Capítulo 41

Acudieron a la entrevista a primera hora de la mañana.

Said Cohen iba vestido de explorador, con pantalones cortos debido a la sofocante temperatura de la ciudad. Estaba tan excitado que las venas capilares de sus mejillas parecían exudar sangre debido a la presión arterial a la que estaban siendo sometidas. Le sudaban las manos callosas, de dedos cortos y rechonchos, las cuales se frotaba con ansiedad al igual que una mosca ante un montón de estiércol. La conversación que mantenía con Claudia era tan aburrida, que la criptógrafa asentía a todo con una expresión anquilosada que daba verdadera lástima. Esperaba, inútilmente, que decidiera callarse de una vez por todas, aunque solo fuera para respirar. Lilith, por su parte, iba al lado de Cristina sin mediar palabra. Y sin embargo, prestaba atención a todo lo que se decía por si encontraba en las palabras una pista que la condujese hasta el Arca.

Después de atravesar el Museo Arqueológico, y esquivar a los grupos de turistas que deambulaban de un lado a otro, admirando las reliquias expuestas en las vitrinas, entraron en la zona reservada a los funcionarios, donde los aguardaba el secretario personal de Khalib Ibn Allal. Era un hombre de tez morena y pómulos pronunciados, cenceño como un sarmiento pero de una vitalidad envidiable, y les dio cortésmente la bienvenida, conduciéndolos a continuación por el arabesco corredor que finalizaba en la bella fuente de pórfiro. Golpeó la puerta una vez que llegaron al despacho del director general, para luego, sin esperar respuesta, abrirla con decisión, invitándolos a pasar con un brazo extendido.

—Por favor, adelante… Les estaba esperando —Khalib se puso en pie para recibirlos con cierta solemnidad.

Ramdame, que así se llamaba el secretario, se marchó cerrando la puerta tras de sí. El grupo de tres tomó asiento ante el gesto hospitalario de su anfitrión, quien primeramente les ofreció una taza de té. Aceptaron la invitación tras darle las gracias, un tanto cohibidos por la personalidad mayestática que irradiaban sus gestos pausados y su mirada indiferente. Su larga y desusada túnica contribuyó, de algún modo, a que se sintieran incómodos en su presencia; eso, además de su nariz aguileña, la barba y bigote de cabellos hirsutos, y el fuego sobrenatural que irradiaban sus ojos almendrados.

A Cristina le trajo a la memoria la legendaria imagen de Imothep, arquitecto y médico de la III Dinastía, a quien se le atribuye la construcción de la pirámide escalonada de Saqqára.

—Según me ha informado mi secretario esta misma mañana, desean hablar conmigo sobre un asunto que concierne a las pirámides —dijo Khalib tras sentarse de nuevo en el sillón—. Espero, por el bien de Egipto, que no se trate de solicitar nuevos permisos para pruebas inútiles que trastocan el concepto de la historia de nuestro país… —Suspiró de forma harto significativa—. Ya saben lo que pensamos al respecto.

El comentario iba dirigido a Cristina.

—Mi propósito no es el de especular sobre las posibilidades que aportarían nuevos reconocimientos sónicos en la zona, aunque estoy segura de que todavía quedan bastantes incógnitas bajo la arena —replicó la criptógrafa.

—No le quepa duda —añadió Khalib—. Por ello se han construido nuevos edificios a la entrada de la meseta. De este modo quedará apartada del bullicio de los encargados de los dromedarios y de los turistas. Solo trabajarán en ella nuestros arqueólogos.

—Yo soy egipcio —se quejó Said—, y sin embargo, me han negado los permisos varias veces.

El director no se inmutó. Estaba acostumbrado a los reproches del tenaz profesor.

—Usted, si no recuerdo mal, trabaja para la National Geographic desde hace años.

—Eso es porque Adel Hussein ha denegado todas mis solicitudes de trabajo para el gobierno egipcio —impugnó, enojado, Said Cohen.

Adel Hussein era el director general de la planicie.

—¿Acaso piensa que las sociedades científicas extranjeras suponemos una amenaza para su país?

Cristina había puesto el dedo en la llaga con aquella pregunta, cosa que importunó a Khalib. Aun así, trató de ser cortés con sus invitados.

—Me gustaría poder ayudarlos, pero si lo que desean es la concesión de un permiso para excavar, me parece que pierden su tiempo. Como ya deben saber, eso es competencia de Adel Hussein.

—Pero usted es su mano derecha —le recordó el arqueólogo—. Estoy seguro de que podría convencerlo si quisiera.

—Lo lamento —se excusó el director general del Museo Arqueológico—. Debemos ser cautos. Si hacemos una excepción con ustedes, tendríamos encima de nosotros a todos los arqueólogos del mundo. Compréndalo, no es nada personal.

—Lo único que deseamos es fotografiar el interior de la Gran Pirámide, incluido el cartucho jeroglífico de Jnum-Jufuy[9] y el sarcófago —alegó Cristina, esperando así un cambio de opinión—. Y quizá también visitar la Cámara del Caos.

Khalib vio extraño tanta urgencia por algo que hubieran podido hacer meses atrás, antes de la prohibición; como también le resultaba una pérdida de tiempo fotografiar lo que habían estudiado decenas de veces. Una cosa era solicitar un permiso para excavar en el Valle de los Reyes, o incluso en el oasis de Bahariya, y otra distinta buscar donde todos sabían que no había ya nada que encontrar. Además, el hecho de mencionar la Cámara del Caos lo puso en alerta. Su intuición le dijo que fuera con sumo cuidado.

—¿Puedo saber qué motivos la mueven, señorita…?

—Hiepes… Cristina Hiepes —contestó ella, alzando el mentón—. Y mi único interés se centra en averiguar hasta dónde llegaba la tecnología del Antiguo Egipto en materia de construcción.

Hiram apenas parpadeó al escuchar el nombre de su invitada, aunque no pudo evitar que el corazón le diese un vuelco, ni que sus ojos se desviaran al instante hacia la más joven de los tres: Lilith.

Allí, frente a él, estaban dos de las personas que conocían la historia del cantero. Y una de ellas era la asesina contratada por Sholomo.

—¿Y…? —inquirió, muy pensativo.

—Como todos sabemos —continuó diciendo la criptógrafa—, en los años cuarenta se hallaron ciertos manuscritos de gran relevancia que hablaban de los primeros cristianos asentados en el sur de Egipto. En ellos se dice, de forma explícita, que una misteriosa sociedad de constructores lucharon en el pasado por combatir la ignorancia construyendo templos prodigiosos en lugares especialmente místicos, monumentos erigidos conforme a unos parámetros ancestrales que habrían permanecido ocultos durante miles de años para la humanidad; hablamos de una sociedad constructora denominada Los Compañeros de Horus.

—Voy a hacer algo por ustedes —dijo antes de perder del todo la calma—. Vengan a verme el domingo, y yo mismo los llevaré hasta Gizeh. —Luego, añadió—: Supongo que a Adel Hussein no le importará que acompañe a tres miembros de la National Geographic a visitar las pirámides.

—En realidad… —comenzó a decir Said, pero una oportuna patada de Cristina en su tobillo le impidió continuar.

—¿No podría ser esta misma tarde? —insistió la criptógrafa, procurando disimular su apremio.

—Imposible. Tengo asuntos que resolver.

—¡Está bien! —exclamó Said Cohen, esbozando un gesto de resignación—. Supongo que no nos queda más remedio que esperar.

—Así es —contestó lacónicamente Khalib Ibn Allal.

El arqueólogo se puso en pie, y el resto hizo lo mismo al darse por finalizada la conversación. Uno a uno, le fueron estrechando la mano al director general del Museo Arqueológico. Cuando le llegó el turno a Lilith, Khalib sintió el deseo de preguntar cuál era su grado de participación en aquella empresa. Ante todo, necesitaba comprobar su identidad. Por eso la interrogó con sutileza.

—Es usted demasiado joven para tener el doctorado… ¿Posee algún título que la acredite?

Por un instante la alemana no supo qué decir, ya que no esperaba ser objeto de atención. Tuvo que ser Cristina quien defendiera la presencia de su protegida en aquel despacho.

—Es Lilith, la hija de un buen amigo —le explicó rápido—, además de mi alumna más aventajada. Yo misma le pedí que me acompañara en este viaje.

Khalib asintió en silencio. Era todo cuanto deseaba saber.

Ya se marchaban, pues el gesto impasible del director general indicaba con claridad el final de la conversación, cuando Cristina se giró para hacerle una última pregunta. Fue algo instintivo, como si por un segundo hubiese leído el pensamiento de aquel hombre de natural esquivo y enigmático.

—Por cierto… ¿Ha venido a verle un hombre llamado Leonardo Cárdenas? —preguntó a bocajarro.

—¿Cómo dice?

El director cuadró su mandíbula en un gesto dubitativo, dando a entender que no sabía de lo que estaba hablando.

—Nada, olvídelo… —La criptógrafa volvió a sonreír y añadió—: ¡Bueno! Hasta el domingo, entonces.

Se despidieron de nuevo. Said Cohen le dio las gracias por el tiempo que les había prestado, y también por el té. Khalib se mostró igual de amable, acercándose luego hasta la puerta. Acto seguido, llamó a Ramdame para que acompañara a sus invitados por el Museo Arqueológico.

Minutos después, ya a solas, Hiram se acercó a la mesa del despacho con el fin de hacer una llamada. Era la primera vez en su vida que sentía la necesidad de hablar con alguien, como también era la primera vez que se sentía realmente amenazado. Balkis sabría qué hacer.

Aquella misma mañana, Leonardo se dejó llevar por su espíritu de aventura penetrando en el corazón del viejo El Cairo. El inefable encanto del pasado se cernía como un misterio sobre las calles infectas de pobreza, donde una amalgama de olores acres se consolidaba en una sola esencia, única, indescriptible; un seductor aroma que provenía de todas partes y a todos envolvía con su espeso dulzor; una fragancia arrebatadora en la que se veían implicados los vendedores de hachís, los comerciantes de aceites perfumados, los puestos ambulantes de plantas medicinales, el humo del tabaco afrutado de las shishas[10], la henna de los cabellos femeninos, y el amoníaco de quienes, sin pudor, orinaban en las esquinas menos transitadas del barrio de Al Ghourieh. Acechado por las miradas oblicuas de las mujeres que espiaban a través de las celosías de sus viviendas, el bibliotecario llegó hasta la calle de Al Hakim Bi Amr Illah sumido en una sensación, mezcla de pavor y serenidad, que le embriagaba hasta el punto de creerse la criatura más feliz de la Tierra.

Algo en él estaba cambiando. Su espíritu había mudado la piel de la conciencia y ahora se asomaba, vencido interiormente, al espejo de sus excesos y defectos. El camino iniciático emprendido no tenía vuelta atrás.

De forma distraída llegó hasta el café de Al Fishawi, también llamado de los Espejos; célebre por ser visita obligada para los viajeros que pretendían sumergirse en el oscuro mundo de las miserias cairotas. Tomó asiento frente a una de las mesas que se repartían a lo largo de la angosta callejuela. Un joven, con bonete y galabiya de color púrpura, le acercó una tetera de latón envejecido antes de que cambiara de opinión y se marchara a otro lugar más sofisticado y elegante. Le dio las gracias, y el muchacho asintió repetidas veces a la vez que sonreía con cierta satisfacción. Dentro, en el caté, unos cuantos ancianos fumaban de forma intercalada de una shisha de luengos tentáculos mientras observaban, expectantes, la llegada de nuevos autocares con turistas que habrían de favorecer su descamisada economía. De hecho, nada más verlos bajar por las escalerillas, fueron abordados por los diversos vendedores ambulantes, mendigos y limpiabotas, que habrían de ofrecerles sus servicios y oraciones a cambio de limosna. Los que lograban esquivar el asedio de los más desfavorecidos, caían subyugados por los magníficos productos de los artesanos: verdaderas obras de arte manufacturadas en oro, seda, vidrio, madera, cobre y marfil.

Y fue al fijarse en los variopintos comercios alineados a lo largo del mercado de Khan Al Khalili, cuando Cárdenas descubrió, en el otro extremo del zoco, que Balkis discutía con un vendedor el precio de unos pequeños obeliscos tallados en piedra; uno de los souvenirs más demandados por los europeos, al margen de los tradicionales papiros y cartuchos dorados.

Entonces, se giró impulsada por una súbita intuición. Alzó la mano en señal de saludo. Leonardo imitó su gesto de forma cortés, sin dejar por ello de sentir un extraño cosquilleo en el estómago. Finalmente, Balkis cedió ante las razones del comerciante entregándole el dinero estipulado. Cogió un obelisco en cada mano y, tras recoger el cambio, se acercó hasta donde estaba el español. A continuación tomó asiento, dejando ambos monolitos sobre la mesa.

—Espero que mi presencia no te incomode —dijo, sonriente.

—Lo cierto es que no esperaba volver a verte hasta esta tarde —reconoció el bibliotecario—. Aunque reconozco que ha sido una grata sorpresa, y un alivio al mismo tiempo, comprobar que una persona que habla con Dios es capaz de regatear el precio de un objeto con un simple mercader. Es un detalle que te hace más humana.

La Viuda se echó a reír.

—Veo que tienes sentido del humor, y eso es algo que no todos poseen hoy en día.

—Por lo menos, lo intento —puntualizó el bibliotecario con cierto encanto—. No obstante, es difícil mantener el tipo cuando uno descubre que su chica forma parte de una sociedad masónica que va por ahí asesinando a las personas.

Balkis guardó un revelador silencio. Un vendedor de alfombras se les acercó con el fin de ganarse unas libras egipcias. Leonardo rechazó el ofrecimiento con una mano alzada y el hombre se marchó a otra mesa, donde charlaban amigablemente tres individuos de origen anglosajón.

—Sholomo cometió un error, y solo a Dios le compete juzgarlo —fueron las palabras de la anciana.

—Dime… ¿A qué se debe tu visita? —preguntó Leonardo, desviando así el tema de conversación—. Porque, supongo, que el que me hayas encontrado no es fruto de la casualidad.

A Balkis le agradaba aquel joven. Sabía por experiencia que no solía equivocarse con las personas. Y él, a pesar de su inherente vanidad, era un hombre inteligente. Sabría comprender la importancia de guardar el secreto de los templos.

—Hace menos de una hora, Hiram se ha entrevistado con un grupo de arqueólogos que pretendían acceder a la pirámide de Keops —le dijo, y esperó a ver su reacción.

—¿Y bien…?

Ignoraba por completo lo que quería decirle.

—Uno de ellos era el profesor Said Cohen, un arqueólogo obsesionado por los misterios egipcios que trabaja para la National Geographic. Le acompañaban la doctora Hiepes y una joven a la que todos conocemos como Lilith.

Al momento comprendió la gravedad del problema. Si estaban allí, era porque lo habían seguido desde España con el fin de buscarlo.

—¿Y el abogado? —quiso saber.

Balkis se encogió de hombros.

—Eso es irrelevante. Lo que realmente importa es averiguar el motivo que las ha empujado a venir hasta aquí. Aun que, en realidad, tengo la ligera sospecha de que pretenden hacerse con el Trono de Dios.

El bibliotecario no compartía su opinión, por lo menos con respecto a Cristina. En cuanto a Lilith, aún tenía sus dudas.

—Esa joven alemana, que según vosotros es la responsable de los asesinatos de Jorge y Mercedes… ¿Para qué iba a arriesgarse a venir si ya ha cumplido su trabajo?

Por un momento pensó que su misión era la de acabar con él; una idea acertada si, como creía, las órdenes de Riera consistían en acallar las voces de quienes estaban al corriente del secreto.

—Tal vez porque ha interpretado correctamente el escrito del cantero.

—Eso significa que lo ha leído.

—Mucho peor, me temo —admitió la mujer—. En realidad, jamás llegó a destruirlo.

—¿Quieres decir que el manuscrito de Toledo ha estado todo este tiempo en posesión de una asesina…? —preguntó, atónito—. ¡Perfecto! —exclamó con marcada ironía.

Balkis comenzaba a sentirse incómoda con el cambio de humor del español. No tuvo más remedio que excusar la falta de precaución del Magíster, y lo hizo desviando la atención hacia otros derroteros.

—Hablemos de ti —le instó hosca—. ¿Crees estar preparado para enfrentarte al Gran Arquitecto del Universo?

Cárdenas no pudo evitarlo: se le escapó una risita incrédula. Aún no aceptaba el hecho de poder hablar con Dios. Era algo inadmisible, fuera del alcance de los vivos; eso, si es que era cierto que existía.

—Lo siento —excusó su actitud—. Es que tus palabras vienen a confirmar mi primer pensamiento: estáis todos locos.

—El Donum Dei no es una locura, sino un sueño realizable para quienes desean profundizar en la verdad —le espetó con algo más de carácter—. Es la Gracia de Dios que se ofrece a los hombres que olvidan que lo son. Yo ya lo hice; dejé a mi familia y cambié de nombre. Sin embargo, pierdo mi tiempo hablando contigo; pero solo porque todavía nos une lo que llamamos conciencia. Lo cierto es que la vida social para un Custodio es un retraso en el conocimiento, algo así como para un catedrático tener que estudiar en un aula con niños de preescolar.

—¿Eso significa que la humanidad es idiota?

—Yo diría que ciega —respondió cauta—. Escucha… ¿Qué contestarías si te preguntara qué ves en estos obeliscos que acabo de comprar?

—Si fuera psicólogo, te diría que representan el poder fálico del hombre —bromeó—. Pero como estudié Biblioteconomía, pienso que son excelentes para sujetar libros.

La anciana no parecía divertirse con la ocurrencia de Leonardo. Al contrario, lo observó con expresión adusta y un tanto solemne.

—¿Tienes algo que hacer ahora? —le preguntó, olvidando así el sarcasmo de aquel pedante que pronto habría de convertirse en el Custodio del Arca.

—Pensaba hacer turismo, aunque estoy abierto a cualquier proposición.

—Necesito que me acompañes a la meseta de Gizeh. Pero te ruego que permanezcas callado hasta que lleguemos.

—Te doy mi palabra.

—De acuerdo —Balkis se puso en pie, agarrando con firmeza los obeliscos—. Cogeremos un taxi en la Plaza de Ramsés II.

El bibliotecario dejó un par de libras egipcias junto a la tetera. A continuación se fue tras los pasos de la anciana.

En la mesa de al lado, los tres turistas que poco antes fueran el centro de atención del vendedor de alfombras, abandonaron sus asientos para seguirlos de cerca.