—¡Maldita sea…! Es imposible localizarlo. Lo tiene apagado.
Cristina dejó el teléfono móvil sobre la mesa. Nicolás, que iba de un lado a otro del despacho sorprendido por la desaparición de Cárdenas, tuvo el presentimiento de que este se había convertido en la tercera víctima de Los Hijos de la Viuda; tal y como pensaba que finalmente ocurriría.
—Le han encontrado, estoy seguro… —Se detuvo en mitad de la sala para exponer su teoría en tono fúnebre—: Y nosotros deberíamos tener mucho cuidado si no queremos ser los siguientes.
—No digas sandeces —repuso ella con acritud—. Si Leo no está aquí es porque nos ha dado la espalda en la investigación. Estoy segura de que anoche encontró un indicio fiable de cómo llegar hasta el Arca… —Lo miró fríamente a los ojos, esperando que pudiera entender el motivo de su repentino enojo—. ¿No te das cuenta…? Ha sido más listo que nosotros y se ha marchado con la respuesta.
—Pero… —objetó el picapleitos, dejando inconclusa la frase tópica que pensaba. Se encogió de hombros y preguntó—: ¿Tienes idea de dónde habrá ido?
—Vamos a necesitar ayuda si queremos averiguarlo.
La criptógrafa volvió a coger el móvil, yendo hacia la ventana a la vez que se alejaba de Nicolás. Buscaba intimidad para hablar, supuestamente, con su enlace del CNI[6].
Mientras Cristina conversaba con algún alto mando del espionaje español, Colmenares trató de recordar los motivos que le empujaron a inmiscuirse en aquel turbio asunto. Tras la conversación que mantuvo con Mercedes en el restaurante, no le quedó más remedio que ponerse en contacto con su amigo Hijarrubia y contarle lo que sabía con respecto al asesinato de Balboa y el códice medieval, ya que este conocía personalmente al ministro del Interior y podría echarle una mano en el delicado asunto de ocultación de pruebas por parte de Mercedes. Horas después vino a verle un hombre que decía trabajar para el Centro Nacional de Inteligencia. Le hizo una serie de preguntas relacionadas con la muerte de Jorge y su posible vinculación a algún tipo de hermandad de carácter esotérico. Luego, tras implicarle en el caso diciéndole que se trataba de un asunto de seguridad nacional, le confió a una de sus mejores agentes —Cristina Hiepes— para que la infiltrase en la casa de subastas aprovechando que la directora necesitaba a alguien cualificado para sustituir a Cárdenas por unos días; de esta forma estaría en contacto directo con los implicados. Su misión consistiría en familiarizarse con el manuscrito de Toledo y averiguar hasta qué punto eran ciertas las afirmaciones del cantero y el fanatismo de quienes pretendían ocultarle al mundo sus conocimientos. Pero la muerte de su vieja amiga alteró sistemáticamente sus planes. Entonces decidieron que tanto él como la criptógrafa debían ponerse en contacto con la única persona que sabía lo que estaba ocurriendo: Leonardo Cárdenas.
Sin embargo, ahora, después de averiguar lo que buscaban con tanto empeño, tenía sus dudas. ¿Sabía el CNI de la existencia del Arca desde el principio? ¿Era esa la razón de que se hubiera dejado a un lado la investigación criminal para centrarse en el criptograma? ¿Qué pensaban hacer los de Inteligencia con una reliquia tan valiosa como era el Arca del Testimonio?
—Coge las fotografías de la cripta y los apuntes —propuso Cristina, que regresó de nuevo guardando el teléfono en su bolso—. Vamos a casa de Leo a hacerle una visita.
Colmenares se apresuró a cumplir lo que le había indicado, introduciendo las instantáneas en una carpeta con el logotipo de la empresa.
—¿Qué haremos si resulta que está en su apartamento, con resaca? —preguntó el abogado mientras se dirigían hacia la puerta—. Por si no te has dado cuenta, ese hombre tiene un problema con el alcohol.
—No creo que lo encontremos allí —respondió ella con seguridad—. Es más, espero que no haya nadie en casa. La Central va a enviar una unidad de reconocimiento… —Parpadeó pensativa y a continuación añadió—: Husmearemos un poco entre sus cosas.
Minutos después, se dirigieron al domicilio del bibliotecario.
Por el camino, Nicolás no dejaba de pensar en lo que iban a hacer. Entrar en casa ajena sin orden judicial suponía allanamiento de morada. Su implicación podía echar por tierra su carrera, eso en caso de que llegaran a enterarse los del Colegio de Abogados de Madrid. Por otra parte, calculó que quizá los agentes del CNI estuviesen autorizados para actuar con el consentimiento tácito de un juez. En ese caso, el registro se llevaría a cabo dentro de la legalidad.
Aun así, vio algo extraño en el comportamiento de Cristina, tras la desaparición de Leonardo, que no terminaba de convencerle. Esa mañana había amanecido distinta. Creyó que el mejor modo de sonsacarle información sería iniciando un coloquio estrictamente inquisitivo y personal.
—¿Qué ocurrió anoche, una vez que abandoné la oficina? —Giró su cabeza hacia ella al hacer la pregunta—. Algo debió suceder para que se haya marchado sin consultarnos primero.
—Le dije que no me tragaba el cuento de que Riera y su sobrina hubieran sido secuestrados. —Fue su seca respuesta.
—¿Qué…? —No daba crédito a las palabras de la criptógrafa—. ¿De verdad piensas eso?
—Todavía no estoy segura. Lo están comprobando los de la Central —le dijo—. Lo cierto es que me parece demasiado extraño el que secuestraran a Riera y a Claudia, y después dejaran con vida a nuestro amigo Leo. —Ladeó la cabeza con enfado—. No han seguido la misma pauta que con los otros, algo inconcebible en unos individuos tan metódicos e implacables. Además, el hecho de que le permitieran hablar con su sirvienta desde el aeropuerto es un dato bastante significativo… ¿No crees?
—Reconoces no estar segura, y aun así le largas esa parrafada a Leo —le reprochó—. La verdad, ahora entiendo por qué se ha marchado. Debe estar ofendido.
Cristina resopló, incómoda.
—Te repito que ese no es el motivo —insistió—. Ha encontrado el lugar donde esconden el Arca, y en este momento va en su busca.
Tras unos segundos de introversión, Colmenares volvió a retomar el diálogo por donde lo había dejado.
—Explícame una cosa… Si tan segura estás de que Claudia y su tío están vinculados de alguna forma a Los Hijos de la Viuda… ¿A qué viene tu actitud maternal con la hija de Riera?
La criptógrafa dibujó una amplia sonrisa, orgullosa de sí misma.
—Ella es mi comodín en esta difícil partida.
Cuando llegaron al apartamento de Cárdenas, se encontraron con que la puerta estaba abierta y la cerradura forzada. Entraron sin perder tiempo al sentir ruido en el interior.
—Ya están aquí los Vigilantes —le confirmó Cristina, quien solía llamar así a los agentes de un servicio secreto encargados de controlar la vida y costumbre de todo aquel que fuera sospechoso de ser un profesional del crimen, o terrorista.
En efecto. Tres hombres vestidos de negro, con aspecto de sicarios, abrían y cerraban los cajones de los distintos muebles mientras iban requisando todo lo que fuera susceptible de contener información. Claudia los saludó en inglés.
—Hi, boys!
Nicolás se puso a la defensiva al descubrir que aquellos tres gorilas alternaban entre sí lúcidos mensajes con la mirada, como si les sorprendiera ver a Cristina en compañía de un hombre. El hecho de que ninguno de ellos fuera el agente del CNI que le enviara Hijarrubia lo hizo sentirse incómodo. No obstante, decidió guardar silencio y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
La criptógrafa se acercó al más fornido de los tres, un individuo de cráneo rasurado y con una enorme cicatriz bajo el párpado derecho. Intercambió con ella un par de frases en voz baja, y luego se marchó hacia el dormitorio de Leonardo, en compañía de los otros dos agentes. Cristina regresó junto al abogado.
—No hay nada de interés, solo unas cuantas anotaciones que poco nos van a ayudar —se lamentó—. Ha sido una jugada muy hábil la de nuestro amigo.
—Sigo creyendo que Leo está en apuros. Eso si no está muerto… —Colmenares hizo una pausa retórica—. ¿Acaso no has contemplado esa posibilidad?
La pelirroja soltó un perspicaz gruñido, negándose a contestar. No estaba dispuesta a seguir soportando su falta de perspectiva, por lo que se centró en la mesa de despacho del bibliotecario. Estaba desordenada, pues era donde primeramente habían buscado los Vigilantes. Se sentó en la silla, tratando de reconstruir los últimos pasos de Leonardo en su casa, la noche anterior. Se lo imaginó frente al ordenador buscando información en la red, tal y como prometió que haría nada más llegar al apartamento. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquellos inútiles del servicio secreto se habían olvidado de registrar lo más importante en este caso: la memoria del disco duro.
Sin perder más tiempo conectó el ordenador. Nicolás, intuyendo que Cristina pudiera haber encontrado algo, quizá una pista que les sirviera de punto de partida, se le acercó por detrás con la intención de averiguar de qué se trataba.
—¿Puedo saber qué haces? —preguntó interesado.
—Si Leo estuvo examinando las páginas de Internet, en busca de algún dato que pudiera ayudarnos a encontrar el Arca, debe de estar registrado en las últimas consultas —respondió mientras deslizaba el ratón sobre la alfombrilla.
Consiguió encontrarlo segundos más tarde. Se trataba de un buscador geográfico.
—Aquí está —dijo con alivio, pinchando en el icono de Google Earth.
A la derecha del visor pudo ver la imagen de un globo terráqueo sobre un fondo oscuro salpicado de estrellas; a la izquierda, un sofisticado panel encabezado por otro buscador. En él había escritas unas coordenadas que les resultaron familiares.
—¿No son esos los números que vimos en el remite de la carta que recibió Leo? —inquirió de nuevo Nicolás.
—Sabía que nos ocultaba algo, pero te juro por mi vida que no se va a salir con la suya —sentenció Cristina en un arrebato de exasperación.
Pulsó en el Search. Segundos después, vieron en pantalla que se acercaba lentamente la reproducción virtual del planeta Tierra hasta detenerse en la zona nordeste del continente africano. Y atónitos se quedaron al descubrir que el viaje finalizaba sobre la explanada de Gizeh, justo sobre la Gran Pirámide.
—¿Cómo no lo había pensado antes? —se interrogó Cristina. Acto seguido se puso en pie, apartando al abogado de un empujón.
Sin ofrecerle siquiera una disculpa, llamó a los hombres que seguían buscando en el dormitorio. Colmenares fue detrás dócilmente, igual que un perro faldero.
—¿Piensas que Leo se ha marchado a Egipto? —preguntó, a pesar de tener sus dudas—. Si es así, deberíamos informar primero a tus superiores… Por cierto… ¿A qué departamento has dicho que pertenecen tus amigos?
Era evidente que se refería a los secuaces vestidos de negro.
Cristina lo miró con expresiva virulencia, prolongando su respuesta hasta que los Vigilantes estuvieron en el salón. Solo entonces contestó su pregunta.
—Estos hombres —comenzó diciendo—, forman parte de un grupo especial dedicado a la búsqueda y localización de armas de destrucción masiva que puedan poner en peligro nuestra sociedad. Si están aquí, es porque la CIA sospecha que una orden esotérica, más recóndita, poderosa e influyente que el mismísimo Club Bilderberg, custodia una reliquia capaz de someter a los pueblos de la Tierra gracias a una fuerza que podría superar con creces a la bomba de neutrones… —Entonces, sonrió con inexorable causticidad—. Pero claro, se me olvidó decirte que tu amigo Hijarrubia no trabaja para el Gobierno español… Ni yo tampoco. —Antes de que el abogado pudiera digerir sus palabras, le dijo al más alto de los sicarios—: Take you charge of him… It must seem like an accident[7].
Al boquiabierto Colmenares le fue imposible reaccionar. El tipo de la cicatriz le sujetó por detrás, impidiendo que pudiera moverse, mientras otro de sus compañeros le clavaba una jeringa en el cuello inyectándole un potentísimo sedante.
La habitación comenzó a dar vueltas en la aturdida mente del licenciado en leyes hasta que, por fin, la oscuridad se adueñó del lugar.
Aquél habría de ser su último sueño.
—Será mejor que te arregles un poco si quieres acompañarme —dijo Cristina nada más entrar en su apartamento—. Nuestro avión sale dentro de una hora.
Lilith, que estaba viendo un programa de televisión tumbada en el sofá, apagó el cigarrillo en el cenicero. Dio muestras de interés al sospechar que habrían de dejar el país para ir en busca del Arca.
—¿Quiere eso decir que habéis encontrado a mi padre? —inquirió tras escuchar las explicaciones de la criptógrafa.
—Hablaremos por el camino. Ahora no tengo tiempo.
Cristina fue directa hacia su cuarto. La alemana se levantó para ir en su busca.
—Llevo dos días encerrada entre cuatro paredes sin saber nada de él. Compréndelo, necesito que me digas que vas a hacer lo posible por intentar liberarlo de sus secuestradores —suplicó la joven en un acto de fingida desesperación—. ¡Por favor! Es lo único que necesito oír.
La propietaria del apartamento se giró para prestarle atención. Decidió actuar con cautela, llevando al extremo la farsa.
—Está bien; te lo prometo —le dijo con voz amiga—. Pero ahora hemos de marcharnos o perderemos el avión. No hay otro vuelo hasta mañana.
Abrió la puerta del armario para sacar un maletín de viaje, introduciendo en él parte de su vestuario de verano y la ropa interior.
—Lo digo en serio. Será mejor que te des prisa con tu equipaje… —Dejó lo que estaba haciendo para insistir de nuevo—: No quisiera que ese bastardo de Leo se nos adelantara.
—¿Qué quieres decir?
—Que hemos de hacer esto solas —contestó repentinamente seria—. Nicolás está ocupado con la herencia de una antigua amiga, y Leo ha decidido buscar a Riera por su cuenta.
—Eso significa que sabéis dónde lo tienen encerrado… ¿No es cierto? —porfió de nuevo Lilith.
Esperaba que se lo dijera, que confiara en ella. Sin embargo, para su mayor decepción Cristina se mostró cauta en ese aspecto.
—Te lo contaré todo cuando estemos en el avión.