La inesperada visita de las damas inglesas
La sede de SIGMA se hallaba justo en la intersección de las calles Almagro y Zurbarán, en un palacete de tres plantas frente al que se extendía un amplio jardín triangular rodeado por una verja. Dado que la pensión Cervantes no se encontraba muy lejos, Samuel Durango se había dirigido allí a pie, llevando bajo el brazo una carpeta con muestras de su trabajo. El portalón de entrada estaba abierto. Al llegar a su altura, Samuel se detuvo y contempló la placa de bronce atornillada a la jamba izquierda; había una letra sigma grabada, y debajo el siguiente texto: «Sociedad de Investigaciones Geográficas, Meteorológicas y Astronómicas».
Al menos, pensó Samuel, ya sabía qué significaba SIGMA. Consultó su reloj; pasaban dos minutos de las diez, así que cruzó el portalón y echó a andar hacia la casa. El jardín, frondoso y escasamente cuidado, estaba lleno de plantas exóticas procedentes de otras latitudes; a la derecha se alzaba un invernadero de hierro forjado a través de cuyos cristales se distinguían macizos de flores multicolores. El lugar parecía desierto.
Samuel atravesó el jardín, remontó una escalinata de mármol y se detuvo frente a la puerta de entrada, que se hallaba entreabierta. Tras una breve vacilación, pulsó el timbre; un sonido de campanillas reverberó en el interior del edificio, pero no sucedió nada más. Volvió a pulsar el botón y, al cabo de un largo minuto, una mujer de veintitantos años de edad apareció en el recibidor con un bebé de ocho o nueve meses en brazos. Era rubia, igual que el bebé, y muy hermosa, con el pelo corto, los ojos azules y una bonita silueta, aunque lo más llamativo era que usaba pantalones, algo muy poco usual que algunos incluso considerarían escandaloso. La mujer se aproximó a la puerta y contempló sonriente a Samuel.
—¿Qué desea? —preguntó con acento anglosajón.
—Soy Samuel Durango. Me han citado para…
—Ah sí, el fotógrafo —le interrumpió ella echándose a un lado, y agregó—: Adelante, pase.
Samuel se adentró en el vestíbulo, un amplio recinto con los techos muy altos y las paredes adornadas con mapas antiguos enmarcados. La mujer le estrechó la mano y se presentó.
—Me llamo Sarah Baker —dijo—. Soy algo así como la secretaria del profesor Zarco —señaló al niño con un gesto—. Él es Tomás, mi hijo.
—Un niño precioso —murmuró Samuel.
En efecto, lo era, con los ojos azules, idénticos a los de su madre, y el pelo casi blanco de puro rubio. Siempre sonriente, Sarah contempló con curiosidad a Samuel.
—Es usted más joven de lo que imaginaba —comentó.
Samuel se encogió de hombros.
—Tengo veintitrés años —dijo—. ¿Es un problema?
—No; puede que al contrario —repuso ella, pensativa—. El profesor Zarco está en el patio trasero, pero antes de reunirnos con él debo advertirle algo: no se deje impresionar.
—¿Impresionar? ¿Por qué?
—Por el profesor.
—¿Es… impresionante?
—Oh, sí, mucho. Aunque quizá ésa no sea la palabra correcta. A primera vista, el profesor puede resultar un poco… digamos que amenazador.
—¿Amenazador? Pero…
—Y grosero, y malhumorado, y arrogante. Tiene mucho carácter, y en general muy malo, pero es pura fachada. Le diga lo que le diga, no se lo tome en serio. Venga, acompáñeme.
Desconcertado, Samuel siguió a la mujer a lo largo de un extenso corredor jalonado por puertas que, tras cruzar la zona de servicio, acababa desembocando en el patio trasero del palacete. Allí, cinco peones se afanaban en cargar grandes cajas de madera en un camión. Frente a ellos, un individuo alto y fornido de más de cuarenta años supervisaba la operación con el ceño fruncido. Medía alrededor de metro ochenta y cinco, tenía el pelo castaño, los ojos oscuros e intensos, un poblado bigote y el mentón cuadrado; vestía un terno de franela blanca y se cubría la cabeza con un viejo sombrero panamá. A su lado, un hombrecillo menudo y de baja estatura, tocado con un bombín, le miraba de reojo con aire atemorizado. Unos metros más allá, apoyado contra una pared, un hombre de treinta y tantos años, alto y atlético contemplaba la escena con una expresión divertida en el rostro.
Justo cuando Sarah y Samuel aparecieron en el patio, los peones estaban cargando la segunda caja en el camión; al encaramarla, uno de los trabajadores la soltó demasiado pronto y el embalaje se precipitó ruidosamente sobre la plataforma. Entonces, el hombre del sombrero panamá abrió mucho los ojos y resopló como una locomotora soltando vapor.
—¡¿Se puede saber qué clase de salvajes sois?! —bramó, aproximándose a grandes zancadas al capataz y clavando en él una mirada asesina. Luego, señaló con un dedo hacia los cajones y añadió—: ¡Eso que hay ahí es material científico muy valioso y muy frágil!
—Lo siento, patrón, ha sido un accidente. Pero tampoco es para tanto; a la caja no le ha pasado nada…
—Ah, entonces estamos de suerte —el hombre del panamá se aproximó al embalaje y lo acarició con la yema de los dedos—. Porque a mí lo que me importa es la caja, claro; lo que hay dentro lo hemos metido para hacer bulto, pero lo que realmente queremos enviar por tren son estas preciosas cajas de madera, ¿verdad?
—Si usted lo dice…
—¡No, imbécil, estoy siendo sarcástico! A la caja no le ha pasado nada, pero ¿y a lo que hay dentro? —respiró hondo—. Vamos a ver, ¿para qué os hemos contratado?
—Para cargar estos cajones y llevarlos a la estación.
—Para llevarlos íntegros, repito, íntegros a la estación. Pero a lo mejor preferís destrozarlos antes, claro. Puede que estéis tan acostumbrados a transportar chatarra que no os sintáis cómodos llevando objetos intactos en vuestro mugriento camión. ¿Queréis que vaya a por unos mazos? Podríamos liarnos todos a golpes con los embalajes y así acabaríamos antes, ¿no os parece?
El capataz se encogió de hombros.
—Lo que usted mande, patrón —musitó.
El hombre del sombrero panamá alzó los brazos hacia el cielo, como si demandara justicia a un dios indefinido, y se volvió hacia el hombrecillo del bombín.
—¡Por las barbas del profeta, Martínez! —bramó—. ¡¿De dónde ha sacado a esta cuadrilla de deficientes mentales que ni haciendo un cursillo llegarían a comprender un sarcasmo?!
—Son bu-buena gente —tartamudeó el hombrecillo llamado Martínez—. Ya han trabajado para nosotros en otras oca…
—¡Una panda de inútiles, eso es lo que son! —le interrumpió. Acto seguido, se volvió hacia los peones y dijo—: De acuerdo, lo expresaré con tanta claridad que hasta un niño de cinco años lo entendería. Esto lo digo por si conocéis a algún niño de cinco años que pueda explicároslo. Vamos a ver, lo que hay en esos embalajes es frágil; o sea, que se puede romper con facilidad. Además, es valioso, lo cual significa que ni con toda una vida de vuestros miserables sueldos podríais pagar el más leve desperfecto. Así que vais a cargar esas cajas en el camión con tanto mimo y cuidado como si dentro estuvieran vuestras madres, si es que tenéis madres.
Samuel se inclinó hacia Sarah y le susurró al oído:
—¿Ése es el profesor Zarco?
—El mismo —asintió la mujer.
—Quizá no sea buen momento para hablar con él. Puedo volver otro día…
—No, no; hoy está de buen humor. Esos arrebatos se le pasan enseguida, no se preocupe.
Mientras Zarco seguía hostigando a los peones, Samuel contempló los embalajes. Eran cuatro cajones de más de metro y medio de alto, todos ellos marcados con el rótulo «DÉDALO - Propiedad de SIGMA - Frágil». ¿Qué significaría «Dédalo»?, comenzó a preguntarse Samuel, pero en ese momento el hombre alto que había permanecido apoyado en la pared se aproximó a Sarah y acarició la cabeza del bebé.
—¿Quién es tu amigo? —le preguntó a la mujer.
—Samuel Durango, el candidato para sustituir al pobre Vázquez. Samuel, te presento a Adrián Cairo, socio del profesor, padre de Tomás y mi afortunado marido.
—Afortunadísimo —repuso Cairo mientras estrechaba la mano de Samuel.
De pronto, el profesor Zarco, abandonando por unos instantes el maltrato verbal a los peones, fijó la mirada en el fotógrafo y se aproximó a él con una ceja alzada.
—¿Quién demonios eres tú? —gruñó.
—Es Samuel Durango, profesor —terció Sarah—. El fotógrafo.
—¿Fotógrafo?…
Sin apartar la mirada del joven, Zarco parpadeó varias veces, como si no acertara a comprender el significado de la palabra «fotógrafo». Entonces, una bien timbrada voz de mujer dijo con acento inglés:
—Disculpen, ¿tendría alguien la amabilidad de atendernos?
Al instante, todas las miradas convergieron en la puerta que daba acceso al palacete, donde dos mujeres permanecían de pie observando con aire curioso la actividad que se desarrollaba en el patio. Aunque una ya había entrado en la edad madura y la otra debía de frisar la veintena, existía un gran parecido entre ellas; ambas tenían el cabello rubio y los ojos azules, ambas eran guapas y esbeltas, y ambas vestían elegantes trajes de alta confección —la de más edad uno de Gabrielle Chanel y la más joven uno de Madeleine Vionnet—, signo inequívoco de su elevada clase social.
Sarah le entregó el bebé a su marido y se aproximó a las recién llegadas.
—Buenos días —las saludó—; soy Sarah Baker, la secretaria del centro.
—Me llamo Elisabeth Faraday —repuso la mujer de más edad— y ella es mi hija, Katherine Foggart. Hemos llamado insistentemente al timbre, pero como no respondía nadie y la puerta estaba abierta, nos hemos tomado la libertad de entrar. Confío en que disculpen la intromisión.
—Oh, no, discúlpennos ustedes; hoy tenemos un poco de desorden. Dígame, ¿qué desean?
Lady Elisabeth paseó la mirada por entre los presentes antes de responder.
—Buscamos al profesor Ulises Zarco —dijo—. ¿Se encuentra aquí?
De repente, una transformación asombrosa tuvo lugar; hasta entonces, Zarco se había comportado como un gorila, pero súbitamente su fiero rostro se distendió con una sonrisa y, tras quitarse el sombrero, se aproximó a las dos mujeres destilando cortesía por todos los poros.
—Soy el profesor Zarco —declaró. A continuación, besó la mano de Lady Elisabeth, luego la de Katherine y finalmente dijo—: ¿En qué puedo ayudarlas?
—Se trata de mi marido, Sir John Thomas Foggart. Creo que usted le conoce.
Zarco arqueó las cejas, sorprendido.
—¿El viejo Johnny? Menuda sorpresa… Claro que le conozco; más de una vez he tropezado con ese pirata… —carraspeó—. Lo de pirata lo digo en sentido figurado y cariñoso, por supuesto —volvió a carraspear—. ¿Qué tal está John? ¿Le ha sucedido algo?
—Precisamente de eso se trata, profesor —Lady Elisabeth miró en derredor y preguntó—: ¿Podríamos hablar en un lugar más cómodo?
Zarco se dio una palmada en la frente.
—Sí, por supuesto —dijo—, qué distraído soy. Disculpen mi mala educación —se volvió hacia el hombrecillo del bombín y, recuperando su mejor expresión de ferocidad, le espetó—: Martínez, le hago personalmente responsable de que esos orangutanes transporten el Dédalo sin causarle el menor daño. ¿Está claro?
—Sí, profesor.
—Martínez…
—¿Sí, profesor?
—¿Me ha visto alguna vez enfadado?
—Eh…, creo que sí, profesor.
—Se equivoca, hasta ahora me ha visto en mi estado normal. Créame: no le gustaría verme enfadado de verdad, así que, por su bien, será mejor que el Dédalo no sufra ni un rasguño.
Acto seguido, se dio la vuelta y clavó la mirada en el rostro de Samuel.
—¿Quién has dicho que eras? —preguntó.
—Samuel Durango. He venido por el anuncio del…
—Ah, sí, el fotógrafo —le interrumpió—. De acuerdo, ven con nosotros —Zarco echó a andar hacia el interior del edificio y, dirigiéndose a las damas inglesas, agregó—: Muy bien, señoras, vamos a reunimos en mi despacho.
★★★
El despacho de Zarco era una enorme habitación abarrotada de objetos: mapas y cartas marinas clavadas en las paredes, miles de libros amontonándose en atestadas librerías o en polvorientas pilas, instrumentos científicos, ídolos polinesios, máscaras africanas, anaqueles con colecciones de monedas y fósiles, una enorme esfera terrestre, un incongruente traje de buzo colgando del techo, estatuas precolombinas, cuchillos ceremoniales, un astrolabio, cabezas reducidas jíbaras… Aquello parecía más el desván de un museo que un lugar de trabajo.
Tras despejar de trastos unas sillas, las dos inglesas, Sarah y Adrián Cairo, con su hijo en brazos, se sentaron frente al escritorio del profesor, mientras que éste se acomodaba detrás, en una vieja butaca de cuero. Samuel, sintiéndose absolutamente fuera de lugar, tomó asiento en segunda fila, con la carpeta sobre las rodillas. Lady Elisabeth contempló a las personas que la rodeaban y luego miró a Zarco con un deje de perplejidad. Adivinando sus pensamientos, el profesor dijo:
—Puede hablar con libertad, señora Faraday; esta gente es de mi entera confianza. Salvo ese joven de ahí, el fotógrafo, al que no había visto en mi vida; pero, dado el aspecto de infeliz que tiene, debe de ser inofensivo. Aunque, claro, quizá se trate de un tema delicado que requiera privacidad…
Lady Elisabeth negó levemente con la cabeza.
—No, no hay nada comprometedor en lo que voy a contar —dijo—. Sus amigos pueden quedarse.
—Muy bien, señora Faraday. Pero antes de comenzar, permítame una pregunta: siendo usted la esposa de John Foggart, ¿cómo es que no usa su apellido?
—Tras nuestro matrimonio, decidí conservar mi apellido de soltera. Los Faraday somos una vieja familia muy enraizada en nuestro país. Por ejemplo, Michael Faraday, el famoso científico investigador del electromagnetismo, fue uno de mis antepasados.
—Nobles orígenes —repuso Zarco; unió las manos entrecruzando los dedos y añadió—: La escucho, señora Faraday.
La mujer bajó la mirada y, tras dedicar unos instantes a ordenar sus pensamientos, comenzó el relato.
—Como quizá sepan —dijo—, John, mi marido, es arqueólogo.
—Y explorador —añadió Zarco—. Un gran profesional, sin duda.
—Goza de cierto prestigio académico, es cierto —prosiguió ella—. Pues bien, hará cosa de año y medio, durante los trabajos de remodelación del cementerio de la parroquia de San Gluvias, en Penryn, se descubrieron los cimientos de una iglesia muy anterior, prerrománica, de la que no se tenía noticia alguna.
—Disculpe, señora Faraday —la interrumpió Zarco—: ¿Dónde está Penryn?
—Al suroeste de Inglaterra, en Cornualles; es un pequeño pueblo situado muy cerca de Falmouth —Lady Elisabeth hizo una pausa—. Cuando los restos del primitivo templo salieron a la luz, las autoridades locales se pusieron en contacto con John y le invitaron a estudiar el hallazgo, propuesta que mi marido aceptó. Las excavaciones se iniciaron hace algo más de un año y, a los pocos días de comenzar, John descubrió algo: una cripta con el sepulcro de san Bowen.
—¿San Bowen?
—Un monje celta del siglo X. No sé mucho más de él, lo siento.
—No importa. Prosiga, por favor.
—Además del sepulcro, mi marido encontró en el interior de la cripta un cofre que contenía ciertas reliquias. Concretamente, varios fragmentos de metal.
Zarco enarcó las cejas.
—¿Qué clase de metal? —preguntó—. ¿Los clavos de la crucifixión, la punta de la lanza de Longinos o algo así?
—No, profesor, nada de eso. Exactamente lo que he dicho: fragmentos de metal. John hizo analizar uno de ellos, pero no me comunicó los resultados. Entre tanto, el resto de las reliquias se guardaron en la caja fuerte del ayuntamiento de Penryn. Por desgracia, días después, unos ladrones entraron de noche en la alcaldía, forzaron la caja y las robaron.
—Qué raro… —comentó Zarco, atusándose el bigote pensativo—. ¿Esos fragmentos eran de oro o de algún otro metal valioso?
—Oro no, desde luego —repuso Lady Elisabeth—; pero ya volveremos a ese asunto más adelante. El caso es que mi marido regresó a Londres a comienzos de junio y durante unos días se dedicó a investigar en archivos y bibliotecas, aunque no llegó a decirme por qué. Finalmente, a mediados de junio, John me informó acerca del hallazgo realizado en Penryn y me comunicó que iba a ausentarse durante una temporada, pues debía proseguir su investigación en el continente.
—¿Le dijo adonde se dirigía?
Lady Elisabeth negó con la cabeza.
—Ni adonde se dirigía, ni qué buscaba, ni cuánto tiempo iba a estar ausente.
—¿Y eso no le extrañó?
—Por supuesto, pero cuando le pregunté al respecto, John se mostró evasivo. Dijo que de momento prefería mantener el asunto en secreto y que ni siquiera yo, por mi seguridad, debía saber nada.
—¿Por su seguridad?
—Sí, profesor; reconozco que el comentario me alarmó, y así se lo hice saber. Entonces John me hizo dos advertencias: en primer lugar, que tuviera mucho cuidado con Aleksander Ardán y con cualquier persona u organización relacionadas con él.
—Disculpe mi ignorancia: ¿quién es Aleksander Ardan?
—El dueño de una corporación llamada Ararat Ventures, un hombre de negocios armenio nacionalizado inglés. Es inmensamente rico.
—¿Usted le conoce?
—No le he visto jamás.
—¿Y su marido le conocía?
—No lo sé, profesor. John insistió en que me mantuviera alejada de Ardán, pero no me dijo por qué.
—Entiendo. ¿Y cuál fue la segunda advertencia que le hizo su esposo?
Lady Elisabeth sacó del bolso una pitillera de oro, extrajo de ella un largo cigarrillo y preguntó:
—¿Les importa que fume?
Zarco la miró, escandalizado, y abrió la boca para protestar, pero Sarah se le adelantó.
—No, señora Faraday, por supuesto —dijo, acercándole un cenicero.
Lady Elisabeth encendió el cigarrillo con un Cartier de oro, aspiró una bocanada de humo y lo exhaló lentamente por la nariz.
—La segunda advertencia que me hizo John —dijo, mirando fijamente a Zarco— fue que si le sucedía algo a él, o si no tenía noticias suyas durante demasiado tiempo, me pusiera en contacto con usted y le solicitara ayuda.
★★★
El profesor Zarco casi dio un salto sobre la butaca. Con los ojos muy abiertos, se inclinó bruscamente hacia delante y exclamó:
—¡¿Que me pidiera ayuda a mí?! ¿Por qué?
—Porque, según palabras de John, usted es el hombre con más recursos que conoce y, además (siempre citando a mi marido), porque es usted tan terco como una mula y cuando se propone algo no hay nada en el mundo que pueda impedirle llevarlo a cabo.
—Vaya, no sé si sentirme halagado u ofendido —murmuró Zarco, reclinándose contra el respaldo de la butaca—. Pero, vamos a ver, señora Faraday, en definitiva: ¿a John le ha sucedido algo o no?
—Permítame continuar la historia, profesor. Mi marido posee un navio, el Britannia, un vapor en el que acostumbra a desplazarse durante sus viajes de trabajo.
—¿Aún se mantiene a flote ese viejo cascarón? —comentó Zarco.
—Espero que sí, pues mi marido está en él. El dieciséis de junio del año pasado, John embarcó en el Britannia, que estaba fondeado en Portsmouth, y partió con rumbo desconocido —Lady Elisabeth sacudió la ceniza de su cigarrillo con un elegante ademán—. Unas semanas más tarde —prosiguió—, dos hombres se presentaron en mi casa. Trabajaban para la empresa Cerro Pasco Resources Ltd. y querían averiguar el paradero de John para entrevistarse con él acerca de, según dijeron, un asunto de negocios. Afortunadamente, por aquel entonces yo había hecho algunas indagaciones y sabía que Cerro Pasco es una compañía minera perteneciente a Ararat Ventures, la corporación de Ardan, de modo que les dije que no tenía noticias de mi marido, lo que, por otro lado, era cierto. Tan sólo una semana después, un desconocido me abordó mientras paseaba por una zona solitaria de Hyde Park y me exigió que le dijera dónde estaba John.
—¿Le exigió?
—Así es. Aquel individuo se comportó de forma muy amenazadora; por fortuna, unos jóvenes aparecieron en ese momento y el hombre se fue a toda prisa. Pero esa noche un desconocido me telefoneó para advertirme que, si no revelaba el paradero de mi marido, era muy probable que volviese a tener un encuentro tan desagradable como el de aquella tarde.
—¿Y usted qué hizo?
—Le mandé a paseo, profesor. Aunque, a decir verdad, le envié a un sitio bastante más feo.
Lady Elisabeth dio una calada y, al tiempo que exhalaba una nube de humo, apagó el cigarrillo en el cenicero.
—¿Qué pasó después, señora Faraday? —preguntó Zarco, contemplando el humo con reprobación.
—¿Qué pasó? Nada, profesor; absolutamente nada. Los meses transcurrieron y no recibí la menor noticia de John. Finalmente, a mediados de febrero, le envié a usted una carta.
—¿A mí? —Zarco puso cara de perplejidad—. Le aseguro, señora, que no he recibido ninguna carta suya.
—Y a finales de marzo le envié otra —insistió la mujer.
—Pues puedo jurarle que…
—¿Ha revisado el correo, profesor? —le interrumpió Sarah, señalando las pilas de sobres y paquetes que se acumulaban sobre el escritorio.
Zarco contempló el montón de cartas como si lo viese por primera vez.
—Bueno —murmuró—, ando un poco atrasado…
Sarah se puso en pie y, tras un rápido examen del correo, sacó dos cartas y las dejó sobre el escritorio, frente a Zarco.
—Ahí están —dijo mientras volvía a sentarse.
—Cerradas y sin leer… —musitó Lady Elisabeth contemplando las misivas con una ceja alzada.
—He estado fuera de España, señora Faraday —se excusó Zarco—. En África, dirigiendo una expedición por el río Níger y… En fin, regresé hace dos meses y aún no me he puesto al día con el papeleo atrasado.
—No importa, profesor; ahora que estamos aquí, esas cartas carecen de interés —Lady Elisabeth le dedicó una fugaz sonrisa—. Como les decía, durante casi un año no supe nada de mi marido, hasta que, hace nueve días, recibí una carta suya. En realidad, era un paquete; contenía una nota manuscrita y un fragmento de metal; concretamente, un cilindro de unas cinco pulgadas de largo por una de diámetro.
—¿El metal de ese cilindro era similar al de las reliquias de Bowen? —preguntó Zarco.
—No; tenía un aspecto más oscuro y menos brillante. Ignoro qué clase de metal era.
—¿Y qué le decía su marido en la carta?
—Estaba fechada el veintinueve de abril de este año. Era una nota muy breve; John me comunicaba que se encontraba bien y que regresaría a Inglaterra, como muy tarde, a finales de verano. También me pedía que guardase el cilindro metálico en nuestra caja fuerte, y que no se lo enseñase a nadie.
—¿Le informaba acerca de su paradero?
—No, pero el paquete tenía matasellos de Noruega.
—Noruega… —repitió Zarco, pensativo—. Bueno, al menos sabemos que John está sano y salvo.
—Así es; no obstante… —Lady Elisabeth intercambió una mirada con su hija y prosiguió—: El día que llegó el paquete, lo guardé en la caja fuerte del despacho de John. Esa misma noche, alguien entró en nuestro hogar y, tras forzar el cofre, robó el paquete con el cilindro de metal y la carta. Afortunadamente, sólo fue un robo, pero todavía me estremezco al pensar que Katherine y yo estábamos en casa, durmiendo, mientras un ladrón nos desvalijaba —dejó escapar un breve suspiro—. Dos días más tarde, mi hija y yo abandonamos Londres e iniciamos el viaje a Madrid con el único objetivo de entrevistarnos con usted.
Sobrevino un largo silencio. Tras cruzar unas miradas con Adrián Cairo y con Sarah, Zarco contempló a Lady Elisabeth y se encogió de hombros.
—La historia que nos ha contado es muy interesante, señora Faraday —dijo—, pero, si he de serle sincero, no sé cómo puedo ayudarla. Según usted misma nos ha contado, su marido le escribió hace un mes y estaba como una rosa, así que lo único que tiene que hacer es aguardar su regreso.
—Se olvida de los robos y las amenazas —replicó la mujer.
—En eso tampoco puedo ayudarla. Yo en su lugar pondría el asunto en manos de la policía.
—Ya lo hice, profesor, pero ésa no es la cuestión. Resulta evidente que hay gente peligrosa buscando a mi marido, y que fuerzas poderosas están, por las razones que sean, sumamente interesadas en lo que John descubrió dentro del sepulcro de Bowen; de modo que, si antes me preocupaba lo que podía haberle pasado a mi marido, ahora me preocupa lo que pueda sucederle en el futuro. Estoy segura de que Scotland Yard hará todo lo humanamente posible por atrapar a los responsables del robo y las amenazas, pero también sé que la policía no irá al continente para buscar a mi marido y advertirle del peligro que corre.
Zarco se la quedó mirando con perplejidad, como si no acabara de captar el significado de las palabras de Lady Elisabeth, hasta que, de pronto, un destello de comprensión brilló en sus ojos.
—¿Pretende que vaya en busca de su marido? —preguntó.
—Exactamente —asintió la mujer, muy seria—; eso es lo que hemos venido a pedirle.
Zarco miró a sus colaboradores con incredulidad y alzó las manos en un gesto de impotencia.
—Pero eso es absolutamente imposible, señora mía —dijo.
—¿Por qué, profesor?
—Por muchísimos motivos —contestó Zarco—. En primer lugar, porque dentro de cuatro días parto hacia Venezuela, donde pasaré varios meses explorando los tepuyes de la Gran Sabana.
—Pues retráselo —replicó con naturalidad la mujer.
—¿Que lo retrase?… —Zarco entrecerró los ojos—. Vamos a ver, señora Faraday: dado que John es un hombre acaudalado, financia las expediciones de su bolsillo, ¿verdad?
—Así es.
—Pues yo no tengo esa suerte. Trabajo para SIGMA, que es la organización que me paga, y por tanto debo cumplir estrictamente las actividades que tengo programadas.
—Si se trata de dinero —repuso Lady Elisabeth—, estoy dispuesta a cubrir todos los gastos de la expedición, así como a remunerarle a usted y a sus colaboradores con la cantidad que decidan.
—No se trata sólo de dinero, señora —objetó Zarco, comenzando a irritarse—. Como comprenderá, no puedo decirle al consejo rector de la sociedad que suspendo mi viaje a Venezuela porque se me ha antojado ir en busca de un viejo conocido.
Katherine, la hija de Lady Elisabeth, que hasta entonces había permanecido en silencio, se inclinó hacia delante y preguntó en perfecto español:
—¿Está usted diciendo, profesor Zarco, que no va a hacer nada por ayudar a un amigo en peligro?
Zarco le dedicó a la muchacha una mirada de la que parecían saltar chispas.
—Vamos a dejar las cosas claras, señorita —dijo—. En primer lugar, John y yo no somos precisamente íntimos amigos, sino más bien rivales. Es cierto que nuestra relación siempre ha sido cordial, y que más de una vez hemos compartido un buen borgoña, pero no intercambiamos felicitaciones en Navidad ni nos llamamos por nuestros cumpleaños. En segundo lugar, John les envió una carta hace un mes comunicándoles que estaba bien y que regresaría a finales de verano, así que, tal y como yo lo veo, no corre el menor peligro. Por otro lado, si alguien pretende causarle algún problema, estoy seguro de que John es lo suficientemente mayorcito como para solucionar el asunto sin necesidad de que nadie le haga de niñera. ¿He dejado claro mi punto de vista?
Se produjo un largo silencio. Lady Elisabeth dejó escapar un suspiro y comentó:
—Mi marido ya me advirtió de que usted se negaría. Por eso, antes de partir, me entregó algo que, según él, le haría cambiar de idea —la mujer abrió el bolso, sacó de su interior una bolsita de terciopelo negro y, al tiempo que se la entregaba a Zarco, aclaró—: Es una de las reliquias de Bowen.
Con expresión escéptica, el profesor abrió la pequeña bolsa y dejó caer su contenido sobre la palma de la mano izquierda. Se trataba de un fragmento de metal de unos tres centímetros de largo por dos de ancho; parecía un prisma hexagonal cortado en bisel y era de color gris plateado. Zarco lo examinó durante un largo minuto y luego se lo entregó a Adrián Cairo.
—No parece níquel, ni plata, ni acero —dijo.
Cairo lo escrutó con atención, manteniéndolo apartado de las manitas de su hijo, y al cabo de unos segundos se lo devolvió a Zarco.
—¿Quizá platino? —sugirió.
El profesor se encogió de hombros y, volviéndose hacia Lady Elisabeth, preguntó:
—¿Esto es lo que John encontró en la cripta de Penryn?
—Junto con otros seis fragmentos metálicos similares —respondió la mujer—; los que se depositaron en la caja fuerte del ayuntamiento y fueron robados. Mi marido guardó ése para analizarlo.
Zarco contempló con indiferencia el trozo de metal y volvió a encogerse de hombros.
—¿Y qué quiere que haga yo con esto, señora Faraday?
—Analizarlo. Eso es lo que me indicó John: que se lo entregue a usted y le pida que lo haga analizar por un químico.
—Eso no tiene sentido, señora Faraday…
—Yo correré con los gastos del laboratorio, si es eso lo que le preocupa.
—No, no es eso lo que me preocupa —replicó Zarco, cada vez más irritado—. La cuestión, señora Faraday, es que se trata de una pérdida de tiempo, porque, sinceramente, dudo mucho que los resultados de un análisis químico, sean cuales sean, me hagan cambiar de idea.
Lady Elisabeth esbozó una sonrisa distante.
—Ignoro qué clase de metal es ése —dijo—; como señalé antes, John nunca me lo reveló. Pero conozco a mi marido y sé que no suele hablar por hablar, de modo que si él creía que el análisis de ese metal podía convencerle, profesor, estoy segura de que tenía sus razones —hizo una pausa y agregó—: No voy a discutir su decisión de no ayudamos a encontrar a mi marido, pero ¿tendría al menos la amabilidad de realizar ese análisis? Se lo pido por favor; es muy importante para nosotras.
Zarco respiró profundamente y contuvo el aliento mientras sopesaba pensativo el fragmento de metal. Luego, tras exhalar de golpe una bocanada de aire, dijo:
—De acuerdo, como usted quiera; hoy mismo lo mandaré a un laboratorio. Ahora bien, le advierto algo: el próximo martes, tengamos o no los resultados del análisis, y sean éstos cuales sean, subiré a un tren con destino a Santander, donde embarcaré rumbo a Venezuela. ¿Está claro?
—Clarísimo —Lady Elisabeth, imitada por su hija, se incorporó—. Ya hemos abusado de su tiempo, profesor, nos vamos. Estamos hospedadas en el hotel Ritz; les agradeceremos que nos avisen cuando reciban el informe del laboratorio
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Cuando Sarah y Zarco, después de acompañar a las dos inglesas a la salida, regresaron al despacho, el profesor se dejó caer en el sillón y profirió un gruñido.
—Qué mujer más pesada —murmuró.
—Está preocupada por su marido —dijo Cairo, entregándole el bebé a Sarah—. Es lógico que haya sido insistente.
—Un plomo, eso es lo que ha sido. Además, me parece de muy mala educación ponerse a echar humo como una locomotora.
—¿Y qué me dice de sus habanos, profesor? —terció Sarah—. Tenemos que abrir las ventanas para no asfixiarnos.
—Eso es distinto; yo soy un hombre.
Sarah sacudió la cabeza.
—Un hombre de la Edad Media —replicó—. Estamos en el siglo XX, profesor; las mujeres también fuman.
—Eso será en ese país de salvajes donde naciste, pero no en la vieja y civilizada Europa —Zarco contempló, taciturno, la reliquia de Bowen que yacía junto a la bolsa de terciopelo sobre el escritorio—. Y además —prosiguió—, esa insistencia en que haga analizar el maldito trozo de metal… En fin, ¿cómo se llama el químico con el que hemos trabajado otras veces? Ése con cabeza de huevo y pinta de enterrador…
—Bartolomé García, del Instituto Geológico —apuntó Sarah.
—Eso es. ¿Te importaría hablar con él, Adrián? Podrías llevarle el trozo de metal esta misma mañana, y así nos lo quitamos de encima.
—De acuerdo, profesor —asintió Cairo.
En ese momento, Samuel, que a fuerza de estarse quieto y callado temía haberse vuelto invisible, se incorporó y avanzó un par de pasos.
—Disculpen —dijo—. Quizá sea mejor que me vaya…
Zarco giró la cabeza y, durante unos instantes, le contempló como si le viese por primera vez.
—Ah, el fotógrafo… —dijo al fin—. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Samuel Durango.
—¿Durango? ¿Qué clase de apellido es ése? —Zarco se volvió hacia Cairo y preguntó—: ¿El «durango» no es una fruta?
—No, profesor; la fruta se llama durazno. Es una especie de melocotón.
—Bueno, da igual —Zarco se encaró de nuevo con Samuel y le indicó con un gesto que se acercara—. A ver, enséñanos tu trabajo.
Un tanto desconcertado, Samuel desató los cordones que mantenían cerrada la carpeta y comenzó a desplegar fotografías delante de Zarco y sus colaboradores. La mayor parte eran retratos y fotos de estudio, aunque también había varias instantáneas tomadas en las calles de París; pero antes de verlas todas, Zarco le interrumpió con un ademán y dijo:
—De acuerdo, muy bonitas, aunque no tienen nada que ver con la clase de fotografías que necesitamos —miró fijamente a Samuel, como si quisiera arrancarle los pensamientos, y comentó—: Eres un crío.
—Tengo veintitrés años.
—Pues eso, un crío. Supongo que no tendrás mucha experiencia.
—He trabajado durante doce años con un fotógrafo profesional, el señor Pierre Charbonneau.
—¿Doce años, eh? No está mal. ¿Tienes equipo propio?
—Sí, señor. Aparte del material de laboratorio y de la iluminación eléctrica, tengo cuatro cámaras de estudio: una J. Lizars modelo Challenge, una Eastman Kodak, una Sanderson y una Gilles-Faller. En cuanto a cámaras portátiles, dispongo de una Agfa con óptica Zeiss, una Voigtlánder Prominent, una…
—Bueno, bueno —le interrumpió Zarco—; cuentas con mucho equipo, lo he captado. Ahora vamos a lo importante: ¿hablas idiomas?
—Francés e inglés, aparte de español.
—¿Alemán?
—No.
—Pues deberías aprenderlo, es un gran idioma. ¿Sabes nadar?
—Eh…, sí.
—¿Estás en buena forma física?
—Supongo…
Zarco le miró de arriba abajo, como si examinara a un caballo de carreras.
—Un poco enclenque —dictaminó—; pero joven. Aún hay esperanzas. La forma física es muy importante para este trabajo, amiguito. Por ejemplo, Vázquez, nuestro anterior fotógrafo; es un gran profesional, pero está en pésima forma. ¿Sabes cuáles son los mamíferos que más muertes humanas causan en África?
—¿Los leones? —respondió Samuel, desconcertado por lo incongruente de la pregunta.
—De ninguna manera, ni leones, ni leopardos, ni hienas: los más letales son los hipopótamos. Parecen simpáticos cerdos gigantes, ¿verdad? Pues son unos hijos de mala madre capaces de hacerte papilla cuando menos te lo esperas. Sin ir más lejos, hace tres meses un hipopótamo nos embistió en las orillas del río Níger. Salimos por piernas, como es natural, pero Vázquez cometió dos errores. En primer lugar, corrió en línea recta, algo que no debe hacerse, pues los hipopótamos, pese a su apariencia, son muy rápidos a la carrera, no lo olvides.
—Lo tendré presente.
—Hay que correr en zigzag, porque esas bestias están tan gordas que les cuesta cambiar de dirección.
—¿Y el segundo error?
—No soltar la cámara. En fin, eso le honra; demostró mucha profesionalidad y un gran valor al proteger de ese modo sus herramientas de trabajo, pero también una inmensa estupidez, pues resulta evidente que no se puede correr muy deprisa cargando con un trípode y una cámara. Aunque, de todas formas, estaba en tan mala forma física que, con o sin cámara, hasta un pato cojo le hubiese alcanzado. Pobre tipo; esperemos que salga pronto del hospital. Y ya que hablamos de eso, ¿eres valiente?
Samuel se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Pues se trata de una cuestión importante; no quiero llevar conmigo a ningún imbécil que salga corriendo como un conejo en cuanto vea a un nativo pintarrajeado. Dime, ¿has estado alguna vez en una situación peligrosa?
En vez de contestar, Samuel bajó la mirada y reflexionó durante unos segundos. Luego, sacó de la carpeta un par de fotografías y las depositó sobre la mesa: en una aparecía un grupo de soldados ingleses saliendo de un parapeto justo cuando un proyectil explotaba por detrás de ellos; en la otra imagen, algo borrosa, se veía a un soldado en el momento de ser abatido por las balas enemigas.
—Las tomé a finales de abril de 1917, en Francia, cerca de Arras —dijo Samuel con voz neutra.
Zarco arqueó una ceja.
—¿Estuviste en la Batalla de Arras? —preguntó, sorprendido.
—Sí.
—¿Combatías?
—No; hacía fotografías junto al señor Charbonneau.
—¿Y qué demonios se os había perdido en ese infierno? —intervino Cairo.
Samuel desvió la mirada.
—Es una historia larga —respondió sin responder.
Zarco tomó una de las fotografías y la examinó atentamente mientras se frotaba la nuca.
—En Arras hubo más de seiscientas mil bajas… —murmuró, pensativo. Acto seguido, dejó la foto sobre la mesa y declaró—: De acuerdo, Durazno, estás contratado.
—Pero…
—Discute con Sarah las condiciones —le interrumpió Zarco sin prestarle atención—. Y ahora largaos, que tengo que trabajar.
Cairo se incorporó, cogió de encima del escritorio la metálica reliquia de Bowen, se la guardó en un bolsillo y echó a andar hacia la salida.
—Voy a ver al químico —dijo mientras abandonaba el despacho—. Cogeré el Hispano-Suiza.
Sarah rodeó el escritorio, se aproximó a Zarco y, antes de que éste pudiera reaccionar, le puso el bebé encima de las rodillas.
—Cuídele mientras hablo con Samuel, profesor —dijo.
Zarco contempló al bebé como si fuera un alacrán que repentinamente hubiese caído sobre su regazo.
—¿Pero es que te has vuelto loca? —bramó—. Ya sabes que odio a los niños…
—Tonterías —replicó Sarah, tomando a Samuel de un brazo y conduciéndole hacia la puerta—. Tomás le adora, profesor; y usted a él.
Cuando la mujer y el fotógrafo abandonaron el despacho, Zarco se quedó mirando al bebé con el ceño fruncido.
—Como se te ocurra cagarte te estrangulo, sabandija —gruñó.
Tomás soltó una risa, tendió una mano y le apretó la punta de la nariz. Al instante, el feroz rostro del profesor se relajó con una no menos feroz sonrisa.
—Sabes cómo ganarte a la gente, ¿eh, perillán? —murmuró mientras comenzaba a hacerle cosquillas en la tripa.
★★★
El despacho de Sarah Baker era mucho más pequeño que el del profesor, pero estaba infinitamente más ordenado. Samuel y ella se acomodaron a ambos lados de un pequeño buró y durante unos segundos se contemplaron en silencio.
—No estoy seguro de querer este trabajo —dijo finalmente Samuel.
—Comprendo —sonrió Sarah—. Pero supongo que, antes de decidirse, deseará saber algo más sobre el puesto, ¿no?
—Eh…, sí.
—De acuerdo. SIGMA fue fundada a mediados del siglo pasado por don Andrés de Peralada y Santillán, marqués de Alamonegro, con el objetivo de contribuir al conocimiento científico y a la exploración de nuestro planeta. Tras su muerte, el marqués destinó parte de su herencia al establecimiento de la Fundación Alamonegro, cuyo único propósito es financiar a SIGMA. La Sociedad de Investigaciones Geográficas está supervisada por un consejo rector y dirigida por el profesor Zarco. Adrián, mi marido, es algo así como el jefe de operaciones, y Martínez, el caballero del bombín a quien el profesor maltrataba en el patio, es el administrador. En cuanto a mí, nací en California hace veintiocho años, llevo seis trabajando para el profesor y soy la secretaria y chica para todo del centro.
—¿Ésa es toda la plantilla? —preguntó Samuel, sorprendido por la escasez de personal.
—Aquí, en Madrid, sí. Luego están el capitán Verne y sus hombres, que ahora se encuentran en Santander. Y, por supuesto, tenemos vacante el puesto de fotógrafo. ¿Quiere conocer el sueldo?
—Sí, claro.
—Novecientas cincuenta pesetas al mes, más gastos y alojamiento, si lo desea.
Tras hacer un rápido cálculo mental, Samuel se quedó con la boca abierta; novecientas cincuenta pesetas equivalían a cuatro mil setecientos cincuenta francos, una cantidad enorme, casi el sueldo mensual de un médico o un abogado de renombre.
—Es mucho dinero… —murmuró, sorprendido.
Sarah apoyó los codos en el buró y preguntó:
—¿Te parece bien que nos tuteemos?
—Claro.
—De acuerdo; tú me llamas a mí Sarah y yo te llamaré a ti Sam. Pues bien, Sam, voy a ser absolutamente franca contigo: puede que el sueldo te parezca muy elevado, pero en realidad no lo es. Antes de Vázquez, otros cuatro fotógrafos trabajaron para el profesor; tres de ellos se despidieron al regresar de su primer viaje y el tercero aguantó dos expediciones, pero acabó en el hospital, como Vázquez.
—¿Otro hipopótamo?
Sarah negó con la cabeza.
—Una pelea en un tugurio de Shanghái. ¿Sabes por qué presentaron la renuncia los otros tres fotógrafos?
—¿Por el peligro?
—No. Se fueron porque no podían aguantar al profesor. Verás, Sam, Zarco no es un hombre de trato fácil.
—Ya lo he notado.
—Pero es inteligente, culto, brillante, valiente y en el fondo tiene un gran corazón. Además, cuando le coges el tranquillo, resulta hasta divertido. Pero no es sencillo trabajar con él, te lo aseguro. Por lo demás, SIGMA patrocina una o dos expediciones anualmente, en las que, por supuesto, tú deberás participar. Eso significa pasar nueve o diez meses al año en lugares lejanos y en condiciones que resultarían incómodas hasta para un cavernícola. Además, no sólo tendrás que hacer frente a situaciones arriesgadas, sino que deberás estar justo en medio del peligro, porque tu deber será fotografiarlo. Por último, si aceptas, partirás el próximo martes con destino a la selva venezolana, donde pasaréis varios meses explorando los tepuyes.
—¿Qué son los «tepuyes»?
—Unas formaciones geológicas muy particulares; ya te lo explicaré. El caso es que deberás vivir una larga temporada en la selva, rodeado de serpientes, arañas, jaguares e inmensas nubes de mosquitos, muchos de los cuales transmiten la malaria, entre otras enfermedades —Sarah se reclinó en el asiento—. En fin, Sam, no sé si después de lo que te he contado sigues considerando elevado el salario. En cualquier caso, y pese a todos los inconvenientes, puedes estar seguro de algo: si aceptas, verás cosas y lugares que muy pocos occidentales han contemplado. ¿Qué te parece?
Samuel guardó unos segundos de silencio antes de contestar.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo.
—Dispara —respondió Sarah, simulando una pistola con el índice y el pulgar.
—¿A cuántos candidatos habéis entrevistado para el puesto?
—Tú eres el séptimo.
—¿Y qué pasó con los otros seis?
—A cinco los desechó el profesor con cajas destempladas; el sexto se fue de aquí jurando que ni por todo el oro del mundo trabajaría, y cito textualmente sus palabras, en un manicomio como éste, dirigido además por un sádico. No hemos vuelto a verle —suspiró—. Bien, ¿qué me dices, Sam?
Samuel bajó la mirada, posándola en el parqué del suelo. SIGMA era uno de los lugares más extravagantes que había visto jamás, y el profesor Zarco parecía una especie de ogro, como la Bestia del cuento. Además, aceptar aquel trabajo supondría llevar una vida errante y desarraigada, así como exponerse a toda suerte de penalidades y peligros. Había que estar loco para comprometerse con un empleo tan excéntrico. Quizá por todos esos motivos, Samuel alzó la cabeza, miró a Sarah y dijo:
—De acuerdo, acepto.