. El caso es que en muchos hogares de Francia hay fotografías en las que aparece mi cuerpo, aunque no mi cara.

Un lúgubre silencio siguió a las palabras de Samuel.

—Sí que es extraño, sí —comentó Cairo—. Más que lo de mi leona; más incluso que el profesor disfrazado de Neptuno…

Nadie le llevó la contraria.

★★★

Después de la sobremesa, Samuel se aproximó a Katherine y le entregó una fotografía. El joven había pasado varias horas en la bodega, revelando las placas de la sesión fotográfica de la tarde, y tras una minuciosa selección había escogido el mejor retrato de la muchacha.

—Es precioso —dijo Katherine contemplando su imagen impresa en el papel—. La mejor fotografía que me han hecho jamás; muchas gracias —alzó la mirada y preguntó—: ¿Y la que le hice yo, Sam? ¿La ha revelado?

Tras un titubeo, Samuel sacó una fotografía del bolsillo y se la entregó a Katherine. En el retrato aparecía el joven fotógrafo mirando a cámara con una sonrisa en los labios. La sonrisa más triste del mundo, pensó la muchacha.

—¿Puedo quedármela? —preguntó.

—Claro.

Katherine guardó las fotografías en el bolso y dijo:

—Voy a dar un paseo por cubierta antes de retirarme al camarote. ¿Me acompaña, Sam?

El Saint Michel navegaba en una oscuridad apenas mitigada por el resplandor de las estrellas. La cubierta, desierta a aquellas horas, se hallaba tenuemente iluminada por las lámparas que estaban fijadas a la superestructura. Cuando los dos jóvenes salieron al exterior, Katherine se apoyó en la barandilla y paseó la mirada por la superficie del mar; al volver la vista hacia popa distinguió en la lejanía las luces del barco que les seguía y un escalofrío le recorrió la espalda. Entonces alzó los ojos hacia el firmamento y comentó:

—Qué noche más estrellada…

Samuel elevó la mirada y comprobó que, en efecto, el cielo estaba cuajado de estrellas.

—La Vía Láctea —prosiguió la muchacha, señalando hacia arriba con el dedo—. Y ahí está Casiopea, justo encima de Cepheus. ¿Conoce las constelaciones, Sam?

—Me temo que no.

—Entonces ahora tengo la oportunidad de enseñarle algo. Es sencillo. Por ejemplo, fíjese en esas siete estrellas que parecen formar un carro: son la Osa Menor. ¿Ve la estrella más brillante? Es Polaris y se llama así porque está situada justo encima del Polo Norte. De hecho, todas las estrellas del firmamento parecen moverse a causa del giro de la Tierra, pero Polaris permanece fija en el cielo, marcando siempre el Norte, y por eso es la estrella que usan los marinos para orientarse. Antiguamente, Polaris se llamaba Cinosura, como la ninfa que, según la leyenda, ocultó y protegió a Zeus cuando su padre, Cronos, quería devorarlo. Al morir Cinosura, Zeus, en agradecimiento, la elevó a los cielos, convirtiéndola en estrella. Es una historia bonita, ¿verdad?

—Mucho.

—Dígame, Sam: ¿se pueden fotografiar las estrellas?

—Sí, pero no con el equipo que tengo, y menos en un barco en movimiento.

Con la mirada siempre fija en el cielo, Katherine guardó un largo silencio. Una ráfaga de viento la hizo estremecer y se arrebujó en el chal que le cubría los hombros.

—¿Sabe algo, Sam? —dijo al fin—. Creo que sus fotografías y las estrellas se parecen.

—¿Por qué?

—Las fotografías son algo así como luz congelada. Luz del pasado atrapada en sales de plata, ¿no le parece?

—Nunca lo había visto de ese modo, pero supongo que sí.

—Bueno, pues las estrellas están tan lejos que su luz, pese a viajar a 186.000 millas por segundo, tarda años, incluso siglos, en llegar a nosotros. De modo que, cuando miramos el firmamento en realidad vemos luz vieja, luz del pasado. Como ocurre con las fotografías.

Samuel la miró de reojo.

—¿Cómo es que sabe tanto de astronomía, Kathy? —preguntó.

Los ojos de la muchacha abandonaron las estrellas y se perdieron en la oscuridad del mar.

—Mi padre me enseñó… —murmuró.

Hubo un silencio.

—Le echa de menos, ¿verdad? —dijo Samuel.

—Sí, mucho —suspiró—. En fin, estoy acostumbrada a sus viajes, pero nunca había permanecido tanto tiempo ausente. La verdad es que estuve muy preocupada hasta que llegó su carta. Fue un alivio saber que se encontraba bien, pero luego empezaron a suceder cosas extrañas; el robo, las amenazas a mi madre… —señaló la lejana luz del navio que les seguía—. Y ahora ese barco, siempre detrás de nosotros.

—Recuerde lo que dijo el profesor: si ese barco nos sigue es porque Ardán no ha encontrado todavía a su padre, Kathy.

Katherine asintió con un inseguro cabeceo y guardó un largo silencio.

—Usted también echa de menos a su tutor, el señor Charbonneau —dijo de repente—. ¿No es así, Sam?

—Sí…

—¿Le quería mucho?

Samuel demoró unos segundos la respuesta.

—Me enseñó todo lo que sé —dijo— y siempre me trató bien.

Katherine se dio cuenta de que, en realidad, el joven no había contestado a su pregunta, pero no insistió.

—¿Mientras vivió en Francia volvió alguna vez a España? —preguntó.

—No, nunca.

—Y ahora, a su regreso, ¿visitó a sus tíos?

—Sí —Samuel desvió la mirada—. Mi tío murió hace cuatro años.

—¿Y usted no lo sabía?

—Cuando me trasladé a Francia perdí todo contacto con ellos.

—Vaya, lo siento… ¿Cómo están sus demás parientes?

—Mi tía ha envejecido mucho y mis primos ya son mayores. Dos emigraron a Barcelona y los demás aún trabajan las tierras de su padre… Pasé con ellos una tarde y fue como visitar a unos extraños.

—Es lógico. Una ausencia tan larga y las diferencias de educación…

Samuel sacudió la cabeza.

—No, Kathy —dijo—. Es que ellos nunca me quisieron.

—¿Por qué dice eso, Sam?

El joven la miró a los ojos.

—Me entregaron a un extraño —respondió—. El señor Charbonneau era un buen hombre, pero ¿y si hubiese sido un pervertido? Mis tíos no le conocían, pero le cedieron mi custodia con una única condición: cien pesetas, eso era lo que yo valía para ellos. Siempre fui un estorbo para esa familia y, en cuanto pudieron, se libraron de mí. Por eso cuando volví a verlos me parecieron unos extraños: porque en realidad lo eran. Siempre lo fueron.

Katherine bajó la mirada.

—Lo siento —musitó—. Pregunto demasiado.

Samuel parpadeó, instantáneamente arrepentido de haber pronunciado aquellas palabras.

—Disculpe usted, Kathy —dijo, avergonzado—. He hablado más de lo necesario.

—Se ha limitado a contestar, Sam; y le agradezco su sinceridad.

Una ráfaga de viento les azotó el rostro.

—Hace frío —observó Samuel—. Deberíamos ir dentro.

Katherine asintió y, en silencio, se dirigieron a sus respectivos camarotes.

★★★

Conforme navegaban hacia el norte de Europa, dejando atrás el paralelo 60 y las islas Shetland, los días se fueron volviendo progresivamente más largos y el clima más frío. Finalmente, a primera hora de la mañana del viernes, once de junio, la embocadura del fiordo de Trondheim apareció en el horizonte y el Saint Michel enfiló en su dirección. Justo entonces, el barco que les seguía aceleró la marcha y comenzó a acortar la distancia que le separaba del Saint Michel. Unos minutos antes de las ocho y media, el capitán convocó a los pasajeros en el puente de mando y les anunció:

—Dentro de media hora atracaremos en el puerto de Trondheim. El navio que nos sigue ha incrementado la velocidad, aproximándose a nosotros, y por fin he podido distinguir su nombre —apuntó con el dedo hacia popa, señalando el cada vez más cercano buque—. Se llama Charybdis y navega bajo pabellón inglés.

—Es el nuevo yate de Aleksander Ardán —intervino Lady Elisabeth—. Hace unos meses leí un artículo en el Times acerca de su botadura.

Zarco cogió un catalejo y contempló a través de sus lentes el navio.

—¿Eso es un yate? —comentó—. Pero si debe de tener más de cien metros de eslora.

—Según el periódico —dijo Lady Elisabeth—, se trata del barco más moderno del mundo y uno de los más rápidos.

—No me cabe duda de que así es —terció el capitán—. Dudo mucho que podamos librarnos de él.

—Eso ahora no importa —sentenció Zarco, zanjando el tema con una palmada—. Centrémonos en nuestros próximos pasos. En cuanto el Saint Michel atraque, me dirigiré al museo Vitenskaps —señaló a Samuel—. Vendrás conmigo, Durazno; quiero que fotografíes el códice.

—Yo también le acompañaré, profesor —dijo Lady Elisabeth, sonriente.

Zarco alzó la mirada, como implorando clemencia a alguna deidad.

—No creo que sea necesario, señora Faraday —repuso en un tono que pretendía ser paciente, pero le salió irritado—. Se trata de examinar un texto en latín que le resultará completamente incomprensible.

—Conozco el latín.

—Vamos, no crea ni por un instante que le va a bastar con las nociones de latín que aprendió en el colegio de señoritas al que la llevaron sus padres. El códice, sin duda, estará escrito en latín medieval con una caligrafía endiablada.

Durante unos instantes, Lady Elisabeth le contempló en silencio, sin perder la sonrisa.

—Cuando le comenté que ayudaba a mi marido en su trabajo —dijo—, no me refería a lavarle la ropa o zurcirle los calcetines. Desde que era muy joven me dediqué, si bien de forma autodidacta, a la lingüística; aprendí varios idiomas.

—Reconozco que habla muy fluidamente español —protestó Zarco—, pero eso no significa…

—Hablo fluidamente español —le interrumpió ella—, así como francés, italiano, portugués, alemán, árabe y griego, aparte de inglés, por supuesto. Además, tengo nociones de ruso, de holandés, de sueco, danés y noruego. ¿Habla usted algo de noruego, profesor?

—No, pero…

—Bien —prosiguió la mujer—, eso en lo que respecta a las lenguas vivas y sin mencionar los dialectos. En cuanto a las lenguas muertas, conozco el griego clásico, el hebreo bíblico, el árabe clásico, el arameo y sé descifrar jeroglíficos egipcios. Y, por supuesto, domino el latín, tanto clásico como medieval. Así pues, me considero perfectamente capacitada para examinar el Códice Bowen.

—Pero…

—En cuanto atraquemos en el puerto iré al museo Vitenskaps, profesor. Con o sin usted.

Zarco encajó la mandíbula y apretó los puños.

—Pero qué terca es… —masculló.

—Yo prefiero denominarlo firmeza —repuso ella, siempre sonriente.

El profesor resopló y sacudió la cabeza con un gesto de agria claudicación.

—De acuerdo, haga lo que le venga en gana; a fin de cuentas, siempre lo hace —gruñó algo por lo bajo y agregó malhumorado—: Me iré en cuanto atraquemos y no pienso esperarla. En lo que a ti respecta, Durazno, te quiero en la cubierta a las nueve en punto, con el equipo que necesites y listo para partir.

—¿Qué hacemos nosotros entre tanto? —preguntó Cairo.

—Esperarme. Que nadie desembarque hasta mi regreso.

Dicho esto, Zarco abandonó el puente de mando, seguido al poco por el resto de los pasajeros. Antes de irse, Samuel se aproximó a la portilla de proa y contempló las verdes colinas que se alzaban en torno al fiordo y, al fondo, la ciudad de Trondheim. Yago Castro, que en aquel momento pilotaba el Saint Michel, comentó con marcado acento gallego:

—Esos dos van a acabar liándose.

—¿Quiénes? —preguntó Samuel.

—El profesor y la inglesa. Se ve venir un romance.

—Pero si no se soportan; están siempre discutiendo.

Sin apartar las manos de la rueda del timón, el piloto soltó una carcajada.

—Pero qué ingenuo eres, carallo —dijo—. ¿Has oído eso de que los marinos tienen una novia en cada puerto?

—Sí.

—Pues es verdad, y yo hace casi cuarenta años que trabajo en la mar, así que soy experto en asuntos del corazón. Y te voy a decir algo: el enemigo del amor no es el odio, sino la indiferencia. Odio y amor son las dos caras de la misma moneda y basta un chispazo para que lo uno se convierta en lo otro.

—En cualquier caso, la señora Faraday está casada.

—¡Como casi todas mis novias! —rió de nuevo Castro—. No seas panoli, rapaz, y hazme caso: esos dos no acaban el viaje sin darse un revolcón.

Samuel se encogió de hombros y, tras despedirse, abandonó el puente de mando en busca de su equipo fotográfico.

★★★

Mientras el Saint Michel realizaba las maniobras de aproximación al puerto y atraque, el Charybdis echó el ancla a unos doscientos metros de distancia del muelle. Simultáneamente, una lancha a motor se aproximó al enorme yate, recogió a unos pasajeros y los condujo a la dársena. Zarco, que observaba toda aquella actividad desde la cubierta del Saint Michel, comentó:

—Ahí van nuestras sombras.

—¿Nuestras sombras? —preguntó Lady Elisabeth, que se hallaba a su lado, apoyada en la barandilla.

—Los tipos que van a espiarnos —aclaró Zarco—. Ardán ya sabe que nuestro destino era Trondheim, pero ignora qué buscamos aquí, así que en esa lancha deben de ir agentes suyos con la misión de no quitarnos la vista de encima.

—¿Y qué vamos a hacer al respecto?

En vez de responder, Zarco comenzó a silbar una jiga mientras contemplaba cómo la lancha se aproximaba al puerto.

A las nueve y cuarto, una vez amarrado el Saint Michel, un par de marineros tendieron la pasarela y por ella descendieron Zarco, Lady Elisabeth y Samuel, que cargaba con su equipo fotográfico. Diez minutos más tarde, después de pasar por la aduana, echaron a andar hacia el noroeste.

Trondheim se encuentra en el meandro que describe el río Nidelva antes de desembocar en el fiordo. Era una ciudad de casas bajas —la mayoría de madera, con las fachadas pintadas de verde, rojo o amarillo albero— donde se alternaban amplias avenidas con estrechos laberintos de callejas. Tras abandonar el recinto portuario, los dos hombres y la mujer se internaron en una solitaria zona ocupada por almacenes y cobertizos. Al cabo de unos minutos, Lady Elisabeth preguntó:

—¿Dónde está el museo?

—Al suroeste de la ciudad, cerca del río —respondió Zarco.

—Pues yo diría que vamos en dirección contraria.

—Ya lo sé, señora Faraday, ya lo sé —respondió Zarco en tono aburrido sin dejar de caminar.

Unos cincuenta metros más adelante, a la derecha, se abría un callejón lleno de basura y embalajes vacíos; al llegar a su altura, Zarco, seguido por sus dos acompañantes, se introdujo en él.

—Por aquí no hay salida —observó Lady Elisabeth, deteniéndose.

Zarco se arrimó a un muro, cerca de la entrada, y dijo en voz baja:

—Vaya al fondo del callejón. Tú también, Durazno.

—Pero… —comenzó a protestar la mujer.

Zarco la interrumpió con un siseo.

—Por una vez en su vida —susurró—, cierre la boca y obedezca.

Lady Elisabeth alzó una ceja e, imitada por Samuel, retrocedió unos pasos. Durante veinte interminables segundos no sucedió nada; hasta que, de repente, un hombre cubierto con un gabán negro dobló la esquina del callejón. De un salto, Zarco se interpuso en su camino y exclamó sonriente:

—¡Sorpresa!

Con los ojos como platos, el hombre abrió la boca, pero no pudo decir nada, pues de pronto el puño derecho del profesor impactó contra su mandíbula con la violencia de una coz, sumiéndole instantáneamente en la inconsciencia.

Lady Elisabeth, contemplando con incredulidad el desmadejado cuerpo del desconocido, se aproximó a Zarco y musitó:

—Pero… ¿qué ha hecho?

—Atizarle a este imbécil, está claro.

—¿Por qué?

En vez de responder, Zarco se inclinó hacia el desconocido, le cacheó, extrajo del bolsillo interior de su gabán una cartera y, tras examinarla, sacó de ella una tarjeta y se la entregó a la mujer. La tarjeta llevaba el membrete de Cerro Pasco Resources y estaba a nombre de un tal Francis Whithey, agente del departamento de seguridad de la compañía.

—Nos estaba siguiendo… —murmuró Lady Elisabeth—. Pero ¿no había otra forma de impedirlo? Podríamos haberle despistado…

—¡Por Júpiter, deje de quejarse! —gruñó el profesor—. Sólo está dormido, así que no se preocupe por él.

Zarco asió al desvanecido agente de Cerro Pasco por las axilas y, arrastrándolo, lo ocultó detrás de unos cajones. Luego se sacudió las manos y dijo:

—Vámonos al museo.

—Pero no podemos dejarlo ahí tirado… —protestó Lady Elisabeth.

—Oh, sí que podemos —replicó el profesor—. Al menos, yo sí puedo. Ahora bien, si usted quiere quedarse aquí velando sus sueños, no tengo nada que objetar. Vámonos, Durazno.

Zarco se dirigió a la salida y Samuel, después de un breve titubeo, fue tras él. Lady Elisabeth contempló el exánime cuerpo del espía, suspiró con resignación y echó a andar en pos del profesor.