Capítulo 47

Llevaban más de quince minutos descendiendo por el pasadizo, y aún no habían encontrado una salida. Hubo un momento en que Leonardo le propuso regresar, admitiendo que quizá se equivocaran de camino, pero Claudia se opuso al estar convencida de que habían resuelto el acertijo. Sin embargo, su esperanza se fue desvaneciendo según pasaba el tiempo y se hundían más y más en aquella mazmorra escalofriante de infinitos peldaños. Al temor y la incertidumbre había que sumar el decrépito aroma que exudaban los muros, un olor rancio que impregnaba todo el ambiente y el vestuario. El calor era sofocante, hasta el punto de hacer que las prendas se adhiriesen a la piel empapadas de sudor. La presión iba en aumento según bajaban las escaleras, ya que debían encontrarse en el punto crítico de descenso y el aire se hacía casi irrespirable. De hecho, estaban convencidos de que si no llegaban pronto a su destino sufrirían un ataque de ansiedad.

Para empeorar aún más la situación, descubrieron horrorizados que la luz de las linternas perdía intensidad y que no tenían pilas de recambio.

—¡Maldita sea! Jamás creí que el Arca estuviese escondida en el centro de la Tierra —se quejó el bibliotecario, desesperado ante el problema que se les avecinaba.

—Ahora no es el mejor momento para el reproche —razonó Claudia—. Debemos conservar la calma y soportar con entereza cualquier contratiempo.

—¿Pretendes seguir adelante con esto? —replicó. Estaba furioso—. Como ves, aquí abajo no hay ningún Trono de Dios… ¡Todo ha sido un engaño!

—Lo lamento, pero no pienso del mismo modo —parecía decepcionada, pues el carácter veleidoso de su compañero la sacaba de quicio—. Sé que debemos continuar; me lo dice el corazón. Por favor… —Cogió la mano de su pareja—. No abandones ahora que estamos tan cerca.

Cárdenas respiró profundamente. Ella, como siempre, tenía razón. Volver atrás no era la mejor alternativa.

Entonces, llevado por un impulso incontrolado, la aferró por la cintura y la atrajo hacia sí. Antes de que la joven comprendiera qué estaba sucediendo, su compañero le depósito un breve beso en la boca.

—Esto por si es lo último que hago en mi vida —le dijo con ternura.

Claudia sonrió, satisfecha. Leonardo podía ser encantador cuando se lo proponía. Como recompensa, fue ella quien, con pasión, sujetó por detrás su cabeza para besarlo de nuevo.

—Y esto por confiar en mí —le susurró al oído, una vez que sus labios hablaron de separarse al cabo de unos instantes para recordar.

Cárdenas pensaba decirle que era la mujer más maravillosa del mundo, cuando se dio cuenta de que su linterna había dejado de funcionar. La de Claudia emitía un leve resplandor de color naranja, síntoma inequívoco de que las pilas estaban a punto de acabarse. Apenas les quedaban unos minutos antes de que se quedaran totalmente a oscuras.

—¡Mierda! —masculló Leonardo, que a duras penas contuvo una blasfemia—. Sin luz jamás llegaremos hasta la Sala del Trono.

—Será mejor que nos demos prisa… —Fue el práctico consejo de Claudia—. Puede que estemos cerca.

Bajaron lo más rápido posible, esperanzados en encontrar una salida a tiempo. La luminosidad iba perdiendo fuerza a un ritmo acelerado. Ya casi apenas podían ver las líneas de su cuerpo, y mucho menos los incontables peldaños por donde pisaban. La situación era crítica, tanto que incluso Claudia comenzó a perder la esperanza. Lo cierto es que ambos estaban ya aterrorizados.

Y entonces ocurrió lo que más temían: la linterna dejó de funcionar y la oscuridad se adueñó del pasadizo. Estaban atrapados en mitad de la nada, envueltos por las tinieblas de un mundo subterráneo milenario, ajeno y hostil.

Fue como si se encontraran a las puertas del infierno.

—Nos guiaremos por el tacto. —La voz del bibliotecario de Hiperión sonaba distinta, con algo menos de seguridad.

Ella guardó silencio, pero se echó a un lado hasta apoyarse en los humectantes muros de piedra. Con su otra mano buscó la de su pareja. Juntos, e inmersos en la penumbra, descendieron lentamente los escalones a la expectativa de un auténtico milagro.

Y he aquí que ocurrió algo increíble, inaudito, un suceso al que no dieron credibilidad hasta pasados unos minutos por temor a que fuese un sueño y acabaran despertándose: las piedras labradas de aquel angosto corredor desprendían una luz tenue y dorada que iluminó poco a poco el camino.

Impelidos por la curiosidad, acariciaron el muro para intentar comprender lo que estaba sucediendo. Sintieron cómo se les calentaban las palmas de las manos. Era un calor tibio que transmitía serenidad; una paz que condicionaba definitivamente su alterado estado anímico. La luz fluctuaba en ondas encrespadas que iban y venían, imitando el movimiento de la respiración. Además, el efecto óptico era insuperable. Era como estar acariciando un enorme ser vivo de piedra con conciencia propia, pues pronto tuvieron la impresión de que aquella cosa pretendía comunicarse con ellos a través del resplandor.

—No encuentro un razonamiento lógico para explicar esto —expuso Leonardo, siempre sin apartar sus manos de la pared—. Pero sea lo que sea, nos ha salvado la vida.

—Tales portentos no se manifiestan si no es por obra del Gran Arquitecto —dijo una voz conocida varios peldaños más abajo.

A Claudia se le escapó un agudo gritito de sorpresa, aunque se tranquilizó al ver que eran Balkis y el bueno de Hiram.

—¡Lo hemos conseguido, Leo! —A la española se le saltaron las lágrimas debido a la emoción que le provocaba estar en presencia de los Custodios.

—Sí, cariño… —Balkis la abrazó con fuerza—. Habéis logrado llegar hasta donde solo unos pocos lo han hecho.

—Temíamos por vosotros. Por eso nos hemos adelantado a recibiros —puntualizó Hiram—. Sentimos vuestra angustia ahí abajo, y Séphora decidió echaros una mano.

Señaló los peldaños que desaparecían más allá del pasadizo circular de piedra.

Leonardo estaba de lo más excitado. Tanto era así, que apenas podía expresar con palabras sus sentimientos y emociones, los cuales giraban en contrasentido dentro de su cabeza. Aspiró el viciado aire y dijo con voz queda:

—Jamás creí que dijera esto, pero me alegro de veros.

—¿Queda mucho para llegar? —preguntó Claudia, deseosa de finalizar el rito de iniciación.

Balkis le acarició el cabello, sonriendo a la vez que contestaba su lógica pregunta.

—Solo tenías que completar el círculo. Apenas quedan unos cuantos peldaños… ¡Ven! —Tiró de ella con suavidad—. Te lo mostraré ahora mismo.

La sobrina de Riera se dejó llevar, bajando los escalones tras mirar a Cárdenas en busca de su aprobación. Este le hizo un gesto de conformidad con una mano, yendo presto tras su compañera.

Pero Hiram lo retuvo un instante.

—Recuerda que la llave de la logia es fundamental para ascender la Escala —le dijo con gravedad—. Está en tus manos, y no en las de Claudia… Utilizadla correctamente. Y solo tú podías abrir la puerta a la Sabiduría y a las Artes.

Dicho esto, fue tras los pasos de Balkis. Leo tardó algo más en reaccionar. Intentaba averiguar qué había querido decir con aquellas palabras.

Recorrieron juntos el trayecto que los separaba de la salida, escasamente una docena de peldaños. Finalmente, vieron una abertura en la roca rematada con colosales dovelas de piedra formando un semicírculo. Más allá, una luz intensa iluminaba un paisaje cavernoso de estalactitas, rocas y arena; una luz que provenía de todas partes y que arrastraba sonidos celestiales. Un viento ligero y cálido les azotó el rostro una vez que dejaron atrás el pasadizo.

El espectáculo era maravilloso. Una gruta cuadrada de proporciones colosales se abría ante ellos como un maravilloso mundo inexplorado. Debía tener una longitud aproximada de unos ochocientos metros, por unos cien de alto. El techo estaba formado por un cielo de rocas de las que pendían puntiagudas formaciones. Por el contrario, el suelo era bastante arenoso, con algún que otro peñasco desperdigado por el terreno. Al fondo de la cueva se apreciaba un muro de enormes sillares aprisionado entre toneladas de tierra, una construcción de factura primitiva con centenares de signos inscritos en las paredes de piedra. Tendría unos doscientos metros de largo, y luego se doblaba en dos esquinas a ambos lados formando un cuadrado sin completar; la cuarta faz de aquella construcción, que se elevaba hacia arriba como un exorbitante monolito, debía permanecer atrapada bajo muchas toneladas de tierra. Junto a la muralla había un pórtico de tímpano dorado que se alzaba hasta la techumbre rocosa; y pegado a este, la puerta por donde acababan de salir, que también formaba parte de otra construcción monolítica de idénticas proporciones, según pudo apreciar el bibliotecario con la boca abierta por tantas emociones seguidas.

Eran la base de las columnas de entrada al Santuario de Dios y a la Sala del Trono; los titánicos cimientos de las pirámides de Kefrén y Keops: un portento de la arquitectura antediluviana destinada a preservar el conocimiento y el antiguo arte de la construcción; o lo que es igual: el espíritu de la Sabiduría.

—¿No decías que íbamos por buen camino?

La pregunta de Lilith resultaba evidente: el corredor finalizaba en un muro de piedra caliza que las impedía avanzar, por lo que su única alternativa era la de volver a subir las escaleras y probar suerte con otra entrada.

—No lo entiendo… —reconoció Cristina, titubeante y pensando en voz alta—. Tal vez la frase encerrara otro significado, o puede que la solución estuviera en los propios petroglifos planetarios.

Lilith lamentó la equivocación, y el hecho de que Cárdenas y los demás pudieran habérsele escapado. Calculó que no había tiempo que perder. Debían regresar cuanto antes a la cámara de las cuatro puertas y encontrar la correcta. Y así se lo hizo saber a Cristina.

—Subiremos de nuevo —le ordenó arisca—. Y esta vez procura no equivocarte, o te juro que acabo contigo.

No bromeaba, y eso la criptógrafa lo sabía muy bien. Tenía una sola oportunidad. Debía pensarlo bien antes de elegir.

Con el amargo sabor del fracaso adherido al paladar, regresaron de nuevo por donde habían venido. Cristina aprovechó el tiempo para reflexionar sobre el sentido de la frase. Hubiese jurado que el acertijo hacía referencia a Mercurio, aunque era evidente el error. Tendría que examinar a fondo cada una de las palabras. Quizá estuviesen intercambiadas y el enigma se hallara escondido tras un anagrama; ejemplo típico del hermetismo masón.

Lo tenía decidido: antes de entrar en otro pasadizo debía estar segura del todo. La paciencia de la joven alemana comenzaba a esfumarse. Si no le era útil, acabaría asesinándola. Y eso no formaba parte de su plan.

Como el descenso no fue excesivamente largo, alcanzaron la sala en cuestión de minutos. Pero cuál fue su sorpresa cuando vieron que la estancia había cambiado por completo. En vez de encontrarse con cuatro puertas —incluida la que acababan de cruzar—, y el pasadizo oculto que conducía a la Cámara del Caos, descubrieron horrorizadas que eran ocho los corredores descendentes y que la única salida hacia el interior de la pirámide había desaparecido; y no solo eso, también la frase en la pared y las inscripciones astronómicas sobre los dinteles de entrada. Allí no había nada de lo que dejaron al marcharse. Estaban en una sala totalmente distinta.

—¿Qué es esto? —se preguntó Cristina, temerosa. No salía de su asombro.

—Dime que no estoy soñando… —dijo Lilith con voz serena. Mas luego perdió el control y se dejó llevar por la rabia al sentirse engañada—. ¡Maldita sea! ¡Dime que no es cierto lo que ven mis ojos!

De un fuerte empujón tiró a Cristina por tierra. A continuación, bajó el brazo que sujetaba el arma y disparó a bocajarro antes de que la agredida pudiese mediar palabra. La bala fue a estrellarse en el suelo —entre los muslos de la doctora, muy cerca de la entrepierna—, para rebotar luego hacia el techo.

—He fallado a propósito, pero dame un solo motivo más y la próxima vez te juro que daré en el blanco.

Entonces le tendió la mano para que se pusiera en pie.

—No, gracias… —La criptógrafa declinó el ofrecimiento cogiendo su linterna del suelo—. Ya puedo sola.

Se levantó sin mucho esfuerzo, limpiándose el polvo adherido a los pantalones.

—Necesito oírte decir que hay una explicación para todo esto, y que me vas a sacar de aquí lo antes posible.

Lilith aguardaba una respuesta satisfactoria, pero en el fondo sabía que no existía un razonamiento lógico que explicara lo sucedido.

—Lo único que podemos hacer es escoger entre uno de estos pasadizos y esperar que nos conduzca sin más hasta el Arca.

—¿Y si no? —quiso saber la asesina a sueldo—. ¿Y si está bloqueada como la anterior?

—Regresaremos de nuevo hasta aquí.

—Puede que para cuando lo hagamos, la cámara haya vuelto a cambiar y nos devuelva a la sala principal.

—Es una posibilidad —admitió Cristina.

—Otra es que nos encontremos en una cámara distinta.

—Correremos el riesgo… —Arrugó mucho la frente y objetó—: ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Tenía razón, y eso fue lo que más le dolió a Lilith: tener que aceptar su fracaso.

Escogieron una entrada al azar, aunque en realidad fue Lilith quien decidió finalmente. Estuvieron bajando durante varios minutos. En contra de todo pronóstico, el corredor no estaba bloqueado por ningún muro y al poco llegaron a una nueva sala. En esta pudieron contar cinco puertas, y ninguna señalización o marcas de cantería. Aunque había un pequeño detalle que las diferenciaba del resto: los peldaños de los distintos pasadizos ascendían, en vez de bajar.

—¡Esto es de locos! —exclamó Cristina, echándose el cabello hacia atrás con ambas manos en un acto reflejo.

Lilith recorrió la estancia a zancadas, con el rostro congestionado por la rabia y la desesperación. Farfulló unas cuantas maldiciones en alemán, y alivió la rabia que sentía pateando de vez en cuando las paredes de piedra. Incluso hizo varios disparos al aire que resonaron, en sus oídos, como truenos en el silencio de la noche.

—¡Regresemos! —gritó, al borde ya de un ataque histérico—. ¡Volvamos de nuevo antes de que pierda el juicio!

Subieron nuevamente las escaleras por donde habían venido, desquiciadas ante la idea de quedarse atrapadas para siempre en aquel dédalo de corredores subterráneos. Pero el destino les tenía reservada una nueva sorpresa, y es que se encontraron con que un nuevo muro, surgido como por arte de magia, les impedía continuar. Aterrorizadas, no tuvieron más opción que bajar de nuevo. Y al hacerlo, se dieron cuenta de que era otra cámara distinta, con solo dos corredores: uno descendente y otro ascendente. La situación resultaba de lo más surrealista.

Con abandono e impotencia, Cristina apoyó la espalda en la pared para luego dejarse deslizar lentamente hasta el suelo. Miró lánguidamente a Lilith, la cual estaba tan pálida que parecía una yonqui con síndrome de abstinencia.

—Jamás saldremos de aquí —sentenció la criptógrafa en marcado tono fúnebre.