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Armas de mujer

Aquella misma tarde, poco después de las seis, el timbre del palacete comenzó a sonar insistentemente. Cuando Sarah abrió la puerta, vio con sorpresa que al otro lado del umbral se encontraban doña Rosario de Peralada y Elisabeth Faraday. Sarah las invitó a pasar y sugirió que se acomodaran en la sala de reuniones, pero la marquesa dijo que sólo deseaba hablar un momento con Zarco y que le esperaría en el vestíbulo. Tras ir a buscarle, Sarah regresó un par de minutos más tarde con el profesor.

—Doña Rosario, señora Faraday… —dijo él, mirándolas extrañado—; qué sorpresa volver a verlas tan pronto.

—¿Está sorprendido, Zarco? —replicó la marquesa con gesto adusto—. Pues yo también; sorprendida y escandalizada.

—¿Por qué?

—Por lo que me han contado Lisa y Kathy.

Zarco parpadeó, confundido.

—¿Lisa y Kathy?

—Elisabeth y su hija Katherine. ¿Qué le pasa, Zarco? Hoy no le veo demasiado espabilado —doña Rosario le miró con severidad—. Me han dicho que usted no les permite acompañarle en la búsqueda de Sir Foggart. ¿Es eso cierto?

El profesor contempló alternativamente a la inglesa y a la aristócrata antes de responder.

—El viaje no estará exento de peligros —dijo a la defensiva—. Es por su bien. Además, no creo que sea apropiado que dos damas viajen solas en un barco lleno de hombres…

—Ah, sí —le interrumpió la marquesa—. Lisa ya me ha comentado la opinión que usted tiene sobre las mujeres. Dígame, Zarco, ¿se ha percatado de que soy una mujer?

—Por supuesto, doña Rosario, es evidente.

—Entonces supongo que, según usted, yo debería estar pelando patatas o sacudiendo alfombras, ¿verdad?

—Por favor, yo jamás…

—Zarco.

—¿Sí?

—¿Ha oído hablar de Mary Wollstonecraft o de Emmeline Pankhurst?

—Eh…, creo que no.

—Ambas escribieron sobre los derechos de la mujer. Lisa me ha comentado las ideas que defienden y me parecen muy atinadas. Pienso leer sus libros, y usted también debería hacer lo mismo, Zarco. No se puede ir por el mundo con una mentalidad tan anticuada como la suya.

El profesor abrió la boca para decir algo, pero doña Rosario le acalló con autoritario ademán.

—Escúcheme, Zarco: Lisa es la esposa de Sir Foggart y Kathy es su hija, de modo que ellas, más que nadie, tienen derecho a ir en su búsqueda. Por tanto, le acompañarán.

—Pero…

—No me venga con peros, Zarco: Lisa y Kathy viajarán con ustedes y no hay más que hablar. Y ahora le dejo; tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo discutiendo.

Tras despedirse de Sarah y de Elisabeth, la marquesa se aproximó a la puerta y la abrió, pero antes de salir se volvió hacia el profesor y le espetó:

—Encuentre la Atlántida, Zarco. Encuéntrela.

Dicho esto, cruzó el umbral y cerró a su espalda. Durante unos segundos, Zarco permaneció inmóvil mirando la puerta; tenía el rostro intensamente rojo, congestionado, y una vena le latía en la sien, como si estuviese a punto de sufrir un síncope. Se volvió hacia la inglesa y la norteamericana y dijo en voz baja:

—Un momento, ahora vuelvo.

A continuación, se dirigió a la puerta que daba a su despacho, entró en él y cerró con cuidado. Durante un largo minuto no sucedió nada; hasta que, de pronto, el estruendo de algo pesado rompiéndose en pedazos resonó tras el tabique. Sarah y Lady Elisabeth intercambiaron una mirada de sorpresa y alarma, pero antes de que pudieran reaccionar, Zarco salió del despacho y se aproximó a ellas con una fría sonrisa en los labios. Su rostro había recuperado el color normal.

—Hablemos en la sala de reuniones, señora Faraday —dijo en tono gélido.

En silencio, los tres se dirigieron al gran salón del palacete. Al llegar, Zarco le cedió el paso a Lady Elisabeth, pero cuando Sarah hizo amago de entrar, el profesor se interpuso en su camino.

—Quiero hablar a solas con la señora Faraday, Sarah. Por cierto, el globo terráqueo que había en mi despacho se ha roto; dile a la señora de la limpieza que recoja los trozos y los tire a la basura.

Acto seguido, entró en la sala y cerró la puerta.

★★★

Zarco y Lady Elisabeth se sentaron frente a frente, con la mesa de por medio. Durante unos segundos, el profesor clavó en ella una mirada asesina; luego, preguntó en voz baja:

—¿Y su hija?

—Está en el hotel —respondió Lady Elisabeth, manteniéndole la mirada sin pestañear—. Hemos convenido que, si no tiene noticias mías dentro de una hora, avisará a la policía.

Las cejas de Zarco salieron disparadas hacia arriba.

—¡¿Qué?! —bramó.

Lady Elisabeth se echó a reír.

—Es una broma, profesor —dijo—. No sea tan serio.

Zarco masculló algo ininteligible y comentó en tono lúgubre:

—Supongo que eso es un ejemplo de lo que llaman «humor inglés», señora Faraday, pero a mí no me hace maldita la gracia. Y no sé por qué me viene con bromitas después de clavarme un cuchillo por la espalda.

—Ignoro a qué se refiere, profesor —repuso ella con inocencia.

—Ah, vamos, no se haga la tonta. Me refiero a eso de entrevistarse a escondidas con doña Rosario y engatusarla para conseguir sus fines. A eso me refiero.

—¿Quiere decir que he abusado de la solidaridad femenina?

—Así es.

—Pues exactamente igual que usted abusaba del autoritarismo masculino. Debió de pensárselo, teniendo en cuenta que su jefa es una dama.

Zarco entrecerró los ojos y resopló.

—Incluso para ser una mujer, señora Faraday —dijo—, resulta usted sorprendentemente irritante.

—Lo tomaré como un cumplido —repuso ella—. Ahora, profesor, ¿le parece bien que enterremos el hacha de guerra? Intente comprenderlo: John es mi esposo, de modo que no puede reprocharme que haga cualquier cosa por ir en su ayuda —suspiró—. Ya que vamos a pasar juntos mucho tiempo, profesor, ¿no sería mejor aceptarlo con deportividad y colaborar?

Zarco cerró los ojos, gruñó algo por lo bajo y resopló; luego, clavó la mirada en el rostro de la mujer y se cruzó de brazos.

—De acuerdo —dijo sin abandonar del todo la hostilidad—, aceptemos los hechos como son. No obstante, que quede patente mi absoluta repulsa por los métodos que ha empleado, señora Faraday. Un caballero jamás se comportaría así.

—Pero yo no soy un caballero.

—Eso está fuera de toda duda. Bien, ¿qué más quiere?

—Conocer sus planes, profesor.

—¿Mis planes? Muy sencillo: mañana cogeremos el tren para Santander y pasaremos la noche en esa ciudad. Al día siguiente embarcaremos en el Saint Michel y partiremos con destino a Falmouth.

—¿A Falmouth? —Lady Elisabeth le miró con perplejidad—. ¿Por qué?

—Porque como usted muy bien sabe, es el puerto más cercano a Penryn, donde todo comenzó.

—Visité Penryn hace un par de meses, profesor, y allí no queda nada de interés. Recuerde que las reliquias de Bowen fueron robadas.

—Está la cripta donde aparecieron.

—Sólo es un sepulcro sin más importancia que la histórica; no tiene nada de especial. Escuche, profesor, no perdamos el tiempo volviendo sobre lo que ya ha sido investigado. Sabemos que John estuvo, y quizá siga estando, en Noruega. Es allí adonde deberíamos dirigirnos lo antes posible.

—¿Debo recordarle otra vez los veintidós mil kilómetros que mide la costa Noruega?

—Pero…

—Señora Faraday —le interrumpió Zarco, comenzando a malhumorarse de nuevo—, no tenemos ni la más remota idea de dónde está John. Para que me entienda, su marido es como una madeja perdida y sólo contamos con un hilo que comienza en Penryn, de modo que, si queremos seguirlo, deberemos ir allí. Dice que no hay nada de interés en ese lugar, ¿verdad? Pues permítame una pregunta: ¿quién era Bowen?

—Un religioso celta del siglo X, ya le he dicho que no sé más.

—¿Y cree que con eso me vale? He buscado referencias sobre el tal Bowen en la Biblioteca Nacional y en el Archivo Episcopal, y nada, no hay ni rastro de él. Nadie conoce a ese santo aquí en España, así que a lo mejor consigo que alguien en Inglaterra me hable de él. ¿Cómo quiere que encuentre a su marido si no sé lo que estaba buscando? Aunque, claro, siempre puede acudir usted a la marquesa y acusarme de que no obedezco sus órdenes.

Lady Elisabeth bajó la mirada y guardó unos segundos de silencio.

—Tiene razón, profesor —dijo al fin—, usted es el que debe tomar las decisiones. Discúlpeme, a veces soy demasiado vehemente intentando imponer mi criterio.

Satisfecho por haber vencido aquel asalto, Zarco se relajó un poco.

—¿Algo más, señora Faraday? —preguntó.

—Sí, profesor. ¿Ha averiguado qué significa la serie de números y letras que John me dio para usted?

—Pues no, la verdad. Pero sigo dándole vueltas, no se preocupe.

—Entonces, supongo que eso es todo.

Lady Elisabeth se incorporó, dando por terminada la conversación, y Zarco la acompañó a la salida.

—Una cosa más, señora Faraday —dijo el profesor al tiempo que abría la puerta—: El tren saldrá a las diez de la mañana, de modo que nos veremos en la Estación del Norte una hora antes, a las nueve.

La mujer le dedicó una sonrisa luminosa.

—Buen intento, profesor —dijo—; pero esta misma mañana compré los billetes para mi hija y para mí, de modo que ya sé que el tren tiene prevista su salida a las ocho, no a las diez. Buenas tardes.

Lady Elisabeth se dio la vuelta, bajó la escalera y comenzó a recorrer el sendero que conducía a la salida mientras Zarco la contemplaba con el ceño fruncido.