Leonardo se encontraba de nuevo en una situación incómoda; o más bien angustiosa. Claudia reptaba delante de él y Salvador le venía a la zaga, circunstancia que agudizó su particular sentido de la claustrofobia, ya que era como estar encerrado en un ataúd. No quiso pensar en ello, de momento, y centró su atención en el intenso dolor que le subía desde las rodillas. A veces, debido a la pendiente, le costaba trabajo levantar las piernas y acababa golpeándose con las tablillas de madera clavadas al suelo del canal. De seguro que llevaba escoriada la piel, puesto que la tela del pantalón hacía varios metros que se había deshilachado. Entonces se olvidó del dolor físico para pasar de nuevo al psicológico, puesto que las paredes del túnel se estrechaban como un embudo al igual que en la cripta murciana de la capilla de los Vélez. Los últimos nueve metros se le hicieron interminables. No había llegado, y ya deseaba escapar de aquella ratonera decrépita que olía a excremento.
Estaba a punto de rendirse cuando vio que Claudia podía incorporarse hasta ponerse de pie. Las linternas iluminaron las paredes rocosas de una sala rectangular, completamente vacía, cuyo techo se podía tocar con las manos extendidas hacia arriba. Frente a ellos, en el otro extremo, se abría un canal igual de estrecho que por el que habían descendido. También pudieron ver un pozo, de unos dos metros de lado por tres de fondo, horadado en el suelo.
Le dijo Riera que era la Cámara del Caos.
—¿Se puede saber para qué hemos bajado, si aquí no hay nada de interés? —preguntó nervioso, y el eco de su voz vibró en la sala.
—Tranquilízate… —Fue el consejo de Claudia—. El ritual de iniciación es un acto de fe… —Entonces, al percibir cierto escepticismo en su rostro, su pareja añadió pragmática—: Eso fue lo que me dijeron.
—No hay mejor forma de definirlo —alegó Salvador Riera, iluminando a su alrededor con la linterna—. Aquí comienza la purificación del alma, en este lugar tan terrible que representa el Infierno y por el cual nos adentraremos hasta llegar a la Luz.
—Pues yo opino que deberíamos salir de aquí cuanto antes… —Cárdenas se sentía realmente mal—. Esta cámara da escalofríos.
—Intenta no pensar en ello… —Claudia se le acercó para acariciar sus mejillas—. Todos los que han recorrido este camino han regresado sanos y salvos.
A su tío se le escapó una carcajada.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó la joven con cierta crispación, volviendo el rostro hacia él.
—Pues, que no es cierto lo que acabas de decir. Algunos jamás llegaron a finalizar el recorrido iniciático. Eso es algo que Balkis ha omitido por temor a que no siguieses adelante.
—¿Tú lo hiciste? ¿Llegaste hasta el Arca?
—Sí; en compañía de Séphora.
—¿Y qué ocurrió después? —Aquello era nuevo para Claudia, que por eso insistía.
—Que no pude finalizar el proceso de iniciación por culpa de mi ignorancia, por lo que no pude quedarme en Egipto como era mi intención. El acertijo del Trono fue la causa de no superar correctamente la prueba, y eso que pude sentarme en él junto a Séphora. Por ello, en vez de un Custodio fui designado a ocupar el cargo de Magíster; el hombre en quien recae la obligación de preservar el secreto de la logia, aun a costa de manchar sus manos de sangre. Creo que fui castigado por mi orgullo. Luego hubo un segundo intento, pero esta vez con Khalib encarnando el papel de Hiram… Y lo llevó a cabo con éxito. Claro, él siempre profesó la filosofía sufí; y eso le dio ventaja.
—¡Espera! Vuelve atrás —Leonardo dio unos pasos hacia Salvador—. Hace un instante has reconocido que no todos llegaron a la Sala del Trono. ¿Qué ocurrirá si fracasamos?
—Todo irá bien; no te preocupes. —Sholomo le dio la espalda, yendo hacia la pequeña abertura que se abría al otro lado de la cámara.
Leonardo, muy contrariado, fue tras él.
—¡Aguarda un momento! —exigió agriamente. Le sujetó por el hombro—. Todavía no has contestado a mi pregunta.
Riera se volvió para encarársele. Se lo veía enfurecido. Luego se tranquilizó, al descubrir que Claudia también aguardaba una respuesta.
—Antes de que lleguéis al Trono, se os presentará una encrucijada de la que dependerán vuestras vidas —les advirtió con gravedad—. En el corredor de las cuatro puertas, inscrita en los muros, hallaréis un acertijo de vital importancia: el misterio de la Sabiduría. Utilizad el latín para solucionar el enigma, y reorganizad el anagrama. Y tú, pequeña… —Miró a Claudia con decisión—. Recuerda aquella historia que una vez te conté de niña, una que hablaba de un individuo que construyó un jardín privado al que denominó el Parque del Portón de Roca. Os será de gran ayuda.
Sin esperar respuesta, Salvador les hizo una señal para que entrasen en el estrecho corredor.
—Pero, tito… He oído decir que este túnel finaliza unos metros más adelante —dijo Claudia al descubrir que ese era el camino que debían recorrer para alcanzar su objetivo.
—La piedra que bloquea el paso es en realidad una puerta basculante. Estará abierta para cuando lleguéis —les informó—. A partir de entonces es cosa vuestra encontrar el Salón del Trono.
—¡Esta sí que es buena! ¿No piensas acompañarnos? —Leonardo se sintió traicionado al comprender que los abandonaba a su suerte.
—Balkis me dijo que esperase aquí. —Fue su única y seca respuesta.
—¿Esperar, qué? —preguntó Claudia, igual de molesta que su compañero.
—La llegada de los intrusos… —Señaló la boca del túnel descendente por donde habían bajado. De ella surgía un haz difuminado de luz que iba creciendo por momentos—. No hay tiempo que perder. Estarán aquí en cuestión de minutos.
Cristina fue la primera en alcanzar la Cámara del Caos, y su impresión fue la de haber aterrizado en su propia tumba. Frente a sus ojos pudo ver una sala de paredes enmohecidas, cuyo techo formaba un rectángulo perfecto. Le bastaron unos segundos para recorrerla visualmente en su totalidad. Fue entonces cuando lo vio, de pie junto a la oquedad que había al otro lado de la cámara, como si se tratase de un espectro en un mausoleo de piedra. Se quedó mirándolo fijamente, sin saber qué hacer o decir.
La entrada de Lilith consiguió devolverle la movilidad, echándose a un lado para evitar cualquier contacto con la joven.
—¡Vaya, mira a quién tenemos aquí! ¡Pero si es mi viejo amigo Sholomo! —exclamó Lilith al reconocer a Riera—. Por lo que veo, nuestros caminos vuelven a cruzarse.
Le apuntó con el arma para evitar sorpresas desagradables. Salvador alzó ligeramente los brazos, dándole a entender con el gesto que no ocultaba nada entre sus manos, solo la linterna.
—He de decir, sin embargo, que no es ningún placer volver a verte… —Esbozó una sonrisa forzada—. Jamás creí que pudieras conseguirlo.
—Ya ves… Soy implacable.
—Usted debe de ser la doctora Hiepes, supongo… —El arquitecto miró a Cristina con curiosidad—. Me gustaría saber cuál es su posición.
La aludida reflexionó antes de contestar. En realidad, no estaba en ninguno de los dos bandos. Ella misma era la tercera en discordia.
—En estos momentos mi posición es tan vulnerable como la suya. —Fue sincera en su concluyente respuesta—. Aunque espero tener la suerte de contemplar el Arca de la Alianza antes de morir.
—Creo que no va a ser posible —sentenció Riera—. Ningún sacrílego la verá jamás.
—Eso es que no me conoces —añadió Lilith—. ¡Bueno! Basta de palabrería. Dime donde están Leo y los otros. Y no me digas que estás solo, porque os hemos seguido desde el Museo Arqueológico.
Las pupilas de Salvador brillaron con especial intensidad en la oscuridad de la sala. En cierto modo era una provocación, un reto, un desafío a la muerte; mas no le importaba. Conocía de antemano su destino.
Ese fue uno de los sacrificios exigidos por Balkis: lavar su conciencia haciendo justicia. Debía pagar por los errores cometidos.
—No te tengo miedo —le dijo serio—. Sé que antes o después tendrás la necesidad de quitarme de en medio.
—Es cierto —admitió la joven alemana—. Jamás te podré perdonar lo que le hiciste a Frida.
—No fue culpa mía, sino de tu curiosidad y ambición. Tú ya sabías que la logia no permite intromisiones de nadie ajeno a la hermandad. Cualquiera que indague en los secretos de la cámara callará para siempre… ¿O acaso no recuerdas la máxima de advertencia?
—Estás loco —siseó Lilith, colocando la pistola a escasos centímetros de la cabeza de Riera.
El arquitecto aguantó la provocación con extraordinaria sangre fría.
—Tienes dos opciones —le dijo glacial—. Una, vengar la pérdida de tu amiga y regresar por donde has venido; la otra es acabar conmigo y seguir adelante. Si eliges la primera, pensaré que eres inteligente. Si te decantas por la segunda alternativa, ten por seguro que, antes de que acabe la noche, nuestras almas arderán juntas en el infierno.
—Que así sea.
Sin pensarlo siquiera, la alemana apretó el gatillo, y el eco del disparo sonó en la cámara de forma reiterada y estrepitosa. El cuerpo sin vida de Salvador cayó al suelo en un postrer acto de inutilidad. Había sido víctima de su propia sentencia.
Lilith giró el rostro hacia Cristina, quien descubrió en su mirada algo que no sabía de ella hasta entonces: que era una psicópata compulsiva con clara tendencia al sadismo.
—Odio las fanfarronadas —afirmó sarcásticamente, y luego se echó a reír.
Aquello confirmó la teoría más siniestra de la criptógrafa.
Tal y como les prometiera Salvador Riera, la pared del fondo del canal resultó ser una puerta basculante de piedra; y estaba entreabierta. Claudia, siempre en primer lugar, la empujó suavemente con la mano. Le sorprendió la facilidad con que había girado, y también el hecho de que ningún arqueólogo sospechara de la existencia de aquella galería que continuaba varios metros más bajo la Gran Pirámide.
Siguieron adelante por un corredor bastante amplio, por el cual podían caminar totalmente erguidos. En algunos de los sillares que formaban las paredes, descubrieron una serie de petroglifos de naturaleza protohistórica que les fue imposible reconocer. No se parecían en nada a la escritura hierática del Antiguo Egipto, ni a ninguna otra conocida. Eran más bien ideogramas cabalísticos sin sentido. Varios de ellos le recordaron los signos del alfabeto hebreo.
—Es la escritura original —precisó Claudia al ver con qué atención las observaba su compañero—. Según mi tío, fue directamente revelada a los hombres por los ángeles. Los antiguos habitantes de Henoc la llamaban arsigot; o lo que es igual, el idioma artístico de Dios. Siglos más tarde, los templarios bautizarían los conocimientos adquiridos, gracias a la sabiduría del Arca, con el nombre de arte gótico.
Al bibliotecario de la firma Hiperión ya nada le asombraba. Entonces se acordó de la disparatada comparación de la Viuda a los pies de Keops.
—Balkis me contó una extraña historia respecto a una catedral inimaginable enterrada bajo el desierto… —le confesó con voz queda—. ¿Tú sabes algo?
—Lo mismo que tú, pero no creo que sea cierta… —Negó con la cabeza y añadió con media sonrisa—: Es más bien una leyenda que corre entre los miembros veteranos de la logia.
Siguieron adentrándose por el pasadizo. Leonardo no dejaba de darle vueltas en la cabeza a una idea que arrastraba desde que Balkis enterrara en la arena los dos pequeños monolitos, un pensamiento directamente relacionado con la construcción de las catedrales y sus arquetipos.
—¿No crees que pueda ser verdad? —inquirió él de nuevo.
Claudia lo miró desconcertada.
—¿Te refieres a las columnas de Tubalcaín y el Santuario de la Sabiduría?
—Así es —respondió rápido—. Acabo de darme cuenta de que existe una relación entre el relato de Balkis y los modelos seguidos por los constructores de templos.
La joven frunció el ceño.
—No te sigo…
—Pues que la mayoría de los pórticos, desde la antigua Grecia, siguen el mismo patrón —le explicó en plan didáctico—. Sobre el dintel de entrada se puede ver un tímpano triangular apoyado sobre el friso y el alquitrabe, siendo este último sostenido por varias columnas. Aun hoy en día, pueden admirarse en los edificios más emblemáticos del mundo, desde el Vaticano a la Casa Blanca pasando por el Partenón de Atenas. Es como si en la memoria colectiva de los arquitectos, pasados y presentes, sobreviviera la idea de un templo original cuya disposición siguiera la misma directriz… —Se mordió un instante la lengua y continuó enfático—: ¿Y qué me dices de las torres campanario de las catedrales? ¿Acaso no se asemejan a los obeliscos del Antiguo Egipto?
Claudia tuvo que admitir que existía cierto paralelismo entre las líneas arquitectónicas de los edificios mencionados con la definición que conocía del Templo de Henoc.
—Es posible —dijo finalmente, sin darle mayor importancia. Dubitativa, arqueó las cejas.
—¡Por supuesto que sí! —reafirmó Leonardo—. Tales construcciones son un atributo a las ciencias del pasado que hicieron posible el milagro de Gizeh.
—Si sigues pensando en eso perderás la concentración —le previno ella, ladeando luego la cabeza—. Lo mejor que puedes hacer, ahora, es encomendarte al silencio personal. Debes dejar que tu mente descanse… Detener el pensamiento interno.
—¿Eso es lo que te enseñaron?
—Es lo más aconsejable. —Fue sucinta en la respuesta.
Instantes después llegaron a una sala rectangular de unos cincuenta metros cuadrados. A derecha e izquierda se abrían dos pasadizos en los muros laterales, con un total de cuatro. Al acercarse a investigar, vieron que, en ambos, había escalones de piedra que descendían en la oscuridad. Iluminaron el interior con sus linternas. Varios metros más abajo se dibujaba una trayectoria semicircular, como si se tratase de una escalera de caracol.
Claudia llamó la atención de su compañero.
—¡Ven a ver esto! —Le hizo un gesto para que se acercara al muro frontal—. Aquí hay algo escrito.
El bibliotecario enfocó su linterna hacia donde señalaba Claudia. Grabado en la piedra pudo leer un extraño verso:
«Animal, plantam, petram sum;
tibi meae alae tutelam daraverunt».
—¿Qué significa? —preguntó él.
—«Soy animal, vegetal y mineral; y bajo mis alas hallarás protección…». Es el código de entrada —contestó en tono confidencial—. Debemos resolver el acertijo de la Sabiduría para saber qué camino seguir.
—Supongo que te habrán dado algún tipo de referencias, o instrucciones. —Cárdenas esperaba que su pareja le dijese algo más concreto.
Pero la sobrina de Riera se encogió de hombros, negando repetidas veces con la cabeza.
—¡Estamos jodidos! —exclamó Leonardo al descubrir que su chica sabía lo mismo que él.
Entonces se acercó a una de las entradas al subterráneo. Llevado por la intuición, miró hacia arriba, esperando encontrar algún signo u objeto como en la sorprendente cripta de la catedral de Murcia. Allí no había ninguna campana, pero sí nuevas inscripciones labradas en la piedra. Sobre el arco de entrada pudo ver los símbolos planetarios del Sol y de Venus; con sus nombres, en latín, escritos debajo:
«SOLIS-VENUS».
—¿Te has fijado? —inquirió, pensativo. Después señaló las marcas de cantería con la luz de su linterna.
Claudia ladeó su rostro en un intento por comprender aquello. Luego se acercó al pasadizo que había justo al lado, iluminando la parte alta del dintel. Vio otros dos petroglifos con sus respectivos epígrafes; en este caso, los de la Luna y la Tierra.
—Es increíble —susurró antes de darse la vuelta.
Avanzó con decisión hacia la pared de enfrente, volviendo a iluminar la zona que corría por encima de los arcos. Y allí estaban: Mercurio y Júpiter en uno; Marte y Saturno en otro, los astros conocidos en el medievo, así como los símbolos primordiales usados por los antiguos alquimistas.
—Me apuesto lo que quieras a que estas inscripciones esconden la respuesta al acertijo —afirmó con gravedad, y después miró a Cárdenas buscando apoyo.
—Pues deberíamos comenzar a estudiarlos… ¿No te parece? —propuso él.
En aquel instante escucharon el eco lejano de un disparo. Claudia palideció nada más sentir la detonación.
—¡Tito! —gritó, angustiada, yendo hacia el túnel en un desesperado acto por ayudarlo.
Leonardo la cogió a tiempo por el antebrazo, con firmeza.
—Es inútil. Ya no puedes hacer nada por él.
—¡No sabemos si está muerto! —contestó histérica. Seguía obcecada en su determinación de ir a buscarlo—. ¡Puede estar herido! ¡Incluso es posible que haya sido un disparo de advertencia!
—Escucha… —le dijo con suavidad—. Si regresamos, nos obligarán a conducirlos hasta el Arca. Salvador lo sabía, y por ello se quedó allí, para sacrificarse mientras nosotros cumplimos lo pactado… —Entonces, añadió con repentina vehemencia—: Somos su única esperanza. El secreto de la cámara depende de la decisión que tomemos.
A Claudia le sorprendió el hecho de que su novio y compañero hubiera cambiado de opinión. Creía que no le importaban nada los asuntos de la logia, pero se había equivocado, y eso la hizo reaccionar a tiempo. Leonardo tenía razón: debían encontrar la Sala del Trono antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Qué se te ocurre que hagamos? —preguntó abatida.
—Dímelo tú ahora… —Chasqueó la lengua antes de continuar—: Riera dijo algo de una historia que te contó hace años, y que tenía que ver con lo que íbamos a encontrarnos. Tú eres realmente quien debe conducir esta insólita aventura en que estamos metidos hasta las cejas, y no yo.
—Es cierto, lo había olvidado.
—¿Y bien…? ¿Puedes decirme de qué se trata?
—Pues de un lituano, llamado Leeds Kalnin, que vivió en Estados Unidos entre los años veinte y cuarenta. Mi tío me contó la historia muchas veces. Por lo visto, aquel hombre, sin ayuda de nadie, talló y movió más de mil toneladas de piedra. Con el paso de los años creó un jardín de extraordinaria belleza al que denominó «El Parque del Portón de Roca».
—Por favor, dime que es una pista fiable.
Claudia suspiró, y ya no supo qué decirle. La historia del viejo Kalnin no dejaba de ser sorprendente, pero nada más. Si aquélla era la única ayuda que iban a recibir, estaban realmente perdidos.
—La verdad, no lo sé —respondió con deprimente sinceridad.
—De acuerdo, comencemos de nuevo —le propuso Leonardo, tratando de conservar la calma—. Haremos lo que nos dijo Salvador. Utilizaremos el latín para la respuesta y reorganizaremos el anagrama.
Sin perder más tiempo, sacó su bloc de notas de detrás del pantalón y comenzó a escribir los nombres de los planetas en una hoja de papel; tal y como estaban inscritos:
MERCURIUS-IUPPITER
SOLIS-VENUS
MARTIS-SATURNI
LUNA-TERRA
—Deberíamos intercambiar las letras para ver si forman una palabra o frase coherente… —Fue la meditada propuesta tras pasarle el bloc a ella—. Tu tío nos proporcionó el camino que debíamos seguir. De nosotros depende descifrar el enigma.
—Disponemos de poco tiempo —le recordó con tono apagado—. Es posible que hayan descubierto el pasadizo secreto.
Se refería a Lilith y compañía.
—¡Bien! Manos a la obra.
Dicho esto, Cárdenas volvió a escribir los nombres de los astros en otra hoja de papel. Así podrían intentarlo por separado.
Transcurrieron unos tensos minutos, y a pesar del intenso esfuerzo mental por combinar las palabras, les fue imposible hacerse con la respuesta. La presión a la que estaban siendo sometidos paralizaba sus pensamientos, ya que sabían que de un momento a otro podrían entrar en la sala y asesinarlos impunemente. La impotencia bloqueaba su sentido de la reflexión y les impedía pensar con claridad.
—Soy animal, vegetal y mineral; y bajo mis alas hallarás protección. —Se oía murmurar a Leonardo en voz baja, tratando de encontrar la solución en el propio acertijo.
Ella, por su parte, descubrió un pequeño detalle que no cuadraba: Saturno estaba mal escrito. No era Saturni, sino Saturnus. Pensaba decírselo a su compañero cuando recordó cierta parte de la historia del lituano que había pasado por alto, y precisamente era la que tenía que ver con los planetas. Por lo visto, existía un lugar en el Parque del Portón de Roca denominado «El Salón del Trono», el cual estaba flanqueado por las esculturas simbólicas de Marte y Saturno. ¿Era una coincidencia, sin más importancia, o quizá una respuesta al acertijo?
—Leo, centrémonos en Marte y Saturno. Tengo una corazonada —dijo Claudia con voz trémula, embargada por la emoción del descubrimiento.
Comenzaron con la palabra MARTIS, la cual desmembraron en letras independientes haciéndolas girar de un lado a otro; intercambiándolas como piezas de un puzzle.
Y he aquí que consiguieron ordenar la primera parte del anagrama: MARTIS se convirtió en MATRIS; es decir, la Madre.
—¡Cielo santo, lo hemos conseguido! —exclamó el bibliotecario, eufórico de alegría, pero con las manos sudadas por la tensión interior—. Ya podemos largarnos. Si lo hacemos antes de que lleguen, tendremos tres posibilidades entre cuatro de que se equivoquen de camino al seguirnos.
—¿No tienes curiosidad por saber cuál es la respuesta final al acertijo? —le preguntó ella, arisca—. Piensa que es posible que lo necesitemos en un futuro.
—No hace falta; ya lo sé… —Cogió su mano y tiró de ella con suavidad, obligándola a ir hacia la entrada con los signos de Marte y Saturno sobre el arco—. Te lo diré por el camino.
Claudia se dejó llevar por el enardecimiento de su compañero, bajando los peldaños de piedra lo más rápido que pudo. Después de girar varias veces la galería descendente, y tras asegurarse de que no podrían oír sus voces ni vislumbrar la luz de sus linternas, sintió la necesidad de preguntarle:
—¿Vas a decirme de una vez cuál es la respuesta al acertijo? —Arrugando el entrecejo, se detuvo un instante.
Leonardo saboreó con delectación su momento de gloria.
—Piensa un poco… —le dijo con suficiencia—. Ella es animal, vegetal y mineral, y bajo sus alas hallamos protección… —Se aclaró la voz—. Ella nos cuida, nos alimenta y nos da la vida; como una madre. Por lo tanto, MARTIS SATURNI no es otra cosa que MATRIS NATURIS; la Madre de la Naturaleza… La analogía más bella de la Sabiduría de cuantas he escuchado.
Para cuando las dos llegaron al corredor de las cuatro puertas, Claudia y Leonardo ya habían desaparecido.
«Este lugar es de lo más inhóspito, pero a la vez maravillosamente enigmático», pensó Cristina al evaluar la sala donde se encontraban.
A Lilith, por el contrario, le importaba bien poco el descubrimiento de nuevas galerías bajo la meseta de Gizeh. Hubiese preferido encontrarse cara a cara con el bibliotecario y el resto de los masones, y arrancarles, tras un brutal interrogatorio, el camino que habría de seguir para encontrar el Arca. En cambio, ahora tendría que enfrentarse a la decisión de escoger entre uno de los pasadizos descendentes, con la particularidad de que podría equivocarse. Y aquello supondría un inquietante contratiempo que no entraba en sus planes.
Ante la problemática de decantarse por una de las cuatro entradas, dejó que fuese la experta quien averiguase cuál era la correcta.
—¡Tú! —espetó agriamente a Cristina, apuntando con su arma a la cabeza—. Dime qué camino hemos de coger.
El rostro pálido y pecoso de la doctora se tornó aún más blanco de lo habitual. Comprendió que era su turno. Debía jugar muy bien sus cartas si no quería perder la vida en el primer intento.
—Si me matas, nunca lo sabrás —la previno en voz baja—. Pero si tienes paciencia, te llevaré hasta el lugar donde se esconde el Arca… —Tragó saliva y continuó—: ¿Ves esas inscripciones sobre las diversas entradas…? —Las fue señalando con su linterna—. Creo que forman parte de un código secreto que a su vez se haya ligado a esa otra frase. —Iluminó el fondo de la galería, allá donde había escritas unas palabras en latín.
—¿Qué dice ahí? —quiso saber Lilith.
—«Soy animal, vegetal y mineral; y bajo mis alas hallarás protección». —¿Y qué diablos significa eso?
—Humm, creo que he leído antes esa frase; estoy segura —comentó concentrada—. Tal vez fue en un viejo libro de alquimia.
—Más te vale recordar. —La asesina a sueldo comenzaba a ponerse nerviosa.
—¡Espera, ya lo tengo! —La criptógrafa, eufórica, chasqueó los dedos—. Nicolás Valois, un nigromante del Renacimiento, hablando de la piedra filosofal, dijo: «Hay una piedra de gran virtud, y es llamada piedra y no es piedra, y es mineral, vegetal y animal». —Sigue… Te escucho.
Cristina se olvidó de Lilith por un instante. Fue de un lado a otro de la sala, iluminando y leyendo a la vez el nombre de los planetas inscritos en los dinteles de entrada. De vez en cuando se detenía para reflexionar, pero solo por espacio de unos segundos. Finalmente, se acercó al pasadizo cuyos petroglifos pertenecían a los planetas Mercurio y Júpiter.
—Es este; estoy segura. —Alzó el mentón, sin disimular su orgullo, al dirigirse a la fría liquidadora de vidas, pues necesitaba juzgar por sí misma.
—Antes vas a explicarme en qué te has basado para tu elección. No estoy dispuesta a arriesgar.
—El Mercurio, según los alquimistas del medievo, es el principal ingrediente de la piedra filosofal —le dijo en tono mesurado—. Y si bien es cierto que el resto de los planetas también forman parte del glosario alquímico, Mercurio es el único dios que tiene alas, aunque sea en los pies. Por lo tanto, Mercurio y Júpiter es la mejor opción… —Se mordió un poco el labio superior e inquirió—: ¿No crees?
Lilith tuvo que admitirlo, ya que el detalle de las alas era decisivo. Se rindió ante la pericia de la criptógrafa. Su talento era digno de admiración. Después, dejándose llevar por la decisión de Cristina, le hizo un gesto para que fuera ella quien bajase en primer lugar. En ningún momento hubo deferencia en el trato: seguía apuntándole con su arma.