El navio del capitán Verne
El Saint Michel, un carguero de 53 metros de eslora, pintado de negro con una raya roja horizontal recorriendo el casco, estaba amarrado en la dársena principal del puerto. A las nueve de la mañana, Cairo, Samuel, García y las dos inglesas llegaron al muelle y remontaron la escalerilla que conducía a la cubierta principal del buque. Allí les esperaba Aitor Elizagaray, el primer oficial, un vasco robusto, serio y reservado de unos cuarenta años de edad.
Elizagaray saludó ceremoniosamente a los recién llegados y, mientras Cairo iba en busca del profesor, les explicó brevemente algunas de las características del barco. Según dijo, el Saint Michel era el primer mercante español propulsado por un motor diésel, una máquina construida en Inglaterra por Harland & Wolff capaz de desarrollar mil seiscientos caballos de potencia, lo cual permitía alcanzar una velocidad máxima de casi treinta nudos. El navio, que podía cargar hasta quinientas treinta toneladas de fuel en sus depósitos, tenía una autonomía de setenta y seis días y su tripulación constaba de veinticinco miembros, además del capitán.
Tras este breve discurso, el primer oficial les condujo a sus camarotes: uno para Lady Elisabeth y su hija, otro para Samuel y Cairo, y otro más que el químico compartiría con João Sintra, el segundo oficial. Antes de despedirse, Elizagaray les anunció que el capitán Verne se reuniría con ellos a la una y media en el comedor de oficiales.
A las diez y cuarto de la mañana, bajo un sol que lucía en un cielo intensamente azul salpicado de nubes blancas, el Saint Michel realizó las maniobras de desatraque e inició el viaje con destino al suroeste de Inglaterra. Una vez instalado en su camarote, Samuel subió a la cubierta y contempló desde la borda cómo el puerto y la ciudad se empequeñecían en la distancia conforme el barco se alejaba. Aunque las aguas estaban calmadas, el suave balanceo del mercante le revolvió un poco el estómago y a punto estuvo de vomitar, pero después de tragar saliva varias veces y de respirar profundamente, el mareo se disipó. Tras recuperarse, Samuel permaneció un rato en la cubierta, pero como no vio ni al profesor, ni a Cairo, ni al resto de los pasajeros, regresó a su camarote y permaneció en él hasta la hora de su cita con el capitán.
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El capitán Verne era un cincuentón alto, de rostro noble, con el pelo gris y una cuidada barba castaña entreverada de canas. Cuando los pasajeros se presentaron en el comedor de oficiales, el capitán estaba acompañado por Zarco, Cairo, Aitor Elizagaray y João Sintra. Verne besó las manos de las dos inglesas, estrechó cordialmente las de Samuel y García, y luego les invitó a todos a sentarse.
—Espero que me disculpen por no haberles recibido esta mañana —dijo el capitán, con suave acento francés, una vez que se hubieron acomodado en tomo a la mesa—. Teníamos previsto dirigimos a Sudamérica, pero el repentino cambio de planes nos ha obligado a rehacer la ruta y a solucionar una serie de pequeños contratiempos. Espero que se encuentren cómodos en el Saint Michel; si tienen algún problema o desean algo, no duden en hablarlo conmigo o con los oficiales. En particular, me gustaría dar la bienvenida a la señora Faraday y a su hija; rara vez tenemos la oportunidad de viajar en compañía de damas tan encantadoras.
Zarco soltó un bufido por lo bajo mientras se cruzaba de brazos. Ignorándole, Lady Elisabeth le dedicó una sonrisa a Verne y repuso:
—Muchas gracias, capitán; es usted muy amable. Mi hija y yo estamos seguras de que nuestra estancia en el Saint Michel será sumamente grata.
—Haremos todo lo posible por que así sea, señora —Verne hizo una leve reverencia con la cabeza y agregó—: La comida se servirá en breve; entre tanto, ¿alguien desea preguntar algo?
—Yo, capitán —intervino García—. El Saint Michel está dotado de un modernísimo sistema de propulsión; sin embargo, me ha parecido advertir que no se trata de un barco nuevo.
—No lo es, en efecto —asintió Verne—. Fue botado en 1909 y era un vapor, pero este mismo año ha sido remodelado en el astillero de Santander para adaptarlo a la propulsión diésel. Por eso estábamos fondeados allí.
—Entonces —preguntó el químico—, ¿el motor no ha sido probado?
—Sólo en travesías cortas. Pero no se preocupe; funciona como un reloj. Además, nuestro jefe de máquinas, Marcel Vincent, es un mago de la mecánica. ¿Alguna pregunta más?
—Sí, capitán —dijo Lady Elisabeth—. ¿Cuándo está prevista nuestra llegada a Falmouth?
—Dado que el motor es nuevo, al principio navegaremos a media máquina, así que llegaremos mañana al atardecer, si no hay contratiempos.
Lady Elisabeth contempló de reojo a Zarco, que se mantenía ajeno a la conversación, como si estuviera pensando en otra cosa, y miró de nuevo a Verne.
—Dígame, capitán, ¿le ha contado el profesor cuál es el objetivo de este viaje?
—Sí, señora Faraday; me mostró el fragmento de titanio. Un asunto realmente enigmático.
—Entonces —continuó la mujer—, sabrá que el profesor ha insistido en visitar la cripta donde aparecieron las reliquias —hizo una pausa—. Verá, capitán, en las excavaciones que mi marido realizó en el cementerio de San Gluvias participó George Townsand, concejal del ayuntamiento de Penryn y anticuario aficionado. Estuvo presente en el descubrimiento de la cripta y es, aparte de mi marido, quien mejor conoce los pormenores del hallazgo. Así pues, he pensado que el profesor estaría interesado en hablar con él. ¿No es así, profesor?
Zarco parpadeó, como si saliera de un trance, y murmuró:
—Eh…, sí, supongo que puede ser de utilidad.
Lady Elisabeth le dedicó una sonrisa y, dirigiéndose de nuevo al capitán, prosiguió:
—Ayer le mandé un cablegrama al señor Townsand anunciándole nuestra próxima llegada, pero no supe decirle el momento exacto. Si pudiera enviarle un radiograma, estoy segura de que el señor Townsand tendría la amabilidad de recibirnos en el puerto.
—Por supuesto, señora Faraday —repuso Verne—. Le diré a Román Manglano, nuestro radiotelegrafista, que se ponga a su disposición.
En ese momento entró en el comedor Ramón Corral, el ayudante de cocina, y comenzó a servir la comida.
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El menú se componía de sopa bullabesa, lenguado meuniere y suflé de naranja, y según opinión unánime de todos los comensales —salvo Zarco, que se mantuvo toda la comida sumido en un hosco silencio— estaba delicioso.
—Armand Lacroix —dijo el capitán—, nuestro cocinero, es marsellés; un defecto que se ve compensado por su extraordinaria habilidad en la cocina.
Al terminar los postres, Elizagaray y Sintra se levantaron y, tras excusarse aduciendo que debían regresar a sus obligaciones, abandonaron el comedor. Entonces, mientras el ayudante de cocina servía los cafés, Verne propuso:
—Dado que hay muchas caras nuevas en el Saint Michel, y como vamos a pasar algún tiempo juntos, ¿qué les parece si nos conocemos un poco mejor?
—¿A qué se refiere, capitán? —preguntó Lady Elisabeth.
—Cada uno de nosotros podría presentarse brevemente. Por ejemplo, y comenzando por los que ya nos conocemos, seré yo, si les parece bien, el primero en tomar la palabra —el capitán le dio un sorbo a su café y prosiguió—: Me llamo Gabriel Verne, nací en Nantes, Bretaña, hace cincuenta y tres años y desde los doce he trabajado en el mar. Durante mi juventud fui piloto y, al cumplir los treinta y dos, accedí al grado de capitán, cargo que he desempeñado hasta ahora sin que ninguna falta excesivamente grave emborrone mi expediente. Comencé a trabajar para SIGMA en 1911. Soy viudo y tengo dos hijas, hoy felizmente casadas.
—Se le olvida decir que ya es abuelo, capitán —comentó Cairo con una sonrisa socarrona.
Verne asintió con un cabeceo.
—Es cierto, mi hija mayor, Valentine, dio a luz el año pasado. El pequeño se llama Jules y le veo tan poco que, en efecto, suelo olvidar que soy abuelo.
—¿Cuántas expediciones ha realizado con el profesor, capitán? —preguntó Lady Elisabeth.
Verne reflexionó unos segundos antes de responder.
—Doce, si mal no recuerdo —dijo—. Ésta hace la número trece; espero que no sean supersticiosos. Bien, ¿quién es el siguiente? ¿Adrián?
Cairo aceptó con un encogimiento de hombros.
—Me llamo Adrián Cairo —declaró—, tengo treinta y cuatro años y nací en Lastres, un pueblecito asturiano. Me escapé de casa siendo muy joven y, en un momento de locura, decidí enrolarme en la Legión Extranjera. Luché durante tres años en el norte de África, hasta que abandoné el ejército y me establecí primero en Kenia y luego en el Congo, lugares donde trabajé durante siete años como guía, cazador y organizador de safaris. Fue precisamente en Leopoldville, la capital del Congo, donde conocí al profesor. Trabajo para SIGMA desde hace seis años, estoy casado con la encantadora Sarah Baker y tengo un hijo, al que ya conocen, llamado Tomás. Creo que eso es todo.
Tras unos segundos de silencio, el capitán se volvió hacia Zarco.
—Su turno, Ulises —dijo, invitándole a hablar con un ademán.
Zarco frunció el ceño y entreabrió los labios, pero Lady Elisabeth se le adelantó diciendo:
—No creo que sea necesario, capitán; la fama del profesor le precede: Ulises Zarco Romero, nacido el cuatro de enero de 1874 en Madrid, licenciado en Geografía, Historia y Lenguas Clásicas. En 1899 se convirtió en el catedrático más joven de España. Dos años después, abandonó la universidad y comenzó a trabajar para el Museo Nacional de Antropología, en cuyo nombre llevó a cabo diversas expediciones. En 1911 fue contratado por SIGMA. Ha publicado seis libros, así como numerosos artículos y monografías, y ha recibido infinidad de galardones, entre ellos una Mención de Honor del Ateneo y la medalla de oro de la Academia de Ciencias. Entre sus empresas más conocidas, cabe citar la expedición a Mongolia de 1913, el descubrimiento de un templo dedicado a Anubis en el Valle de los Reyes, la exploración de la cuenca del Ucayali, en la Amazonia…
—Parece que me ha investigado a fondo, señora Faraday —la interrumpió Zarco, mirándola con una reprobadora ceja alzada.
—Claro que le he investigado; nunca me embarcaría en una empresa como ésta sin saber quién me acompaña. Además, mi marido me habló mucho de usted. John le aprecia, profesor, aunque, según me dijo, sus métodos no siempre son ortodoxos.
—¿A qué métodos se refiere? —replicó Zarco a la defensiva.
—Por ejemplo, a los que empleó en el templo de Angkor Wat, en Camboya, hace, según creo, once años.
Repentinamente, las mejillas de Zarco se tiñeron de rojo.
—¿John le contó lo de Camboya? —preguntó.
—Con todo detalle, profesor.
Zarco masculló algo incomprensible y murmuró:
—Ya no se puede confiar ni en la discreción de un inglés…
—Eh, esa historia no la conozco —intervino Cairo—. ¿Qué pasó en Camboya?
—Eso no viene a cuento —restalló Zarco, descargando un manotazo sobre la mesa—. Estábamos presentándonos, ¿no?, y la señora Faraday ha descrito mi vida y milagros. ¿Queda algo por contar?
—Sí, profesor —dijo Lady Elisabeth—, hay un dato que no he encontrado. ¿Está o ha estado casado?
—No —repuso Zarco, mirándola desafiante—; ni he estado, ni estoy, ni (espero) estaré casado.
—Suponía que iba a responder algo similar —comentó ella, siempre sonriente.
—Bien —dijo el capitán—, los viejos ya nos hemos presentado. Ahora les toca el turno a los recién llegados y, como es lógico, las damas primero. Antes de nada, señora Faraday, permítame felicitarla por su dominio del español. Es impresionante.
—Mi marido, mi hija y yo vivimos durante cinco años en Latinoamérica —repuso Lady Elisabeth—; allí aprendimos el idioma. Pero por favor, abandonemos los formalismos; llámenme por mi nombre, o mejor aún: Lisa, que es como me conocen mis amigos. En cuanto a mi hija, todo el mundo la llama Kathy —hizo una pausa para darle un sorbo al café y prosiguió—. Como saben, me llamo Elisabeth Faraday y nací en Londres el once de abril de 1878, de modo que tengo cuarenta y dos años, y les aseguro que no me quito ninguno. Estudié en el Farmville College y a los diecinueve años me casé con John Foggart. Durante un tiempo, viajé con mi marido por Egipto y Oriente Medio. Luego, cuando nació Kathy, me quedé en casa cuidando de ella y dejé de acompañarle. En 1909 nos trasladamos a México, luego a Guatemala, después a Perú y finalmente, en 1914, cuando comenzó la guerra, regresamos a Inglaterra, donde Kathy y yo hemos residido hasta ahora. Aunque carezco de formación académica, he colaborado asiduamente con mi marido, de modo que tengo ciertos conocimientos sobre historia y filología. Por lo demás, soy aficionada a la lectura, buena amazona, no se me da mal el tenis y, según dicen, mi apple cake es delicioso.
Lady Elisabeth se reclinó en el asiento y sonrió, dando por terminada su exposición. Verne contempló entonces a Katherine y dijo:
—Su turno, Kathy.
La muchacha se apartó un mechón de cabello de los ojos y paseó la mirada por los presentes. Aunque hasta entonces había guardado un casi completo silencio, no había en ella el menor rastro de timidez o inseguridad.
—Poco puedo añadir a lo que ha contado mi madre —dijo—. Me llamo Katherine Foggart y nací el quince de mayo de 1899 en Londres. He estudiado en el Girton College de Cambridge y después del verano ingresaré en la universidad.
—¿Qué va a estudiar? —preguntó Verne.
—Física, capitán.
—¡Física! Vaya, sin duda es usted una joven muy inteligente. Y ya que hablamos de física, ha llegado el turno del químico. Cuéntenos, señor García.
García se sonrojó levemente y, tras atusarse la perilla con gesto nervioso, declaró:
—Me llamo Bartolomé García Valdés y nací el veinticuatro de diciembre de 1875 en Madrid.
—Así que le dio la Nochebuena a su madre —comentó Cairo.
—En efecto, no fui muy oportuno —asintió García—. Estudié química y geología en la Universidad Complutense y, al poco de licenciarme, entré a trabajar en el Instituto Geológico. Estoy casado y tengo cuatro hijos. Eso es todo.
—¿No ha viajado? —preguntó Verne.
—No, capitán; es la primera vez que salgo de España.
—Así que ésta va a ser su gran aventura —comentó Cairo—. ¿Qué ha dicho su mujer cuando le contó que se iba?
—Que estaba loco —respondió el químico con aire resignado—. Luego me tiró un florero a la cabeza.
—¿Le dio?
—Afortunadamente tiene tan mal genio como escasa puntería —García dejó escapar un suspiro y agregó—: Pero aunque me hubiese dado, valdría la pena. Ese fragmento de titanio es… mágico, inverosímil, un enigma que me atrae como un imán. Daría cualquier cosa por resolver el misterio.
—Esperemos que lo consiga —dijo Verne—. Y ahora llega el momento de nuestro nuevo fotógrafo. ¿Puedo llamarle Sam? Al parecer, todo el mundo lo hace.
—Claro.
—Muy bien, Sam: su turno.
Samuel bajó la mirada y guardó unos segundos de silencio.
—Me llamo Samuel Durango Muñoz —dijo al fin—, y nací en Malpica de Tajo, un pueblo de Toledo, el dieciocho de noviembre de 1896. Mis padres murieron de tifus cuando yo tenía seis años y fui acogido en casa de mi tío Damián, donde viví hasta que, durante la primavera de 1907, apareció en el pueblo Pierre Charbonneau, un fotógrafo francés que recorría España retratando gente y paisajes para su colección particular. El señor Charbonneau me hizo una foto, hablamos y… supongo que le caí bien, porque me preguntó si me gustaría conocer París, le dije que sí y esa misma tarde habló con mi tío, ofreciéndose a ser mi tutor y a enseñarme su oficio. Mi tío aceptó y a mediados de verano nos trasladamos a París, donde he residido hasta ahora.
—¿Llevas desde los once años viviendo en Francia? —preguntó Cairo.
—Sí.
—Pues no tienes demasiado acento.
—En París hay una colonia de españoles. El señor Charbonneau insistía en que me relacionara con ellos, pues no debía perder mis raíces —Samuel se humedeció los labios con la lengua y continuó—: Me convertí en su aprendiz y trabajé en su estudio durante doce años; él me enseñó todo lo que sé sobre fotografía… y sobre cualquier otra cosa —vaciló un instante—. El año pasado —murmuró—, en octubre, el señor Charbonneau falleció repentinamente…
—Lo lamento —dijo Verne—. Debió de ser una gran pérdida para usted. ¿Cómo murió?
Samuel titubeó antes de contestar.
—Un ataque cardiaco —dijo—. Más tarde, cuando se leyó su testamento, descubrí que me había legado el estudio, su equipo fotográfico y cierta cantidad de dinero. Poco después, cerré el establecimiento y me trasladé a España. Hace unas semanas, leí el anuncio de SIGMA y… —se encogió de hombros—. Aquí estoy.
—Pero eso no es todo, Sam —protestó Cairo—. El otro día comentaste que, durante la guerra, estuviste en el frente de Arras.
—En Arras y en otros muchos frentes —repuso el joven.
—¿Por qué no nos lo cuentas? Debió de ser toda una experiencia.
Samuel cobijó la mirada en algún punto indeterminado del suelo. De pronto, su rostro se contrajo con un casi imperceptible rictus de dolor; tragó saliva y dijo en voz baja:
—Preferiría no hablar de eso.
Un denso silencio se abatió sobre el comedor. Al cabo de unos segundos, el capitán Verne hizo un comentario cambiando de tema y la charla se reanudó hasta que, unos minutos después, al terminar todos sus cafés, la sobremesa se dio por concluida. Durante ese tiempo, Samuel permaneció con la mirada perdida, inmerso en sus recuerdos, sin darse cuenta de que Katherine Foggart le observaba fijamente.
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El Golfo de Vizcaya, por cuyas aguas navegaba el Saint Michel, ha sido, desde la Antigüedad, una de las zonas con mayor tráfico marítimo del mundo, pues por ella cruzan las rutas que unen la costa occidental del continente con el Mediterráneo, así como las que conectan las Islas Británicas con la Península Ibérica y el sur de Francia. Por eso, dada la abundancia de navíos en aquellas aguas, nadie en el Saint Michel advirtió que un buque les seguía, a unas seis millas náuticas de distancia, desde que abandonaron el puerto de Santander. Se trataba del White Seagull, un carguero pequeño, pero rápido, propiedad de la empresa de transportes marítimos Williamson & Purches Ltd.
Lo que muy pocos sabían era que Williamson & Purches pertenecía en realidad a la compañía minera Cerro Pasco Resources, y que el capitán del White Seagull había recibido la orden de no perder de vista al Saint Michel e informar de todos sus movimientos.
Tripulación del Saint Michel
Capitán
Gabriel Verne
Primer oficial
Aitor Elizagaray
Segundo oficial
João Sintra
Piloto
Yago Castro
Jefe de máquinas
Marcel Vincent
Primer oficial de máquinas
Mustafá Özdemir
Segundo oficial de máquinas
Nicolás Manrique
Ayudante de máquinas
Luis Ortiz
Radiotelegrafista
Román Manglano
Cocinero
Armand Lacroix
Ayudante de cocina
Ramón Corral
Marineros
Abdul Arab
Patxi Arriaga
Ernesto Burgos
Napoleón Ciénaga
Jacinto Frías
Rasul Hakme
Chang Jintao
José La Hoz
Leoncio López
Elías Mombé
José Palacios
Evelio Ramírez
Arturo Robles
Sean O’Rourke
Iván Sóbolev