La puerta del templo estaba abierta, y de ella surgía un rutilante esplendor que parecía nacer del centro de la Tierra. Boquiabiertos y alucinados, Leonardo Cárdenas y su compañera cruzaron el umbral junto a los Custodios.
Las líneas arquitectónicas interiores eran completamente idénticas a las catedrales construidas en el Renacimiento. Había una nave principal, escoltada por arcos formeros que se alineaban con precisión a ambos lados de las galerías, la cual estaba atravesada a su vez por otra nave transversal, algo menor, que se apreciaba más allá del crucero. Al fondo, entre la girola y el presbiterio, en vez del altar propiciatorio pudieron ver una plataforma escalonada de piedra con una base rectangular en lo alto; y, sobre ella, soñando con su propia inmortalidad, había un arca del color del sol en donde descansaban las figuras de dos ángeles que extendían sus alas hasta tocarse, formando un triángulo perfecto así como un cómodo respaldo. En realidad, más que un arca parecía un trono celestial para dos personas.
Se adentraron emocionados en la nave central admirando la iconografía pagana esculpida por encima de las arquerías; efigies de gárgolas, demonios y animales mitológicos, tales como unicornios, grifos, quimeras y esfinges. Por más que la luz intensa que manaba del Arca iluminase aquel prodigio de la arquitectura, los muros y columnas mantenían el ennegrecido color que proporciona la tierra y la humedad tras el paso de los años. En cuanto a la techumbre y la bóveda, se perdían en lo alto de aquel coloso de piedra que minoraba al hombre hasta el punto de convertirlo en una insignificante mota de polvo.
Leonardo no salía de su pasmo. Aquel lugar le producía escalofríos. Era como estar viviendo una pesadilla en la que pronto habrían de surgir horripilantes espectros de la oscuridad, seres del averno dispuestos a devorar su cuerpo y a esclavizar su alma para la eternidad. Por otro lado, estaba el bienestar que le infundía la presencia de aquella reliquia cuya antigüedad se perdía realmente en la memoria del tiempo. Las emociones se entremezclaban. El sentimiento dio paso a la incertidumbre que proporciona lo inexplicable, y después el pensamiento cayó en las redes de la locura y la sinrazón. Lo último que esperaba es que Dios se refugiase en los infiernos.
Balkis le susurró unas palabras al oído. Le rogaba silencio. Entonces Hiram se colocó entre él y Claudia, cogiendo las manos izquierda y derecha de ambos para unirlas como si fueran una sola. Al pronto se escuchó una voz lejana, que venía de todas partes, cuyas palabras se confundían con el acorde de una música celestial. La voz les dijo en secreto que las piedras encerraban las almas de los hombres que murieron tras haber adquirido el don de Dios, y que todas ellas eran en sí mismas parte de la Sabiduría creacional del Universo. De igual modo les confesó que las piedras estaban vivas, así como el reino animal y vegetal, pero que el hombre estaba muerto; y que hasta que no se acogiera a las leyes del conocimiento su espíritu vagaría perdido por la Tierra.
La voz dejó de oírse una vez que se detuvieron frente a la Escala. Al verla más de cerca, Claudia y Leonardo se dieron cuenta de que el metal que recubría el Arca no era oro, sino la aleación de un metal totalmente desconocido. El resplandor que emitía oscilaba de un lugar a otro, expandiéndose para luego retraerse. Fluctuaba de forma aleatoria, como las piedras fosforescentes del último tramo del pasadizo.
—Se llama Electrum, también llamado Orocalcum, y es el metal perdido de las antiguas civilizaciones —explicó Balkis a sus espaldas, respondiendo a sus preguntas internas—. Sus átomos son capaces de transmitir la energía primigenia liberada tras el parto del Universo. El Trono te mostrará los misterios de Dios para que puedas sellar tu alianza con la Sabiduría. ¡Ve, no tengas miedo! Enfréntate a tus debilidades.
Cárdenas escuchaba a retazos las indicaciones de la Viuda. Era como si su cuerpo estuviese en trance, o adormecido por algún tipo de droga. Sus movimientos eran mecánicos y lentos, al igual que los de un autómata programado para obedecer. Vio a Claudia en el otro extremo de la Escala, justo en el lado que caía frente a la girola. Observó, igualmente, que en cada uno de los albos y pulidos escalones estaba inscrito el símbolo astronómico de los planetas alquímicos; lo mismo que en el pedestal que hallaron bajo la capilla de los Vélez.
Los pies de su compañera ascendieron hasta colocarse en el primer peldaño, el que representaba al astro rey. Leonardo hizo lo mismo, y al instante desapareció todo lo que poco antes había a su alrededor. Ya no estaba en lo que fuera el templo de la ciudad perdida de Henoc, sino en casa de sus padres; y era el día de su decimosegundo aniversario.
«Los invitados acababan de llegar, en su mayor parte amigos del colegio en compañía de sus padres. Leonardo estaba molesto con su madre porque solo había encargado una tarta de cumpleaños; y no dos, como era su deseo. Por aquel entonces su cuerpo no bajaba de los sesenta kilos de peso, algo excesivo para un chico de su edad. Pero él no podía evitarlo, comer era una de sus diversiones favoritas. Le importaba un pimiento su obesidad.
»Como resultado de la negativa de comprar dos tartas, decidió atiborrarse a bocadillos y refrescos. Aquello no le satisfizo, por lo que se comió además media docena de pastelillos de crema. Para cuando llegó la hora de la tarta, discutió por el trozo más grande con uno de los chavales invitados. Su madre tuvo que disculparse, como siempre solía hacer cada vez que su hijo se dejaba llevar por su implacable apetito.
»Mas en aquella ocasión, tras finalizar la fiesta, se sintió indispuesto. Su estómago no pudo tolerar tal cantidad de comida y acabó vomitando todo lo que había ingerido. Un corte de digestión fue la causa de que tuvieran que llevarlo al hospital más cercano. Recordó haber estado al borde de la muerte, y que juró no volver a comer de ese modo. Así fue como venció al pecado de la gula».
El bibliotecario regresó de nuevo a la Sala del Trono. La visión de una parte de su niñez le ocasionó un grave problema emocional. Sus sentimientos estaban ahora a flor de piel. Se sentía tan indefenso como cuando era un chiquillo introvertido que aliviaba la ansiedad comiendo de todo. Le resultaba patética su propia vida.
Claudia ascendió otro peldaño, y el pie de Leonardo se movió al unísono. Parecía que sus movimientos estaban sincronizados. Ahora le tocaba el turno al escalón representado por la Luna.
«Hacía calor, demasiado quizá. Dormía la siesta tumbado en el sofá de casa, esperando que llegase la noche para ir a la playa con los amigos. Aquel verano cumpliría dieciocho años de edad, y además había sacado unas notas excelentes en el examen de Selectividad; dos razones de peso para hacer de las vacaciones una cura de reposo. No había nada mejor que estar todo el día haciendo el vago.
»Alguien tocó el timbre de la puerta. Leonardo estaba solo en casa, ya que sus padres se habían marchado no hacía ni diez minutos, por lo que decidió ignorar al visitante inoportuno porque levantarse del sofá era un esfuerzo inútil que perturbaría su descanso. El timbre sonó de nuevo; y una vez más tras una larga pausa. Leo, por su parte, actuó con dejadez al permitir que se marchara después de esperar un buen rato. No le importó en absoluto. Pensó que sería alguna vecina buscando el consejo de su madre; o peor aún, un vendedor de enciclopedias.
»Al día siguiente se enteró, precisamente por uno de los vecinos, que un representante de una prestigiosa marca de tabaco había estado regalando entre los propietarios del edificio ciertos boletos para un sorteo millonario. Lo irónico del caso es que, tras celebrarse el sorteo, resultó ganador el contable que vivía en la puerta de al lado. Por lo visto, la tarde anterior había estado llamando al timbre de la puerta, pero al no haber nadie en casa de los Cárdenas el boleto fue a parar a manos de su vecino, quien se adjudicó la sustanciosa cantidad de diez millones de las antiguas pesetas.
»La impotencia y la rabia que sintió Leonardo aquel día le hizo ver la vida de otra manera. Jamás, desde entonces, volvió a caer en el supuesto encanto de la pereza».
Volver al presente le supuso un esfuerzo comparable al despertar de un bello sueño. Se le hizo un nudo en la garganta. Hacer examen de conciencia no era un trabajo agradable, porque de eso se trataba en realidad. La Escala era el medio que tenía Dios para eximir al hombre de los pecados a través del recuerdo.
Primero gula; luego pereza. Apostó su vida a que pronto habría de enfrentarse a otro de los pecados capitales.
Claudia y él ascendieron juntos un nuevo peldaño. Se trataba de Mercurio, antiguo dios del comercio.
«La noche que se casó Bruno Ayala, uno de sus mejores amigos de la universidad, fueron a cenar a un lujoso restaurante situado en la Manga del Mar Menor, muy cerca de Cabo Roig. Tras la celebración y el banquete, los novios decidieron sorprender a sus invitados llevándolos a tomar unas copas al casino. Y allí se marcharon todos con el aliciente de saber que una boda traía buena suerte, esperando que aquella fuese su noche y pudieran ganar algo de dinero jugando en las distintas mesas de apuestas.
»Leonardo estaba eufórico y totalmente descontrolado, debido al vino de la cena y al cava de los postres. En compañía de Carmelo, un bala perdida —prototipo de hijo de papá— que acababa de conocer en el convite, fue en busca de emociones fuertes que le hicieran recordar que seguía vivo a pesar de los exámenes finales de graduación y el desplante de Mónica, su novia en aquellos años. Se acercaron a la ruleta, donde los gritos enloquecidos de una inglesa, más arrugada que una nuez, atraían la atención de quienes pasaban por allí.
»Carmelo le incitó a que jugara una mano, cosa que no tuvo que repetirle. Dispuesto a todo, se apostó el dinero que llevaba a un solo número: el 18 negro. El croupier lanzó la bola, la cual giró enloquecida alrededor de la ruleta. Afortunadamente, el número cayó en la casilla escogida por Leonardo, y eso le hizo sentirse bien, confiado, dispuesto a comerse el mundo. Como había jugado fuerte, las ganancias resultaron considerables. Entonces, impelido por la codicia, decidió apostarlo todo al mismo número; ni siquiera escuchó la advertencia de su amigo, previniéndole sobre las escasas posibilidades que tenía de volver a ganar.
»A pesar de todo siguió adelante. Necesitaba creer en un milagro. La bola tenía que caer en la misma casilla para poder burlarse de todos los presentes. Y si eso ocurría, volvería a repetir la jugada; así, hasta que hiciese saltar la banca. En su mente alcoholizada no había otra idea que la de ganar tanto dinero como le fuera posible.
»La magia se desvaneció cuando la bola se detuvo en el 22 blanco. Su avaricia fue la culpable de que hiciese el ridículo ante los demás jugadores y perdiera, además, una pequeña fortuna».
Abrió los ojos. Estaba de nuevo en la sala, casi a mitad de camino del Trono. Algo, en su interior, comenzaba a fragmentarse en distintas porciones de conciencia: su alma se diluía como un puñado de arena a orillas del mar; se le escapaba su propio ser de entre los dedos.
Trató de retomar sus pensamientos antes de que pudiera olvidarse que una vez fue un hombre. Pero… ¿quién era Leonardo Cárdenas, en realidad? ¿Acaso un conjunto de amargas experiencias que lo alejaban, cada vez más, de una felicidad que le pertenecía por derecho, o quizá alguien que creyó dirigir su propia vida?
Lo único que sabía es que estaba a más de cien metros bajo tierra, en una ciudad subterránea cuyo origen se perdía en los anales de la Historia, y que Claudia se disponía a ascender hasta el cuarto peldaño; el gobernado por Venus, diosa del amor y la lujuria.
«Apenas llevaba una semana en la capital, y ya había conseguido trabajo en una casa de subastas de libros antiguos. Decidió ir a celebrarlo por todo lo alto, pero luego recordó que no conocía a nadie en Madrid, y el hecho de tomar unas cuantas copas a solas no terminaba de convencerlo demasiado. Se sentía frustrado, aunque no por eso desistió de la agradable idea de saborear un gin-tonic. Así que se plantó en la whiskería situada en el local de abajo del edificio donde vivía, dispuesto a correrse una buena juerga.
»A la primera copa ya le había tirado los tejos a la guapa camarera con acento sudamericano. A la tercera, su humor había pasado de picaresco a soez y sus insinuaciones eran cada vez más directas y ofensivas. La mirada penetrante del guardia de seguridad, junto a los buenos consejos de otros clientes, hicieron mella en su ánimo y no tuvo más remedio que abandonar el local a regañadientes. Pero lo que no lograron fue que desapareciera ese calor interno que comenzó a sentir en su vientre cuando, sin querer, vislumbró por el escote de la camarera parte de sus generosos pechos al agacharse a coger un vaso de debajo de la barra. Sintió el aguijón del deseo.
»Entonces, empujado por la acuciante necesidad de pasar la noche en compañía femenina, se dejó arrastrar hasta un burdel que había a las afueras. Allí dio rienda suelta a la lujuria en un desesperado acto de amor carnal; no con una, sino con dos principiantas del sexo, dos jóvenes y bellas ucranianas que apenas tendrían dieciocho años de edad, de piel marfileña, y a las que las mafias de su país, posiblemente, las estaban obligando a prostituirse.
»La noche que Leonardo abandonó el burdel, no solo había perdido quinientos euros sino también gran parte de su decencia y dignidad».
Volvió en sí al sentir que le faltaba el aire. La experiencia no le había dejado indiferente; es más, se sentía culpable y terriblemente avergonzado de su actitud. El arrepentimiento llegaba demasiado tarde, por lo que estuvo a punto de gritar su asco y su rabia. No obstante, algo le detuvo, y no supo si fue la voz de su conciencia o el hecho de ver que Claudia colocaba uno de sus pies en el peldaño de Marte.
«Era la primera vez que su madre lo llevaba al colegio. En realidad, se trataba de un parvulario que había cerca de su casa. Leonardo estaba malhumorado porque no quería dejar el entorno familiar que tanta seguridad le había ofrecido hasta ahora, y eso que habían prometido recogerlo al final de la mañana. Aun así, no era más que un niño de cuatro años que odiaba separarse de su madre; y el hecho de que su padre lo obligara a ir, con el tópico pretexto de que era el único modo de hacerse un hombre, no hizo sino acrecentar su odio por todo lo que representaba la docencia.
»Lo condujeron a la fuerza, y lloró desconsoladamente al ver que se marchaba su madre y lo dejaba en manos de una anciana vestida de negro, de nombre Soledad, que era el vivo retrato de la bruja del cuento. El único consuelo que tuvo fue ver los rostros inocentes e inquietos de sus compañeros de clase. Para ellos también era el primer día.
»Llegó la hora del recreo, y Leonardo salió al patio con el propósito de comerse a solas el bocadillo que le habían preparado antes de salir de casa. Tomó asiento en un banco de piedra, junto a un enorme eucalipto. Y allí, lejos de las miradas de los demás niños, dejó que su mente le llevara de nuevo a su hogar, del que nunca debieron sacarle.
»Estaba tan absorto en sus pensamientos, que no vio cómo uno de los alumnos se allegaba hasta él por detrás para arrebatarle el almuerzo. Leonardo alzó la mirada y se encontró con un niño vestido con traje y pantalón corto, cuyos párpados y bolsas de ojos aparecían levemente amoratados. Lo observaba con cierta determinación, en silencio; ni tan siquiera pestañeaba. Le pidió por favor que le devolviera el bocadillo, pero el niño seguía escrutándole con fijeza como si no lo hubiese escuchado. Volvió a rogarle de nuevo, y fue inútil. O estaba sordo, o se reía de él. El que lo ignorara le enfureció. No estaba dispuesto a dejarse avasallar el primer día, y menos por un pasmarote escuálido con cara de rata.
»Se abalanzó sobre él llevado por la ira, aferrando el cuello de aquel desgraciado con sus pequeñas manos. Apretó con fuerza. Las mejillas del otro niño palidecieron al instante. Leonardo estaba tan asustado que lo único que se le ocurrió hacer fue oprimir aún más su garganta. Entonces, vio cómo abría su boca y de ella surgía una lengua hinchada y ennegrecida, y eso le asustó. Le soltó en el momento justo, segundos antes de que fuera demasiado tarde.
»La profesora le castigó con severidad al enterarse de lo ocurrido, pero lo que más le dolió fue averiguar, cuando se lo explicaron, que el chico al que había agredido sufría una singular enfermedad que le impedía comunicarse con los demás. Era aurista.
»A partir de aquel instante, Leonardo manifestaría un complejo de culpabilidad que le habría de acompañar el resto de su vida».
Aquello fue un golpe bajo a su conciencia. Jamás hubiera pensado que su alma fuese tan violenta, pero al echar un vistazo atrás vio que su vida estaba salpicada de equivocaciones. Trató de llorar, pero no pudo. Quiso pedir perdón a quienes había ofendido o maltratado, mas la voz quedó aprisionada en su reseca garganta.
Alzó la mirada. Tenía la respuesta a sus plegarias a escasos peldaños de la plataforma. El resplandor del Arca seguía fluctuando en diversas direcciones, como un mar dorado en el interior de un estanque de vidrio. Colocó uno de sus pies en el penúltimo escalón, el de Júpiter. Claudia subió con él.
«Apenas quedaba un mes para que Leonardo hiciese la Primera Comunión, y sus padres no habían decidido todavía cuál iba a ser el traje del niño. A fin de que fuera de su total complacencia, lo llevaron consigo a unos grandes almacenes para que escogiera el que más le gustase.
»Estuvieron toda la tarde recorriendo la sección de comuniones sin encontrar un atuendo que fuera de su agrado. Después de probarse varios conjuntos —sobre todo de marinero, que era la moda entonces—, vieron uno hecho a su medida cuyo precio se encontraba dentro de lo permitido por la economía de sus padres. Mientras estos detallaban con el dependiente la forma de pago, Leonardo se entretuvo vagando por entre las perchas donde se exhibían los trajes y los maniquíes de niños, perfectamente vestidos de Primera Comunión.
»Se detuvo al escuchar una voz conocida tras el vestidor. Era Jaime, el chico de los Trueba, la familia más altiva, estirada y pudiente del barrio. En la escuela, todos conocían a Jaime y su particular estilo. Siempre había sido el primero en todo, desde poner de moda las canicas de vidrio blanco a usar pantalones vaqueros. Era un pijo repelente; aun así, Leonardo siempre le tuvo envidia.
»Por lo visto, se había encaprichado de un traje de alférez, exclusivo y bastante caro, para hacer su Primera Comunión. El padre de Jaime, que parecía llegar tarde a alguna cita, le prometió regresar al día siguiente para hacer la oportuna reserva y tomarle las medidas, alegando que seguiría estando ahí cuando volvieran porque ningún padre sería capaz de gastarse tanto dinero en un conjunto para un solo día. Luego se marcharon.
»Leonardo sintió una oleada irreprimible de celos devorándole las entrañas. Por un lado, estaba la prepotencia de los vecinos, quienes creían ser los únicos que podían darle a su hijo todos los caprichos, y por otro el propio Jaime, el cual se aprovechaba de su situación económica para dejar en ridículo a los demás niños. Y eso era algo que no estaba dispuesto a dejar que sucediera.
»Regresó a donde estaban sus padres antes de que formalizaran la compra. Habló primero con su madre, porque era a quien le tenía más confianza. Le dijo que había visto un traje precioso de Primera Comunión, y que era el que más le gustaba de todos. Fueron a comprobarlo, pero al ver su escandaloso precio trataron de convencerlo de que el otro también era bonito e igualmente práctico. Leonardo insistió a pesar de todo, ya que no estaba dispuesto a ceder. Incluso los amenazó con estar enfermo el día de la celebración. Lloró con auténtico dolor, diciéndoles que si ese traje estaba en venta era porque algún padre lo quería para su hijo, y que si es que él era menos que otros niños.
»Su madre cedió ante semejante chantaje emocional, y aquello le costó una airada discusión con su esposo, quien creía que estaba malcriando al hijo y que tantas atenciones no serían buenas para su educación. A pesar de todo, Leonardo se salió con la suya.
»Sin embargo, el ansiado día de su Primera Comunión fue uno de los más amargos de su vida: sus padres estuvieron todo el día sin hablarse, mientras él vestía orgulloso el traje elegido por otro niño».
El tiempo transcurría con lentitud en aquella catedral grotesca de luctuosa iconografía. Era como si hubiese tardado una hora en ascender los seis primeros peldaños, cuando en realidad habían transcurrido unos cuantos segundos. «La vida es breve», se suele decir. Y ahora Cárdenas sabía por qué.
Su mirada se cruzó con la de Claudia, la cual inclinó su cabeza con sumisión. Trataba de decirle algo con aquel gesto, quizá advertirle de que el último escalón había que ascenderlo con humildad, por lo que adoptó una postura más reverente y sencilla, mirando hacia abajo; igual que su compañera.
Les aguardaba el más peligroso de los siete peldaños: Saturno, símbolo primordial de la puerta de las tinieblas —para los alquimistas—, por la que debe pasar el hombre para nacer de nuevo en la luz de Dios.
«Leonardo acudió al hospital minutos después de conocer la noticia: su padre había sufrido un amago de infarto y estaba ingresado en la UCI. Era cierto que no se hablaban desde que decidiera estudiar Biblioteconomía —y no Medicina, como deseaba su progenitor—, pero dos años parecía demasiado tiempo para seguir adelante con la disputa. Así que, pensó, lo mejor sería olvidarlo todo y acudir en su ayuda. En aquellos momentos tan delicados su padre necesitaba del cariño de toda la familia.
»Halló a su madre en la sala de espera, junto a su tía Berta y una amiga de confianza. La besó en la mejilla, diciéndole al oído que haría todo lo posible por solventar sus diferencias con su padre para que estuviese tranquilo; pues, en su estado, lo último que necesitaba era sufrir un disgusto. Luego fue en busca del médico. Necesitaba saber cuál era la situación actual.
»Tras hablar con el especialista, le permitieron verlo unos minutos antes de que le realizasen un nuevo electro. Le dejaron a solas con él, advirtiéndole de su estado. La mirada de Leonardo fue desde el gotero que pendía sobre la cama hasta la aguja clavada en la vena de su mano, y tuvo lástima de él. Comenzaron a hablar de cosas sin importancia, ya que para ambos era difícil entablar conversación después de dos largos años sin dirigirse la palabra. Primeramente, Leonardo se interesó por su salud. Más tarde, su padre le preguntó si vivía bien con el dinero que le enviaba su madre todos los meses, y si estaba aprovechando los estudios. No le gustó el modo en que lo dijo. Pensó que le echaba en cara que lo estuviese manteniendo y el haber desaprovechado la oportunidad de estudiar una carrera con futuro, y eso le irritó bastante. Él tenía su orgullo, y su vida no era peor que la de su padre.
»Leonardo conocía de memoria aquella escena. Ese fue el momento en que, llevado por la soberbia, le dijo que solo era un pobre contable que llevaba veinte años en la misma empresa, y que sus aspiraciones de ser alguien en la vida morirían con él, el día de su jubilación. Y le dijo también que se guardase su limosna, que ya trabajaría los fines de semana para costearse los estudios. Recordó haberse marchado del hospital sin tan siquiera despedirse de su madre; y sin pedirle perdón a su padre.
»Jamás tuvo oportunidad de hacerlo. Murió a los pocos días.
»Eso fue lo que ocurrió entonces. Sin embargo, en su visión, Leonardo dudaba entre responder o no. Vivió esa fracción de segundo como si fuese eterna. Tuvo tiempo de reflexionar, de pensar en todo aquello que quería decirle. Una parte de él estaba dispuesto a hacerle daño exponiendo su frustración, la que arrastraba desde la niñez; otra, le aconsejaba sabiamente que no abriera la boca.
»Su lucha interna duraba ya demasiado, y algo tenía que decir.
»Entonces se acordó de la llave de la logia, que alentaba al neófito a permanecer en silencio. También recordó las últimas frases del compendio filosófico escrito por Fulcanelli, en el que se le pedía al discípulo que fuese fiel a su voto de silencio. “CALLAR”: así finalizaba El misterio de las catedrales. ¿Era eso una advertencia?
»Leonardo tuvo una nueva oportunidad de cambiar el pasado, y la aprovechó. Miró a su padre a los ojos, y a pesar de que le costaba un gran esfuerzo reprimirse, decidió callar por respeto, tragándose su orgullo».
Estaba de nuevo en el Salón del Trono, en el séptimo peldaño de la Escala. Lo habían conseguido. Derrotar a la Soberbia era la última de las pruebas que debían superar, y tal vez la más arriesgada y turbulenta. Vencer el orgullo significaba triunfar sobre el resto de los pecados, ya que no había ofensa que uno hiciera a los demás o a sí mismo, donde no participara la soberbia. Al guardar silencio había utilizado la llave de la logia y se había convertido en un auténtico masón, en un hombre libre. Y se había redimido.
Frente a él estaba Claudia, y entre ambos el Arca. Se acercaron a ella con cierto temor, cogiéndose de la mano para transmitirse seguridad. Y entonces, con la certeza de estar a punto de vivir una experiencia sin parangón en la historia del hombre, tomaron asiento en el Trono de Dios.
Cuando uno reflexiona sumergido en la inconsciencia de la oscuridad y el silencio, le recorren el rostro las criaturas de sus propias pesadillas.
Lilith y Cristina habían perdido toda esperanza de salir con vida de aquel laberinto subterráneo. Las linternas habían dejado de funcionar desde hacía varias horas. Su única esperanza era que Leonardo y su grupo se apiadasen de ellas y vinieran a rescatarlas, pero ni siquiera estaban seguras de que supiesen realmente dónde se encontraban. Lo intentaron todo: desde vociferar hasta la saciedad, a penetrar a oscuras por los diversos corredores en busca de una salida; aunque parecía imposible escapar de aquel laberinto. Así que, dándose por vencidas, decidieron sentarse en el suelo de la última sala a la que habían accedido, con el negro pensamiento puesto en morir con dignidad.
—Solo hay un modo de salir de aquí.
La voz de Lilith resonó en la oscuridad de la cámara como una sentencia. Cristina, que estaba al borde del llanto y la desesperación, apenas si tenía fuerza para hablar, pero levantó el ánimo al creer que la joven podía estar en lo cierto.
—Si eso es verdad… ¿cómo es posible que todavía estemos aquí?
La criptógrafa pudo escuchar la entrecortada respiración de su compañera, a su lado.
—Ese es el problema, que nos obcecamos en pensar que estamos atrapadas, cuando en realidad todo es circunstancial.
La respuesta de Lilith la sumió todavía más en la desesperación. Aquella chiflada había terminado por volverse loca del todo. Se apostó la vida a que, en vez de neuronas, por su cerebro corrían las musarañas; y le extrañó que alguien así, con un coeficiente intelectual tan bajo, hubiese sido capaz de desbaratar sus planes de dominio y eliminar a tres agentes especiales entrenados por la NSA.
No tuvo en cuenta su dilatada carrera criminal, y este precisamente fue su mayor error.
—Toma… Ya no la necesito… —Palpando en la oscuridad, Lilith cogió la mano de Cristina y depositó en ella su arma—. Ya no hay vencedor ni vencido. Solo quedamos tú y yo. Y la verdad, si hemos de morir que no exista diferencia entre nosotras.
Cristina cogió la pistola sin saber muy bien a qué venía aquel sorprendente gesto.
—¿Y qué hago yo con esto?
Sintió muy cerca el aliento de Lilith, la cual se le acercó hasta pegar sus labios en el lóbulo de su oreja.
—¿Has probado a metértela por el culo? —Tras la abrupta e inesperada respuesta, Lilith se echó a reír como una tarada. A continuación, le dijo en voz baja—: Vamos a iniciar un juego llamado supervivencia. Yo trataré de asesinarte, y tú tendrás que evitarlo.
Antes de que Cristina valorase lo que había querido decir, las manos de la alemana aferraron su cuello y comenzó a apretar con todas sus fuerza. Su primera reacción fue la de intentar liberarse, sujetando los dedos que oprimían su garganta, pero la pistola le impidió maniobrar correctamente. Cayó en la cuenta de que iba armada, y que estaba en disposición de defenderse.
Sonrió satisfecha, por el supuesto error de Lilith, antes de colocar el arma en el estómago de su agresora y apretar el gatillo. El brutal impacto hizo que la joven saliese despedida hacia atrás.
Hubo unos segundos de silencio, en los cuales solo se percibía el olor a pólvora quemada y, además, se escuchaban los gemidos entrecortados de la moribunda.
—Eso… Eso ha estado bien, pequeña idiota —se oyó una voz trémula en mitad de la nada; la de Lilith—. ¿Crees que me has jodido? Pues te equivocas… Yo te he jodido a ti… —Se le escapó un gemido de dolor, pero continuó hablando a pesar del esfuerzo—: ¿Y sabes por qué? Sencillamente porque has hecho lo que yo jamás hubiera podido hacer… Porque es muy duro disparar contra una misma. ¿Sabes…? Pero tú no tendrás ese problema.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Cristina, quien no se había repuesto aún de la agresión.
—Querida… Esa era la última bala… Y la guardaba para mí… —Soltó una breve carcajada que acabó en un lamento de dolor: tenía parte de los intestinos fuera del vientre, y se los sujetaba fuertemente con ambas manos—. Tú, por el contrario, sufrirás el tormento de la sed y el hambre… Y eso es terrible, créeme… Saber que te estoy condenando al peor de los suplicios es un placer que me provoca un maravilloso orgasmo… Placer que espero disfrutes tanto como yo.
Cristina en ningún momento tenía pensado suicidarse, pero saber que había perdido su única oportunidad de poner fin al sufrimiento, acrecentó su cólera. Y entonces, impelida por la rabia, se arrastró hasta que pudo tocar su cuerpo con los dedos. Con brutal ensañamiento golpeó la cabeza de Lilith con la culata de la pistola. En unos segundos dejó de respirar.
Consumada su venganza, la criptógrafa gritó desesperada ante la idea de morir lentamente; gritó y maldijo hasta desgañitarse, sabiendo que su destino era inevitable. Pero allí abajo, tan cerca del infierno, nadie podía escuchar sus lamentaciones y juramentos.