El metal prodigioso
El lunes, a las nueve en punto de la mañana, Bartolomé García, químico del Instituto Geológico de España, se presentó en la sede de SIGMA y solicitó hablar urgentemente con el profesor Zarco. García contaba cuarenta y cuatro años, era delgado, de estatura media y estaba calvo. Siempre vestía de negro, lo cual, unido al oscuro bigote y la no menos oscura perilla que adornaban su rostro, le confería cierto aire fúnebre. No obstante, pese a su sombrío aspecto, García se sentía aquella mañana más exultante de lo que jamás en su vida había estado.
Después de permanecer tres cuartos de hora encerrado en su despacho con el químico, el profesor Zarco, con expresión grave y aire circunspecto, fue en busca de Adrián Cairo y le pidió que se acercara al hotel Ritz y trajera a Lady Elisabeth y a su hija. Luego, sin añadir nada más, volvió a encerrarse con García. Una hora después, cuando Cairo regresó acompañado por las dos inglesas, Zarco las reunió a ellas y a todos sus colaboradores, incluido Samuel, en el despacho.
Bartolomé García, con una cartera de cuero sobre las rodillas, estaba sentado tras el escritorio, en el lugar que usualmente ocupaba el profesor, mientras que éste permanecía de pie a su lado, con las manos entrelazadas a la espalda y el rostro inexpresivo. Una vez que todos se acomodaron en sus asientos, el profesor cerró la puerta y, dirigiéndose a las inglesas, dijo:
—Señora Faraday, señorita Foggart… —carraspeó—, creo que lo primero que debo hacer es disculparme, pues John estaba en lo cierto: el análisis de la reliquia de Bowen ha hecho que me replantee las cosas.
Adrián Cairo y su mujer intercambiaron una mirada de asombro; era la primera vez en su vida que veían al profesor pedir disculpas.
—Don Bartolomé García, aquí presente —prosiguió Zarco—, trabaja como químico en el ilustre Instituto Geológico y se ha ocupado de realizar el análisis, así que será él quien les informe de los resultados. Adelante, García.
El químico abrió la cartera, sacó de su interior la reliquia de Bowen y con infinito cuidado, como si en vez de metal fuese de vidrio, la depositó sobre el escritorio.
—Damas, caballeros —dijo en tono ceremonioso—, recibí el encargo de analizar esta muestra metálica el pasado viernes a última hora de la mañana, pero no pude hacerlo hasta el sábado. Una vez efectuado el primer análisis, realicé otro para confirmar los resultados y ayer, pese a ser festivo, volví a repetir las pruebas con distinto instrumental para descartar cualquier posibilidad de error. En definitiva, los tres análisis han dado idénticos resultados: ese fragmento metálico, con un peso de sesenta y dos coma veintisiete gramos, es titanio totalmente puro.
Tras un perplejo silencio, Lady Elisabeth preguntó:
—¿Titanio?
—Así es, señora; el elemento número veintidós de la tabla periódica de Mendeleiev, perteneciente a los llamados Metales de Transición y con una masa atómica de 47,8 daltons.
—¿Es un elemento raro o poco frecuente?
—No, señora, ni mucho menos; a decir verdad, se trata del cuarto metal más abundante en nuestro planeta. De hecho, está prácticamente por todas partes, incluso en nuestros propios organismos. No obstante, este objeto —señaló la reliquia— es imposible.
—¿Por qué?
—Porque el titanio no se encuentra en estado libre, sino siempre asociado a otros elementos, formando por lo general óxidos. Sencillamente, no hay titanio puro en la naturaleza. Por otro lado, y pese a que muchos lo están buscando desde hace décadas, todavía no se ha encontrado ningún sistema para purificar el titanio[1]. Así pues, desde un punto de vista científico, ese fragmento de metal no puede existir.
—Y sin embargo, existe —comentó Cairo, pensativo.
—En efecto, es evidente —asintió el químico—; pero se trata de un misterio para el que la ciencia no tiene respuesta.
Sobrevino un largo silencio.
—Entonces —intervino Sarah—, ese santo, Bowen, ¿encontró una mina de titanio o algo así?
—No, señora —replicó García—. Hay minas con vetas más o menos puras de oro o plata, por ejemplo, pero no de titanio. Como he dicho, este elemento se halla siempre asociado con otros. ¿Quieren titanio? Pues vayan a una playa; la arena contiene abundante rutilo, que no es más que óxido de titanio. Ahora bien, en estado puro… jamás, es imposible.
—Entonces, ¿Bowen descubrió un sistema para purificar el titanio?
—¿En el medioevo? —el químico sacudió la cabeza—. Si nuestro actual nivel tecnológico no permite purificar el titanio, imagínese en la Edad Media. Además, hay otro hecho que todavía no he comentado. Antes dije que ese fragmento de titanio es totalmente puro, y no exageraba. Obviando el casi despreciable margen de error de mis instrumentos, la pureza de ese metal es del cien por cien. Y eso, de nuevo, resulta imposible, porque todo metal, por muy refinado que esté, posee impurezas. Podemos acercarnos a un noventa y nueve coma nueve por ciento de pureza, pero jamás llegar al absoluto. Es técnicamente inviable.
—Y menos en el siglo X —apuntó Zarco, que había permanecido todo el rato silencioso.
—Exacto —asintió García—. El profesor Zarco me ha comentado que ese fragmento de titanio apareció en una cripta del siglo X, lo cual nos conduce a nuevos imposibles —tomó la reliquia y la sostuvo en alto, para que todo el mundo pudiera verla—. Resulta evidente —prosiguió— que se trata de una pieza de fundición. Pues bien, el punto de fusión del titanio es muy superior al del hierro: 1.668 grados centígrados, una temperatura que, sinceramente, dudo mucho que pudieran alcanzar los hornos medievales. Pero aún hay más: si se fijan, esta parte en bisel ha sido limpiamente cortada, algo que puede apreciarse con claridad a través de un microscopio. Pues bien, el titanio es considerablemente más duro que el hierro; incluso hoy en día tendríamos dificultades para cortarlo, así que ¿cómo lo hicieron hace mil años?
La pregunta quedó flotando en el aire sin que nadie la contestara.
—Señor García —dijo Lady Elisabeth—, ¿el titanio es valioso?
—¿Un metal muy duro y más liviano que el acero, con una elevada temperatura de fusión y una casi absoluta resistencia a la corrosión? Señora Faraday, su valor es incalculable. No puedo ni imaginarme las increíbles aleaciones que podrían obtenerse utilizando titanio.
—Por tanto —prosiguió ella—, supongo que las compañías mineras estarán muy interesadas en poseer un método para refinar ese metal, ¿no es cierto?
—Matarían por ello —respondió el químico sin darse cuenta de hasta qué punto era literal su afirmación.
Lady Elisabeth sonrió y le dirigió a Zarco una inquisitiva mirada. Éste, tras unos segundos de silencio, dio una palmada y dijo:
—Muy bien, García; muchas gracias por su colaboración. Ya puede volver a sus quehaceres.
El químico se incorporó y, con aire desvalido, contempló alternativamente el fragmento de titanio que descansaba sobre el escritorio y el rostro de Zarco.
—Profesor —dijo—, estoy sumamente interesado en este hallazgo, así que le agradecería que me mantuviese informado…
—Claro, claro —le interrumpió Zarco, agarrándole por un brazo y empujándole hacia la salida—. Hablaremos mañana. Entre tanto, recuerde que no debe comentar este asunto con nadie.
—Por supuesto, profesor, pero quisiera…
—No sea pesado, García; mañana me lo cuenta.
Zarco abrió la puerta, empujó al desconsolado químico al otro lado del umbral y cerró de un portazo. Luego, se acomodó en la butaca que había dejado libre García, cogió la reliquia y la contempló abstraído.
—¿Y bien, profesor? —preguntó Lady Elisabeth—. ¿Qué piensa al respecto?
★★★
Sin apartar los ojos del fragmento de titanio, Zarco comentó:
—Se trata de un bonito enigma, desde luego.
—Y también de un buen motivo para temer que mi marido pueda estar en peligro —apuntó Lady Elisabeth.
—Cierto, así es —asintió el profesor, y, volviéndose hacia Cairo, preguntó—: ¿Qué opinas, Adrián?
—Que es todo un misterio, en efecto. Puede que valga la pena indagar un poco.
Zarco dejó el trozo de metal sobre el escritorio y sacudió la cabeza.
—El problema, señora Faraday —dijo—, es que John puede encontrarse en cualquier parte.
—Ya le he dicho que el paquete que me envió estaba matasellado en Noruega.
—Sí, pero Noruega tiene casi veintidós mil kilómetros de costa, y no estoy hablando de una costa recta y diáfana, sino de un endemoniado litoral lleno de fiordos, entrantes, salientes, golfos y cabos, eso por no mencionar las numerosas islas. ¿Quiere que recorramos toda esa costa buscando el Britannia? Por favor, tardaríamos años. Si hubiese usted mirado con más atención el matasellos, sabríamos con precisión desde dónde se envió el paquete.
Lady Elisabeth frunció casi imperceptiblemente el ceño.
—Examiné muy atentamente el matasellos —replicó con frialdad—; pero estaba medio borrado. No obstante, se adivinaban las dos primeras letras de la localidad: «Ha».
—¿«Ha»? —Zarco se encogió de hombros—. Debe de haber un montón de pueblos noruegos que comienzan por «Ha», señora.
Lady Elisabeth miró a su hija; luego, en silencio, abrió el bolso y sacó un papel doblado.
—Antes de irse —dijo—, mi marido me indicó que, si tenía que recurrir a usted, le entregara esto.
Zarco cogió el papel y lo desplegó; sobre su superficie sólo había una línea de letras y números escrita con elegante caligrafía: «RB.23.a.3417».
—¿John le explicó qué era esto? —preguntó Zarco sin apartar la mirada del papel.
—No, pero me aseguró que usted comprendería lo que es.
—¿Sí? —Zarco dejó el papel sobre la mesa y se encogió de hombros—. Pues no tengo la menor idea; no obstante, le daré vueltas a ver si se me ocurre algo —se inclinó hacia delante y dio un palmetazo sobre la mesa—. De acuerdo, señora Faraday, la ayudaremos a buscar a su marido. Aunque le advierto que todavía debemos salvar un obstáculo: convencer a doña Rosario.
—¿Quién es doña Rosario?
—Mi Némesis —respondió Zarco con el rostro ensombrecido—, mi castigo. La cruz que tengo que soportar para poder llevar la vida que llevo.
—SIGMA está supervisada por un consejo rector compuesto por dos personas —intervino Sarah—. Una de ellas es don Emilio Ramos, el actual director del banco que gestiona parte de la herencia del difunto marqués de Alamonegro, y la otra es doña Rosario de Peralada y Sotomayor, la hija y única heredera del marqués. Pero quien en realidad toma las decisiones es ella.
—El profesor llevaba tiempo queriendo explorar los tepuyes de Venezuela —terció Cairo—, pero a doña Rosario no le convencía la idea.
—A ella no le interesaba Venezuela —comentó Zarco con expresión hosca— y al banquero de las narices le parecía muy caro construir el Dédalo.
—Pero al profesor se le ocurrió una idea —prosiguió Cairo—: le regaló a doña Rosario la novela El Mundo Perdido, de Arthur Conan Doyle. ¿La conoce, señora Faraday?
—Sí, señor Cairo, tanto mi hija como yo la hemos leído. Es un agradable entretenimiento.
—A doña Rosario le encantó. No sólo eso, se tomó el argumento como si fuese real, así que cambió de idea y decidió financiar la expedición a la Gran Sabana, convencida de que vamos a encontrar dinosaurios en la cima de los tepuyes.
—Esa vieja loca está tan entusiasmada con el asunto —dijo Zarco—, que me pidió que le enviara por correo fotos de los primeros diplodocus que encontráramos. No va a ser fácil hacerle cambiar de idea.
—Supongo que cosas así suceden cuando se engaña a la gente —comentó Lady Elisabeth con un deje de censura.
—Yo no he engañado a nadie —protestó Zarco, fulminándola con la mirada—. Doña Rosario me preguntó si creía posible que hubiera dinosaurios en los tepuyes y yo me limité a contestarle que nadie había ido allí para comprobarlo. El resto lo puso su imaginación —gruñó por lo bajo y prosiguió—:
Pero supongo que ya se me ocurrirá algo para convencerla. Ahora vamos a lo práctico. Sarah: telefonea a doña Rosario y al banquero y convócales mañana a primera hora para una reunión del consejo. Luego, envíale un cablegrama al capitán Verne anunciándole que vamos a retrasar veinticuatro horas nuestra llegada.
—Profesor —le interrumpió Lady Elisabeth—, ¿sería posible que mi hija y yo asistiéramos a la reunión del consejo?
Zarco puso cara de ir a negarse, pero tras unos segundos de reflexión cambió de idea.
—Sí, por qué no —dijo—. Quizá contemplar a la desconsolada esposa y a la desamparada hija del explorador perdido ablande el corazón de esa bruja.
Lady Elisabeth frunció el entrecejo y abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla y se incorporó.
—Nos vamos ya, profesor —dijo—. Les ruego que, cuando lo sepan, nos informen de la hora de la reunión. Buenos días.
Sarah y Cairo acompañaron a las dos inglesas a la salida y Samuel se retiró a su habitación. Cuando se quedó solo, Zarco cogió el papel que le había dado Lady Elisabeth y volvió a leerlo.
«RB.23.a.3417»
El profesor permitió que su rostro se relajara con una sonrisa y murmuró:
—¿Tan mayor y todavía con jueguecitos, John?…
★★★
El martes, a las nueve en punto de la mañana, un lujoso Rolls-Royce se detuvo frente a la sede de SIGMA y de él descendieron doña Rosario de Peralada y Sotomayor, marquesa de Alamonegro, y don Emilio Ramos, director de la central del Banco Urquijo. Doña Rosario era una mujer gruesa, de unos sesenta años, con el rostro redondo y el pelo recogido en un complejo moño. Vestía un carísimo traje de seda, aunque de corte un tanto anticuado, y no llevaba más joyas que un valiosísimo anillo de oro y diamantes y un broche con un zafiro del tamaño de un huevo de paloma. Don Emilio contaba cincuenta y tantos años y también era grueso; vestido con una levita de impecable factura británica y tocado con un sombrero de copa, parecía el prototipo de un banquero.
La reunión tuvo lugar en el gran salón del palacete, una habitación de unos setenta metros cuadrados en cuyo centro descansaba una gran mesa oval de roble rodeada de sillas. Doña Rosario ocupaba la cabecera, el banquero estaba sentado a su derecha y Zarco a su izquierda; el resto de los presentes —las dos inglesas, Sarah, Cairo y Samuel— estaban distribuidos a uno y otro lado de la mesa.
Tras las debidas presentaciones, Zarco tomó la palabra y, dejando sobre la mesa, delante de la marquesa y el banquero, la reliquia de Bowen, relató la historia que había contado Lady Elisabeth, así como los resultados del análisis efectuado al fragmento metálico. Finalmente, a modo de conclusión, dijo:
—En resumen, según la ciencia y el actual estado de la tecnología, ese trozo de titanio no debería existir. Para añadir misterio al misterio, dicho fragmento apareció en el interior de una cripta del siglo X, en el sepulcro de un religioso llamado Bowen, algo a todas luces extraordinario, por no decir imposible. Pues bien, en mi opinión, Sir John Foggart encontró una pista que muy posiblemente conducía al origen de ese metal.
Así pues, dada la importancia de este hallazgo, propongo retrasar la expedición a la Gran Sabana y emprender la búsqueda del Britannia y de su tripulación.
Pensativo, el banquero cogió la reliquia y la examinó haciéndola girar entre los dedos.
—En fin —murmuró—, si este metal es tan valioso como dice, profesor, quizá valga la pena…
—De eso nada, Emilio —le interrumpió la marquesa. Tenía la voz muy aguda, casi de niña, pero al mismo tiempo extremadamente autoritaria—. El propósito de SIGMA —continuó—, no es buscar minerales para enriquecernos, sino expandir el conocimiento sobre nuestro mundo. De ninguna manera voy a consentir que la organización que fundó mi padre con fines exclusivamente científicos se convierta en una especie de compañía minera.
El banquero dejó bruscamente sobre la mesa el fragmento de metal, como si de pronto le quemara los dedos.
—Disculpe, señora marquesa —intervino Lady Elisabeth—. Quisiera insistir en que mi marido puede estar en grave peligro.
—Y cuenta con todas mis simpatías, querida —repuso doña Rosario—; pero SIGMA tampoco es una empresa dedicada al rescate. Estoy segura de que, si recurre a las autoridades de su país, podrá encontrar la ayuda que precisa. Sintiéndolo mucho, yo no puedo hacer nada.
Hubo un largo silencio.
—Tiene usted toda la razón, doña Rosario —dijo Zarco—. No obstante, creo que investigar el origen de ese metal puede contribuir al conocimiento científico.
—No dudo que ampliaría las fronteras de la química, Zarco —replicó la marquesa—, pero le recuerdo que SIGMA es una sociedad de investigaciones geográficas, no geológicas.
—Por supuesto, aunque geografía y geología son materias que caminan cogidas de la mano, por así decirlo. Sin embargo, cuando digo que indagar la procedencia del titanio puede contribuir al conocimiento científico, me estoy refiriendo precisamente a la geografía y a la historia.
La marquesa arrugó la nariz.
—No veo cómo —dijo—. Déjese de circunloquios, Zarco, y expliqúese.
—Pues verá, doña Rosario, cuando supe que la reliquia de Bowen era un fragmento de titanio puro, no pude evitar pensar en el oricalco.
—¿El oricalco?…
—Exacto, señora. El oricalco, u orichalcum, era, como bien sabe, el prodigioso metal que, según Platón, se extraía en la Atlántida. Pues bien, dadas sus extraordinarias propiedades, me parece muy posible que el titanio puro sea en realidad lo que los griegos llamaban «oricalco».
—¿Y qué? —preguntó la marquesa, visiblemente interesada.
—Bueno, es evidente —prosiguió Zarco—. Usted misma me ha comentado en más de una ocasión que, cuando la Atlántida se hundió, quizá las cumbres de sus montañas más elevadas permanecieron sobre la superficie del mar formando islas. Y, quién sabe, quizá el tal Bowen encontró una de esas islas y en ella, el oricalco; es decir, el titanio. De ser esto cierto, la expedición de Sir John Foggart habría partido en realidad en busca de los restos de la Atlántida.
Los ojos de la marquesa, que durante unos segundos habían chispeado de excitación, se tornaron de pronto recelosos.
—No acabo de verlo claro, Zarco —dijo—. Hemos hablado infinidad de veces sobre la Atlántida y usted siempre ha insistido en que era un mito. ¿A qué viene ese cambio de actitud?
Zarco sonrió como lo haría un ángel con aspecto de oso.
—No debería existir titanio puro —dijo, señalando la reliquia—, y sin embargo existe. Puede que suceda lo mismo con la Atlántida —se encogió de hombros y añadió—: Es de sabios rectificar.
Doña Rosario contempló con el ceño fruncido la reliquia de Bowen. Al cabo de un par de interminables minutos, se puso en pie y declaró:
—De acuerdo, Zarco, siga el rastro de ese metal. Pero le doy un plazo máximo de un mes; si al cabo de ese tiempo no ha encontrado ninguna pista sólida, emprenderá la expedición a Venezuela tal y como estaba previsto. ¿He hablado claro?
—Clarísimo, doña Rosario —repuso Zarco, sonriente.
Tras despedirse ceremoniosamente de todos los presentes, la marquesa se aproximó al profesor, muy seria. Aunque él era casi cuarenta centímetros más alto, daba la sensación de que ella le miraba por encima del hombro.
—Le conozco, Zarco —dijo doña Rosario—. Se ha salido con la suya y ahora está ahí, relamiéndose como el gato que se comió al canario —le señaló con un admonitorio dedo y agregó—: Encuentre la Atlántida, Zarco; encuéntrela o me enfadaré seriamente.
★★★
Tras acompañar a la marquesa y al banquero a la salida, Zarco regresó al salón de reuniones y ocupó la cabecera que había dejado vacante doña Rosario.
—Con qué gusto estrangularía a esa mujer… —masculló entre dientes al tiempo que se reclinaba contra el respaldo.
—¿Cree realmente lo que ha dicho acerca del oricalco y la Atlántida, profesor? —preguntó Lady Elisabeth.
Zarco soltó una carcajada.
—Por supuesto que no, señora Faraday —dijo—. Lo de la Atlántida sólo es un cuentecito que se inventó Platón para ilustrar su modelo de Estado ideal, que, por cierto, era una especie de tiranía. En cuanto al oricalco, Platón aseguraba que se extraía en minas, y ya sabemos que no hay minas de titanio; así que no, aunque el oricalco existiese (que no existe), de ninguna manera sería titanio —profirió un sonoro suspiro—. La cuestión es que esa vieja loca está obsesionada con la Atlántida y lleva años dándome la tabarra para organizar una expedición en su búsqueda. Por eso pensé que, si quería convencer a doña Rosario, sólo un continente perdido podría competir contra los dinosaurios. Y estaba en lo cierto.
Lady Elisabeth suspiró con resignación, como si le disgustara ser cómplice de aquel engaño, pero no le quedara más remedio que aceptarlo.
—¿Cuándo partiremos? —preguntó—. Katherine y yo tenemos que preparar el viaje.
Zarco frunció el ceño.
—Disculpe, señora Faraday —dijo—, pero me temo que está confundida. Iremos en busca de su marido, como quería, pero ni usted ni su hija vendrán con nosotros.
Lady Elisabeth alzó levemente una ceja.
—¿Y eso por qué, profesor?
—Porque ésta es una labor para hombres, no para mujeres —repuso Zarco, como si fuese algo evidente.
—Se trata de buscar a mi marido en Noruega —replicó ella—, un país civilizado donde, según ciertos rumores, también hay mujeres.
Zarco encajó el sarcasmo con un parpadeo y replicó:
—Dígame algo, señora Faraday, ¿cree que de haberse encontrado cerca de un lugar donde hubiese telégrafo o correo, John habría estado tanto tiempo sin enviarle noticias?
—Supongo que no…
—Por tanto, John se encontraba, y probablemente todavía se encuentra, en algún sitio muy alejado de la civilización. Exactamente la clase de lugar adonde las mujeres no deben ir.
Lady Elisabeth respiró hondo, haciendo acopio de paciencia.
—Permítame explicarle algo, profesor. Al principio de nuestro matrimonio, participé con mi marido en varias expediciones, tanto por África como por Asia. Tiempo después, mi hija y yo pasamos con él cinco años en Latinoamérica, y me refiero a las selvas de México, Guatemala y Perú. Le aseguro que estamos acostumbradas a vivir en condiciones muy precarias.
—No lo dudo, señora Faraday —replicó Zarco—, ni dudo que John estuviese encantado de llevarlas en sus viajes. Pero se da la circunstancia de que usted y yo no estamos casados, de modo que no tengo la menor obligación de llevarla a ninguna parte. Por otro lado, y como usted misma ha expresado repetidas veces, es muy posible que su marido corra peligro. Por tanto, nosotros, al buscarle, correremos idénticos riesgos, y ésa es una razón más para que ustedes no nos acompañen.
—Tanto Katherine como yo sabemos manejar armas y ambas practicamos deporte habitualmente, de modo que estamos en buena forma física. Podemos defendernos exactamente igual que cualquier hombre.
Zarco soltó una risita irónica.
—Señora Faraday, estoy seguro de que ustedes son muy hábiles tirando al plato o jugando al bádminton, pero no vamos a un club de campo, sino a embarcarnos en una expedición cuyo destino final ni siquiera conocemos, un viaje incierto que no pienso emprender cargando con una mujer y una niña.
—Tengo veintiún años, profesor —replicó Catherine—. No soy ninguna niña.
—Pues con dos mujeres, da igual. Les sugiero que regresen a Londres y aguarden nuestras noticias. Será mejor para todos, sobre todo para ustedes.
Se produjo un silencio tan tenso como la cuerda de un violín.
—Parece que no aprecia mucho a las mujeres, profesor —dijo Katherine, conteniendo su enfado.
—Al contrario, señorita Foggart —repuso Zarco—; aprecio muchísimo a las mujeres. Siempre y cuando sepan estar en su lugar.
—¿Y cuál es ese lugar, profesor? —terció Lady Elisabeth en tono irónico—. ¿La cocina?
—Por ejemplo. Y el hogar, o criando a la prole, o cuidando enfermos. Las mujeres están capacitadas para realizar muchas tareas, pero no todas; hay trabajos estrictamente masculinos. ¿O acaso pretende decirme que los hombres y las mujeres son iguales?
—No, profesor; no somos iguales. Afortunadamente. Pero deberíamos tener idénticos derechos y obligaciones.
Zarco abrió mucho los ojos.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿No será usted una de esas sufragistas?
—Sí, profesor, soy «una de esas sufragistas». Y gracias a otras muchas como yo, en mi país ya pueden votar las mujeres, y este mismo año adquirirán ese derecho las norteamericanas, las austríacas, las húngaras y las checoslovacas. Pero no estamos aquí para discutir sobre feminismo, ¿verdad?
—Eso espero.
—Estamos aquí por John. Se trata de mi marido y del padre de Katherine, y creo que eso debería bastar para permitirnos acompañarle en su búsqueda. ¿Hay algo que podamos hacer o decir para convencerle, profesor?
Zarco sacudió la cabeza.
—No, señora Faraday. Créame, es por su bien.
Lady Elisabeth se incorporó.
—En tal caso, no le molestamos más —dijo, muy seria—. Le agradecemos mucho que haya aceptado ayudar a mi marido, profesor. No, no hace falta que nos acompañen; ya conocemos el camino. Que tengan un buen día.
En medio de un plomizo silencio, las dos inglesas abandonaron el salón. Entonces, una vez que desaparecieron tras la puerta, Sarah se volvió hacia Zarco y le espetó:
—Es usted un neandertal, profesor.
—¿Ahora te vas a poner de su parte?
—Se trata de la esposa de Foggart; tiene derecho a participar en su búsqueda.
—¿Y cargar todo el tiempo con dos damiselas cotorreando y quejándose a mi alrededor? No, gracias. Las mujeres son pasivas por naturaleza, no están hechas para la acción. Y no lo digo por ti, Sarah; las americanas sois distintas, aún estáis por civilizar.
—Es guapa —comentó Cairo.
—¿Quién? —preguntó Zarco.
—La señora Faraday. Y su hija también, ¿verdad, Sam?
Samuel asintió con un leve cabeceo al tiempo que Zarco profería un bufido.
—Una mujer bastante impertinente, eso es lo que es. La verdad, no sé qué vio John en ella… Y además sufragista, lo que le faltaba.
—Por lo menos, hoy no ha fumado.
—Sí, ha sido todo un detalle por su parte —Zarco descargó un palmetazo sobre la mesa y concluyó—: Bueno, basta de charla; aún tenemos que ultimar los preparativos para el viaje.
★★★
Cuando Lady Elisabeth y su hija abandonaron la sede de SIGMA, un hombre llamado Smith, que se hallaba sentado en un banco situado en la acera de enfrente, apuntó la hora en una libreta y comenzó a seguirlas desde una prudente distancia.
A decir verdad, llevaba más de dos semanas siguiendo a aquellas mujeres, desde antes, incluso, de que abandonaran Londres. Pero, a fin de cuentas, en eso consistía su trabajo, pues Smith era un detective a sueldo de Hawkes & Associates Research Services, una agencia londinense de investigaciones privadas.
Smith ignoraba el propósito de sus pesquisas; todo lo que sabía era que debía seguir a las dos mujeres e informar a la central diariamente de sus movimientos. Por supuesto, no era el único detective que las vigilaba; había varios más, y ninguno de ellos conocía el nombre del cliente para quien trabajaban.
De hecho, ni siquiera habían oído hablar de una compañía llamada Cerro Pasco Resources Ltd.