Cita en el Reform Club
El Saint Michel atracó en el puerto de Portsmouth a las seis menos cuarto de la madrugada del domingo seis de junio, pero los pasajeros no bajaron a tierra hasta las ocho. A esa hora, Zarco descendió por la pasarela del barco transportando una pequeña valija y, acompañado por Cairo, Lady Elisabeth, Katherine, Samuel y García, se dirigió a The Compass Rose, una taberna del puerto donde el profesor había decidido desayunar.
Mientras los demás se acomodaban en torno a una mesa, Samuel se quedó en la entrada del establecimiento, examinando un cartel que estaba fijado en la pared, y no se reunió con el resto del grupo hasta que, al cabo de un par de minutos, llegó la camarera para tomar las comandas. Todos pidieron el contundente desayuno de la casa, salvo Lady Elisabeth y su hija, que se conformaron con sendas tazas de té. Una vez que la camarera se hubo marchado, Zarco dijo:
—Subiré al tren de las diez y media y llegaré a Londres a eso de la una. Me alojaré en el Royal Eagle Hotel. Mañana a las nueve en punto, en cuanto abran, iré a la Biblioteca Británica, así que supongo que estaré de regreso a media tarde.
—Nuestra casa se encuentra en Guilford Street, no muy lejos de la biblioteca —intervino Lady Elisabeth—. Si desea alojarse allí, profesor, tenemos un confortable dormitorio de invitados.
—Prefiero la intimidad de un hotel, señora Faraday —repuso Zarco sin mirarla.
En ese momento llegó la camarera con las bebidas; mientras las servía, Cairo preguntó:
—Y, entre tanto, ¿qué quiere que hagamos nosotros, profesor?
—Nada. Podéis tomaros el día libre.
Hubo un silencio. Samuel titubeó unos instantes y comentó:
—En el cartel que hay en la entrada pone que Arthur Conan Doyle dará una conferencia esta tarde en el salón de actos del ayuntamiento.
—No me extraña —comentó Lady Elisabeth—. Doyle vivió mucho tiempo aquí, en Portsmouth.
—¿De qué trata la conferencia? —preguntó Cairo.
—Se titula La nueva revelación y creo que es sobre espiritismo.
Zarco soltó una sonora carcajada.
—Paparruchas —se limitó a decir en tono despectivo.
—Parece mentira —intervino García— que el creador de Sherlock Holmes, el personaje más racional de la historia de la literatura, crea en fantasmas y en hadas.
Lady Elisabeth le dio un sorbo a su taza de té y dijo:
—A Doyle siempre le interesó la «investigación psíquica», pero no era un fanático; hasta que, hace tres años, su hijo Kingsley, que había sido movilizado, murió a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Somme. A partir de entonces, Doyle se obsesionó con el espiritismo. Supongo que, ante una desgracia semejante, es lógico aferrarse a cualquier esperanza, aunque sea imaginaria.
—Sustentar esperanzas imaginarias —sentenció Zarco— es como intentar sobrevivir a un naufragio agarrándote a un salvavidas de plomo.
Samuel, que había dejado de prestar atención y tenía la mirada perdida en algún punto de la mesa, murmuró para sí:
—Yo estuve en Somme…
Cairo le contempló con el ceño fruncido y entreabrió los labios, pero Lady Elisabeth le interrumpió al incorporarse y decir:
—Kathy y yo tomaremos el tren de las nueve y media, así que debemos ir a la estación —se volvió hacia Zarco—. ¿Nos vemos mañana a las nueve en la entrada de la biblioteca, profesor?
Zarco torció el gesto.
—No hace falta que vaya usted, señora Faraday —replicó—; puedo arreglármelas yo solo.
Lady Elisabeth sonrió con ironía.
—¿Y privarme de su encantadora compañía, profesor? Eso jamás —tomó a su hija por el brazo y agregó—: Hasta mañana, caballeros.
Acto seguido, ambas se alejaron en dirección a la salida.
★★★
Cuando, el lunes a las nueve de la mañana, Zarco llegó al Museo Británico, encontró a Lady Elisabeth esperándole en la entrada.
—Buenos días, profesor —le saludó la mujer con el simulacro de una sonrisa en los labios—. Hace una mañana espléndida, ¿no es cierto?
Zarco masculló algo incomprensible y, sin detenerse a saludarla, siguió andando en dirección a la biblioteca. Mientras caminaban, Lady Elisabeth preguntó:
—¿Tuvo un buen viaje, profesor?
—Magnífico, señora Faraday; no se imagina lo reconfortante que es disfrutar de la soledad sin que nadie le moleste a uno.
—¿Y qué tal el hotel? —prosiguió ella, imperturbable—. ¿Ha dormido bien?
Zarco suspiró con cansancio.
—Sí, señora Faraday. Como un niño.
Una vez en la biblioteca, se dirigieron a la sala de archivos y consultaron el catálogo general. La shelfmark RB.23.a.3417 correspondía al título llamado Cornwell’s Antiquities and Ancient Monastic Life, de Edward Pritchard Markland, editado en 1883 por la imprenta Filmore & Sons de Plymouth, Cornualles. Zarco rellenó la ficha de solicitud y se dirigió a uno de los bibliotecarios.
Desde unos metros de distancia, Lady Elisabeth observó a Zarco mientras le entregaba la ficha al funcionario. Luego, el profesor dijo algo en voz baja y el bibliotecario sacudió la cabeza. Zarco insistió, el archivero volvió a negarse, esta vez con aire ofendido, y entonces el profesor sacó algo del bolsillo, se lo entregó disimuladamente, susurró algo y le guiñó un ojo. El bibliotecario contempló lo que le había dado el profesor y su rostro se iluminó; a continuación, dijo algo con expresión extremadamente amable y desapareció tras una puerta.
—¿Qué pasaba? —preguntó Lady Elisabeth cuando Zarco regresó a su lado.
—Nada, todo va bien.
—Pero usted le ha dado algo…
—Sí, cinco libras.
—¿Por qué?
—En primer lugar, para que nos concedan una sala de lectura privada. En segundo lugar, para obtener cierta información.
La mujer le miró con un punto de censura.
—Le ha sobornado —murmuró.
—Exacto, señora Faraday —repuso Zarco en tono sarcástico—. He corrompido a un funcionario público. Pero que no se entere Scotland Yard; no me gustaría pasar el resto de mis días encerrado en la Torre de Londres.
En ese momento apareció un conserje y, tras invitarles a que le siguieran, los condujo a través de la enorme sala circular de lectura, que a aquella hora tan temprana estaba casi vacía, hasta una pequeña habitación donde había una mesa de madera con dos sillas y una lámpara de latón. Cuando el conserje desapareció, cerrando la puerta a su espalda, Lady Elisabeth y Zarco se acomodaron en los asientos y se sumieron en un profundo silencio.
Veinte minutos más tarde, el bibliotecario que había hablado con Zarco entró en la sala con un libro en las manos y lo depositó sobre la mesa. En la cubierta, de cartón amarillento, sólo aparecía el título, el nombre del autor y la fecha de edición. El profesor le echó un rápido vistazo y preguntó:
—¿Tienen aquí más ejemplares?
—No, señor Zarco —respondió el bibliotecario—; sólo disponemos de éste. Se trata de una edición muy rara.
—¿Qué sabe del libro?
—Markland, el autor, fue un discreto y poco conocido historiador local de Cornualles. Él mismo sufragó de su bolsillo la edición de este título, con una tirada de trescientos ejemplares, la mayor parte de los cuales se perdieron. Como le he dicho, es un libro muy poco conocido, un ejemplar de coleccionista.
—¿Ha averiguado quién fue la última persona que solicitó su lectura?
—Así es, señor Zarco: el último caballero que consultó este libro fue Sir John Thomas Foggart, el trece de junio del pasado año.
Lady Elisabeth y el profesor cruzaron una mirada.
—Muy bien, amigo. Gracias por la ayuda —le dijo Zarco al bibliotecario—. Ahora, si no le importa, nos gustaría un poco de privacidad.
Tras comunicarles que si necesitaban cualquier cosa le llamaran, el funcionario se despidió con una inclinación de cabeza y abandonó la sala.
—John consultó este libro tres días antes de irse —dijo Lady Elisabeth cuando se quedaron solos.
—Y lo que es más importante —apuntó Zarco—: nadie lo ha solicitado desde entonces. Seguimos llevando la delantera.
Con una sonrisa satisfecha, el profesor abrió el volumen por la primera hoja y comenzó a examinarlo. El libro estaba dividido en dos partes: la primera, Cornwell’s Antiquities, trataba sobre los principales lugares históricos de Cornualles; la segunda, Ancient Monastic Life in Cornwell, versaba sobre los monasterios e iglesias de la región, así como acerca de antiguas leyendas de carácter religioso. El capítulo décimo octavo estaba dedicado a Falmouth y sus alrededores; uno de los apartados trataba sobre Penryn y la orden de San Gluvias, y allí, al final del capítulo, había unos párrafos dedicados a san Bowen. Lady Elisabeth y Zarco se inclinaron hacia delante, con las cabezas casi tocándose, y comenzaron a leer.
San Bowen.- Aunque su santidad nunca ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia, la tradición, tanto en Cornualles como en Noruega, ha insistido en considerar santo a este antiguo misionero celta. Bowen, también conocido como Buadhach, en gaélico, o como Bowenus en la versión latina de su nombre, nació en algún lugar de Cornualles —probablemente cerca de la actual Falmouth— en algún momento de la segunda mitad del siglo X, e ingresó siendo muy joven en el monasterio de la orden de San Gluvias situado en Penryn.
En el año 995, Olaf Tryggvason se convirtió en rey de Noruega y, convencido de que todos sus súbditos debían recibir el Bautismo, solicitó a la Iglesia que enviara misioneros a su país con el objetivo de predicar los Evangelios entre los paganos hombres del Norte. Atendiendo al llamamiento del rey Olaf, Bowen y otros nueve frailes embarcaron rumbo a Noruega, donde fundaron el priorato de Santa María de los Escandinavos, sito en la ciudad de Trondheim. Años después, a principios de la segunda década del siglo XI, Bowen regresó a Cornualles, donde murió en fecha incierta.
Son varios los milagros que se atribuyen a san Bowen, pero sin duda el más conocido de ellos es su visita a los infiernos. Según la leyenda, durante el viaje de Bowen y sus hermanos a Noruega, el barco en el que navegaban fue sorprendido por cuatro tormentas consecutivas, perdiéndose en mitad del océano. Tras varias semanas de navegar a la deriva, el navio llegó a una misteriosa isla situada en el gélido Norte, donde al parecer se hallaba una de las puertas del Infierno; dicho portal estaba custodiado por un demonio, con quien Bowen tuvo un terrible encuentro. Tras abandonar la isla gracias a la intercesión divina, los sacerdotes lograron alcanzar tierras noruegas, donde prosiguieron su misión. La crónica de este milagroso viaje, así como la historia de la fundación del priorato de Santa María, aparecen relatadas en el llamado Codex Bowenus, un manuscrito del siglo XI redactado por el propio Bowen, que actualmente se conserva en el Museo Vitenskaps de Trondheim.
Zarco y Lady Elisabeth alzaron simultáneamente la vista y murmuraron a la vez:
—Trondheim…
A continuación, el profesor desvió la mirada y reflexionó durante unos segundos; luego, cogió el libro, arrancó la hoja donde aparecía el artículo sobre Bowen y se la guardó en un bolsillo.
—¡¿Qué hace?! —exclamó Lady Elisabeth, consternada.
—Eliminar pistas, señora Faraday. Es evidente.
—Pero es un libro muy valioso y, además, pertenece a la biblioteca.
—Exacto. Pertenece a una biblioteca pública donde cualquiera puede consultarlo —Zarco suspiró con cansancio, como si le fatigara tener que explicar lo que para él era evidente—. Escuche, señora Faraday: a mí me han seguido mientras venía hacia aquí y no le quepa duda de que a usted también, así que, en cuanto salgamos, los hombres de Ardán entrarán en la biblioteca y sobornarán a algún honrado funcionario inglés para que les revele qué libro hemos consultado. Lo pedirán, lo examinarán y, si el artículo sobre Bowen sigue en el libro, sabrán adonde nos dirigimos y qué nos proponemos hacer, con lo cual perderemos la única ventaja que tenemos sobre ellos. Así pues, señora Faraday, ¿quiere que vuelva a poner la página en su lugar?
Lady Elisabeth titubeó durante unos segundos antes de responder.
—De acuerdo, tiene razón —dijo finalmente—. Pero prométame que devolverá la hoja a la biblioteca en cuanto todo esto acabe.
—Descuide, no tengo intención de robarle nada al Gran Imperio Británico —Zarco se incorporó y preguntó—: ¿Insiste en acompañarnos, señora Faraday?
—Por supuesto, profesor —respondió ella, poniéndose en pie.
—En tal caso, haga algo útil: regrese lo antes posible a Portsmouth y cuéntele al capitán Verne y a Adrián lo que hemos averiguado. Dígales que lo preparen todo para partir mañana antes del amanecer.
—Hacia Trondheim —dijo Lady Elisabeth.
—No, hacia Copacabana, si le parece. A Trondheim, claro; ¿adónde si no? —Zarco masculló algo y prosiguió—: Habrá que adquirir algunos pertrechos; coménteselo a Adrián, él se ocupará de todo. Y dígale a Verne que falsee el papeleo; nadie debe saber cuál es nuestro destino.
—Antes tengo que pasar por mi casa para recoger a Kathy y preparar el equipaje.
—Pues dese prisa. Y nada de modelitos franceses, encajes o puntillitas. Lleven sólo lo imprescindible y no olviden la ropa de abrigo, porque en Noruega hace frío incluso en primavera.
—¿Y usted qué va a hacer, profesor?
—Tengo que enviar un telegrama y luego mataré un poco de tiempo. Probablemente almuerce en el hotel.
—¿Por qué?
—Porque voy a conocer personalmente a nuestro adversario.
—¿Va a intentar entrevistarse con Ardán?
Zarco sonrió con fiereza.
—No, señora Faraday —dijo—. Me quedaré en el hotel esperando tranquilamente, porque le aseguro que, en cuanto se entere de que al libro le falta una hoja, ese armenio va a estar muy interesado en hablar conmigo.
★★★
Tras despedirse de Lady Elisabeth y abandonar la biblioteca del Museo Británico, Zarco echó a andar por Great Russell Street. Aunque ya había mucha gente deambulando por las calles, el profesor no tuvo el menor problema en identificar al individuo que le estaba siguiendo, un hombre de mediana edad tocado con un bombín que caminaba tras él a unos diez o doce metros de distancia.
Satisfecho de sí mismo, Zarco continuó paseando despreocupadamente, se introdujo en la estación de metro de Tottenham Court y, siempre seguido por el hombre del bombín, se encaminó al andén donde paraban los trenes que se dirigían al norte, hacia Camden Town. Al cabo de un par de minutos, un tren se detuvo y abrió sus puertas. Zarco se introdujo en él y observó de reojo cómo el espía hacía lo mismo, sólo que en el otro extremo del vagón. Unos segundos después, sonó un silbato y las puertas comenzaron a cerrarse, pero antes de que lo hicieran del todo, Zarco dio un salto y salió del vagón. El hombre del bombín, sorprendido, intentó regresar al andén, pero las puertas se le cerraron en las narices. Mientras el tren se ponía en marcha, Zarco se despidió del espía agitando la mano con una irónica sonrisa.
Acto seguido, el profesor tomó un tren en dirección sur, hacia Charing Cross. Allí cambió de línea y, seguro ya de que nadie le seguía, cogió otro convoy hacia Trafalgar Square, donde abandonó el subterráneo. Una vez en la calle, se dirigió a la oficina de telégrafos más cercana y envió un cablegrama al museo Vitenskaps de Trondheim. Luego, paró un taxi y se dirigió a su hotel.
Zarco pasó el resto de la mañana hojeando la prensa en la sala de lectura del Royal Eagle. A la una en punto, se dirigió al restaurante y pidió sopa de tomate y rosbif con guarnición de patatas y verduras. Veinticinco minutos después, justo cuando estaba a punto de atacar el segundo plato, apareció un botones con un sobre dirigido a él. Zarco le dio un chelín al muchacho, rasgó el sobre y extrajo de su interior un tarjetón de cartulina con el siguiente mensaje pulcramente escrito a mano:
El señor Aleksander Ardán le ruega, que tenga la amabilidad de reunirse con él esta tarde a las 15:30 en la sede del Reform Club, 104 de Pall Mall Street.
★★★
El Reform Club era uno de los clubes de caballeros más antiguos y acreditados de Londres. Fundado en 1836 por el parlamentario whig Edward Ellice, en un principio estuvo destinado exclusivamente a los diputados liberales, aunque no tardó mucho en acoger en su seno a caballeros de ideas reformistas que no procedían de la política. Entre sus miembros más conocidos se contaban Winston Churchill, el primer ministro David Lloyd George o escritores tan célebres como H. G. Wells, E. M. Foster y Henry James. Sin embargo, su fama se debía sobre todo a una célebre apuesta que medio siglo atrás había tenido lugar entre sus paredes. En efecto: el 2 de octubre de 1872, el señor Phileas Fogg apostó veinte mil libras con los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph, todos ellos miembros del club, a que conseguiría dar la vuelta al mundo en ochenta días. Y ganó, toda una hazaña para la época.
El Reform Club ocupaba un sobrio pero elegante edificio de tres plantas situado muy cerca de Buckingham Palace, la residencia del rey Jorge V, justo enfrente de St. James Park. Zarco remontó la escalera de entrada, se detuvo ante la puerta y consultó su reloj: eran las cuatro menos cuarto; llegaba quince minutos tarde a la cita, tal y como había previsto. Cuanto más molesto e impaciente estuviese Ardán, mejor. Guardó el reloj y tiró del llamador; un repique de campanillas sonó a lo lejos. Al poco, un mayordomo vestido de librea abrió la puerta y le miró expectante.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó.
—Soy el profesor Ulises Zarco. Estoy citado con Aleksander Ardán.
—Por supuesto, señor, adelante —dijo el mayordomo, franqueándole el paso—. El señor Ardán le espera.
Zarco cruzó la puerta y se adentró en un lujoso vestíbulo. Al fijarse en el panamá con que se cubría Zarco, el mayordomo alzó levísimamente una ceja, en lo más cercano a un gesto de reprobación que aquel rostro hierático podía expresar.
—¿Quiere que le guarde… el sombrero, señor? —preguntó.
—No, gracias. No me quedaré demasiado tiempo.
—Como desee. Si tiene la amabilidad de acompañarme…
Zarco siguió al mayordomo a través de un suntuoso patio interior rodeado de columnas; luego, tras recorrer un breve pasillo, se detuvieron frente a una puerta cerrada. El criado golpeó con los nudillos en la hoja, abrió y dijo:
—Su invitado ha llegado, señor Ardán.
—Adelante, Jenkins —dijo una rotunda voz de barítono desde el interior de la estancia—. Hágalo pasar.
El mayordomo se echó a un lado e invitó a entrar a Zarco con un ademán. Éste cruzó la puerta y se adentró en una sala aristocráticamente amueblada; a la derecha, junto a un ventanal de vidrios emplomados, había dos butacas de cuero con un velador de caoba entre medias y, enfrente, un buró, una mesita auxiliar y una librería repleta de volúmenes encuadernados en piel. De las paredes colgaban óleos con retratos y paisajes. Aleksander Ardán, que se hallaba de pie en el centro de la sala, se aproximó al profesor con una amplia sonrisa y la mano tendida.
—Bienvenido, señor Zarco —dijo—. Por fin nos conocemos.
Ardán era alto, tanto como el profesor, e igual de fornido. Tenía los hombros anchos, la mandíbula prominente y la mirada intensa; sus cabellos, muy oscuros, estaban peinados hacia atrás con brillantina. Vestía un terno negro de excelente paño e impecable factura y llevaba en el anular de la mano izquierda un solitario con un enorme rubí; no obstante, pese a su intachable atuendo, había cierta tosquedad en él, como si detrás de aquella pulcra apariencia se agazapara algo salvaje.
Zarco y Ardán se estrecharon la mano mirándose a los ojos y, durante unos segundos ambos apretaron con tanta fuerza que la piel se les puso lívida en torno a los dedos; parecían dos gorilas compitiendo por el territorio. Finalmente, Ardán apartó la mano y preguntó:
—¿Desea tomar algo, amigo mío?
—No, gracias.
Ardán se volvió hacia el mayordomo, que aguardaba junto a la puerta, y dijo:
—Yo tomaré un coñac, Jenkins.
El criado hizo una leve reverencia y desapareció, cerrando la puerta.
—¿Nos sentamos? —propuso Ardán.
Ambos se acomodaron en los sillones y permanecieron unos segundos en silencio, evaluándose con la mirada.
—¿Qué tal su estancia en Inglaterra, Ulises? Disculpe, supongo que no le importa que le llame por su nombre…
—Sí, sí que me importa —le interrumpió el profesor—. Me encanta mi apellido: úselo. Y dejémonos de preámbulos. Usted me ha invitado a venir; ¿qué quiere?
—Directo al grano —asintió Ardán, sonriente—. Eso me gusta. Muy bien, señor Zarco, hablemos de negocios. Esta mañana, usted y la señora Faraday fueron a la biblioteca del Museo Británico y solicitaron un libro llamado Cornwell’s Antiquities and Ancient Monastic Life. Tras consultarlo, abandonaron la biblioteca y, más tarde, mis hombres descubrieron que a dicho libro le había sido arrancada una página.
—Es cierto —repuso Zarco con burlona inocencia—; la señora Faraday y yo también nos dimos cuenta. Es increíble lo bárbara que puede llegar a ser la gente, ¿verdad?
El armenio le dedicó una gélida sonrisa.
—Según el índice del libro —dijo—, en la página que falta se habla acerca de Penryn, la orden de San Gluvias y ese otro santo, Bowen.
—Vaya, qué casualidad —comentó Zarco.
Ardán suspiró.
—Como usted mismo ha dicho, dejémonos de rodeos, señor Zarco; los dos sabemos quién arrancó la página. Piénselo: estamos solos aquí, usted y yo, podemos hablar con sinceridad.
—¡Ah! —exclamó Zarco—. ¿Ahora toca ser sinceros? De acuerdo, entonces contésteme a una pregunta: ¿admite que fue usted el instigador del robo de las reliquias de Bowen y del cilindro metálico que le envió John Foggart a su esposa?
La sonrisa del armenio se amplió, prestándole la apariencia de un escualo.
—En efecto, fui yo —dijo.
—¿Lo reconoce?
Ardán se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —repuso—. Usted no tiene más pruebas que mi palabra y aquí no hay ningún testigo.
—Entonces, admite ser un ladrón.
—No, señor Zarco, eso es demasiado vulgar. Lo que soy es un hombre con visión de futuro, la clase de hombre que hace avanzar a la sociedad. Por ejemplo, fíjese en el caso de Thomas Bruce, séptimo conde de Elgin, embajador británico en Constantinopla y arqueólogo aficionado. Cuando se apropió de parte de las esculturas del Partenón y las trajo a Inglaterra, lo que estaba haciendo era robar a los griegos; sin embargo, aquí, en este país, todo el mundo le consideró un héroe y ahí tiene su botín exhibiéndose públicamente en el Museo Británico. Lo que uno es o no es, amigo mío, depende del punto de vista.
—Pues desde mi punto de vista —replicó Zarco—, usted no es más que un vulgar ladrón.
Ardán encajó la mandíbula y le miró entrecerrando los ojos. En ese momento, sonaron unos discretos golpes en la puerta y el mayordomo entró en la sala llevando en las manos una bandeja de plata sobre la que descansaban una copa de cristal y una botella de coñac Hennessy. Tras servir la bebida, el criado se marchó, silencioso como un fantasma. Ardán le dio un sorbo al licor y, tras recuperar la sonrisa, dijo:
—Me parece que hemos empezado con mal pie, señor Zarco. Vamos a centrar el asunto. Ambos sabemos lo que está en juego, ¿no es cierto?
—¿Lo sabemos? —repuso el profesor con ironía.
—Estoy al corriente de que hizo analizar una de las reliquias, amigo mío, no es necesario hacerse el tonto —hizo una pausa y prosiguió—: Titanio. Titanio puro. ¿Se imagina lo que eso puede hacer avanzar la tecnología y la ciencia?
—Me hago una idea.
—Pues no es todo. No se trata sólo del titanio; Foggart descubrió algo todavía más increíble.
Zarco le miró con el ceño fruncido.
—El cilindro metálico… —murmuró—. ¿Qué es?
Ardán soltó una carcajada.
—No —dijo—; aún no hemos pasado por la vicaría, si me permite la metáfora. Todavía no ha llegado el momento de las confidencias. Pero eso puede cambiar. Le he hecho venir aquí, Zarco, porque quiero que trabaje para mí —concluyó.
El profesor alzó una ceja.
—Ya tengo trabajo —replicó.
Ardán volvió a reír.
—Ah, sí, esa insignificante sociedad científica, SIGMA… ¿Cuánto le pagan? No, no me lo diga; sea cual sea la cifra, le ofrezco el triple.
Zarco sonrió.
—Vaya, es una oferta muy tentadora.
—Y la recompensa puede ser aún más alta. Si gracias a su ayuda logramos encontrar a John Foggart, le daré el uno por ciento de todos los beneficios que se deriven de lo que descubramos.
—¿El uno por ciento? —dijo el profesor en tono burlón—. Suena muy poco generoso.
—No lo crea; ese uno por ciento podría convertirle en el segundo hombre más rico del planeta.
—Y usted sería el primero, ¿verdad?
Ardán le contempló con una tenue sonrisa en los labios.
—Le estoy ofreciendo mucho, Zarco —dijo—. ¿Qué me responde?
El profesor se quitó el panamá, se rascó la cabeza y volvió a calarse el sombrero.
—Le respondo que no estoy en venta.
Ardán dejó escapar un largo suspiro y apuró su copa de un trago.
—¿Qué quiere, Zarco? —preguntó con un deje de irritación—. ¿Una sociedad geográfica para usted solo? De acuerdo, crearé una fundación y sufragaré cuantas expediciones le vengan en gana. Vamos, todo hombre tiene un precio. ¿Cuál es el suyo?
Zarco desvió la mirada y reflexionó durante unos segundos.
—Diez mil millones de libras —dijo al fin.
—¿Qué?
—Bueno, he evaluado mi precio y así, a vuelapluma, lo estimo en diez mil millones.
Ardán resopló, cada vez más exasperado.
—¿Podemos hablar en serio?
—Estoy hablando en serio. Puede que me sobrevalore, pero le garantizo que por diez mil millones de libras no sólo le encuentro a Foggart, sino que además le limpio los zapatos. ¿Qué me dice?
El armenio se recostó en la butaca y cruzó los brazos.
—No acabo de entenderle, Zarco —murmuró.
—Pues es muy sencillo: una de mis reglas consiste en que nunca hay que asociarse con ladrones, porque acabarán robándote. Y usted, como he señalado antes, es un ladrón.
Ardán clavó en el profesor una dura mirada; todo rastro de cordialidad había desaparecido de su rostro.
—¿Cree que no podré encontrar otro ejemplar de ese libro? —preguntó—. Mis hombres ya lo están buscando.
—Y darán con él, estoy seguro. Pero ¿cuándo? Según tengo entendido, se trata de un libro muy, pero que muy raro… —Zarco se puso en pie—. Debo coger un tren, me voy. No, no hace falta que llame a ese esclavo de librea; conozco el camino.
Echó a andar hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de abrirla, Ardán le contuvo:
—Zarco.
El profesor se giró.
—¿Sí?
—Le sugiero que reconsidere mi oferta. Créame: no le gustaría tenerme como enemigo.
Zarco le dedicó una sonrisa irónica y, sin decir nada, abrió la puerta y abandonó la sala.
★★★
Ulises Zarco regresó a Portsmouth a las ocho y cuarto de la tarde y se dirigió directamente al Saint Michel. Una vez en el barco, convocó en el comedor de oficiales al capitán Verne, a Cairo, a Lady Elisabeth y a García para contarles su entrevista con Aleksander Ardán. Cuando concluyó, tras un sombrío silencio, Cairo preguntó:
—¿Qué opina de Ardán, profesor?
—Es peligroso —respondió Zarco—; pero de momento le llevamos la delantera. Salvo en un aspecto.
—¿Cuál?
—El cilindro metálico que John envió a Londres. Ardán sabe lo que es y nosotros no. Y ese maldito armenio le daba mucha importancia —Zarco se volvió hacia Lady Elisabeth y preguntó—: ¿Qué le decía su marido en la carta acerca del cilindro?
—Me pedía que lo guardase en la caja fuerte y que no se lo enseñase a nadie.
—¿No decía dónde lo había encontrado?
Lady Elisabeth negó con la cabeza. Zarco meditó unos instantes y preguntó:
—¿Qué aspecto tenía?
—Era pesado y del color del plomo, pero más brillante.
—¿Tiene idea de qué puede ser, García? —le preguntó Zarco al químico.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Hay muchos metales que se ajustan a esa descripción —dijo—. El estaño o el zirconio, por ejemplo.
—Pero Ardán no consideraría especialmente valiosos ni el estaño ni el zirconio —repuso Zarco, pensativo—. Y Foggart no se habría molestado en enviar a Londres cualquiera de esos materiales. Tiene que ser otra cosa… —resopló—. Bueno, dejémonos de conjeturas. ¿Está todo listo para partir, capitán?
—Zarparemos a las seis de la mañana —respondió Verne—. Si tenemos buena mar, tardaremos unos tres días y medio en llegar a Trondheim.
—Y vamos allí para examinar ese manuscrito que mencionaba el libro, ¿no? —comentó Cairo.
—El Códice Bowen —asintió Zarco.
—¿Qué espera encontrar, profesor?
—Alguna pista acerca del lugar adonde se dirigió Foggart.
—Pero cuando Foggart le entregó a su esposa la shelf mark del libro aún no había visto el manuscrito. Puede que viajase a Trondheim y no encontrase nada.
—En cuyo caso habría vuelto a Inglaterra inmediatamente en vez de desaparecer durante un año —replicó Zarco, torciendo el gesto—. Últimamente te veo muy cenizo, Adrián. ¿Qué te pasa?
Cairo se encogió de hombros.
—Tengo un mal presentimiento —respondió.
—Ah, tienes un presentimiento —el tono de Zarco era burlón—. Entonces será mejor regresar a casa, ¿no? —resopló—. Presentimientos…, ¡tonterías! Deberías intentar ser un poquito más positivo, Adrián —se puso en pie y concluyó—: Será mejor que cenemos y nos vayamos temprano a la cama. Mañana hay que madrugar.
Aquella noche, Adrián Cairo no durmió en su camarote; en vez de ello, se dirigió a uno de los botes salvavidas con unas mantas para pasar allí la noche. La única razón fue que tenía un mal presentimiento.
En cierta ocasión, cuando vivía en África, Cairo visitó una aldea de la tribu Bakongo y pasó allí dos días mientras esperaba la llegada de unos cazadores belgas que le habían contratado como guía. La hechicera del poblado, una anciana llamada Ngudi, pasó todo el primer día observándole a distancia. Por la noche, Cairo durmió mal, agobiado por pesadillas que no recordaba al despertar, y al día siguiente se levantó embargado por una extraña desazón a la que no podía encontrar motivo. Al atardecer, la hechicera se aproximó a él y le dijo:
—Tú tienes la mirada.
—¿La mirada?… —repitió Cairo, desconcertado.
—El dios Nzambi te ha tocado con su mano y puedes ver el mundo de las tinieblas. Pocos blancos tienen la mirada, y también pocos bakongo, pero tú la tienes, igual que yo, y los dos sabemos que va a suceder algo terrible. Esperas a otros blancos para ir a cazar; no deberíais hacerlo, porque os aguarda la desgracia.
Sin añadir nada más, Ngudi se dio la vuelta y desapareció en el interior de su cabaña. Cairo no se tomó en serio la advertencia de la hechicera —a fin de cuentas, sólo eran supersticiones primitivas—, pero la sensación de inquietud, lejos de difuminarse, no dejó de crecer en su interior. Por eso, al día siguiente, cuando llegaron los belgas que le habían contratado, intentó hacerles desistir del safari, aunque, careciendo como carecía de argumentos, no resultó muy convincente, de modo que al amanecer abandonaron el poblado y partieron hacia el oeste.
Cuatro días más tarde, cuando se encontraban en la región de Mayéyé, fueron sorprendidos por una estampida de cebras. Uno de los belgas murió; el otro y tres de los porteadores resultaron gravemente heridos. El propio Cairo sufrió una conmoción cerebral que le mantuvo varias horas inconsciente. Por eso, desde entonces, Cairo hacía mucho caso a sus presentimientos y por eso aquella noche durmió en el exterior, tumbado sobre uno de los botes del Saint Michel, con un revólver Smith & Wesson al cinto. Aunque, realmente, no durmió demasiado, pues a eso de las tres de la madrugada algo le despertó.
Cairo se incorporó bruscamente, pasando en un instante del sueño a la vigilia. ¿Qué le había despertado? Miró a su alrededor; aunque la luna estaba ausente, el resplandor de las farolas del puerto le permitió comprobar que no había nadie por los alrededores, ni en el muelle ni en la cubierta. Arriba, en el puente de mando, brillaba una luz; allí estaba el segundo oficial João Sintra, de guardia, aunque al parecer no había oído nada, pues seguía tranquilamente en su puesto. Cairo contuvo el aliento y escuchó atentamente; al poco, oyó un chapoteo y algo así como unos susurros que parecían proceder del costado de babor.
Procurando no hacer ruido, Cairo bajó del bote, empuñó su revólver y, amparándose en las sombras, se dirigió hacia el lugar de donde procedían los sonidos. Mientras avanzaba sigilosamente, recordó que debía haber un marinero de guardia en la cubierta, pero no había rastro de él. Tras rodear la superestructura del barco, se detuvo y observó la cubierta de babor, que, al estar al lado opuesto del muelle, se encontraba sumida en las sombras. De pronto, distinguió la silueta de un hombre acuclillado junto a la borda.
—¿Quién anda ahí? —dijo Cairo en voz alta.
Automáticamente, el desconocido empuñó una pistola y le apuntó. Al instante, Cairo se lanzó al suelo, justo en el momento en que sonaba una detonación y una bala pasaba silbando por encima de él. Estando todavía en el aire, Cairo disparó tres veces contra el agresor, rodó sobre sí mismo y se quedó de rodillas, con el revólver apuntando al frente. Pero ya no hubo más disparos; el desconocido yacía inmóvil en la cubierta, con la pistola caída a su lado. Cairo se incorporó y, sin dejar de apuntarle, se aproximó a él y comprobó que estaba muerto. Junto al cadáver había dos cajas de madera y en la barandilla se distinguía un gancho de metal del que colgaba una cuerda.
Cairo se acercó a la borda y miró hacia abajo; en el agua, junto al casco del Saint Michel, flotaba una pequeña barca con dos hombres dentro. Al verle, uno de ellos alzó una pistola y disparó; Cairo retrocedió un paso y respondió con varios disparos consecutivos, pero los dos extraños, desentendiéndose del tiroteo, se lanzaron al agua y desaparecieron engullidos por la oscuridad.
—¡Quieto, no te muevas! —gritó una voz desde lo alto.
Cairo alzó la mirada y vio al segundo oficial apuntándole con un rifle desde el puente de mando.
—Soy Adrián —dijo—. Aparta ese cañón.
—¿A quién has disparado? —preguntó Sintra, desviando el rifle.
—Baja y te lo cuento. Pero antes conecta las luces de cubierta.
El segundo oficial desapareció en el interior del puente de mando; al poco, los focos exteriores del barco se encendieron. Entonces Cairo advirtió que había otro cuerpo tirado en el suelo, debajo del bote de babor, así que enfundó el revólver y se aproximó a él. Era Leoncio López, el marinero de guardia; tenía sangre en la cabeza y estaba inconsciente. Sintra bajó en ese momento por la escalerilla que conducía a la cubierta y se quedó mirando con perplejidad el cadáver del desconocido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Cairo señaló el cuerpo.
—Ese tipo y un par de amigos suyos querían hacernos una visita sorpresa.
—¿Ladrones?
Con un encogimiento de hombros, Cairo se inclinó hacia una de las cajas, descorrió el pasador que la mantenía cerrada y la abrió. Estaba llena de cartuchos de dinamita.
★★★
Zarco contempló con el entrecejo fruncido las dos cajas de madera que descansaban sobre la cubierta.
—Ahí debe de haber más de cincuenta kilos de dinamita —murmuró.
—Suficiente para hundir el Saint Michel —comentó Verne, que se hallaba a su lado.
El profesor lanzó un gruñido, apretó los puños y exclamó:
—¡Maldito hijo de puta! ¡Voy a matar a ese armenio, le voy a estrangular con mis propias manos!
—No estamos seguros de que haya sido él —objetó el capitán.
—Ah, entonces habrá sido mi tía Enriqueta —ironizó Zarco—. Claro que es cosa de Ardán; como ese bastardo no pudo comprarme, decidió mandarnos al fondo del mar.
Zarco masculló un par de maldiciones y se aproximó a Cairo, que estaba acuclillado junto al cadáver, registrándolo.
—¿Sabemos quién es? —preguntó.
Cairo se puso en pie y sacudió la cabeza.
—No lleva documentación —repuso.
—Da igual, sólo es un miserable sicario —dijo Zarco de mal humor—. El mundo estará mejor sin él —después preguntó—: ¿Cómo se encuentra el marinero al que le aporrearon la cabeza?
—Ya ha recobrado el conocimiento. Tiene un buen chichón, pero sobrevivirá.
El capitán se aproximó a ellos con expresión preocupada.
—Deberíamos dar parte a la policía —dijo.
Zarco profirió una carcajada sarcástica.
—Claro, qué gran idea —dijo—. Avisemos a la policía y así conseguiremos que nos retengan aquí durante semanas. Por favor, Gabriel, no diga bobadas. Además, es muy posible que sean los propios hombres de Ardán quienes avisen a la policía, porque, aparte de mandarnos al infierno de un bombazo, ése sería otro buen modo de impedirnos continuar el viaje. Así que vamos a zarpar inmediatamente.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Verne, señalando el cadáver.
—Tirarlo por la borda —respondió Zarco al tiempo que se daba la vuelta y echaba a andar hacia el interior del barco.
—Pero eso es una barbaridad, Ulises… —dijo Verne.
El profesor se detuvo, le dedicó al capitán una fiera sonrisa y asintió:
—Tiene razón, me he equivocado. Antes de tirarlo por la borda hay que atarle un peso. Porque no queremos que flote, ¿verdad?