La Madonna de la Araña
Falmouth está situado en el extremo suroeste de Inglaterra, en la desembocadura del río Fal. Se trata de una pequeña ciudad erigida en las laderas de las verdes colinas que rodean la ensenada, con casas bajas de ladrillo, piedra o madera, tejados de pizarra a dos aguas y estrechas callejas adoquinadas.
El Saint Michel llegó al puerto a las ocho y veinte de la tarde, bajo un cielo plomizo y una lluvia suave, aunque tozuda, en medio de una nube de gaviotas. Tras realizar la maniobra de atraque, dos marineros tendieron una pasarela por la que descendieron al muelle el profesor Zarco, Adrián Cairo, Samuel, Lady Elisabeth y su hija. Las dos mujeres se guarecían bajo un paraguas, mientras que Cairo y Samuel cargaban al descubierto con el equipo fotográfico. Mientras se dirigían a las oficinas portuarias, Zarco masculló:
—El clima de esta maldita isla es la versión meteorológica de un dolor de muelas…
Una vez cumplimentados los trámites de aduana, el grupo se dirigió al extremo sur del malecón; allí, junto a la King’s Pipe —la chimenea de ladrillo donde se quemaba el tabaco de contrabando—, aguardaba George Townsand, el concejal de Penryn. A su lado, sosteniendo un paraguas abierto, le acompañaba un cincuentón de pelo cano, traje y sombrero negros y alzacuellos blanco, que resultó ser James Matheson, el pastor de la parroquia de San Gluvias. Tras realizar las debidas presentaciones, Lady Elisabeth dijo:
—Mi hija y yo ya hemos visto la cripta y, además, estamos un poco fatigadas, de modo que, si nos disculpan, nos retiraremos al hotel. Estoy segura de que el señor Townsand los atenderá con su proverbial amabilidad.
—Desde luego, señora Faraday —repuso el concejal con una inclinación de cabeza.
Lady Elisabeth se volvió hacia Zarco.
—Estaremos alojadas en el hotel Arwenack —dijo—. Si necesita algo, no dude en comunicármelo, sea la hora que sea.
—Descuide —murmuró el profesor—, dudo mucho que la necesite.
Lady Elisabeth le dedicó una fría sonrisa y, tras despedirse de los demás, partió con su hija en dirección al pueblo. Townsand sugirió entonces que se dirigieran al lugar donde estaba aparcado su automóvil, un viejo Arrol-Johnston de 1910. En medio del graznido de las gaviotas, Cairo y Samuel acomodaron el equipo fotográfico en el maletero del vehículo y ocuparon, junto con el pastor Matheson, los asientos traseros; tras poner en marcha el motor con una manivela, Townsand se sentó frente al volante y Zarco hizo lo propio a su izquierda.
—Penryn se encuentra a un par de millas de aquí —dijo el concejal mientras arrancaba el vehículo—. Llegaremos enseguida.
—Muy bien —repuso Zarco—. Entre tanto, ¿por qué no me ponen un poco al corriente? Por ejemplo, ¿qué saben de ese santo, Bowen?
—Poca cosa, la verdad —respondió Townsand—. Pero es mejor que se lo cuente el padre Matheson.
El pastor carraspeó y dijo:
—Lo cierto es que, hasta la aparición de la cripta, ni siquiera estábamos seguros de que hubiera existido realmente. Todo lo que sabíamos de él eran meras referencias extraídas de biografías medievales de santos celtas, sobre todo la Vida de San Ungust, del siglo XII.
—¿Y qué dicen esas referencias?
—Que Bowen nació en algún lugar de aquí, de Cornualles, durante la segunda mitad del siglo X, que ingresó en la congregación fundada por san Gluvias, que viajó al norte del continente para convertir a los escandinavos, que allí fundó el priorato de Santa María y que, al final de su vida, regresó a Cornualles, donde murió.
—¿Eso es todo? —preguntó Zarco, decepcionado.
—Bueno —repuso el sacerdote con un encogimiento de hombros—, hay una vieja leyenda. Según dicen, Bowen se perdió en el mar durante su viaje a Escandinavia y llegó al Infierno.
—¿Un santo pecador? —comentó Cairo con extrañeza.
—No es que fuera condenado —aclaró el pastor Matheson—. Visitó en vida los infiernos y regresó para contarlo.
—Vaya, eso sí que es un viajecito —dijo Cairo—. ¿Y qué contó?
El sacerdote volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé —reconoció.
Durante unos minutos circularon en silencio. Ya había anochecido y, entre la oscuridad, la lluvia y la escasa potencia de los faroles situados a ambos lados del automóvil, apenas se distinguía el trazado de la estrecha carretera; afortunadamente, Townsand parecía conocer el camino de memoria.
—¿Qué puede contarme acerca del robo de las reliquias? —preguntó Zarco.
—Ocurrió once días después del descubrimiento de la cripta. Las reliquias estaban guardadas en la caja fuerte del ayuntamiento; unos desconocidos entraron por la noche y las robaron sin dejar rastro. La policía sigue investigando, pero dudo mucho que llegue a alguna parte. Esos ladrones eran profesionales: no reventaron la caja; la abrieron limpiamente.
—¿Sólo robaron las reliquias?
—Nada más; había algo de dinero, pero ni lo tocaron.
Zarco reflexionó durante unos segundos.
—Según tengo entendido, Townsand —dijo finalmente—, el señor Foggart hizo analizar uno de los fragmentos metálicos.
—Así es.
—¿Le comunicó los resultados?
—No; regresó a Londres sin hablar conmigo. Me mandó una nota despidiéndose; decía que tenía que realizar ciertas pesquisas antes de proseguir las excavaciones.
—¿Dónde realizó el análisis?
—En Chemical Jobs, un laboratorio de Falmouth.
—¿Y quién lo realizó?
—El encargado del laboratorio; un químico llamado Benjamín Colby. Él y su familia deben de llevar más de diez años residiendo en la zona —el concejal titubeó—. Aunque, ahora que me acuerdo, se mudaron hará cosa de un año.
—¿Se mudaron? —preguntó Zarco, repentinamente interesado.
—Sí. Por lo visto, ascendieron a Colby en la compañía y le trasladaron a otra ciudad.
—¿Adónde?
—No lo sé. La verdad es que se fueron a toda prisa.
Justo en ese momento llegaron a Penryn, un pequeño pueblo situado junto al río del mismo nombre. Sin detenerse, dejaron atrás las casas y, al llegar a un cartel donde se leía Church Road, viraron hacia el noroeste por una carretera que remontaba una empinada colina. Tras recorrer trescientos metros en paralelo a un muro de piedra, al final de una curva, apareció ante sus ojos la sombría torre de la iglesia de San Gluvias elevándose sobre una frondosa arboleda.
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La iglesia parroquial de San Gluvias se encontraba en la cima de una colina boscosa y constaba de una nave con ventanales ojivales, en cuya parte frontal se alzaba una torre cuadrangular rematada por almenas, con un pequeño torreón redondo en la parte superior. A la derecha del edificio, rodeado por una valla de piedra y hierro, se extendía un viejo cementerio salpicado de lápidas y cruces. Desde allí, a través de los árboles, se distinguían las luces de Penryn, pero no había ningún otro edificio en las proximidades.
Cuando Townsand aparcó el automóvil frente a la entrada, los pasajeros descendieron del vehículo y se dirigieron rápidamente al atrio para protegerse de la lluvia.
—¿De qué época es el templo? —preguntó Zarco.
—La iglesia original comenzó a construirse en 1266 —respondió el pastor Matheson— y se concluyó en 1318, pero apenas quedan algunos vestigios de ella. La torre es del siglo XV, y el actual edificio, de finales del XIX.
—¿Y el cementerio?
—Las tumbas más antiguas son del siglo XVII, pero por aquella época se hizo una remodelación del camposanto, así que probablemente había sepulcros muy anteriores. Verá, Penryn fue fundado por el obispo de Exeter en 1216 y cincuenta años después se inició la construcción de San Gluvias. Ahora bien, habrá advertido que el templo se encuentra bastante alejado del pueblo; eso se debe a que, según la tradición, en esta colina se hallaba el monasterio que san Gluvias, sobrino de san Patroc y hermano de san Cadoc, fundó en el siglo VI.
—De hecho —intervino Townsand—, cuando encontramos en el camposanto los cimientos de un edificio antiguo pensamos que podían tratarse de los restos de ese monasterio.
—¿Dónde está la cripta? —preguntó Zarco.
—Allí, detrás de ese seto —respondió el sacerdote señalando hacia donde se encontraban las primeras tumbas—. Esperen un momento; voy a por unas linternas. ¿Me ayuda, Townsand?
El sacerdote y el concejal entraron en la sacristía y volvieron a salir al cabo de unos minutos con cuatro faroles de queroseno. Acto seguido, protegiéndose de la lluvia bajo unos paraguas que también había aportado el pastor, se encaminaron hacia el cementerio y se detuvieron al llegar a una zona donde la tierra había sido removida. En el centro, bajo un toldo sostenido por cuatro palos clavados en el suelo, había una trampilla metálica cerrada con un candado; alrededor, formando un cuadrado de unos cinco metros de lado, se distinguían rastros de unos viejos basamentos. Zarco examinó la cimentación iluminándola con el haz de luz de su linterna.
—Un recinto demasiado pequeño para haber sido una iglesia —comentó.
—Probablemente fue una capilla externa —repuso Townsand.
El pastor Matheson se aproximó al entoldado, sacó una llave del bolsillo, abrió el candado e hizo girar trabajosamente la trampilla sobre sus goznes.
—Si no les importa, me quedaré fuera —dijo—. El reuma me está matando.
Zarco iluminó con su linterna el agujero que había dejado al descubierto la trampilla; medía más o menos un metro de diámetro y se distinguía el comienzo de una escala de madera, pero no el fondo.
—El suelo está a unos catorce pies de profundidad —señaló Townsand—. Como ya he estado ahí dentro muchas veces, bajaré yo primero y así les alumbraré.
Mientras el concejal descendía por la escalerilla, Zarco se volvió hacia Samuel y le dijo:
—Primero bajaremos nosotros, Durazno; luego tú, para hacer las fotografías, así que ve preparando el equipo.
Samuel se dirigió al automóvil en busca de su material de trabajo y Zarco, seguido de Cairo, comenzó a descender los peldaños, adentrándose en el interior de la tierra.
La cripta de san Bowen —una bóveda formada por la intersección de dos arcos de medio punto— medía más o menos tres metros y medio de altura por cuatro de diámetro y estaba construida con bloques de piedra bastamente labrados. En el extremo este, junto al muro, había un sepulcro de granito, y enfrente, adosada a un pilar, una talla de la Virgen con una hornacina debajo. Olía intensamente a tierra y humedad. Zarco se aproximó al sepulcro e iluminó la lápida; en su superficie había una cruz tallada y la siguiente inscripción: Hic iacet frates Bowenus prior Sancta Maria.
—¿Bowen sigue ahí? —preguntó Zarco, señalando el sepulcro.
—Así es —respondió el concejal.
—¿Había algo dentro?
—Sólo los restos del santo.
—¿Dónde estaban las reliquias?
—En la hornacina que hay debajo de la estatua, dentro de un cofre de madera. Aunque, claro, la madera estaba podrida y los herrajes carcomidos por el óxido.
Zarco y Cairo se aproximaron a la escultura y la contemplaron en silencio. Era una Virgen toscamente tallada de más o menos un metro de altura, con las manos entrelazadas a la altura del vientre y el pie derecho adelantado, pisando… algo, un ser extraño, una especie de animal ovalado con cuatro patas a cada lado.
—¿Qué demonios es eso?… —murmuró Zarco, alzando la linterna e inclinándose hacia delante para ver mejor.
—¿Un cangrejo? —sugirió Cairo.
—No tiene pinzas. Parece una araña.
—¿Una Virgen con una araña gigante?
—Pisándola, como si fuera el diablo… —Zarco se volvió hacia Townsand y preguntó—: ¿Sabe algo del bicho que aparece al pie de la escultura?
—Es extraño, ¿verdad? No, no sabemos qué significa. A Sir Foggart también le llamó mucho la atención.
Tras echarle un último vistazo, Zarco se apartó de la talla, tendió la mano que sujetaba la linterna y giró sobre sí mismo iluminando los muros de la cripta.
—¿Hay algo más? —preguntó—. ¿Alguna marca o inscripción?
—No, nada.
—¿Esto fue construido en el siglo X?
—A finales del siglo X o comienzos del XI. No sabemos cuándo murió exactamente Bowen.
Zarco recorrió en silencio la cripta, examinando con cuidado los muros, y mientras contemplaba de nuevo el extraño ser tallado al pie de la Virgen, le dijo a Cairo:
—Échale una mano a Durazno con el equipo, Adrián. En cuanto haga las fotografías nos largamos.
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Ayudado por Cairo, Samuel bajó al interior de la cripta una cámara fotográfica —la J. Lizars, por ser la menos pesada y voluminosa—, un trípode de madera y una maleta con accesorios. Una vez que el joven hubo instalado el equipo, Zarco le pidió que fotografiase la cripta desde todos los ángulos, así como el sepulcro, la escultura de la Virgen y, muy especialmente, el grotesco animal que aparecía en la base. Samuel, por su parte, le pidió a Cairo que se quedase a ayudarle y sugirió que Zarco y Townsand salieran fuera, pues iba a emplear polvo de magnesio para iluminar la cripta y provocaría mucho humo.
El profesor y el concejal remontaron la escalerilla y salieron al exterior, donde les aguardaba el pastor Matheson resguardado de la persistente lluvia bajo el toldo. Al poco, como un géiser de luz, un intenso resplandor brotó del agujero; unos instantes después, el acre olor de la combustión del magnesio hirió sus pituitarias. Zarco, absorto en sus pensamientos, observó en silencio cómo el fogonazo se repetía doce veces a lo largo de la siguiente media hora. Trascurrido ese tiempo, y una vez finalizado el trabajo, Cairo y Samuel salieron de la cripta transportando el equipo fotográfico y lo llevaron al automóvil; entonces Zarco se aproximó a Townsand y a Matheson y le preguntó al concejal:
—Volviendo a ese químico, Colby, ¿se fue de Falmouth poco después del robo de las reliquias?
Townsand reflexionó unos segundos.
—Sí, debió de ser más o menos por esas fechas —respondió.
—Ya. ¿Cómo ha dicho que se llama el laboratorio?
—Chemical Jobs.
—Eso es. ¿Le importaría averiguar quién es el propietario de Chemical Jobs? Seguro que sus colegas del ayuntamiento de Falmouth estarán encantados de facilitarle la información.
—Eh…, claro, haré lo que pueda.
—Entonces me pasaré por su despacho mañana, digamos que a las diez. ¿De acuerdo?
—Sí, por supuesto… —el concejal titubeó—. Disculpe, profesor Zarco, ¿está sugiriendo que Ben Colby robó las reliquias?
—No, Townsand; lo que sugiero es que Colby fue el hijo de puta que puso sobre aviso a quienes las robaron —Zarco miró al sacerdote de reojo y agregó—: Disculpe mi lenguaje, padre; pero convendrá conmigo que hay que ser muy hijo de mala madre para hacer algo así.
Después de llover toda la noche, el sábado amaneció con el cielo despejado de nubes. Pasadas las nueve de la mañana, Zarco alquiló un viejo automóvil Ford T en la gasolinera de Falmouth y se dirigió al ayuntamiento de Penryn, donde había quedado con George Townsand. Al entrar en el pequeño despacho de éste, Zarco se detuvo en seco, sorprendido, pues Lady Elisabeth se encontraba sentada enfrente del concejal.
—Buenos días, profesor —le saludó Townsand—. Precisamente estaba comentando con la señora Faraday nuestra pequeña expedición de ayer.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Zarco, clavando una reprobadora mirada en Lady Elisabeth.
—Interesarme por sus indagaciones, profesor —repuso ella sonriente—. Según me ha contado Townsand, usted sospecha del químico que analizó las reliquias.
Visiblemente molesto por la presencia de la mujer, Zarco se acomodó en una silla, dejó el panamá sobre el escritorio y le preguntó al concejal:
—¿Averiguó lo que le pedí, Townsand?
—Sí, profesor; esta mañana a primera hora telefoneé al ayuntamiento de Falmouth y me han informado de que Chemical Jobs, el laboratorio donde trabajaba Benjamín Colby, pertenece a Ararat Ventures.
—La corporación de Ardán —aclaró Lady Elisabeth.
—Ya lo sé, señora Faraday —gruñó Zarco—; suele bastarme con que me digan las cosas una vez para recordarlas —volvió a gruñir y agregó pensativo—: De modo que ese mal nacido le fue con el soplo a su jefe…
—Disculpen —dijo el concejal, confuso—, entonces, ¿Ben Colby está implicado en el robo de las reliquias?
—No lo dude, Townsand —asintió Zarco—. Fue Colby quien, haciendo caso omiso a la más mínima ética profesional, les habló de las reliquias a sus jefes. Luego, lo apartaron de escena trasladándolo a algún lugar desconocido donde pueda gastarse tranquilamente la recompensa que sin duda le dio Ardán.
Townsand parpadeó, cada vez más confundido.
—¿Se refieren a Aleksander Ardán, el famoso hombre de negocios?
—Así es —respondió Lady Elisabeth.
—Pero… ¿qué tienen de especial esos fragmentos de metal? ¿Conocen ustedes los resultados del análisis?
Lady Elisabeth abrió la boca para responder, pero Zarco se lo impidió incorporándose y diciendo:
—No, Townsand, no los conocemos. Ahora, si nos disculpa, tenemos que irnos.
—Sí, claro, pero…
—Le agradecemos mucho su colaboración. Que pase un buen día.
Zarco estrechó la mano del desconcertado concejal, se puso el panamá, tomó a Lady Elisabeth del brazo y tiró de ella hacia la salida. Una vez fuera del despacho, mientras se dirigían a la calle, la mujer dijo:
—No pensaba comentar nada acerca del titanio, profesor; ha sido innecesaria una despedida tan brusca.
—Nunca se sabe —repuso Zarco sin mirarla—. Las mujeres siempre hablan más de lo debido.
Al salir al exterior, Lady Elisabeth se detuvo y preguntó:
—¿Cómo ha venido a Penryn, profesor?
—He alquilado un automóvil.
—¿Va a regresar ahora a Falmouth?
—Sí.
—Yo he venido en autobús. ¿Le importaría llevarme de vuelta?
Zarco arrugó el entrecejo y asintió con un desganado cabeceo; acto seguido, ambos subieron al Ford T y partieron en dirección a la cercana Falmouth. Tras unos minutos de silencio, Lady Elisabeth dijo:
—¿Le ha sido de utilidad visitar Penryn, profesor?
—Por supuesto, señora Faraday —respondió Zarco sin apartar la mirada de la estrecha carretera—. De entrada, he descubierto cómo se enteró Ardán de la existencia de las reliquias.
—Es cierto, aunque ya sabíamos que Ardán estaba implicado; el propio John me advirtió de él.
Zarco masculló algo por lo bajo y dijo de mal humor:
—Pues ahora lo hemos corroborado. Además, ya he visto lo mismo que vio John cuando este asunto comenzó, y ése era el objetivo que me trajo aquí.
—Comprendo. ¿Y ahora qué, profesor? ¿Cuáles son sus planes?
—Reunirme con mis hombres de confianza esta misma mañana y decidir los siguientes pasos.
—Aunque yo no sea uno de sus «hombres de confianza» espero que no tenga inconveniente en que asista a esa reunión.
—Le diga lo que le diga asistirá de todas formas, así que haga lo que quiera.
Lady Elisabeth esbozó una sonrisa y contempló el verde paisaje que se divisaba a través de la ventanilla. Al cabo de unos minutos, Zarco, a regañadientes, como si le costara trabajo dirigirse a la mujer, preguntó:
—El otro día usted comentó que había investigado a Ardán. ¿Qué averiguó?
—No demasiado —respondió Lady Elisabeth—. Para la mayoría de la gente, Aleksander Ardán es un ejemplo de self made man, el hombre que, partiendo de la nada, alcanza la cima. Para otros, para las viejas y apolilladas familias nobles de este país, no es más que un advenedizo, el típico nuevo rico. Y por último, en opinión de una selecta minoría, se trata de un delincuente disfrazado de hombre de negocios.
—¿Y usted qué cree que es?
Lady Elisabeth se encogió de hombros.
—Una mezcla de todo eso, supongo. Según su biografía oficial, Aleksander Ardán nació en la capital de Armenia, Ereván, en 1873, de modo que ahora tiene cuarenta y siete años. Emigró a Inglaterra en 1889, cuando tenía dieciséis, y vino absolutamente solo, sin familia ni amigos; por lo visto, ni siquiera hablaba inglés. Su primer trabajo fue de picador en una mina de carbón en Yorkshire; quince años más tarde, era propietario de varias canteras y minas distribuidas por toda la isla. En 1908 consiguió los derechos de explotación de los yacimientos de Cerro Pasco, en Perú, y fundó su empresa estrella, la perla de la corona, por así decirlo: Cerro Pasco Resources, la compañía minera que le convirtió en multimillonario. Actualmente, su corporación, Ararat Ventures, controla más de cien empresas, la mayor parte de ellas relacionadas con la minería y el transporte de mercancías.
—Eso suena a emprendedor hombre de negocios —comentó Zarco.
—Porque, como he señalado, se trata de su biografía oficial. Ahora bien, extraoficialmente las cosas son muy distintas. Según dicen, Ardán inició su exitosa carrera recurriendo a prácticas tales como la coacción, el soborno, el chantaje e, incluso, el asesinato. También dicen que obtuvo la concesión de Cerro Pasco sobornando a Augusto Leguía, el entonces recién nombrado presidente de Perú. Aseguran igualmente que, durante la Gran Guerra, multiplicó su fortuna vendiendo materias primas a todos los bandos enfrentados; aunque, por supuesto, no hay pruebas de nada de eso. En cualquier caso, Ararat Ventures es un imperio comercial tan poderoso como corrupto.
Zarco esbozó una sonrisa de tigre.
—Parece que Ardán es un rival formidable —comentó, como si aquello, en el fondo, no acabara de desagradarle.
—Y un individuo sin escrúpulos —repuso Lady Elisabeth con expresión sombría—. Eso es lo que me preocupa.
El profesor la miró de soslayo.
—John es un hombre lleno de recursos —dijo—. Ni siquiera a un tiburón como Ardán le resultará fácil dar con él.
Lady Elisabeth le miró con extrañeza.
—¿Me está consolando, profesor? —preguntó.
—Ni mucho menos. Me limito a exponer los hechos: John se las ha visto en situaciones mucho peores y siempre ha salido adelante. Además, puede que le llevemos la delantera a ese armenio del demonio.
—¿Qué quiere decir?
—Que quizá tengamos un as oculto en la manga.
Lady Elisabeth le miró con el ceño fruncido.
—No le entiendo, profesor —dijo—. ¿Por qué no intenta explicarse?
Zarco sonrió con fiereza.
—Ahora no, señora Faraday —repuso—. Hablaremos de eso en el barco.
Nada más llegar a Falmouth, Lady Elisabeth y Zarco se dirigieron al Saint Michel. Una vez allí, el profesor convocó una reunión en el comedor de oficiales a la que asistieron el capitán Verne, Adrián Cairo y Lady Elisabeth. Cuando todos estuvieron sentados en torno a la mesa, el profesor, sin más preámbulos, declaró:
—Acabo de regresar de Penryn, donde he descubierto cómo se enteró Aleksander Ardán de la existencia de las reliquias. Resumiendo: un tal Benjamín Colby, el químico a quien John Foggart le encargó el análisis de uno de los fragmentos metálicos, trabajaba para Chemical Jobs, un laboratorio perteneciente a la corporación de Ardán. Supongo que Colby, al descubrir que el metal era titanio puro, debió de entusiasmarse tanto como nuestro amigo García, así que el muy hijo de perra se lo contó a sus jefes y éstos se lo comunicaron a Ardán. O bien Colby acudió a él directamente, da igual; el caso es que Colby ha desaparecido del mapa y Ardán lleva un año tras la pista de John Foggart.
—Puede que ya le haya encontrado —sugirió Cairo. Luego, volviéndose hacia Lady Elisabeth, añadió—: Lo siento, Lisa; hay que barajar todas las posibilidades.
—No, Adrián —dijo Zarco—; de haberle encontrado, los hombres de Ardán no nos estarían siguiendo.
—¿Nos siguen? —preguntó Lady Elisabeth, sorprendida.
—En efecto, señora Faraday; desde que llegamos a Inglaterra, al menos. Hay tres tipos que no nos han quitado el ojo de encima durante todo el tiempo que llevamos aquí. Son tripulantes del White Seagull, un mercante que llegó a puerto el mismo día que nosotros y que está fondeado muy cerca del Saint Michel.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Lady Elisabeth.
Zarco le dedicó una sonrisa que irradiaba autosuficiencia.
—Si no tuviera un aguzado sentido de la observación, señora Faraday —repuso—, a estas alturas estaría criando malvas. En cualquier caso, el hecho de que nos estén siguiendo es la prueba irrefutable de que todavía no han encontrado a John.
Sobrevino un silencio.
—Bien, Ulises —intervino Verne—, ¿cuál es el plan?
—Tenemos que ir a Portsmouth —respondió Zarco—. Si zarpamos esta noche, llegaremos mañana antes del amanecer.
—¿A Portsmouth? —preguntó Lady Elisabeth, extrañada—. ¿Qué se nos ha perdido allí?
—En Portsmouth nada, señora Faraday Pero en Londres sí.
—¿Por qué?
—Porque allí resolveremos definitivamente este enigma.
Zarco sacó del bolsillo un papel doblado, lo desplegó y lo puso encima de la mesa. Era la combinación de cifras y letras que Foggart le había entregado a su esposa para que ella se lo diera a su vez al profesor: «RB.23.a.3417».
—¿Ya sabe qué es? —preguntó Lady Elisabeth.
—Por supuesto, señora Faraday —respondió Zarco con aire triunfal—. Es un libro.
—¿Un libro?
—En realidad, se trata de lo que ustedes, los ingleses, llaman una shelf mark; es decir, una clave que se emplea en las bibliotecas públicas para identificar los diferentes títulos y facilitar su localización. Esta shelf mark en concreto pertenece al sistema de clasificación de la Biblioteca del Museo Británico.
—¿A qué libro corresponde? —preguntó Cairo.
—Y yo qué sé, Adrián. ¿Acaso crees que conozco de memoria todos los libros de la Biblioteca Británica? Pero, sea el título que sea, está claro que John quería que yo lo viese, de modo que ahí debe de estar la clave para localizar su actual paradero.
—¿Cuándo lo descubrió, profesor? —preguntó Lady Elisabeth.
—En cuanto me lo enseñó, señora Faraday. Era evidente.
—¿Y por qué no lo dijo? Mañana es domingo y la Biblioteca está cerrada, así que tendremos que esperar al lunes. Hemos perdido tres días inútilmente.
—No dije nada, porque, de lo contrario, usted se habría empeñado en que fuésemos directamente a Londres y no me apetecía tenerla cacareando a mi alrededor todo el día. O habría decidido ir por su cuenta a la Biblioteca y, dado que con toda seguridad la están vigilando, lo habría estropeado todo.
Lady Elisabeth cerró los ojos y, haciendo esfuerzos por conservar la calma, respiró profundamente y exhaló el aire con lentitud. Luego, movió la cabeza de un lado a otro y se quedó mirando el papel con la shelf mark.
—He estado en la Biblioteca Británica decenas de veces —murmuró—. ¿Cómo no me he dado cuenta?
—Porque usted —dijo Zarco—, como todas las mujeres, carece de la capacidad de observación y del rigor mental que caracterizan a un hombre entrenado en las tareas intelectuales. De hecho, quizá esto sea un buen ejemplo de la diferencia entre el cerebro del hombre y el de la mujer. Ante un problema, un hombre observa los detalles, reflexiona y saca conclusiones. Una mujer, por el contrario, observa los detalles y… charla de ellos con las amigas —se incorporó bruscamente y echó a andar hacia la escotilla de salida—. La reunión ha concluido —añadió antes de salir—. Gabriel, cuando pueda, reúnase conmigo en mi camarote para planificar la travesía.
Un silencio de asfalto se abatió sobre el comedor cuando Zarco desapareció de vista. Lady Elisabeth, apretando los puños para conservar la compostura y contener el enfado, dijo con voz gélida:
—Ya sé que es su amigo y colega, caballeros, pero les aseguro que se trata del hombre más insufrible que he conocido en mi vida.
Cairo profirió un largo suspiro.
—El profesor está enfadado porque usted recurrió a la marquesa para torcer su voluntad. Se enfrentó a él y se salió con la suya, y eso es algo que Zarco no lleva nada bien. En el fondo, es como un niño grande; ahora está enfurruñado, pero ya se le pasará. No se lo tenga en cuenta.
Lady Elisabeth se frotó los ojos con gesto cansado.
—Sí, supongo que ése es el motivo —dijo—. Pero es que, además, es el misógino más grande que jamás me he encontrado.
—Tiene razón —asintió Cairo—. El profesor es un misógino, y es insufrible, y grosero, y colérico, y prepotente, y despótico, e impertinente…
—Aparte de vanidoso, excéntrico y caprichoso —intervino Verne con una sonrisa.
—En efecto, Lisa —prosiguió Cairo—; el profesor es todo eso y mucho más. Pero me gustaría que entendiese algo: si usted, o cualquiera de nosotros, estuviera en peligro, Zarco se jugaría la vida para salvarnos. Y no lo digo por decir; el profesor tiene una cicatriz en el lado izquierdo del pecho, consecuencia de un flechazo. La flecha me la lanzó a mí un indígena yanomami, y el profesor se interpuso para protegerme. El venablo se le clavó a un centímetro del corazón, estuvo a punto de morir, pero no dudó ni un instante en arriesgar su vida para salvar la mía. Por eso, Lisa, pese a lo insoportable que es el profesor, le aseguro que tiene usted mucha suerte al contar con él en este viaje.