Cuando el automóvil llegó a la altura del puesto de guardia, hubo de detenerse frente al soldado que les cerraba el paso; su otro compañero los observaba detenidamente desde la garita. Se acercó al conductor con la linterna en una mano y con la otra acariciando la funda de su pistola. Hiram, a quien ya conocía por sus dilatadas investigaciones realizadas en la planicie, le entregó un permiso especial para visitar el interior de la Gran Pirámide. Iba firmado por Adel Hussein, director general de Gizeh, por lo que los dejó pasar tras desearle que la paz de Allah los acompañase. Tanto Khalib como Riera —que iba a su lado—, le devolvieron el saludo. Luego siguieron su camino hacia Keops.
Minutos después aparcó el coche en el arcén de la carretera y las luces se apagaron, dando paso a la oscuridad. Hiram se bajó del vehículo en compañía de Salvador. Los demás se quedaron dentro.
—Antes de entrar, quiero recordaros que la llave de la logia es vuestra única aliada —les recordó Balkis con cierta obstinación—. Y que solo conseguiréis vencer al caos provocado por el pensamiento si vuestras almas caminan seguras mientras ascendéis la Escala. Pero, sobre todo, no perdáis la calma a la hora de descifrar el acertijo. Hacedme caso y todo irá bien.
Dicho esto, abrió la puerta para que pudieran salir; Hiram y Sholomo los aguardaban fuera, juntos y en silencio, fueron hacia la zona norte de la pirámide. En ese lado estaba la oficina de Mansour Boraik, donde dormía el resto de la guardia a la espera del relevo, por lo que tendrían que ir con cuidado y hacer el menor ruido posible para no llamar la atención.
Leonardo tuvo un ataque de irracionalidad al ir acercándose a aquella gigantesca mole de piedra que tanto le obsesionaba. Cuanto más cerca se sentía de ella, más pequeña e insignificante le resultaba su vida. Era como si la pirámide fuese a devorarlo, a triturar sus recuerdos, incluso a engullir para siempre su alma. Nunca se había parado a pensar qué sentido tenía construir algo tan magnífico en una zona sumamente árida e inhóspita, donde el sol, los mosquitos y las crecidas del río serían sus únicos herederos. Debía haber algo más. Tal vez la logia tuviese razón y las pirámides fueran monumentos destinados a preservar la memoria de Dios a través de los años, y que el hombre no estuviese preparado para recibir ciertos conocimientos emparentados con la Sabiduría. De ser cierto, no terminaba de comprender el motivo de que lo hubiesen elegido precisamente a él. No tenía sentido, ni siquiera conocía las leyes y costumbres masónicas; a menos que las historias que había escuchado hasta ahora formasen parte de la instrucción del neófito. Reconoció haber aprendido lo suficiente como para asumir la labor de la logia, y eso era bastante significativo. Quizá, sin saberlo, formara ya parte de la hermandad.
Finalmente alcanzaron la primera hilada de sillares. La entrada más accesible era la abierta por Al-Mahmun, a diecisiete metros por encima del nivel del suelo. Sin embargo, Sholomo les explicó que debían ascender un poco más hasta llegar a la entrada original, pues debían seguir la antigua trayectoria de los iniciados. Con sumo cuidado, comenzaron a escalar los enormes bloques de piedra. Pero hubo un detalle que Leonardo no pasó por alto: tanto Balkis como Khalib los observaban desde abajo; no tenían intención de acompañarlos.
—¿No piensan subir? —La pregunta iba dirigida a Salvador, quien parecía acostumbrado a moverse con facilidad por las alturas al igual que un joven alpinista.
—No te preocupes por ellos —respondió el arquitecto, sin detenerse—. Llegarán al Salón del Trono antes que nosotros… Y no me preguntes cómo lo hacen. Para entender su magia hay que ser un Custodio de la Sabiduría, cargo que no tengo el privilegio de ostentar. Yo solo soy el Magíster de los Constructores.
El bibliotecario creyó entrever cierta amargura en el tono de su voz. No quiso criticar la postura, pero en el fondo no dejaba de ser irónico que los demás miembros de la logia se sintiesen decepcionados cuando ellos mismos ponían obstáculos al hecho de que fueran otros quienes se sentaran en el Trono de Dios. Ya tendría tiempo de opinar, si todo marchaba bien y era cierto lo que le habían prometido.
Cuando los hombres alcanzaron el nivel de entrada, Claudia ya estaba bajo los gigantescos bloques de granito —en forma piramidal— que descansaban sobre el dintel de la puerta.
—Ten cuidado al bajar —le advirtió Riera a su sobrina—. El canal descendente es demasiado bajo para ir de pie. Solo mide un metro de ancho por algo más de alto.
—¡Cómo me recuerda esto la cripta de la catedral de Murcia! ¿No es cierto, Salvador?
La observación de Leonardo, no exenta de sarcasmo, hizo que Riera esbozara una de sus típicas y socarronas sonrisas.
—Si entonces sentiste claustrofobia, espera a adentrarte en el interior de Keops —le dijo con gravedad—. Para tu información, te diré que habremos de descender en cuclillas ciento treinta metros de canal hasta llegar a la Cámara del Caos, teniendo sobre nuestras espaldas el peso de millones de toneladas de piedra. Será todo un desafío para quien, como tú, necesita de amplios espacios.
—Creo que podré soportarlo.
—Entonces, si estáis de acuerdo, será mejor que entremos. —Fue la práctica opinión de Claudia.
Aceptando la sugerencia como un deber, encendieron sus linternas y penetraron sin dilación en el reducido corredor de piedra, caminando a gatas por el entarimado de maderas transversales y barandillas a ambos lados del muro.
Frente a ellos, la oscuridad y el silencio que preceden a lo desconocido.
Para Abdelaziz, soldado raso del Ejército egipcio desde los dieciocho años de edad, custodiar unos monumentos con más de cuarenta siglos de antigüedad, que presuntamente fueron erigidos como tumbas de los reyes del pasado, no dejaba de ser una tarea desagradable a la que no estaba acostumbrado. Se definía como un hombre capaz de enfrentarse a todo, incluso a la peor de las muertes, pero existían ciertos temores ligados a la superstición que arrastraba desde la infancia y a los que le era imposible renunciar. Conocía de memoria las historias que corrían de boca en boca por las callejuelas del Fustat, el barrio que le vio nacer. Su abuela solía decirle que Abu-el-Hol[11] despertaría en un futuro de su letargo para liberarse de la prisión de piedra que le tenía prisionero, y que llegado ese instante el hombre le serviría de alimento. Por ello, cada noche que se enfrentaba al hechizo de la Esfinge sin más adarves que su fusil, se le erizaba el vello de la piel y sus dientes castañeteaban de forma alocada debido a la ansiedad. Era pánico lo que sentía. Hubiese dado la paga de un mes por estar a mil kilómetros de distancia, luchando en una guerra estúpida si fuese necesario. Cualquier cosa menos hacer la ronda nocturna.
Para alejar sus temores, decidió analizar la inesperada visita del director del Museo Arqueológico. No era precisamente la hora más apropiada para entrar en ninguna de las pirámides —pudiendo hacerlo de día—, como tampoco era lógico que lo acompañasen un grupo de desconocidos. Pero el hecho de llevar un pase especial, firmado por el mismísimo Adel Hussein, era razón suficiente para dejarle pasar sin tener que pedirle explicaciones. Además, sabía que aquel hombre adoraba su trabajo. Tal vez estuviera trabajando en secreto con algunos de sus colegas extranjeros.
Tuvo un ligero escalofrío. Lo achacó a la alta temperatura del ambiente, pues el desierto era especialmente gélido aquella noche. El ulular del viento, deslizándose con furor por la meseta, le trajo a la memoria la risa enloquecida de un alma en pena. Miró a su compañero, el cual se hallaba sentado en el interior de la garita leyendo el periódico. Pensó que allí dentro era como estar en otro mundo. Hassan tenía suerte de ser el yerno de un afamado ministro. No todos gozaban de una influencia tan notable y provechosa. Pero él, hijo de un simple tejedor de alfombras, cualquier prebenda que le otorgaran sus superiores debía ganársela siempre por méritos propios.
Dejó aparcados sus penosos pensamientos al observar cómo se iban acercando las luces de otro automóvil. Entonces, tuvo el presentimiento de que aquella noche iba a ser especial.
—Detén el coche a unos metros del puesto de guardia, y bájate con las manos en alto; donde pueda verlas.
Mientras le susurraba a Eric lo que debía hacer, Lilith introdujo la mano en el interior de su chaqueta y, con sigilo, sacó el silenciador de la pistola con el fin de enroscarlo al cañón de salida.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Cristina al intuir la maniobra de la joven alemana.
—Espera y verás —contestó glacial—. Pero te advierto que si tratas de huir será lo último que hagas con vida… —Frunció el ceño—. ¿Has comprendido?
La criptógrafa captó el mensaje. Era peligroso llevarle la contraria. Ya tendría tiempo de urdir un plan favorable a sus intereses.
El automóvil se detuvo a una distancia prudencial del retén establecido por el Ejército egipcio. Lilith presionó con fuerza la nuca del agente, obligándole a bajar ante la inminente llegada del soldado de guardia. Eric obedeció al instante, dispuesto a colaborar en todo lo posible por temor a acabar con una bala en la cabeza. La asesina a sueldo, por su parte, hizo lo mismo: se apeó de forma sincronizada, colocándose a espaldas de Eric; quien, estratégicamente, quedaba entre ella y el centinela.
Actuó con rapidez y profesionalidad, disparando en primer lugar al soldado que leía el periódico en la garita mientras agarraba por detrás la camisa del agente con el fin de protegerse. Abdelaziz, alertado por la violenta reacción de la joven, abrió fuego sin contemplaciones. Eric fue alcanzado en el cuello y en el pecho, ocasión que aprovechó Lilith para eliminar al castrense egipcio de un tiro certero en la frente.
Todo había acabado en breves segundos; parecía que casi antes de comenzar.
Ya más relajada, la joven fue hacia la ventanilla del coche e introdujo su cabeza en el interior.
—Conduce tú —le ordenó a Cristina, abriendo la puerta para sentarse en el lugar donde estaba la criptógrafa.
Esta se echó a un lado, atónita de ver la capacidad criminal de aquella criatura que en un principio había confundido con un ángel. Haciendo un esfuerzo para no perder los nervios, giró la llave y el coche arrancó de nuevo.
—Dirígete a la Gran Pirámide —le ordenó Lilith—. ¡Vamos! Larguémonos de aquí antes de que lleguen más soldados.
—Es posible que no hayan escuchado los disparos. Las oficinas donde duerme el relevo se encuentran en el lado norte de Keops.
—¿Cómo sabes tú eso? —Su voz demostraba asombro.
—Tengo amigos que me informan de todo… Amigos generosos capaces de pagar una fortuna por ser los dueños del Arca. Yo te los podría presentar, si tú quisieras.
La sugerencia llevaba implícita cierta colaboración entre ambas partes, pero Lilith, bastante más cerebral, no se dejó influenciar por el juego de Cristina; aunque no le dio del todo la espalda a la posibilidad de una falsa alianza. En cierto modo la necesitaba viva, pues llegado el momento le sería útil toda información referente a la reliquia; también la fuerza de sus brazos. Sacar el Arca de la pirámide, sin ayuda, le podría ocasionar un grave problema. Siempre podría acabar con ella finalizado el trabajo previsto.
—Ya hablaremos de eso más adelante —le dijo como en un susurro—. Ahora, conduce.
La señorita Hiepes no quiso insistir; sabía que tarde o temprano acabarían asociándose. También ella había caído en la cuenta de que era prácticamente imposible para una persona trasladar un objeto tan pesado.
Poco después vieron el coche de Riera aparcado en el arcén, frente a la pirámide de Keops. La criptógrafa redujo la marcha hasta colocarse justo detrás. Apagó las luces, aguardando nuevas indicaciones por parte de Lilith.
—Veamos si lo entiendes —comenzó diciendo la joven—. Tú eres la única que puede llevarme hasta el Arca, así que no seas imprudente y actúa con inteligencia. Necesito saber que no vas a intentar nada en mi contra, o de lo contrario tendré que matarte.
Cristina aguantó el tipo con determinación. No le amedrentaron sus palabras, ni siquiera llegó a parpadear.
—Está claro que las dos queremos lo mismo, aunque por motivos diferentes. Por eso creo que la confianza debería ser mutua.
—De acuerdo —añadió la joven germana, abriendo la puerta del coche para salir— pero seré yo quien disponga qué hacer con la reliquia una vez que sea nuestra. ¡Ah! —exclamó, y añadió fríamente—: Y te recuerdo que sigo teniendo un arma.
La española asintió, reconociendo la primacía de su adversaria. No era ninguna estúpida. Un movimiento en falso y su vida sería historia.
Tras coger un par linternas de las mochilas, pertenecientes a los esbirros de la NSA, se dirigieron hacia la cara norte de la pirámide, empujadas por el fuerte viento que arremetía contra sus espaldas.
Un silencio tenaz las fue envolviendo mientras caminaban por la meseta, introversión que las condicionaba a la lucha interna del pensamiento. Cada cual, a su manera, trataba de reorganizar la situación para que la balanza declinase en su favor. Era cierto que debían aunar sus fuerzas para vencer al enemigo, pero solo de forma circunstancial. La afectación de ambas no podía ocultar el hecho de que seguían siendo adversarias, y que tarde o temprano una de las dos se pudriría bajo tierra mientras la otra iniciaría el camino hacia la gloria.
Tras una breve reflexión, Lilith llegó al convencimiento de que apenas sabía nada del Arca. Lo poco que le había contado Cristina, el tiempo que duró el trayecto, era una información bastante imprecisa. Necesitaba ahondar en los orígenes de aquella legendaria reliquia, tan recóndita como inescrutable desde tiempos inmemoriales.
—¿A qué se supone que nos enfrentamos? —preguntó interesada, mirando de soslayo a su compañera.
—Supongo que al mayor descubrimiento de la historia —alegó seria la pelirroja, sin dejar por ello de caminar.
—Sabes a lo que me refiero —insistió la asesina a sueldo con cierto énfasis—. Y no esquives mis palabras cuando hablo, si no quieres que te corte la lengua como hice con los otros.
La criptógrafa lamentó haber sido tan descuidada. La astucia de aquella joven centroeuropea era algo que debía tener muy en cuenta. No debía ignorar ese detalle.
—¡Está bien! —Resopló—. ¿Qué deseas saber?
—Todo lo que puedas decirme que no esté escrito en los libros de historia.
—De acuerdo. —Se rindió finalmente—. Te contaré cuál es mi teoría… —Entonces se detuvo para mirarla fijamente a los ojos—. El Arca es en realidad un trono… Es el Trono donde se sentaba Moisés para establecer contacto directo con Dios.
—¿Lo crees en serio?
—Si te soy sincera, no estoy segura; aunque existen diversas historias en torno al Arca que ponen de manifiesto que su poder proviene de una civilización mucho más avanzada que la nuestra. Muchos opinan que se trata de un transmisor sónico de ondas, otros dicen que es un generador de energía que mantiene vivo el planeta.
Lilith sacudió la cabeza.
—Explícame eso —exigió, impaciente.
—Pues que al igual que el hombre utiliza ciertos amuletos para canalizar el bien a su favor, también la Tierra necesita de la magia que irradian las piedras. Y son los templos quienes hacen la función mediadora entre la Madre Naturaleza y la ciencia del Gran Arquitecto. De ahí que los templarios erigieran sus catedrales góticas por toda Europa, y que lo hicieran precisamente donde las fuerzas telúricas actúan de forma positiva sobre la Tierra.
—Hablas de nuestro planeta como algo vivo.
—Y lo está —afirmó Cristina, convencida—. La gravedad, los campos magnéticos, los movimientos sísmicos… Todo ello forma parte de su actividad como ser viviente. Y las pirámides de Keops y Kefrén, por decirlo de algún modo, vendrían a ser las dos aortas de un mismo corazón: el Arca.
—Ya, pero de misticismos no se vive… —Lilith estaba harta de escuchar sandeces—. A mí lo que me interesa es su lado destructor. He oído decir que los judíos la llevaban consigo a todas las batallas para que propiciara la victoria sobre el enemigo, y que un hombre murió solo por tocarla.
—La Biblia está llena de relatos semejantes, historias que asustarían al hombre más osado. Incluso en el Apocalipsis se cita su poder caótico: «Y se abrió el Santuario de Dios, y apareció el Arca de la Alianza. Entonces se produjeron relámpagos y fragor de truenos, y la tierra tembló». —Sonrió con cierta incredulidad—. Pero nada es cierto. El Arca, según creo, te permite comunicarte con Dios, que al fin y al cabo no es otra cosa que una fuente de energía inagotable, un millón de veces más poderosa que la energía nuclear. De ahí la importancia de mantener oculta su ubicación al resto de los hombres.
—Eso quiere decir que quien posea el Arca podrá dirigir el destino de la humanidad —añadió la alemana, pensativa—, lo que le convertiría en la persona más poderosa del planeta.
—Me gusta tu definición. Aunque no debes olvidar que sentarse en el Trono de Dios está reservado a unos cuantos elegidos, quienes han de poseer cierta experiencia relacionada con la masonería y sus arcanos secretos. Y yo los tengo.
Aquello era cierto. Lilith valoró el hecho de que sin su ayuda resultaría imposible descifrar los misterios del Arca. Eran varias las incógnitas que podrían surgir en el interior de la pirámide, como jeroglíficos que solo una criptógrafa era capaz de traducir.
—¿Y qué me dices de las salas de la Gran Pirámide? —quiso saber la fría ejecutora de la Agencia Corpsson—. Según tengo entendido están vacías, incluso el sarcófago del Rey.
—¿Quieres saber dónde está escondida el Arca? —preguntó Cristina a su vez.
—Eso es —afirmó ceñuda—. Porque en alguna parte de esa mole de piedra… —Señaló a Keops con un índice— se halla oculto lo que hemos venido a buscar.
—Tienes razón, no hay nada de interés en las diversas salas de la pirámide, pero sí en los corredores que discurren debajo.
La pelirroja le hizo un ademán para que siguieran caminando. No era prudente quedarse allí cuando quedaba menos de una hora para el relevo de la guardia.
Poco después alcanzaron la primera hilada de piedras. Sin perder más tiempo, comenzaron a escalar subiendo de un bloque a otro; así, hasta alcanzar la entrada de Al-Mahmun. Cristina miró hacia arriba, donde se encontraba la puerta original. No dijo nada, pero le hizo un gesto a Lilith, dándole a entender su intención de ascender un poco más. La alemana asintió, dejándose conducir.
Finalmente lograron su objetivo: llegar hasta el enrejado que protegía la entrada a la siringa[12]; y estaba abierto. Eso quería decir que Leonardo Cárdenas y el resto se habían adentrado en su interior.