Capítulo 42

Cristina se despidió del profesor Said en la puerta del restaurante donde habían tomado café, tras su entrevista con el director general del Museo Arqueológico. Prometió llamarlo al día siguiente, a pesar de que sus intenciones eran otras muy distintas. Luego, ella y Lilith se acercaron a la estación central con el propósito de coger un taxi que las acercase al hotel.

—Me gustaría saber una cosa… —comenzó a decir lentamente la joven alemana—. ¿Qué esperas encontrar en el interior de la pirámide…? —Ladeó la cabeza—. Hasta donde yo sé, ahí dentro no hay nada.

En la plaza, un grupo de bailarines folclóricos batían sus panderetas y danzaban a la vez que proferían extraños sonidos, provocados por el locuaz movimiento de sus lenguas y el vibrar acústico de las cuerdas vocales.

Cristina se detuvo en mitad de la calle para mirarla directamente a los ojos.

—Creo que va siendo hora de que conozcas la verdad —afirmó seria—; sobre todo, porque también tu vida corre peligro.

—No me gusta cómo suena… —Frunció el ceño en un gesto evidente de contrariedad—. Sin embargo, prefiero que me lo digas cuanto antes.

La criptógrafa sopesó en silencio la decisión de su acompañante. A continuación, miró alrededor como si alguien las estuviese vigilando.

—Será mejor que regresemos al hotel. Allí estaremos más seguras —propuso con voz queda.

Lilith sabía fehacientemente que la postura adoptada por la pelirroja era otra de sus maniobras, una puesta en escena para impresionarla. No obstante, apoyó su decisión de volver lo antes posible.

—Estoy de acuerdo contigo. —Fueron sus palabras.

Una hora después, tomaban un aperitivo sentadas frente a una mesa en la espléndida terraza del Mena House. Lilith se había cambiado de ropa y volvía a lucir su vestimenta de siempre. A pesar del calor, llevaba puesta su chaqueta larga de cuero. «Es como mi segunda piel», repuso con sequedad a Cristina cuando esta la advirtió sobre el implacable sol de Egipto. Tras aquella contestación, pensó que ya era mayorcita para ir dándole consejos.

Su prioridad, ante todo, era perfilar una historia paralela a la real que respondiera a las interrogantes de Lilith. Necesitaba recuperar su confianza y hacerla ver que estaba de su lado. Sabía que, llegado el momento, iba a necesitar un rehén de peso para el intercambio. Riera formaba parte de la logia, era uno de Los Hijos de la Viuda; de eso estaba completamente segura. No dudaría en entregarle el Arca cuando viera a su hija con una pistola apuntando su cabeza.

—Escucha, Lilith… —Decidió pasar a la acción, poniendo en marcha su maquiavélico plan—. Quiero que me prometas que todo cuanto vas a escuchar quede siempre entre nosotras. Jamás hablarás de esto con nadie. ¡Vamos, júralo! —la apremió con fingida ansiedad.

—Te doy mi palabra.

—Por ahora es suficiente… —Suspiró complacida, pero después concluyó enigmática—: Aunque espero que tu discreción se mantenga firme cuando escuches lo que tengo que decirte.

—No conozco a nadie, ni tengo amigos en España… solo a mi padre. Y si estando callada lo voy a recuperar, ten por seguro que cumpliré mi promesa.

Casi le dio lástima el drama humano de aquella joven, mas enseguida la criptógrafa volvió a ser la profesional de siempre; la habían adiestrado para ese tipo de situaciones. Lo mejor era obedecer las órdenes recibidas y olvidar a las víctimas colaterales.

—La causa por la que Salvador, tu padre, jamás pudo ponerse en contacto contigo, fue porque era una de las rígidas pautas de su trabajo —mintió deliberadamente—. Y no hablo de su labor como arquitecto, sino como agente del CNI… Me refiero al espionaje español.

—¿Mi padre es un espía? —La alemana, una consumada actriz fingiendo, hizo como si aquello la sorprendiera.

—Puedes llamarlo así, si lo deseas. Su trabajo consiste en descifrar mensajes encriptados para el gobierno español. Ese es el motivo por el que vive apartado de familia y amigos, refugiándose en su particular búnker de Santomera. Es el único modo de mantener en secreto su doble identidad.

—¿Y cómo sabes tú todo eso? —inquirió Lilith con cierto recelo.

—Porque también yo trabajo para el Centro Nacional de Inteligencia, al igual que Leo y Colmenares… —respondió sin tapujos—. Y por favor, deja tus preguntas para el final.

La joven germana asintió obediente. Debía seguirle el juego.

—Hace una semana, tu padre tradujo un antiguo manuscrito que databa de principios del siglo XVI —continuó diciendo en voz baja—. El legajo estaba encriptado, por lo que su legítimo dueño, un paleógrafo que trabajaba para una casa de subastas, debido a la amistad que le unía a Riera se lo envió por correo electrónico poco antes de morir en extrañas circunstancias… —Cristina interpretaba la historia a su conveniencia—. Después de aquello se puso en contacto con la Central, advirtiéndonos de que dicho documento describía el modo de llegar hasta una antigua reliquia de valor incalculable, custodiada por una orden masónica cuya premisa es la de asesinar a quienes violan sus secretos. Una vez informados, mis superiores decidieron enviarnos a Murcia para contactar con Riera, pero ya había desaparecido en compañía de su sobrina… Y te diré más. Esta, casualmente, trabajaba con el paleógrafo en la casa de subastas. Además, es la compañera sentimental de Leo; una coincidencia bastante oportuna si tenemos en cuenta que Leo ha incumplido las órdenes recibidas al venir hasta aquí sin consultarlo con nadie. Es más, tengo la impresión de que nos ha engañado y que en realidad es un agente doble… —Arrugó la frente y continuó con su farsa—: De ser cierta mi sospecha, trabajaría para la sociedad secreta que mantiene oculta la reliquia que buscamos. Tanto él, como Claudia, planearon el secuestro de tu padre; no te quepa la menor duda de ello… —Tosió sin ganas; lo hizo para pensar en las últimas palabras—. De hecho, apostaría mi alma al diablo a que lo mantienen encerrado en una de las galerías secretas que hay bajo la Gran Pirámide.

—Por eso fuimos a visitar al director del Museo… —añadió Lilith, fingiendo que comenzaba a comprender el significado del repentino viaje—. Pero dime una cosa… ¿Cómo sabes que existen en realidad tales pasadizos?

Cristina desvió su mirada hacia la meseta de Gizeh, donde se erigían las pirámides. Luego volvió su rostro hacia Lilith.

—Porque existen ciertos documentos que avalan mi teoría, al margen de las pruebas efectuadas a finales de los noventa —respondió finalmente, tras esa breve pausa—. Entre ellos, tenemos el Libro de los Muertos, donde se mencionan unas puertas que conducen al mundo subterráneo de los dioses, algo en lo que coinciden diversos escritores árabes y coptos. También está la extraña historia del califa Abdullah Al-Mamum, quien fuera el primero en acceder a la Gran Pirámide, el cual asegura haber estado en una sala repleta de tesoros, armas que no se oxidaban con el paso de los años, y prismas de cristal que desprendían luz y calor; la misma sala que siglos más tarde encontraron los arqueólogos Kinnaman y Petrie, o el mismísimo Faruk, que era hijo del rey Fuad, de Egipto.

—Me has de perdonar, pero todo esto me suena a ciencia-ficción.

La asesina nacida en Alemania estaba realmente sorprendida. Si aquello era cierto, y en el interior de Keops existían vestigios de una civilización superior a la conocida, serían varios los países interesados en adquirir las maravillas descritas por aquellos testigos de excepción. Podría exigirles lo que quisiera.

—Sé que es difícil de aceptar, pero el gobierno español está dispuesto a arriesgarse —afirmó la criptógrafa con medida solemnidad.

—Ya… Antes has mencionado al abogado de mi padre —le recordó—. ¿Por qué no comparte con nosotros la arriesgada misión de entrar en la Gran Pirámide?

La tarde anterior le había comentado que tenía asuntos jurídicos que atender, por lo que no tuvo más remedio que adjudicarle una actividad que lo relacionase con el CNI, pero que a la vez lo apartase momentáneamente del caso.

—Se quedó en Madrid, para examinar a fondo ciertos documentos que encontramos en la casa de subastas —respondió cauta—. Aunque cuento con la ayuda de tres agentes que permanecen de incógnito, aquí, en El Cairo.

La alemana se hizo la sorprendida mientras miraba en torno suyo.

—¿De veras? —inquirió con cara de creérselo todo—. ¿Y dónde están ahora?

—Tratando de encontrar a Leo. Él nos llevará hasta tu padre. Así que…

En aquel instante sonó el teléfono móvil de Cristina, por lo que detuvo la conversación con el fin de atender la llamada. Escuchó atentamente durante unos segundos, en silencio. Su rostro inexpresivo dibujó ahora una escueta sonrisa de satisfacción, tras lo cual se despidió en inglés. Entonces, guardando el teléfono en su bolso, se giró de nuevo hacia Lilith.

—Lo han localizado… —Los ojos de la criptógrafa brillaron de forma especial—. Tenemos a Leo.

Después de identificarse varias veces ante los diversos controles que llevaba a cabo el ejército egipcio en la zona, y gracias a la presencia en el taxi de la esposa del director general del Museo Arqueológico, la cual les mostró un salvoconducto firmado por Adel Hussein, llegaron finalmente a la meseta de Gizeh. Tras indicarle al taxista que esperara su regreso, Balkis se bajó del automóvil llevando consigo los obeliscos y fue directa hacia la pirámide de Keops. Leonardo reaccionó yendo tras sus pasos.

—¡Ahí están! —exclamó, visiblemente orgullosa—. Las construcciones más polémicas de la historia. Nadie sabe cuándo o por qué fueron erigidas, pero todos se sienten cohibidos en su imponente presencia.

El bibliotecario sintió que la arena comenzaba a invadir su calzado. La sensación resultaba incómoda. Y lo peor de todo es que debía darse prisa si no quería quedarse atrás, ya que Balkis estaba bastante ágil para su edad e iba varios metros por delante.

—Lo cierto es que son impresionantes —afirmó Cárdenas, por deferencia.

—Si ahora piensas eso, espérate a oír lo que tengo que decirte… —Carraspeó un poco y continuó—: El concepto que tienes de las pirámides te resultará infantil cuando sepas la verdad.

—Deberías hacerlo cuanto antes —se quejó—. Tengo los zapatos llenos de arena.

—Aguanta un poco más. Solo queda un centenar de metros.

Siguieron caminando, esta vez en silencio. El sol caía a plomo sobre sus cabezas como bronce fundido. Balkis era, de los dos, quien menos acusaba las altas temperaturas del lugar al llevar cubierta la cabeza con un pañuelo de seda; el resto del cuerpo estaba oculto bajo una túnica de lana. El bibliotecario, al ir vestido según la moda occidental, tuvo que sentir en sus carnes las inclemencias del infierno.

Ya estaba a punto de desfallecer cuando por fin alcanzaron la cara norte de la Gran Pirámide.

—La creía más cercana a la carretera. —Leo respiro después con fuerza, apoyando ambas manos sobre uno de los enormes sillares de la primera hilera.

Nada más entrar en contacto con la milenaria piedra, sintió un estremecimiento que sacudió su cuerpo de arriba abajo, una oleada de sensaciones contradictorias que heló la sangre de sus venas. Apartó su mano con rapidez.

—¿Lo has notado? ¿Has percibido su magia? —preguntó Balkis al darse cuenta de que algo le ocurría al español. Este titubeó unos segundos antes de hablar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó a su vez, sofrenando en lo posible su excitación interior—. He sentido algo extraño al apoyarme en la roca, como si fuera una descarga eléctrica.

—Para mí que te ha dado la bienvenida… —Fue el sonriente parecer de Balkis, quien dejó los obeliscos sobre la arena para tomar asiento en uno de los bloques calizos—. Has sido de su agrado, y eso quiere decir que yo tenía razón y eres realmente el elegido.

Cárdenas puso los ojos en blanco.

—¿Pero qué dices…? —espetó, atónito—. ¿No ves que son solo un puñado de piedras ardientes? No pueden comportarse como un ser vivo.

Pensó seriamente que aquello era de locos. No tenía sentido hablar de Keops como de una criatura con conciencia.

—¿Estás seguro?

—¡Por supuesto! —exclamó al instante. Sacudió la cabeza—. Las rocas no nacen, ni se reproducen o mueren.

—Entonces… ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Balkis disfrutaba viendo al europeo tratando de buscar una respuesta que resultara coherente.

—No lo sé a ciencia cierta… —Encogió los hombros y añadió pragmático—: Pero estoy seguro de que todo esto ha de tener una explicación.

—Lo único que puedo decirte es que los antiguos alquimistas creían en una piedra capaz de disolver la conciencia humana, de extraer sus sentimientos y sublimarlos hasta la divinidad. Según reza en el Summun Bonum, cada hombre es una piedra viviente de esa roca espiritual que llamamos Dios. Cuando el templo esté consagrado, sus piedras muertas se transformarán en un ser vivo, y así, el hombre recobrará su estado primitivo de perfección e inocencia.

Leonardo reflexionó las palabras de la Viuda, y eso que el sudor que le caía por la frente apenas le dejaba pensar con claridad. Por último, llegó al convencimiento de que todo aquello debía tener alguna explicación lógica.

—¿Es así como hablaré con Dios? —preguntó en tono neutro, únicamente por curiosidad.

—En realidad, será Él quien hable contigo.

«Un nuevo enigma que resolver», pensó.

—Una pregunta más… ¿Es esta la región de Tubalcaín, tal y como creía Iacobus de Cartago? —insistió—. Y si es así… ¿Dónde están las columnas que describe en el manuscrito, las que permanecen enterradas bajo las arenas del desierto tras el Diluvio?

El rostro de la anciana se tornó circunspecto. Su mirada austera vino a perturbar el espíritu de su interlocutor.

—A tu primera pregunta, te diré que sí: estamos pisando la ciudad perdida de Henoc. En cuanto a la segunda, sigo creyendo que estás ciego. No eres capaz de ver la realidad. ¡Fíjate bien! —le exhortó, apoyando una de sus manos en la roca donde estaba sentada y señalando con la otra la pirámide de Kefrén—. ¡Estas son Jakim y Boaz, los templos que construyeron Tubalcaín y sus hermanos, antes del Diluvio, para preservar a través de los años el conocimiento de Dios! Y ni siquiera te has dado cuenta.

Tras ese reproche, sintió lástima de él.

El bibliotecario, por su parte, se quedó en blanco. Jamás hubiera pensado que las pirámides llegaran a constituir un monumento a la Sabiduría, y mucho menos que formasen parte de la arquitectura bíblica. Entonces se acordó de la torre de Babel.

Pero, al margen de la leyenda, había algo que no encajaba.

—Si es cierto, como afirmas, que éstas son las columnas que describe el cantero… ¿Por qué las sitúa enterradas bajo el desierto, cuando en realidad no lo están? ¿Y por qué llamarlas columnas, si tienen forma piramidal?

Ella sonrió con malicia. Parecía disfrutar desmenuzando el sentido común de aquel hombre.

—Voy a intentar explicártelo —le dijo con voz firme—. Para ello voy a necesitar que me prestes uno de tus zapatos.

—¿Has dicho un zapato? —preguntó cada vez más perplejo. Empezaba a creer, realmente, que Balkis había perdido el juicio.

—Sí, por favor —le rogó, extendiendo una mano.

Leonardo accedió solo por curiosidad. Necesitaba saber qué era aquello tan importante que iba a mostrarle.

La mujer cogió con cuidado el calzado, poniéndolo sobre la arena tras alisar la superficie. A continuación dispuso los obeliscos a ambos lados de la puntera.

—Con un poco de imaginación, lo que ves aquí podría ser una catedral gótica —comenzó a explicarle—. Los obeliscos, en este caso, representarían las torres de los campanarios anexos a la nave central; o sea, tu zapato, aunque en realidad nos faltaría el transepto para que el ejemplo fuera totalmente descriptivo. Si te fijas bien, la estructura es semejante: un pilar de piedra coronado por una techumbre con forma piramidal; un chapitel. Para los masones templarios, que habían bebido de las fuentes ocultas en el Arca del Testimonio, las catedrales eran solo eso: imitaciones del verdadero templo donde antiguamente se custodiaba el Trono de Dios. Y lo cierto es que no se equivocaban, ya que esa era la disposición geométrica del templo proyectado en honor del Gran Arquitecto y ejecutada por la descendencia de Caín… —Se detuvo un instante para encarar el rostro que tenía a pocos pasos—. ¡Bien! Imagínate ahora la meseta de Gizeh hace cuarenta mil años, antes de la última glaciación y del llamado Diluvio Universal. Esta comarca, árida y yerma, estaba cubierta de vegetación, y los animales salvajes campaban a sus anchas. Aquí surgió, entonces, la primera ciudad construida sobre la Tierra; la ciudad de Henoc. Sus antiguos pobladores constituían una raza muy distinta a la nuestra. En la Biblia se los denomina con el nombre de Nefilim, los hijos de Dios que tomaron para sí a las hijas de los hombres. Estos seres protohistóricos idearon el modo de comunicarse con el Gran Arquitecto gracias a la avanzada tecnología de la que eran custodios. Perfeccionaron un artilugio de factura desconocida, llamado Electrum, gracias al cual ampliaban la capacidad intelectual del cerebro hasta el punto de que todo aquel que se sentaba en el Arca del Testimonio absorbía la ciencia de Dios, convirtiéndose en un ser mitad humano, mitad divino. Los conocimientos adquiridos gracias al Arca se ocultaron en un templo de proporciones inimaginables, una obra tan descomunal que solo de pensarlo podría hacer que un hombre perdiese el juicio. Yabal, Yubal y Tubalcaín fueron sus arquitectos y constructores, y también los primeros en proteger el secreto de la Sabiduría. Y es bajo la inconmensurable construcción que ellos erigieron, donde se esconde ahora el Trono de Dios. Pero eso es algo que la humanidad desconoce, y solo porque es incapaz de asimilar la grandeza de su obra. Si observas bien las pirámides, verás que son imponentes. Su grandiosidad siempre ha sido motivo de especulación. ¡Cuánto más divagarían los arqueólogos si supiesen que solo son la punta del iceberg!

Leonardo Cárdenas sintió un escalofrío por toda la espalda. Las palabras de Balkis le trajeron a la memoria el sueño que tuvo la noche que asesinaron a Balboa. Recordó haber visionado la imagen de una catedral gigantesca de hielo sumergida bajo los frías aguas del Ártico, un templo de enormes sillares blancos a la deriva en la inmensidad del océano; construcción que solo dejaba asomar picudos elementos con forma de torres flotantes.

—¿Podrías explicarme eso? —preguntó aterrorizado, temiendo ser víctima de una broma irracional.

—Observa con atención… y juzga tú mismo.

Balkis excavó en la arena, enterrando por completo el zapato que le había prestado su acompañante. Luego hizo lo mismo con los obeliscos, empujándolos hacia abajo con fuerza hasta que solo pudieron verse dos pequeñas pirámides en mitad del desierto.

El bibliotecario de la casa de subastas Hiperión, cuyo cerebro comenzaba a comprender la verdad, alzó la mirada para contemplar la Gran Pirámide en todo su esplendor. Acto seguido, llevó su inquieta mirada hacia la de Kefrén. Allí estaban, las edificaciones más enigmáticas de la Historia, observando la estupidez de unos hombres que las creían monumentales. Y lo cierto es que, tal y como dijera Balkis, imaginar algo así era imposible para la mente humana.

—¿Entonces…? —Apenas si tenía fuerza para hablar. Notó la boca pastosa.

—Sí, Leo —le dijo ella—. Aquí, bajo nuestros pies, se encuentra la verdadera y única morada de Dios: una catedral de dimensiones inconcebibles enterrada bajo las arenas del desierto, una edificación de la cual solo podemos ver sus chapiteles. Y en su interior, el Trono de Dios y el modo de establecer contacto con el saber cósmico del Universo.