Capítulo 40

Nada más llegar al hotel, Leonardo meditó en silencio las palabras de la Viuda.

Por lo visto, aquel conciliábulo de hombres libres, aunque realmente prisioneros de su conciencia, estaban dispuestos a ofrecerle una oportunidad a cambio de silencio. Si rechazaba sus exigencias, entre ellas la de un futuro espléndido junto a Claudia —cosa que no le importaba—, corría el riesgo de que lo asesinaran al igual que a sus compañeros de trabajo; y la verdad, no estaba dispuesto a arriesgar su vida solo por contradecirlos. Por otro lado, sentía curiosidad por saber qué ancestral secreto se escondía tras las piedras de los templos, Dios, y la Artes Liberales. En cuanto a los miembros que había conocido de la logia, hasta ahora, no eran tan temibles y sanguinarios como creía, pero había algunos detalles oscuros en sus métodos que aún le sobrecogían; tal era la práctica primitiva de cortarles la lengua a sus víctimas, así como los grafitis conminatorios escritos en la pared.

Sin embargo, tenía la esperanza de encontrar una luz al final de aquel acertijo que representaba la masonería, una solución a los problemas morales del alma. Esperaba aprender algo bueno de todo aquello, y sabría estar a la altura de las circunstancias aunque solo fuera para demostrarle a Balkis que podía confiar en él, tanto o más que en el camaleónico de Salvador Riera. Estaba convencido de superar la prueba de fuego y así poder formar parte del gremio de constructores. Porque tener la oportunidad de asomarse a los misterios divinos, a la auténtica magia, y no la que se adjudicaban solapadamente los magos de salón entregados al fraude y al engaño, era algo que todo hombre o mujer sueña al menos una vez en su vida. Conocer el secreto de la alquimia formaba parte del aprendizaje del iniciado, pero a la vez fomentaba su temor a lo desconocido. Jamás trató de engañarse: el precio, esa ignorada ofrenda o tributo que habría de pagar para beber de la fuente de la Sabiduría, sería tan alto que haría sacudir los bastiones de su fe.

Se levantó de la cama para ir hacia el armario donde guardaba la grabación y la obra de Fulcanelli. Sacó de la caja fuerte el manojo de folios sin encuadernar, y fue a sentarse en la silla que había frente al escritorio. A pesar de haberlo leído, hacía ya seis años, y últimamente en el avión, le echó un vistazo por encima para ver si encontraba algo entre sus páginas que fuera de interés. Descubrió algunos párrafos que le llamaron la atención, entre ellos una frase que hablaba de la Virgen-Madre:

«… despojada de su velo simbólico, no es más que la personificación de la sustancia primitiva que empleó, para realizar sus designios, el Principio creador de todo lo que existe.»[8]

Analizó también la singular epístola que solía leerse en la catedral de Nôtre Dame de París, en la misa que se ofrecía el día de la Inmaculada Concepción; texto extraído del Libro de los Proverbios, en el que se dice que la Sabiduría permanecía junto a Dios mucho antes de la creación del Universo. De estos párrafos dedujo que la Virgen María, para los alquimistas, representaba la esencia primordial del conocimiento divino. Era como ponerle rostro a la conciencia del saber.

Ante sus ojos se fueron sucediendo pasajes filosóficos impregnados de metáforas, descripciones artísticas y ontológicas no exentas de cierto sabor a herejía. Detrás de cada historia se ocultaba una metáfora; detrás de cada frase, un motivo de reflexión. Fulcanelli se expresaba en un lenguaje hermético que solo los alquimistas sabían descifrar: el idioma de los ángeles. A pesar del esfuerzo al que se veía sometido, su cerebro encontró cierta coherencia entre las palabras del escritor y las rígidas costumbres de la logia; sobre todo en la conclusión final de El Misterio de las catedrales, donde el metafísico francés explicaba fielmente los pasos del iniciado, incitándole a ascender los peldaños que conducen al saber, donde, gracias a las facultades de escrutinio, razonamiento e introspección, podría asumir la inquebrantable voluntad que habría de necesitar si quería resistir la última y más difícil de las tareas: despreciar las vanidades del mundo y acercarse a los que sufren.

Entonces, leyó en voz alta los últimos párrafos del libro:

«El discípulo anónimo y mudo de la Naturaleza eterna, apóstol de la eterna Caridad, permanecerá fiel a su voto de silencio. En la Ciencia, en el Bien, el neófito debe para siempre… CALLAR».

Analizó la frase, y lo hizo durante todo el tiempo que estuvo despierto. Finalmente, vencido por el sueño, precipitó su espíritu hasta lo más profundo. La sensación era de libertad.

Aquella misma noche se instalaron en el Hotel Mena House, situado en el extremo oeste de El Cairo; un lugar paradisíaco rodeado de bellos jardines y único en el mundo, donde los turistas más exigentes podían jugar al golf mientras tenían como telón de fondo a las pirámides, sumergidas en el tiempo donde prácticamente se perdía la memoria. Cristina se encargó de hacer algunas compras en la boutique del hotel, aprovechando que Lilith había decidido quedarse en la habitación deshaciendo las maletas.

Volvió al cabo de media hora con varias bolsas colgadas de cada brazo. Le asustaba tener que acudir a lugares de prestigio junto a una joven de siniestro atuendo, la cual no cesaba de mirar por encima del hombro a quienes eran mejor que ella. De ahí que se hubiese molestado en adquirir una indumentaria más acorde con la juventud de su protegida; algo más alegre. Lilith aceptó el cambio de imagen, aunque no por ello dejó de insistir en lo que venía siendo una cortina de humo convertido en cantinela: liberar a su padre de las garras de sus secuestradores. La criptógrafa, harta de escuchar sus quejas, reprimió el deseo de asesinarla allí mismo mordiéndose los labios. Y por décima vez tuvo que decirle aquello de que «tienes que tener un poco más de paciencia». A continuación, la instó a que se probara el pantalón y la blusa que había comprado para ella, y a que estuviera lista en diez minutos. Irían a cenar a la Torre de El Cairo.

Era una construcción moderna situada muy cerca de la Ópera, en mitad de una isla que dividía en dos el Nilo. Su altura superaba los ciento ochenta metros, por lo que era fácil tener una excepcional visión periférica de la ciudad; máxime si el turista completaba la visita yendo a comer al restaurante giratorio emplazado en lo alto. La descripción del lugar entusiasmó a Lilith, por lo que hizo lo que le habían pedido amablemente cambiándose de ropa.

Una hora después, y tras pagar cuarenta dólares USA cada una por la visita, entraban en la Torre de El Cairo junto a un grupo de turistas. Sin más dilación, fueron hacia los ascensores mientras admiraban la belleza ornamental del vestíbulo.

—He invitado a un viejo amigo —dijo Cristina una vez que se cerraron las puertas automáticas—. Cenará con nosotras. Espero que no te importe.

Lilith sintió que el círculo se iba estrechando, pues al momento creyó que debía tratarse de uno de los agentes que las habían seguido hasta Egipto; a quienes, por cierto, no había vuelto a ver desde que se instalaran en el Mena House.

—¿Es alguien que conoce a mi padre? —Quiso salir de dudas.

La pelirroja negó con la cabeza.

—No, pero conoce a fondo la historia de las pirámides —respondió enseguida—. Cooperó con el grupo del doctor Rudolf Gantenbrick en el 98, aunque en realidad trabaja para la National Geographic.

—¿Gantenbrick? —interrogó. Lo conocía de oídas—. ¿Acaso no es el ingeniero alemán, especialista en robótica y análisis computerizados, que introdujo un pequeño robot por uno de los canales de ventilación de la Gran Pirámide?

A la criptógrafa le sorprendieron los conocimientos arqueológicos de aquella joven alemana.

—¡Vaya…! Y yo que creía que hablaba con una profana en la materia.

—No es para tanto… —Lilith se ruborizó al instante—. Recuerda que es de mi país. Además, se me da bien la historia. Veo a menudo el Discovery Channel.

—Entonces congeniarás con el doctor Said Cohen. Es un fanático de su trabajo.

Las puertas se abrieron antes de que Lilith le preguntara acerca del tal Said. Entraron directamente al restaurante, donde fueron recibidas por el maître en persona. Este se dirigió a Cristina, conduciéndola hasta la mesa que había reservado con antelación por teléfono. El lugar era de lo más sofisticado; y la decoración, realmente exquisita. Amplios ventanales, de tallados arabescos, se asomaban al abismo de la ciudad con el río Nilo a sus pies. La noche cairota derrochaba luminosidad; y ellas, sin moverse de sus asientos, pudieron observar sus maravillas y secretos gracias al sistema giratorio de la torre. Desde allí vieron cómo las pirámides y la Esfinge, parecían navegar, muy lentamente, sobre un océano de arena líquida, envueltas en una aureola de luz y color.

El doctor Cohen fue puntual a la cita. Nada más verlo, Cristina se puso en pie para recibir, con dos besos en las mejillas, al hombre que una vez le explicara su particular teoría referente a la construcción de las pirámides de Gizeh. A continuación, los presentó formalmente.

—Said… Te presento a Lilith.

La joven imitó el gesto de Cristina, saludando al arqueólogo con cortesía.

—Es un placer —musitó tímidamente.

—Lo mismo digo, señorita.

Volvieron a sentarse, esta vez los tres. El estirado maître les trajo la carta. Luego, se marchó tras hacerle un gesto a uno de los camareros: los clientes se merecían un aperitivo digno; el denominado Cocktail Suprime, por gentileza de la casa.

Durante los primeros minutos, ambos amigos no dejaron de recordar los meses que habían pasado juntos en las excavaciones realizadas en el Valle de los Reyes. Poco más tarde, al descubrir que aburrían a Lilith con sus disertaciones arqueológicas, optaron por incluirla en la conversación.

—¿Es la primera vez que visitas Egipto? —preguntó Said, tuteándola, observando a la joven por encima de sus diminutos anteojos.

—¡Oh, sí! —afirmó la alemana con cierto embarazo, no sabiendo qué decir.

—Su padre la dejó a mi cargo hace un mes —intervino Cristina, mintiendo deliberadamente con el fin de ahorrarse tiempo; pues calculó que no era prudente tener que contarle toda la historia—. Lo cierto es que realiza sus estudios de Arqueología en España.

Said asintió, dando a entender que comprendía el motivo de que acompañara a la doctora Hiepes.

—Te sorprendería saber los misterios que esconde la civilización egipcia… —Se dirigió de nuevo a Lilith—. Somos ya demasiados los que pensamos que la historia debería escribirse de nuevo… —Tosió un poco y concluyó ufano—: Lo digo porque las fechas no están muy claras.

—¿Se refiere a la construcción de las pirámides?

—Así es —contestó el doctor Cohen—. Y no solo hablo de las pirámides, también de la Esfinge. ¿Sabías que hace quince años el geólogo Robert Schoch, de la Universidad de Boston, y el egiptólogo John West, descubrieron que las enormes fisuras que podemos ver alrededor de la formación rocosa no son fruto de la erosión del viento y la arena, sino que fueron producidas por aguas torrenciales que se remontan a más de diez mil años de antigüedad?

Lilith no supo qué contestar. Pero aquello comenzaba a interesarle sobremanera.

—Cuéntale lo de la cámara secreta —le animó Cristina, que exhibía una sonrisa cómplice—. Dile lo que descubrieron al año siguiente el geofísico Dobecki y el propio Schoch.

—Es cierto —afirmó el arqueólogo—. Se realizaron varias pruebas de sondeo acústico alrededor de la Esfinge, experimentos que vinieron a corroborar la idea de que bajo el suelo discurren varias salas ocultas desde tiempos remotos. Algunos científicos pensamos que podría tratarse de una serie de bibliotecas, o quizás archivos, que datarían de los años en que se hundió la Atlántida.

—Lilith no salía de su asombro.

—¿Es eso cierto? —inquirió, fascinada.

—Digamos que existen pruebas irrefutables que una parte de la comunidad científica prefiere ignorar.

—Por ejemplo… —insistió la joven de origen germánico.

—Como te he comentado, Dobecki descubrió, bajo la pata derecha de la Esfinge, lo que parecía ser una sala rectangular de más de cien metros cuadrados de superficie, por cinco de altura. Seis años después, por medio de un sofisticado escáner, se confirmaría la existencia de dicha sala y un sinfín de galerías subterráneas, túneles de conexión que irían a parar hasta las mismísimas pirámides. Para desilusión de todos nosotros, el gobierno de mi país prohibió tácitamente los permisos de excavación.

—Pero… ¡Eso es increíble!

Lilith seguía interpretando su papel, aunque no por ello las palabras del arqueólogo le fuesen indiferentes. Sus ojos lo demostraban.

—Escucha, que aún hay más… —Esta vez fue Cristina la que decidió intervenir, manteniendo muy vivo el apasionante relato—. Los japoneses emplearon técnicas microgravimétricas en el interior de la Sala de la Reina, algo así como una radiografía de los muros. Los resultados fueron realmente impactantes, dado que indicaban claramente la presencia de corredores y espacios huecos tras los bloques de granito.

—En realidad, no somos los primeros en tener noticias al respecto —continuó diciendo Said—. Ya en el siglo IV, el historiador romano Amiano Marcelino afirmaba conocer la existencia de túneles subterráneos bajo las pirámides, salas de iniciación a las que descendían los antiguos faraones, por secretas galerías, para comunicarse con los dioses subterráneos, Set y Osiris.

—Si eso es cierto, si estáis tan seguros de que existen esos pasajes subterráneos de los que habláis… —Lilith se aclaró la voz y luego preguntó—: ¿Por qué nadie se ha atrevido a investigarlos?

El arqueólogo se echó a reír. También él encontraba ilógico ocultar el mayor descubrimiento de la historia.

—Por culpa del oportunismo de este retrasado país… —admitió con pesar. Había bajado el tono de su voz—. Al Gobierno le interesa mantener el secreto. De esta forma, puede indagar lo que quiera sin que nadie venga a meter las narices en sus asuntos. ¿Por qué crees que prohibieron el acceso a Keops, a los turistas, durante más de tres años…? ¿Piensas que es cierto eso de que estuvieron limpiando su interior…? ¿Limpiarlo, de qué…? ¿De las arenas del desierto acaso…? ¡Oh, vamos! —exclamó mordaz—. Su única idea es hacer el trabajo fácil y llevarse las medallas, cuando fuimos nosotros, los arqueólogos, quienes hace años nos esforzamos por descubrir la verdad.

La mente de la joven alemana, siempre a la expectativa, comenzaba a vislumbrar el auténtico propósito de Cristina. En el interior de una de esas salas debía encontrarse el Arca de la Alianza, de ahí que la criptógrafa tuviese tanto interés en mantener en secreto lo del secuestro de Riera: pensaba utilizar a aquel idiota rechoncho que tenía delante, con cara de pez hervido, para introducirse dentro de la Gran Pirámide.

Lo que escuchó a continuación vino a confirmar su sospecha.

—Pero eso puede cambiar —opinó Cristina, con un deje de misterio.

—¿Acaso piensas pedirles un permiso especial que nos permita reemprender las excavaciones del 98? —Said miró desconcertado a su vieja amiga—. Si es así, te aconsejo que primero te ganes la confianza del director general del Museo Arqueológico. Ese bastardo se niega reiteradamente a futuras investigaciones.

—¿Quién lo dirige ahora? —quiso saber la pelirroja.

—Khalib Ibn Allal… Es el hijo del antiguo director del Museo y mano derecha de Mansour Barik, inspector jefe de las pirámides de Gizeh —contestó—. No creo que te guste. Es un hombre frío, hermético, oscuro. Jamás habla si antes no le preguntan.

—Quisiera conocerlo.

—Está bien… —Se encogió de hombros—. Luego no digas que no te advertí.

—Necesito entrevistarme con él mañana mismo —pareció exigirle. Entonces, al ver el gesto destemplado de Said, añadió con algo menos de soberbia—: Es de vital importancia.

El arqueólogo la observó con vivo interés. Creía conocer bastante bien a la doctora Hiepes. Cuando ella decía que algo era importante, es porque sabía de lo que hablaba.

—Dime… ¿A qué has venido realmente? —inquirió, curioso.

Las mejillas de Said Cohen se tornaron algo más rosadas de lo habitual. Se diría que esperaba con avidez una respuesta que le complaciera, un nuevo misterio que resolver; como en los viejos tiempos.

—¿Recuerdas lo que me dijiste una vez respecto a las medidas del sarcófago vacío, situado en la Sala del Rey? —preguntó a su vez Cristina.

—Sí, claro… Por supuesto —respondió con calma—. Que coincidían exactamente con las del Arca de la Alianza.

—Pues eso.

Said esperó a que fuera más explícita. Al comprender que no pensaba hacerlo, perdió los estribos.

—¿A qué te refieres? —Ahora preguntó con ansiedad.

—A que tenías razón… El Arca de Moisés estuvo una vez en el interior de la Gran Pirámide. Y si me lo permite el gobierno egipcio, hasta es posible que pueda demostrarlo.

Lilith, en silencio sepulcral, seguía con interés la conversación de aquellos dos. Debía tener cuidado y no demostrar demasiada curiosidad.

—¡Y luego hay quien dice que estoy loco! —El arqueólogo se echó a reír—. ¿Has venido hasta aquí solo para decirme eso?

—Tengo el convencimiento de que sigue allí, encerrada en una de esas salas de las que acabamos de hablar.

A Said se le escapó una risita nerviosa. En realidad, también él había pensado lo mismo hacía años. Y ahora, al cabo de tanto tiempo, alguien venía a confirmar que sus teorías podían ser verdad y no fantasías de chiflado.

—Quisiera creerte —susurró tristemente.

—¿Te he mentido alguna vez?

El arqueólogo desvió su mirada hacia Lilith.

—A mí no me mire —replicó la joven alemana, con gesto de asombro—. Todo esto es nuevo para mí.

—Ella no sabe nada —atajó Cristina, seria—. Este asunto es entre tú y yo.

—Escucha… Si lo que deseas es entrevistarte con Khalib, no hay ningún problema —le aseguró—. Mañana mismo iremos a verlo. Pero te aconsejo que no le cuentes nada de lo que hemos hablado. Si piensa que estás loca, malo; y si llega a creerte, peor. En todo caso, jamás dejará que entres en el interior de las pirámides, y menos ahora que piensan cerrarlas de nuevo. ¡Si hasta han montado varias garitas con soldados a lo largo de toda la carretera de acceso! —exclamó irritado—. Desde hace seis meses, no hay quien se acerque a más de ochocientos metros de las tumbas. Según me han asegurado, dichas medidas responden a los diversos actos de vandalismo producidos en el interior de las pirámides por un grupo de incontrolados, actos que realizaban de noche con total impunidad… —Sonrió nuevamente, subiéndose los pequeños anteojos que resbalaban continuamente por su nariz—. Aunque, si quieres saber mi opinión, creo que todo es un nuevo montaje del Gobierno. Su único propósito es desalentar a quienes, como tú, tienen la intención de husmear en la historia real de los antiguos egipcios.

—Me basta con que me consigas esa cita —la criptógrafa dejó caer la mano en el brazo de su amigo.

Said Cohen le guiñó un ojo, alzando su copa.

—¡Por tu tenacidad!

—¿Qué es esa historia que le has contado al doctor Said, referente al Arca de Moisés? ¿Tiene algo que ver con el secuestro?

Lilith, sentada junto a Cristina en la parte trasera del taxi que las llevaba de regreso al hotel, trató de ser convincente haciéndose la ingenua.

—Era la única forma de conseguir una cita con el director del Museo Arqueológico —le dijo la criptógrafa—. He tenido que echar mano del engaño para que Said me prestase atención. Sé que es horrible mentir a un amigo, pero necesitamos entrar en Keops al precio que sea… —Luego, añadió con gesto serio—: Dentro encontraremos la pista que nos conducirá hasta tu padre.

—No sé por qué, pero tengo la impresión de que me ocultas algo —se arriesgó a decir la alemana.

—El hecho de que no pueda decirte nada más, no prueba que esté mintiéndote —intentó hacerla comprender—. Lo único que te pido es que tengas confianza en mí.

La asesina aceptó de mala gana, cediendo a la petición de Cristina con resignación.

—Está bien, lo intentaré —aseguró. Después se armó de valor para criticar abiertamente su actitud—: Pero quiero que sepas que no me parece una buena idea embaucar a los demás aprovechándose de sus debilidades.

Cristina hizo un gesto con la mano, dando a entender que no importaba algo tan nimio como era utilizar al bueno de Said.

—No te preocupes. Sabré recompensarle.

—¿De qué modo?

—Le diré que venga con nosotras. Eso, si tengo suerte y consigo de ese tal Khalib permiso para entrar en la Gran Pirámide.

—Oye… —le dijo Lilith, incisiva—. No sé lo que pretendes encontrar ahí dentro, pero sigo pensando que deberías contármelo. Me lo merezco.

Cristina, reflexiva, se tomó su tiempo antes de contestar, mirándola fríamente a la cara.

—Todo a su tiempo —contestó misteriosa.

Dicho esto, no volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron al hotel. Para entonces, el tema de conversación había dejado de tener interés. Cada cual se marchó en busca de sus respectivas habitaciones, absortas en sus propios pensamientos.