Capítulo 39

Leonardo despidió al botones tras darle en mano una suculenta propina. A continuación cerró la puerta con llave, dejó el equipaje sobre la cama y fue hacia la ventana para abrirla de par en par, ya que había un olor corrosivo y áspero en el ambiente que le oprimía la garganta. Se asomó fuera para tomar el aire y poder admirar, allá a lo lejos, el increíble paisaje de viviendas centenarias cuyos tejados se aglomeraban desde la avenida de Port Said hasta Ramesses.

Por un instante, se sintió transportado en el tiempo hasta el viejo El Cairo de finales del XIX. Pero a pesar de la belleza de aquel mundo extraño y misterioso que alimentaba sus fantasías más voluptuosas, alejándolo del misticismo de otros, no dejaba de pensar de qué forma iba a encontrar a Claudia si apenas conocía a nadie en la ciudad. Ni siquiera sabía si ella y Salvador seguían juntos, o si, por el contrario, Cristina tenía razón y el arquitecto era un miembro más de la logia. No quería pensar en algo así. Le mortificaba solo imaginarlo.

Se quitó los zapatos para estar más cómodo. A continuación guardó la bolsa de viaje en el armario y se extendió en la cama cuan largo era, con ánimo de descansar. Necesitaba dormir un poco y olvidarse durante unas horas de todo aquello que pudiera confundirlo aún más.

No había hecho más que cerrar los ojos cuando sonó el teléfono que tenía a su lado, sobre la mesita de noche. El corazón le bailó dentro del pecho debido al sobresalto. En un acto reflejo se incorporó hacia delante hasta sentarse en la cama. Su mano temblaba cuando hizo el gesto de coger el auricular. No hacía ni diez minutos que se había hospedado en el Nile Hilton, y ya estaba localizado. Eso quería decir que Los Hijos de la Viuda seguían de cerca sus pasos.

—¿Sí…? ¿Quién es? —preguntó con tono inquisitivo.

—Buenas tardes, señor Cárdenas —dijo una voz con fuerte acento árabe, pero en un español bastante aceptable—. Lamento tener que molestarle, pero acaban de dejar una carta para usted en recepción. ¿Desea que se la subamos?

Respiró profundamente aliviado. Era el gerente del hotel.

—Sí, por favor… —balbució. Carraspeó un poco y añadió—: Y gracias por las molestias.

—No hay de qué, señor.

Se puso de nuevo los zapatos, dispuesto a aguardar la llegada del botones de turno.

Mientras esperaba, fue otra vez hacia la ventana con el propósito de airear sus pensamientos. No dejaba de darle vueltas al comentario de Cristina con respecto a Salvador y su posible vinculación a la logia. Era verdad que este conocía a fondo los rituales secretos de la hermandad, y demasiadas historias que hablaban de ciencias divinas, alquimistas y templarios. Podía comprender su afán de conocimientos como un remedio lúdico a su deprimente soledad; pero había algo, un pequeño detalle, que le costaba digerir, y era el hecho de que hubiera desaparecido su automóvil la mañana que fueron secuestrados. Eso le llevó a pensar que quizá estaba equivocado y Cristina tenía razón. Lo peor de todo era no saber si también Claudia formaba parte del engaño.

Llamaron a la puerta. Volvió a entrar en el cuarto con el fin de facilitarle la entrada al botones. Un joven muy delgado le entregó un sobre cerrado. A cambio recibió una generosa propina, la cual guardó rápidamente en el bolsillo de sus pantalones. Tras darle las gracias, se marchó por el corredor silbando una extraña cancioncilla.

Nada más quedarse a solas, Leonardo rompió escrupulosamente el sobre por la parte superior. Extrajo un folio doblado. En él había escrito un mensaje bastante explícito:

Si has llegado hasta aquí es porque conoces la solución al acertijo, aunque en este momento eres incapaz de reconocer el verdadero sentido de su poder. Si deseas aprender hasta dónde es capaz de llegar el hombre, si en realidad quieres saber cuál es el camino que conduce a la Sabiduría, o si simplemente necesitas comunicarte con Dios, basta con que cruces la calle y entres en el Museo Arqueológico. Allí habrá una persona esperándote. Escúchale. Abre tu corazón al sentimiento de sus palabras. Nada de lo que estás pensando ahora es cierto. Te equivocas si crees que te estoy utilizando. No trato de convencerte. Eres tú quien debe estar seguro de querer enfrentarte a la verdad. Solo tú puedes subir los peldaños de la Escala. Lo único que necesitas es voluntad. Pero sobre todo no olvides la importancia de utilizar adecuadamente la llave de la logia. Ella es tu mayor tesoro… Y tu escudo protector.

Balkis

Guardó la carta en el sobre para luego dejarla sobre la silla que había junto a la ventana. Se asomó al exterior. Fuera, frente al hotel, pudo distinguir la fachada del emblemático edificio donde se custodiaban las reliquias más enigmáticas y valiosas del Antiguo Egipto. Según el escrito, le aguardaban en el interior del Museo Arqueológico. Se preguntó si sería prudente acudir a una cita a ciegas con unos criminales reincidentes. Tras meditar unos segundos, comprendió resignado que no tenía otra opción.

Indeciso, fue hacia la bolsa de viaje para sacar el DVD y sus apuntes con el fin de ponerlos a buen recaudo, así como la gavilla de folios que componían El misterio de las catedrales. Si el propósito de los asesinos era recuperar la información que tenía en su poder, el hacerle acudir al Museo Arqueológico bien podía tratarse de una artimaña para distraer su atención y hacerse con las notas que había tomado en el interior de la cripta.

Lo dejó todo en la caja fuerte del armario. No es que fuera absolutamente seguro, pero tampoco podía llevar consigo los documentos. Una vez que finalizó su tarea de ocultar los documentos y la grabación, fue directo hacia la puerta con la firme intención de acudir a su cita con lo desconocido.

—¿Vas a contarme ahora dónde está mi padre, o he de esperar a que termines de leer los sucesos?

Lilith miró a su acompañante con atrevimiento. Cristina tuvo que dejar a un lado el periódico para hacerle frente a la autoritaria petición de su protegida. Ambas ocupaban los asientos más adelantados del avión. Viajaban en primera clase.

—Ya te he dicho que nuestro destino es El Cairo… —La miró fijamente a los ojos un par de segundos—. ¿Qué más necesitas saber?

—El motivo por el cual lo han secuestrado.

La respuesta de la joven fue tajante. Su paciencia estaba al límite. Tal era la expresión de su mirada, que Cristina no tuvo más remedio que claudicar.

—Escucha… Lo único que puedo decirte es que vamos a liberar a tu padre. No estoy autorizada a hablar del asunto, y eso debería bastarte por ahora.

—Debes comprender mi obstinación… —Aspiró aire y miró al techo del jet comercial—. Lo tienen retenido en contra de su voluntad, y lo único que hago para ayudarlo es dejarme llevar por el impulso de una persona que hasta hace unos días me era totalmente extraña.

—¿Acaso no confías en mí?

—La confianza es recíproca —le espetó la alemana, ladeando su mirada hacia la ventanilla que había a su lado.

La criptógrafa se dio cuenta de que debía ganársela si no quería acentuar sus sospechas.

—¡Está bien! —Se rindió finalmente—. Por lo visto no tengo otra elección… —Hizo una mueca furtiva—. Pero antes has de prometerme que no hablarás de esto con nadie.

—No sé con quién —repuso su interlocutora, a la vez que giraba la cabeza 180 grados—. De todas formas, tienes mi palabra de honor.

Lilith le ofreció su rostro más sincero, pero quizá también el más profesional. Estaba inmersa en su papel de hija angustiada.

—Hasta donde sé, tu padre y su sobrina Claudia fueron secuestrados por una orden esotérica denominada Los Hijos de la Viuda —le confesó en voz baja—. Por lo visto, días antes habían descifrado un antiguo código en el que indicaba claramente la forma de llegar hasta uno de los tesoros más preciados de la masonería. Y Leo fue el único de los tres que consiguió escapar la noche del secuestro.

—¿Y qué tenéis que ver tú y el abogado de mi padre en todo esto?

—A Nicolás lo contrató Riera, y este me llamó a su vez para que le echara una mano con el manuscrito, más que nada por si resultaba ser una falsificación… —Sintió el regusto amargo de la hipocresía—. Pero cuando nos trasladamos hasta Santomera, con el fin de entrevistarnos con ellos, y analizar el texto, nos encontramos con que habían desaparecido. Fue entonces cuando te vimos en la puerta de su finca.

La alemana asintió en silencio, comprendiendo que la historia estaba incompleta. Estaba claro que le ocultaba su relación con los de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense, además de los crímenes del paleógrafo y la directora; tal vez, esto último, para no herir su sensibilidad.

¡Qué estúpida! Jamás sospecharía que estaba hablando con la responsable de las muertes.

—Veamos… —Giró su cuerpo hacia Cristina—. Según tú, los secuestradores de mi padre lo mantienen escondido en algún lugar de El Cairo… —Arrugó la frente—. ¿Me puedes decir en qué te basas?

—En las averiguaciones de Leo. Esta misma tarde hemos encontrado en su apartamento ciertas anotaciones que así lo indican.

—¿Habéis entrado en su casa sin permiso? —Fingió que aquello le resultaba extraño.

La criptográfica comprendió que había hablado más de la cuenta, por lo que trató de enmendar su error inventándose una nueva historia.

—Le entregó a Nicolás una copia de la llave. Creo que ambos pensaban compartir apartamento por unos días, hasta que tuviésemos una pista fiable.

—¿Y qué hay de Leo? —inquirió Lilith de nuevo—. Debe tener un motivo para haberse desplazado hasta aquí sin deciros nada.

—Es un hombre, y como tal necesita reafirmar su masculinidad… Se siente culpable de la desaparición de tu padre. Además, él y tu prima mantienen una relación sentimental desde hace meses, y no saber nada de ella lo está desquiciando. Es tal su deseo de protagonismo, que ha preferido ocultarnos el lugar donde cree que los tienen prisioneros antes que pedir nuestra ayuda.

—¿Lo sabe en realidad?

—Sinceramente, no estoy segura… —Cristina levantó las manos—. Pero una vez que lleguemos a El Cairo, lo primero que haremos será buscarlo para pedirle explicaciones.

Lilith calculó que ya era suficiente. Podía levantar sospechas de seguir indagando. Todo a su tiempo.

Se excusó un instante para ir al baño. Comenzó a andar por el pasillo del avión, intentando mantener el equilibrio. Le llamó la atención cierto individuo que leía una revista deportiva tres asientos por detrás de Cristina. Lo había visto antes —estaba segura de ello— junto a dos sujetos más dentro de un coche aparcado frente a la puerta del edificio donde había estado durmiendo los últimos días. Lo reconoció por la extensa cicatriz bajo el párpado. Entonces descubrió que el individuo que estaba a su lado era otro de los hombres que lo acompañaban en aquella ocasión. Buscó con la mirada a su alrededor hasta encontrar al tercero, quien ocupaba un asiento más allá del pasillo.

De inmediato sospechó que debían pertenecer al departamento más oscuro del servicio secreto norteamericano, y que su misión no era otra que apoyar a Cristina en su tarea de localizar el Arca, asegurándose de que nadie habría de molestarla. No le hizo gracia saber que tendría que enfrentarse a tipos de su misma calaña, gente entrenada para matar sin ningún tipo de escrúpulos. Pero, como siempre, Lilith contaba con el factor sorpresa. Nadie sabía quién era en realidad, y eso le daba cierta ventaja.

Fue hasta el cuarto de baño y cerró la puerta por dentro. Luego bajó la tapa del retrete para poder sentarse.

Necesitaba pensar en soledad.

Leonardo caminaba como absorto por las distintas galerías, esperando que alguien se pusiera en contacto con él. Apenas quedaban unos minutos para las ocho —hora en que cerraban las puertas del museo hasta el día siguiente—, por lo que hizo un esfuerzo por localizar a la persona con la que debía encontrarse antes de que los guardias de seguridad desalojaran el recinto. El lugar estaba abarrotado de turistas ávidos de cultura y conocimiento. Iban de un lado a otro, observando las distintas figuras y adornos expuestos tras las voluminosas pantallas de cristal blindado. Siguió con su mirada a la mayor parte de las personas que deambulaban por allí, pero ninguna de ellas hizo intención de acercársele.

De pronto oyó una voz que le hablaba por detrás.

—En los tesoros de la sabiduría están las máximas de la ciencia.

Se dio la vuelta con rapidez. Ante él tenía a un árabe vestido según la antigua costumbre del país. Su túnica de gasa, con ribetes dorados en las mangas, resultaba elegante a pesar del enorme medallón de oro que pendía del cuello, un extraño talismán circular con un cuadrado en su interior; y dentro del cuadrado, vio un triángulo en el centro con el símbolo del Tetragrámaton: el nombre de Yahveh.

Resultaba paradójico que fuera un árabe quien impugnase el poder del Dios judío, cuando cualquier islamista se hubiera dejado arrancar la piel antes que dejarse colocar dicha reliquia. Yahveh y Allah andaban en guerra desde hacía siglos, pero aquel sujeto parecía no haberse enterado.

—¿He de interpretar el significado de la frase? —preguntó finalmente, después de haber examinado de arriba abajo a aquel extraño individuo.

El hombre sonrió con delicadeza.

—Es tan solo un comentario que se debe tener en cuenta —reconoció con suavidad—. Pertenece al libro denominado Eclesiástico. No está obligado a comprender su mensaje, pero soy de la opinión de que tales palabras deberían ser escuchadas por todos los hombres… —Entonces extendió su brazo—. Me llamo Khalib Ibn Allal, y soy el director general del museo.

Cárdenas accedió a saludarle estrechando su mano.

—Yo soy Leonardo Cárdenas, pero no sé si…

—No se preocupe, señor Cárdenas —le interrumpió cortés—. Sé perfectamente quién es usted… y también lo que ha venido a buscar.

El bibliotecario reaccionó tensando su cuerpo al descubrir que era su contacto.

—Se equivoca si piensa que estoy interesado en descubrir los misterios de la logia. Lo único que me mueve es saber si Claudia se encuentra bien.

El hecho de que fueran ellos quienes dominaran la situación le provocaba cierto desasosiego. Pero debía actuar con firmeza para no mostrar en público la inseguridad que le provocaba el sentirse vigilado.

—Azogue está perfectamente —le dijo su interlocutor, adoptando una pose bastante más ceremoniosa.

—¿Cómo la ha llamado? —inquirió, perplejo.

—Azogue —repitió de nuevo—. Es una palabra utilizada en la alquimia. Está compuesta por la primera y última letra de los alfabetos latino, griego y hebreo. Es el nombre masónico de Claudia.

—¡No lo creo! —exclamó en voz alta—. ¡Trata de confundirme…! —Tragó saliva con mucha dificultad y alzó la voz—. Sé que Salvador está detrás de todo esto, pero no dejaré que inmiscuyan a Claudia en algo tan sórdido.

Varios de los turistas comenzaron a murmurar al oírlos discutir. Hiram no tuvo más remedio que tratar de apaciguarle. No era prudente llamar la atención.

—Será mejor que me acompañe… —Hizo un gesto con la cabeza, incitándole a caminar—. Lo comprenderá todo después de que hablemos en mi despacho.

Se deslizó por un pasillo que había a la derecha, en el que colgaba un cartel que prohibía —en inglés, francés y árabe— la entrada a las personas ajenas al museo. Después de caminar por un corredor cuyas paredes estaban forradas con maderas de cedro, llegaron finalmente a una sala circular con una fuente de pórfiro rosa en el centro. Al otro lado había una puerta. Era el despacho del director.

Hiram abrió con llave, cediéndole el paso a su invitado. Este observó, nada más entrar, que se trataba de un pequeño gabinete con una vieja mesa en el centro. Las paredes estaban repletas de estanterías con libros antiguos. En la urna de cristal que había pegada a la pared, pudo ver que guardaba varios amuletos egipcios; tales como: escarabajos, cruces ansadas y figuras mortuorias esculpidas en lapislázuli.

—Por favor, siéntate… —Señaló con la mano izquierda una silla vacía, situada frente a la mesa de despacho—. ¿Te puedo tutear?

—Por favor… —respondió Leonardo, sin saber a dónde quería ir a parar con tanta familiaridad.

Hiram, circunspecto, ocupó su asiento al otro lado del escritorio.

—Te preguntarás quiénes somos, y cuál es en realidad nuestro cometido —comenzó diciendo—, y quizá también por qué hemos sido capaces de acallar las voces de quienes pusieron en peligro el secreto mejor guardado de nuestra logia.

—No hace falta conocer vuestras obras para saber que sois gente sin escrúpulos —atajó sin rodeos.

—¿Piensas lo mismo de Claudia?

Había puesto el dedo en la llaga. Reconocer su culpabilidad, suponía implicarla. Y no estaba dispuesto a creer algo semejante.

—Si te sirve de consuelo, Claudia no tiene nada que ver con los asesinatos —se adelantó a decirle el bueno de Hiram antes de que contestara alterado.

—Eso ya lo sabía —replicó el bibliotecario, sintiéndose más tranquilo al averiguar que su compañera estaba al margen de los crímenes.

—Escucha… —dijo el árabe—. No espero que confíes en mí, pero puedes fingir que lo haces. —Lo miró a los ojos, esperando que cooperase en lo posible—. Sé que fue un error imperdonable acabar con la vida del paleógrafo, pero la decisión corrió a cargo del Magíster y de algunos de los miembros más conservadores del Consejo. Balkis y yo nos enteramos tras el primer asesinato. Tampoco pudimos evitar la muerte de la directora, pero en ningún momento participamos en dicha aberración, ni siquiera Azogue… —Sonrió débilmente—. Ella te conoció mucho antes de que Balboa trajera consigo de Toledo el desafortunado manuscrito. Aunque reconozco que la obligamos a espiarte, y que la utilizamos para que entrara contigo en la cripta… —Tras una breve pausa, añadió—: El golpe en la cabeza le dolió a ella más que a ti.

—¿Fue Claudia quien…? —quiso saber, temiendo la respuesta.

Hiram volvió a sonreír.

—En absoluto. No hubiera sido capaz de algo semejante… —Le hizo gracia ver la cara que puso el bibliotecario al imaginarse a Claudia con un objeto contundente en la mano—. En este caso fue Sholomo quien te golpeó; o mejor dicho, Salvador.

Cárdenas puso los ojos en blanco.

—¿Riera fue capaz de bajar por el hueco del alcantariliado, e introducirse en el angosto corredor sin romperse ningún hueso? —Le costaba trabajo aceptar algo así.

—Las apariencias engañan.

—No es posible.

—Para tu información te diré que Sholomo no solo es el Magíster de la logia, sino que además, en su juventud, fue uno de los mejores espeleólogos de su país. Ha descendido a simas tan profundas que da vértigo solo de pensarlo. Él le enseñó a Claudia, siendo esta una niña, a amar dicha actividad. Lo cierto es que siguen practicando a menudo, aunque no tanto desde que ella te conoció.

Leonardo recordó el momento en que Claudia se dejó caer por el hueco del alcantarillado y casi estuvo a punto de caerle encima. La muy descarada se estaba burlando de él. Lo que no le sorprendió tanto, fue saber fehacientemente que el veterano arquitecto era el cabecilla de aquel grupo de tarados.

—Y ahora que conozco la verdad sobre quién es quién… ¿Vas a decirme cuál es el terrible secreto que escondéis, y por el cual sois capaces de asesinar a personas inocentes?

—Creo que ya lo sabes.

—¿Quieres decir que lo del Arca de la Alianza es cierto?

El rostro de Hiram permaneció impasible. Dudaba entre contestar o guardar silencio. Finalmente cedió a la curiosidad de Cárdenas porque así se lo habían aconsejado.

—Ese fue el nombre que le dio Moisés, aunque nosotros lo llamamos el Trono de Dios. Pero no creo que debamos hablar de ello, sino de su gran poder liberador y de cómo puede afectar tu futuro y el de Claudia. Ambos habéis sido elegidos para ser los nuevos Custodios del secreto, siempre y cuando estés de acuerdo.

El español no salía de su asombro.

—¿Es eso una invitación para que me una a vuestra logia…? Porque si es así pensaré que me estás tomando el pelo.

Los ojos de Hiram seguían muy fijos en él. No le afectó lo más mínimo su arrogancia. Es más, la esperaba.

—Lo que te estoy proponiendo es que tengas el privilegio de dejar atrás el espejismo ilusorio que te mantiene esclavo de la ignorancia, para entrar de lleno en los conocimientos de la Sabiduría, donde beberás de una fuente que saciará todas tus exigencias.

Cárdenas, contrariado, torció el gesto.

—Mi única exigencia es ver a Claudia para llevármela conmigo de vuelta a Madrid… —Se mostró inflexible, haciéndole saber cuáles eran sus intenciones.

—La verás a su tiempo, pero antes debes escuchar lo que tengo que decirte.

—¡Está bien, habla! —exigió, enfadado—. Aunque te advierto que no estoy dispuesto a negociar nuestro regreso juntos.

Hiram suspiró al percibir en él cierta soberbia mal reprimida. Sabía que, al igual que a todos, el último peldaño de la Escala habría de proporcionarle duros momentos.

—Antes de nada, quiero que sepas que los miembros del Consejo habían decretado tu muerte… —Hiram echó hacia delante su cuerpo. La luz de la bombilla que pendía del techo creó sombras en torno a su rostro, haciéndolo aún más impenetrable—. Sin embargo, Balkis decidió concederte la oportunidad de descifrar el acertijo de iniciación para que pudieras formar parte de la logia, y eso es una oferta que no puedes declinar sin haberla meditado previamente… Si, como pensamos, lo has logrado y conoces el significado de guardar las llaves del secreto, lo más razonable sería que participaras con nosotros y te acogieras al indulto que te ofrecemos. Como cualquier proposición entre dos partes, tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero eso es algo de lo que ya te irás dando cuenta con el tiempo.

—Habíame de las ventajas —le alentó el bibliotecario, más que por nada porque le picaba la curiosidad.

—Estarías unido a Claudia durante el resto de tu vida… ¿Te gustaría?

Aquello le hizo bastante gracia. Por lo visto, pensaban obligarle a contraer matrimonio con Claudia, o algo parecido.

—No sé qué decirte… —Esbozó una sonrisa cínica—. La vida en común puede llegar a ser insoportable. Tú no sabes el genio que se gasta la muchacha cuando se enfada.

—No habrá desavenencias, ni tampoco malentendidos. Eso es algo que no tiene cabida entre dos personas destinadas a preservar el Trono de Dios.

—Un momento… ¿Quieres decir con eso que ambos seríamos los Custodios del Arca?

—Mucho más que todo eso —contestó Hiram, solemne—. Tendríais el deber de comunicaros diariamente con el Gran Arquitecto del Universo.

Llegados a este extremo, Leonardo pensó que aquella gente estaba loca de atar. ¿De verdad creían que era posible semejante proeza?

—¿Y qué piensa Claudia de todo esto?

—Ella está de acuerdo —el director general del Museo Arqueológico fue sucinto en su respuesta.

—Necesito pensarlo.

—Si no aceptas, te ejecutarán como a los demás, y Claudia compartirá reinado con otro hombre —dijo Hiram con cierto desencanto.

—Define reinado —pidió con tono preocupado—. No llego a entender el concepto, o por lo menos su aplicación.

—Claudia es la candidata ideal para sustituir a Balkis como reina de Saba. Ella dirigirá a Los Hijos de la Viuda a partir de entonces.

—¿Y cuál sería mi papel?

—Vendrías a encarnar el espíritu de Hiram Abif, cuyo cargo ostento hasta el día de hoy —respondió con sencillez quien usaba ese nombre—. Un trabajo de lo más edificante, créeme.

—Por un momento pensé que iba a sustituir a Salvador en su cargo como Magíster de la logia. Ya sabes, por lo de su enfermedad.

Hiram lo miró con profundo estupor. Hasta donde él sabía, cualquier persona que se hubiera sentado en el Trono de Dios quedaba inmunizada de por vida. Ningún mal podía afectarle, tan solo la vejez.

—Sholomo tiene una salud de hierro —le aseguró con voz grave el director—. Ni siquiera ha tenido un vulgar resfriado desde hace más de cuarenta años… —Cogió un huevo de alabastro que le servía de pisapapeles, dándole vueltas entre las manos—. ¿Puedo saber a qué viene ese comentario?

—Si lo conoces tanto como dices, deberías saber que le queda poco tiempo de vida. Según tengo entendido padece una enfermedad terminal.

Extrañado por la respuesta, Hiram giró instintivamente la cabeza hacia el lado derecho, por detrás de su hombro. Durante unos segundos se quedó en silencio, observando una puerta cerrada que había entre las estanterías con libros. Fue tan solo un instante de reflexión. Luego volvió a mirarlo con extraordinaria fijeza a los ojos.

—¿Quién te ha dicho eso? —quiso saber. Su rostro reflejaba cierta preocupación.

—Su hija Lilith… ¿Quién si no?

Las manos de Hiram se aferraron con fuerza al pisapapeles que estaba acariciando, sorprendido por la noticia.

Entonces, y antes de que pudiera responder, se abrió la puerta que había a espaldas del director y de ella surgió Salvador Riera en compañía de una mujer de cabellos blancos, ataviada con una túnica color púrpura y un manto azul, que lucía distintos abalorios de carácter esotérico. Pero la auténtica sorpresa para Cárdenas fue descubrir que Claudia estaba con ellos, y que vestía del mismo modo que la desconocida.

El encuentro resultó de lo más embarazoso. Leonardo miró fijamente a Claudia esperando que pudiera explicarle lo que estaba ocurriendo, pero esta no supo cómo afrontar la situación y sus ojos declinaron la penetrante curiosidad de su compañero inclinando la cabeza hacia el suelo. Salvador fue el único que se hizo fuerte hablando en primer lugar.

—Sé cómo te sientes, Leo… Pero ahora no es el mejor momento para enjuiciar nuestra actitud… —Se le notaba excitado, al igual que el resto—. Sin embargo, es muy importante que me respondas con sinceridad: ¿Está Lilith contigo?

Le sorprendió la pregunta; tanto, que no logró imaginar qué trascendencia tendría el hecho de haber nombrado a su hija, para que Riera y sus compañeros hubiesen salido con tanta celeridad de su escondrijo.

—¿Es eso más importante que los brutales asesinatos cometidos en nombre de un absurdo conocimiento?

Leonardo estaba furioso. Le dolían las sienes debido a la presión a la que estaba siendo sometido.

—Te lo voy a repetir de nuevo… ¿Está Lilith aquí, en El Cairo? —insistió Salvador, ahora con algo menos de paciencia.

—Afortunadamente, no —respondió al fin—. Ella aún cree que su padre es un buen hombre que sufre en silencio una enfermedad terminal. Lo que no entiendo es para qué la hiciste venir desde Alemania si pensabas darle esquinazo.

Riera negó dos veces con la cabeza.

—Lilith no es mi hija. Además, debería estar muerta —subrayó fríamente.

—¿Eres tan cínico, que niegas a los de tu propia sangre hasta ese extremo? —No podía creérselo. Jamás había visto semejante acto de crueldad en un padre.

—¿Y tú, estás tan ciego que no sabes cuándo te hablan en serio? —inquirió el arquitecto, dejándose llevar por el arrebato.

—¡Basta ya! —exclamó Balkis, interponiéndose entre ambos—. Será mejor que lo dejéis.

—¡Por favor, Leo! Escúchalo.

La súplica de Claudia vino a despertar el sentido común del bibliotecario. Sabía lo que tenía que hacer, y no era cuestión de demorar por más tiempo lo inevitable.

—Lo haré si me prometes regresar conmigo a Madrid —le rogó a su vez—. Después de todo, creo que me lo merezco.

Claudia se sintió culpable por haberlo engañado, pero tenía que hacerle ver que lo mejor para ellos era seguir unidos y afrontar juntos el fascinante destino que les tenían reservado.

—Me gustaría, te lo aseguro. Pero antes deberíamos mantener una conversación a solas que aclare…

Salvador vino a interrumpir a su sobrina porque aún aguardaba una respuesta que se hacía de esperar.

—Insisto una vez más; Leo… ¿Dónde está Lilith?

El aludido, desviando hacia él su mirada, cedió ante la reiterada obstinación del Magíster.

—La última vez que la vi estaba con Cristina Hiepes, una criptógrafa contratada por Mercedes para supervisar el manuscrito y todo lo que fuéramos descubriendo… ¿Contento?

—Lilith no es su hija —dijo Hiram en esta ocasión, poniéndose en pie—. Esa joven te ha mentido, como también mintió a Sholomo… ¿No es así, viejo amigo?

Riera rezongó entre dientes.

—¡Acabo de decírselo, pero no atiende a razones! —Estalló finalmente—. ¿Acaso no lo ves? Está cegado por los prejuicios. Para él somos unos criminales sin escrúpulos; solo eso.

Leonardo pasó por alto el último comentario.

—Aguarda un instante. —Frunció el ceño, intentando comprender la verdad— si Lilith no es hija tuya… ¿quién es la joven que recogimos en la puerta de tu finca, en San tornera?

—¡Dios mío! —se lamentó Claudia, acercándose a su tío—. Sabe quién eres… Y dónde puede encontrarte.

—Lo que quiere decir que ha descifrado el manuscrito de Toledo y que su intención es llegar hasta nosotros —añadió Balkis de forma grave—. Eso, si no está ya aquí; en la ciudad.

—¿Puede alguien explicarme a qué viene ese temor visceral hacia Lilith? —quiso saber Leo, pues no entendía muy bien de lo que estaban hablando.

Un silencio tenso se adueñó del despacho. Solo la Viuda tuvo valor para contestar.

—Esa joven, llamada Lilith, no es otra que la asesina contratada por la logia… —le dijo con lentitud, mirándole a los ojos con cierta tribulación—. Ella fue quien acabó con la vida de tu amigo Balboa, y también con la de Mercedes Dussac. Y ahora viene hacia aquí. Lo presiento.

La reacción de Leonardo fue negar dicha hipótesis.

—No… No es posible… —Dudó unos segundos—. ¿Cómo sé que no mientes?

—Si Balkis lo dice, nadie es quien para dudar de su palabra. —Fue el riguroso comentario de Hiram, el cual parecía haber encontrado un motivo de indignación después de tantos años de templanza.

Al bibliotecario le sorprendió descubrir que aquella estrambótica mujer, de mirar apacible, fuese la reina de Saba, a quien Claudia debía sustituir en el cargo, pero más le impacto saber que hablaba en serio. Pues si era cierta su afirmación, tanto él como Cristina y Colmenares habían cometido una equivocación irreparable.

—Entonces, eso significa… —musitó compungido.

—Que os ha tendido una trampa. —Balkis terminó la frase, adelantándose al pensamiento de Leonardo—. Y que dos nuevos inocentes están bajo la atenta mirada de la muerte.

Se reprochó el haber confiado en aquella joven, cuando su primera impresión fue la de que algo no encajaba en su historia. Cristina tuvo la culpa por llevarla consigo. Pero eso ahora no importaba, aunque sí evitar que acabara con su vida y con la de Nicolás. Debía avisarlos del letal peligro que corrían.

—Tengo que ponerme en contacto con ellos —afirmó nervioso. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil—. He de advertirlos antes de que sea demasiado tarde.

—Será mejor que no les digas dónde estás. —Fue el glacial consejo de Riera—. Es lo único que te pido.

Leonardo afirmó con un gesto de cabeza mientras marcaba los números. Su único pensamiento en aquel instante era prevenir a la criptógrafa, contándole lo del doble juego de su protegida. Pero al cabo de unos segundos saltó el buzón de voz. El móvil no estaba operativo.

—¡Joder! —protestó airado. Reprimió un juramento—. Lo tiene desconectado.

Sus ojos se detuvieron nuevamente en los de Claudia, como si le costara trabajo creer que todo aquello estuviera ocurriendo de verdad.

—Tú y yo hemos de hablar. —Balkis se acercó a Cárdenas para cogerle la mano. Luego se dirigió a sus compañeros—: Será mejor que os vayáis. Hafid está fuera, en el coche. El me llevará a casa.

—¡Un momento! —replicó el bibliotecario—. ¿Qué hay de Claudia?

—No te preocupes; está en buenas manos —le aseguró Riera, cogiendo del brazo a su sobrina.

—Mañana podrás verla de nuevo —añadió Hiram, dándole la espalda para marcharse.

Sin decir nada más, fueron hacia la puerta que comunicaba con el museo. Claudia lo despidió con un beso en la mejilla, aconsejándole que tuviera paciencia. A continuación se marcharon tras recordarle que volverían a reunirse todos, en el mismo lugar, al día siguiente.

Leo tomó asiento una vez que quedó a solas con la Viuda, la cual aprovechó para hacer lo mismo en el sillón que quedaba libre al otro lado de la mesa. No sabía por qué, pero se sentía incómodo. Tal vez fuera la mirada insondable de aquella mujer, o el hecho de sentirse embaucado por todos; lo cierto es que deseaba marcharse cuanto antes al hotel y verse rodeado de espuma en la bañera.

—Veo que no me he equivocado contigo —dijo Balkis, iniciando el diálogo—. Has sabido captar el mensaje del masón y has acudido a la cita. Ahora no puedes dar marcha atrás.

—En ningún momento he dicho que fuera a aceptar —atajó Leonardo, puntualizando su deseo de mantenerse al margen de todo.

—Pero lo harás, porque tu destino no es otro que el de proteger el Trono de Dios… —Después, añadió con voz inflexible—: Ya conoces el secreto de la logia. Debes hacer buen uso de él.

El bibliotecario no comprendía bien ciertos detalles. Había descifrado el acertijo por casualidad, gracias a la perspicacia de una niña que conoció en el avión. El misterio no era tan impenetrable como le habían hecho creer. Por lo tanto… ¿A qué venía tanto secreto?

—¿Tan perjudicial es la palabra? —preguntó curioso—. ¿Por eso le cortáis la lengua a quienes quebrantan el juramento de silencio, como hicisteis en el pasado con Iacobus de Cartago y, no hace mucho, con mis compañeros de trabajo?

Balkis suspiró apesadumbrada. Era obvio que no le gustaba hablar de las víctimas de la logia.

—Ahora mismo lo estás haciendo. Has caído en las redes de su encanto. La voz es así de dañina.

—¿A qué te refieres?

—A que no has meditado las consecuencias de tu pregunta antes de formularla, y eso puede herir a la persona que tengas delante —respondió pragmática—. La lengua resulta caprichosa. En realidad, es el miembro más tornadizo y rebelde del ser humano. Gracias a la voz se pone en marcha la maquinaria del mundo regido por la razón, haciéndonos caer en las redes del oscurantismo. Sin embargo, cuando permanecemos en silencio contemplando la belleza de un paisaje, o escuchando el suave batir de las olas en la quietud de la noche, o incluso cuando nuestro corazón sensibiliza los sentimientos más íntimos del ser humano, es cuando únicamente percibimos la grandeza de Dios.

—Ya nadie pierde su tiempo en esas cosas —opinó Leonardo con un deje de amargura—. Todo va demasiado de prisa hoy en día.

Balkis le dio la razón. La barbarie que pregonaba la sociedad moderna tenía la culpa de todo.

—¿Quieres saber qué va a ocurrir con vosotros dos? —preguntó después, refiriéndose también al futuro de Claudia.

—Te lo agradecería mucho.

Sintió que por fin iba a comprender el significado de tanto crimen y tanto silencio. Pero lo que no llegó a intuir es que, con el paso del tiempo, llegaría a interpretar los valores de la logia y a aceptar que dicha percepción debía mantenerse alejada del despropósito de los hombres.

—Dentro de unos días tendrás que enfrentarte a la Escala que conduce a la Sabiduría, por lo que debes recordar esta conversación mientras asciendes los peldaños de la redención —comenzó diciendo ella—. Mi consejo es que, una vez que estés en el Salón del Trono, te encomiendes a ese silencio que nace del sentimiento más puro de tu corazón. Debes, también, acallar el murmullo constante de tu cerebro, o lo que es igual, dominar tu naturaleza inferior para que puedas vislumbrar plenamente esa otra realidad que transcurre de forma paralela a la nuestra. Recuerda que las vivencias más maravillosas, y las de mayor tristeza, son imposibles de describir con palabras. ¿Qué nos ocurre, si no, cuando observamos el soberbio espectáculo de la naturaleza, como puede ser el caso del esplendor del amanecer o el misterio del crepúsculo, o cuando el dolor y la tristeza caen sobre nosotros como un yugo de esclavitud…? Que nos dejamos arrastrar por el silencio. El discurso resulta malsonante en ese momento de extrema sensibilidad.

—No termino de comprender la relación que existe entre tus palabras y el hecho de que se mantenga en pie una tradición tan inexorable. —Fue el lógico razonamiento del bibliotecario—. Vivir encadenados a un secreto, y asesinar por preservarlo, no es lo más coherente en una persona que presume de civilizada.

—La muerte forma parte de la vida. Pero la vida que yo te ofrezco te hará resurgir de tus propias cenizas.

Aquella respuesta le confundió aún más de lo que estaba.

—¿Qué es en realidad el Salón del Trono? —preguntó de nuevo.

—Lo sabrás a su tiempo —respondió Balkis, manteniendo el suspense—. Antes quiero que me digas qué importancia tienen para ti las Artes Liberales.

—Personalmente ninguna —admitió sin pudor. A continuación, añadió—: Supongo que te he decepcionado.

La mujer esbozó una ligera sonrisa.

—No del todo, aunque espero que a partir de mañana sepas apreciar la trascendencia que tienen para el hombre.

—Reconozco su valor intelectual… —confesó él con voz queda—. Sin embargo, creo que han quedado obsoletas. Los científicos de hoy en día creen en la conveniencia de explorar otros campos, tales como la genética, el microcosmos y el comienzo de la vida en el Universo.

—Si lo analizas en profundidad, te darás cuenta de que para llegar a dichos descubrimientos antes tuvieron que apoyarse en las ciencias más primarias, sobre todo en la geometría, la cual existe desde el primer día de la Creación. Es tan eterna como la Sabiduría, y es el mismo Dios. Sin ella no se concibe el mundo… —Extendió su mano, apoyándola suavemente sobre el brazo de Leonardo—. Me gustaría que comprendieses todo esto sin tener que explicártelo, eso significaría que eres un auténtico constructor de catedrales.

—Hablando de catedrales… ¿Me podrías decir qué relación proporcional existe entre los templos góticos y el Arca de la Alianza, y ambas con el nombre de Yahveh? —quiso saber—. Ya sabes a lo que me refiero.

Hablaba del número áureo.

—Te has dado cuenta… —le dijo Balkis un tanto sorprendida—. No todos los adeptos son capaces de llegar hasta donde tú lo has hecho. En realidad, eres el primero que ha conseguido, antes del ritual de iniciación, descubrir la relación que existe entre Dios y el Kisé del Testimonio.

—¿Por qué siempre el mismo resultado? —Ardía en deseos de averiguarlo.

Balkis se encogió de hombros. También ella se hacía a veces la misma pregunta.

—No estoy segura. Tal vez la quintaesencia del demiurgo se sostenga gracias a una ciencia numérica que trata de equilibrar la perfección del Universo sometiéndolo a la arbitrariedad del caos… —Buscó en su memoria un dato comparativo para que lo pudiese entender—. A todos nos parece injusto que un Dios benevolente permita que el sesenta por ciento de la humanidad viva por debajo de sus posibilidades. El hambre y la miseria es el mayor problema al que se enfrenta la sociedad, actualmente. Pero lo más extraño, es que el resultado de dividir la población total del planeta entre quienes sobreviven a la pobreza sea idéntica a las proporciones métricas del Arca. ¿Cómo es posible…? —Dejó escapar una risita ingenua—. ¡Ah! Ese es uno de los grandes misterios. No obstante, y aunque nos cueste creerlo, debe ser así por algún motivo. Dios siempre es justo, y no deja nada al azar.

Para Cárdenas seguía siendo una incógnita, al igual que para el resto de los hombres.

—¿Y qué hay de la Escala? —Cambió el tema de conversación, pues eran demasiadas las preguntas sin respuesta.

—Es un pedestal escalonado en cuya base se encuentra asentado el Trono de Dios —respondió ella, solemne—. Azogue nos dijo que había una igual en la cripta donde Iacobus escribió sus conocimientos.

—Sí, es cierto —afirmó él—. ¿Pero cuál es su función?

—La de ascender espiritualmente como seres divinos. Es la puerta falsa que conduce al Paraíso… El atajo más corto para llegar al reino de los Cielos.

Leonardo tenía sus dudas al respecto. No obstante, insistió de nuevo.

—Respóndeme a una última pregunta… ¿Dónde se halla escondida el Arca de la Alianza?

La Viuda se quedó mirándolo fijamente, dudando entre responder o guardar silencio. Luego se puso en pie.

—A eso te responderé mañana. Ahora es mejor que regreses al hotel y pongas en orden tus pensamientos.

El bibliotecario no tuvo más remedio que aceptar. Era inútil llevarle la contraria a una mujer como Balkis. Por otro lado, estaba cansado y necesitaba dormir unas cuantas horas.

Al poco tiempo cruzaban en silencio las salas del museo, ahora vacías tras haber cerrado sus puertas al público. Finalmente llegaron al exterior, donde un joven árabe aguardaba fielmente la llegada de su ama junto a un viejo Ford Capri de factura norteamericana, con matrícula de los años ochenta. Balkis se subió a él para marcharse, pero antes le exhortó a que acudiera la noche siguiente al museo, prometiéndole que llevaría consigo a Claudia.

—… Y recuerda… —le dijo en tono confidencial—. La voz es nuestra mayor adversaria. Reflexiona en silencio sobre ti mismo. Rasga el tupido velo de las ideas preconcebidas para enfrentarte a ese otro mundo que te espera. Solo entonces comenzarás a vivir. Te lo aseguro.

Acto seguido, la vio alejarse hacia la estación central mientras sacaba su mano por la ventanilla del coche, despidiéndose de él. Leonardo le devolvió el saludo. Luego cruzó la calle, mezclándose entre la multitud de gente que iba de un lado a otro aprovechando la belleza extática que derrochaba la noche cairota.

Horas después, el avión de Egyptair aterrizaba en la pista 2 del aeropuerto internacional de El Cairo. Una vez que se detuvo, y abrieron sus puertas, los pasajeros descendieron las escalinatas para subir luego al microbús que habría de llevarlos hasta la terminal. Lilith y Cristina fueron de los primeros pasajeros en hacerlo. Algo más alejados, aunque no más de unos pocos metros, los sicarios se desmarcaron del grupo para seguirlas.

Tras una larga espera, recogieron finalmente el equipaje. Una vez fuera del aeropuerto, se acercaron a uno de los taxis que aguardaban —aparcados junto a la acera— la llegada de nuevos clientes. Decidida, la criptógrafa fue directa hacia la puerta trasera del primer automóvil que encontró al salir. Lilith secundó su iniciativa subiéndose por el otro lado. Pero antes de cerrar la puerta, miró hacia atrás. Los individuos que las habían seguido desde Madrid se interpusieron entre un joven turista y el taxi estacionado a continuación, apartándolo con cierta descortesía con el fin de adelantarse. Era evidente que tenían intención de escoltarlas hasta el hotel.

El vehículo público se puso en marcha mientras un aroma agrio, penetrante, acudía a ellas desde las calles bulliciosas junto a las voces de los mercaderes nocturnos, los cánticos de los piadosos, y el batir de las panderetas de las ceremonias zar, que conjuraban hechizos de amor, fecundidad y riqueza, alejando a los demonios.

El sueño de Cristina Hiepes se había hecho realidad, después de todo. Finalmente había llegado a ese lugar que había despertado su curiosidad desde que leyera el manuscrito de Toledo; esa región tan distante y misteriosa donde se guardaba el secreto mejor guardado de la humanidad.

Sintió cómo se le erizaba el vello de la piel al descubrir que viajaba por las calles de la ciudad más antigua del mundo: la ciudad perdida de Henoc.