Claudia arrojó su cigarrillo al suelo harta de esperar. Estaba sentada bajo el obelisco de Ramsés II, en el centro de la Piazza del Popolo. Su tío se retrasaba, y eso que le había advertido que fuera puntual. Lo que venía a demostrar que la intención de Salvador era poner a prueba su paciencia.
Había oído decir a los frater de primer orden, que los Maestros constructores inculcaban a sus discípulos la necesidad de frenar el apremio con que vive el ser humano, y profundizar en el conocimiento básico de la sabiduría y el silencio. Pudo comprobarlo por sí misma tiempo después, cuando su tío le expuso el acertijo de iniciación personal:
«El discurso pertenece a los hombres, la música a los ángeles y el silencio a los dioses», advirtiéndole que según ascendiera de nivel se iría precipitando cada vez más en el abismo de la soledad. Supo entonces que no se trataba de un juego y que, por lo tanto, su vida iba a cambiar notablemente después de analizar en profundidad el auténtico sentido de aquella frase. Lo aceptó de buen grado, pese a que garantizar el silencio absoluto del pensamiento era bastante más difícil para una mujer tan extrovertida como ella que para un hombre acostumbrado a vivir sin nadie a su alrededor. Pero la disciplina del masón se sustentaba gracias al esfuerzo de todos, y ello le sirvió de consuelo.
Desde que ingresara en la logia, tres años atrás, su forma de ser había dado un giro inesperado al descubrir el auténtico sentido de la vida en los misterios del conocimiento y en la ciencia de Dios. Lo que no esperaba, era enamorarse de un hombre que la devolviera de nuevo al mundo real —aunque fuesen esporádicos instantes de debilidad femenina—, después de haber participado en reuniones de gran trascendencia espiritual con gente cuyo único cometido era atender, sin mediar palabra, la prédica del Maestro; o lo que es lo mismo: aprender los misterios de la vida y prepararse para el silencio de la muerte. Su relación con Leonardo fue seguida con cierto recelo por la alta jerarquía de la logia, y también criticada duramente, según palabras de su tío. Sin embargo, cuando Balboa compró el manuscrito de Toledo, y el destino quiso que se enterara de su existencia, decidieron involucrarla para que los fuese informando de todo lo que tuviera que ver con el texto; y aunque en un principio se negó a hacerlo, se vio obligada debido a los lazos de sangre que la unían con el Magíster.
Lo cierto es que la idea de visitar a su tío se la había proporcionado el propio Leonardo, cuando este reconoció su origen murciano. Así mataba dos pájaros de un tiro: acogerse a las nuevas instrucciones de la logia e involucrar a Riera como castigo por su despiadada decisión, pues realmente no entendía muy bien por qué tuvieron que asesinar al bueno de Jorge o a la estirada de Mercedes, quien a pesar de su carácter levantisco no dejaba de ser una persona como otra. Tampoco le faltaron hígados para reprocharle su crueldad cuando tuvo ocasión de hablar a solas con él, aprovechando que Leonardo se había retirado a dormir llevándose una Biblia en la mano. Eso fue la noche del domingo cuando se enteraron de la muerte de Mercedes. La gota que colmó el vaso.
Ahora tenía que afrontar los hechos y aceptar que había perdido a su pareja para siempre. Su sacrificio iba en beneficio de la logia, y no admitía ningún tipo de réplica. A cambio, esperaba de ellos algo más que bonitos gestos de agradecimiento. Quería saber qué tenía de cierta la historia que corría de boca en boca entre los iniciados, lo que llamaban con temor la Scalarum; y que no era otra cosa que la última prueba de ingreso definitivo en la orden. Tenía derecho a exigirles una satisfacción compensatoria por su renuncia, como instruirse en la Sabiduría, algo que ya deberían haber contemplado los Maestros Custodios tras haber superado sus votos de silencio.
Tan ensimismada estaba en sus pensamientos, que no se percató de la presencia de Riera hasta que lo tuvo enfrente.
—Solo espero que no estés enfadada por el retraso —le dijo Salvador, sentándose a su lado—. Seguro que la conciencia te habrá mortificado con su implacable rumor mientras aguardabas mi regreso.
Se refería al pensamiento íntimo de cada individuo; el murmullo rebelde del cerebro que apenas descansa.
Claudia se sintió algo más tranquila cuando lo tuvo cerca; pues, sin saber de qué modo, la presencia de su tío exaltaba su imaginación estimulando el espíritu de la curiosidad.
—Quisiera saber qué va a ocurrir… —En realidad, nadie le había dicho de qué forma iba a reorganizar su vida ahora que no podía regresar a Madrid—. He perdido mi puesto de trabajo y he engañado al hombre que quiero… —Suspiró largamente—. Necesito que alguien me explique cómo he de afrontar mi futuro.
—¡Ven! —indicó Riera. Después se puso en pie, cogiendo la mano de su sobrina—. Demos una vuelta.
El arquitecto se sintió incómodo con la gente que paseaba a su alrededor, por lo que se apartó dirigiéndose en silencio hacia la iglesia de Santa María del Popolo en compañía de Claudia. No sabía cómo pedirle que hiciera un último sacrificio y aceptara la decisión de Balkis, a no ser que mencionara a Leonardo. Pero antes debía adelantar su preparación.
—Hay algo de lo que hemos de hablar… —Se detuvo en mitad de la plaza, mirando a Claudia con seriedad—. Te he enseñado la virtud del silencio y el conocimiento que originan las siete Ciencias, y te he contado innumerables historias referentes al arte de la construcción así como los misterios que oculta el lenguaje secreto de los glifos alquímicos. Aunque desconoces el verdadero sentido que tiene la ceremonia de iniciación… —Ella sabía que cuando un Maestro le hablaba a un adepto de asuntos relacionados con la logia, este debía guardar silencio. Por consiguiente, permaneció callada—. Ya es hora de que tengamos una conversación que te permita conocer el poder la Escala y la magia de quienes la custodian —continuó diciendo Salvador—, y quizá también de la responsabilidad que conlleva renunciar a todo por vivir como hombres libres. Pero antes, he de decirte que has sido elegida para ocupar el puesto de Balkis, quien representa la Sabiduría de la Viuda. Eso significa que tendrás que aceptar ciertos cambios, te gusten o no. También tiene sus ventajas. Podrás vivir en primera persona los misterios del conocimiento y acceder al poder que solo poseen los Custodios, un poder que te maravillará hasta el punto de hacerte olvidar que una vez fuiste mujer… —Arrugó la nariz un instante—. Tiene su lado oscuro, ya lo sé. Pero te advierto una cosa; no harás sola dicho viaje. Tendrás a Hiram Abif a tu lado. En este caso —la miró fijamente a los ojos—, la Viuda ha decidido otorgarle el puesto a Leonardo, a pesar de que ni él mismo lo sabe… —Claudia fue a decir algo, pero se contuvo para no quebrantar el precepto de silencio. El hecho de que tuviera una nueva oportunidad para estar con Cárdenas acrecentó su satisfacción personal—. Supongo que eso te alegrará —dijo él al ver la expresión risueña de su sobrina—. Sin embargo, el que te haga compañía no quiere decir que todo vaya a ser como antes.
Echó de nuevo a andar, pero esta vez en sentido contrario. Claudia fue tras el Magíster, dirigiéndose igualmente a los aparcamientos que había más allá del obelisco. Pero antes quiso saber algo más del ritual de consolidación.
—Tito… ¿Qué es en realidad la Escala?
—Athanasius Kircher dice en su Musurgia universalis, que así como Dios desciende hasta nosotros pasando por la jerarquía de ángeles, de la misma manera debemos elevarnos a El por la misma vía: la escala de Jacob… —Se aclaró la voz—. La escala está dividida en siete peldaños que van desde el Infierno hasta el Paraíso. El séptimo y último nos conduce a la aprehensión del concepto divino a través del silencio. La escala no sube más, pues Dios es inconcebible. Jacob subió realmente la escalera que conduce al Cielo, y al descender solo pudo decir aquello de: «¡Este lugar es terrible…! Y no es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del Cielo». —Conozco la historia— argumentó ella con voz queda.
—Pero no sabes que otros muchos hombres libres ascendieron esa escala, como Moisés o Jesús de Nazareth.
—¿Cristo tuvo que pasar por el ritual de iniciación? —Se mostró perpleja. Era la primera vez que escuchaba algo semejante.
Riera afirmó en silencio. Luego, añadió:
—Fue el alumno más aventajado de los que ha tenido jamás la hermandad de constructores. El oficio de Jesús, según dicen los textos hebreos, fue el de têcton, que significa: el que trabaja la piedra y la madera; es decir, albañil o constructor. Pero eso no es todo, pues en los apócrifos de Santo Tomás se dice que cuando Herodes hizo buscar a Jesús para matarlo, el ángel advirtió a José para que cogiera a María y su hijo y huyeran a Egipto, lejos de los que querían asesinar al niño. Cristo tenía dos años de edad cuando entró en la tierra de los faraones acompañado de su familia, donde fueron admitidos en la casa de una viuda. En realidad, dicha historia es solo una metáfora de su ingreso en la sociedad secreta de los antiguos constructores de Egipto, conocida entonces con el nombre de los Compañeros de Horus. Pero creo que ya conoces el resto.
—Solo sé que ellos heredaron, de Tubalcaín, el prodigio de erigir enormes templos como la pirámide de Keops. Algunos frater con los que he hablado afirman que ese es el lugar donde se lleva a cabo la iniciación… ¿Es cierto?
—Así es, aunque todavía no te he contado lo que esconde en su interior. —El constructor se detuvo junto a un Fiat de color granate, pulsando el mando a distancia para que se abriera el seguro de las puertas—. ¡Sube! Iremos a dar una vuelta.
Claudia tomó asiento junto al conductor mientras su tío le daba una propina a un joven mendigo que, supuestamente, había cuidado el coche en su ausencia. Poco después se alejaban por la Vía di Repetta hasta alcanzar el Lungotevere Marzio, dejando a su derecha la Ciudad del Vaticano. La tregua de silencio fue violada por el arquitecto.
—Dice una antigua leyenda, que Dios gobierna el Universo desde su trono de nubes situado en la ciudad de Thulé… —Miró un instante a su sobrina, esperando que le prestara atención sin abrir la boca—. Cuando Dios creó el mundo, dando forma al primer hombre y a la primera mujer como etnia ostentadora de una compleja sabiduría, les proporcionó un lugar donde vivir en armonía con la Creación. En el centro de aquel Edén, tal y como dice el Génesis, había dos árboles plantados por Dios: el de la Vida, y el de la Ciencia del Bien y del Mal. Dichos árboles no eran otra cosa que dos templos de proporciones inimaginables, erigidos por Tubalcaín y sus hermanos. En ellos se guardaban los secretos de Dios, en uno, y los misterios de la Vida, en el otro. En el primero y mayor de los templos, al igual que en el Templo de Salomón, había tres salas superpuestas una encima de otra, y en la última de todas estaba situado el Trono del Testimonio. Primero había que descender hasta la sala subterránea, denominada del Caos, porque en ese lugar oscuro se reflexionaba sobre las cosas que podían perturbar el equilibrio universal y la naturaleza divina del hombre. Purificado de sus pensamientos, el adepto debía subir hasta la sala de arriba denominada del Conocimiento. Allí tenía que descifrar el enigma planteado por la madre Sabiduría, y solo si lograba interpretar el acertijo podía ascender a la tercera sala. Entonces, si era capaz de comprender el secreto de las Siete Ciencias, y vencer a los siete enemigos del hombre, se sentaba en el Trono del Testimonio para hablar cara a cara con Dios… —Al llegar al Puente Garibaldi, el veterano arquitecto torció a la derecha, cogiendo la Vía del Trastevere—. Tras el Diluvio, el Edén quedó sepultado bajo toneladas de cieno y barro. Los conocimientos que el hombre había adquirido, gracias a la Sabiduría de Dios, quedaron ocultos en los templos durante miles de años hasta que fueron descubiertos por Nemrod, el arquitecto de la torre de Babel, quien quiso emular sin éxito las construcciones de antaño erigiendo la pirámide conocida como Micerinos. Hermes y Pitágoras descifraron algunos de los enigmas pintados sobre la superficie de dichos templos, e incluso Herodoto reconoce que, acompañado por los sacerdotes de Isis, estuvo en un lugar subterráneo donde le fueron reveladas las ciencias más poderosas del universo… —Volvió a girar, pero esta vez a su izquierda. Intentaba llegar al Ponte Sublicio—. Sin embargo, cuando el historiador griego llegó a Egipto el Trono de Dios había desaparecido. ¿Cómo y cuándo ocurrió…? Dejaré que te lo cuente la propia Balkis.
Tras rodear la Piazza dell'Emporio, Salvador hizo que el Fiat tomase la vía Marmorata hasta alcanzar la Porta di San Paolo. Allí aparcó muy cerca de la pirámide de Caius Cestius. Un hombre mayor, de aspecto árabe, y una mujer que llevaba la cabeza cubierta bajo un pañuelo de gasa color celeste, les aguardaban junto a la puerta de entrada a la tumba del magistrado romano. No había nadie más por allí, extrañamente.
Tanto Claudia como su tío se bajaron del coche.
—No te preocupes; son amigos míos —susurró Riera, cogiendo a su sobrina del brazo—. Te los presentaré.
Se acercaron con lentitud. El hombre de piel bronceada y cabellos grises llevaba un pequeño talismán colgado del cuello: un triángulo de oro con el ojo de Dios en su interior. Sus ojos expresaban fidelidad, como la mirada que nos suelen regalar los animales de compañía y que a veces son más elocuentes que las palabras de cualquier amigo. Rezumaba amabilidad y sacrificio, pero la fuerza hipnótica de sus pupilas la hizo sentir incómoda y por un momento creyó que le estaba robando el alma. La mujer, por el contrario, le resultó bastante más familiar. Le recordó a una de esas chifladas que adoran la magia y el espiritismo, y que andan todo el día con la ouija a cuestas o con un libro de Madame Blavatsky bajo el brazo. Su velo azul con lentejuelas resultaba inapropiado en un país europeo, pero la elegancia con que lo llevaba hacía que su rostro resultara más joven y fascinante de lo que era en realidad; y eso que debía sobrepasar los sesenta.
Los ojos de aquella mujer le dieron la bienvenida mucho antes de abrir los labios.
—Estaba deseando conocerte —dijo Balkis, cogiendo sus manos.
Al hacerlo, la joven se dio cuenta de que llevaba un anillo de oro en el dedo corazón con un dibujo de la estrella de David en el centro.
—Si he de ser sincera, te diré que estoy bastante nerviosa. Hace años que espero con ansiedad este momento. —Se mostró reservada.
—Supongo que Sholomo te habrá contado mi decisión de delegar en ti para…
—Siempre y cuando estés de acuerdo —terció Hiram, interrumpiendo suavemente a su compañera.
—Lo estoy; y acepto la responsabilidad. Aunque… —Claudia titubeó unos segundos—. También me ha asegurado de que podré ver de nuevo a Leo.
Balkis reprimió una sonrisa mordaz al imaginar los planes de Azogue. De nada le iba a servir amar a un hombre una vez que ocupara su puesto. El placer terrenal dejaba de tener sentido tras sentarse varias veces en el Trono de Dios. Pero eso ya lo iría comprendiendo con el paso de los años.
—Leo estará contigo, pero solo si es capaz de descifrar el enigma de iniciación —puntualizó el árabe—. No obstante, algo me dice que sabrá llevar mi nombre con dignidad. Y eso significa que vencerá la prueba de la Escala.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Claudia, llevada por la curiosidad.
—Lo sé… Y basta —contestó circunspecto.
Dicho esto, le hizo un gesto a Riera y ambos se marcharon hacia la muralla que había junto a la pirámide, dejando solas a las mujeres.
—Vayamos dentro —dijo Balkis, señalando la entrada a la tumba de Cestius—. He de hablarte del Kisé.
En su interior descubrieron el compartimiento del sepulcro iluminado por unos cuantos focos, instalados en el suelo, que daban vida a las distintas figuras de los mosaicos. Balkis le confesó a Claudia que Cestius, funcionario de festejos religiosos de la antigua Roma, había tenido la suerte de conocer a los Compañeros de Horus en uno de sus viajes a Egipto, de ahí que quisiera ser enterrado en un edificio geométricamente igual a los templos de iniciación de aquel país. Asimismo, le explicó en voz baja que una de las pirámides de Gizeh representaba la columna de Jakín —en este caso la de Kefrén—, y la otra a Boaz —la de Keops—. Le contó que ambas eran distintas, y que cada una de ellas representaba la energía positiva y negativa del planeta; dos fuerzas contrarias que se necesitaban la una a la otra como dos auténticas columnas que estuvieran soportando un mismo arco. Quien tratara de acercarlas se daría cuenta de que, al hacerlo, el arco se resquebrajaría al no existir un punto de apoyo equilibrado que lo mantuviese erecto. Lo mismo ocurría con las leyes que rigen el Universo… —Claudia la escuchaba en silencio—. Dios creó el modo de comunicarse con el hombre a través de un ingenio cuya naturaleza aún desconocemos… —Balkis siguió hablando—. Nosotros lo denominamos el Trono de Dios, o Kisé del Testimonio, aunque otros lo llaman el Arca de la Alianza. El lugar donde se halla oculta está, precisamente, bajo la Gran Pirámide, aunque en un principio estuvo en la sala superior de la misma. La hemos protegido durante siglos para que no volviera a ver la luz hasta que el hombre estuviese preparado para enfrentarse al conocimiento de Dios… —luego, dijo para sí—: Moisés jamás debió de sacarla de Egipto.
—¿Cómo dices? —Por increíble, el comentario de Balkis consiguió llamar la atención de Claudia.
—Has escuchado bien… —Ladeó su cabeza para observar detenidamente a la joven, sopesando su inteligencia—. La historia no es siempre como la cuentan, criatura. A veces los hechos nada tienen que ver con la realidad.
—¿Podrías explicarte? —inquirió Claudia, atónita.
—Tras el Diluvio, el Trono de Dios estuvo escondido durante miles de años en la Gran Pirámide, hasta que el culto a la Sabiduría fue nuevamente restablecido por los hombres que sobrevivieron a la catástrofe. Los sacerdotes más herméticos del Antiguo Egipto consideraban al Arca como una manifestación del poder de Dios, y a la fuerza que emanaba de él la llamaron Hor-Sema-Tauy… Harsumtus para los griegos. Todavía se puede ver en el templo de Dendera, pintada sobre la pared norte de la cripta situada en la zona sur, una muestra de su poder y del peligro que conlleva acercarse más de la cuenta si no eres un iniciado… —Se quitó el pañuelo, dejando lucir sin pudor sus cabellos—. Según cuenta la leyenda masónica, Moisés pudo conocer el secreto mejor guardado de la historia gracias a uno de los maestros constructores que se encargaba de su iniciación en los misterios de Isis, quien fuera madre y protectora de los Compañeros de Horus. El relato que te habrán contado, referente a la agresión de Moisés hacia un maestro egipcio que castigaba duramente a un hebreo, es solo otra metáfora más utilizada por las antiguas logias… —Hizo un inciso para mirarla directamente a los ojos—. Tras acceder furtivamente al Trono y a sus divinos conocimientos, algo que estaba reservado para los custodios, y solo cada siete años, Moisés tuvo una visión donde se vio a sí mismo conduciendo al pueblo de Israel hasta una tierra donde la sabiduría y el conocimiento los convertiría en el pueblo elegido por Dios. Convenció así a varios judíos, además de al maestro de obras que lo condujo hasta la sala donde custodiaban el Arca, para que lo acompañasen una noche con el fin de entrar nuevamente en la pirámide de Keops y ascender hasta el recinto que ahora llamamos la Cámara del Rey. Moisés aprovechó la confianza del maestro de obras para llevarse el Kisé del Testimonio con ayuda de los israelitas, escondiéndolo donde los soldados del faraón no pudiesen encontrarlo: en el país de Madián. Allí se comunicó por segunda vez con Dios, en el pasaje conocido en el Éxodo como El fuego de la zarza. Tras acogerse a la virtud y sabiduría del Gran Arquitecto, regresó a Egipto para reagrupar a los judíos. Pero, al utilizar el Arca para fines mundanos, lo único que consiguió fue que la Madre Naturaleza se enfureciera con sus hijos, castigándolos con una serie de plagas que azotaron durante meses todas las regiones de Egipto. Fue como abrir la caja de Pandora… —Suspiró con tristeza y continuó—: Moisés aprovechó la ocasión para amedrentar al faraón, diciéndole que si no le dejaba marchar acabaría con todo su pueblo. La jugada le salió bien hasta que el maestro de obras, que lo invitara a sentarse en el Trono de Dios, perdió a su primogénito debido a la magia destructora del Arca. Decidió vengarse confesando el robo ante los demás custodios del templo, quienes de inmediato lo pusieron en conocimiento del faraón. Este, sintiéndose engañado, envió con rapidez a su hueste de guerreros para que persiguieran y diesen muerte a los israelitas. El resto es historia. Ya te puedes imaginar cómo hizo Moisés para separar las aguas del Mar Rojo, o hacer que descendiera ambrosía del cielo.
—¿Tanto poder tiene el Arca? —preguntó Claudia. Sintió temor de tener que vérselas un día con aquel artefacto.
—Es un arma de doble filo. Con ella puedes hacer lo que desees, siempre y cuando sea para bien. Si la utilizas para dañar a alguien, es posible que el castigo te sea devuelto con creces, como le ocurrió a Moisés, quien jamás llegó a entrar en la tierra prometida como castigo a su soberbia —respondió seria—. Pero su función principal es otra muy distinta, la de dotar de conocimiento y sabiduría al ser humano. De este modo, el hombre penetra en el mundo de la verdadera magia, la del conocimiento, y deja a un lado la realidad falseada por la ignorancia. Ya no camina sobre la tierra, en todo caso se asoma a la verdad de Dios mientras se confunde entre la gente.
—Continúa… ¿Qué más le ocurrió al Arca, si, como dices ahora, se encuentra escondida bajo la Gran Pirámide? —Estaba dispuesta a quebrantar todas las normas, y no solo la del silencio sino también la de la curiosidad.
—Tras la muerte del rey Salomón, gobernando su hijo Roboam, Jerusalén fue invadida por Sisaq I, faraón de Egipto —siguió diciendo con calma—. En el Libro segundo de las Crónicas se dice que cargó contra la ciudad sagrada y que se apoderó de los tesoros del Templo, pero lo que no explica es que se llevaron el Arca de la Alianza como trofeo de su victoria. Los sacerdotes judíos lo mantuvieron en secreto durante cientos de años; incluso crearon la hermandad de los esenios para que estos fueran los custodios de una reliquia fantasma cuya pérdida jamás tuvieron el valor de reconocer. Luego nació la leyenda del Mesías, el hombre que habría de devolverle el Trono de Dios a Israel. De ahí que Cristo pasara su juventud en Egipto aprendiendo los misterios y la ciencia de Su Padre junto a los eruditos más avezados del imperio faraónico. Recuerda que la familia de María pertenecía a los esenios.
—Algo de eso me ha comentado mi tío.
—Sholomo ha sido bastante considerado trayéndote hasta nosotros, pero confunde la protección del conocimiento con el auténtico apostolado de la logia, que es vivir con humildad y en silencio, como una piedra… —Esbozó un gesto de repulsa, antes de retomar la conversación—. Como te iba diciendo… Después de que Cristo ingresara en la hermandad de constructores, y adiestrara a algunos de sus compañeros egipcios a vivir según las reglas establecidas por Dios, regresó a Galilea para poder cumplir la voluntad de Su Padre Celestísimo: propalar sumisamente la Sabiduría entre el pueblo de Israel y el modo de guardar silencio ante las humillaciones que habría de sufrir el hombre, en un futuro, a manos del propio hombre. Porque, por si no lo sabes, era amor cuando Cristo callaba frente a los insultos… Era sacrificio cuando callaba sus penas… Era humildad cuando callaba de sí mismo… Era penitencia cuando callaba su dolor. Ese es el motivo por el que Jesús murió en silencio. Su sacrificio sirvió para que muchos se preguntaran qué había detrás de ese hombre tan peculiar que se dejó asesinar sin tan siquiera defender su inocencia… Creo que la humanidad entera comprendió, en el instante de su muerte, que aquel silencio encerraba un mensaje de gran sabiduría: que el hombre debe vencer el pecado de la soberbia, sometiéndolo al silencio, antes de hablar con Dios. Eso es todo.
—Hay algo que no entiendo… —reconoció. Ella necesitaba llegar hasta el final—. Si el Arca seguía en Egipto después de que Jesús regresara a Galilea… ¿Cómo es que los templarios consiguieron recuperarla tras su estancia en Jerusalén?
—Gracias a la diplomacia judía —contestó—. Los seguidores de Cristo convencieron a los sacerdotes de Isis para que devolvieran la reliquia al pueblo de Israel tras la muerte de Jesús; no en vano, el egipcio Belthazar, uno de los magos que acudieron a Belén siguiendo la estrella, fue su tutor y maestro desde el mismo día de su nacimiento. Estos accedieron siempre y cuando fuera la madre de Cristo quien custodiara la reliquia… —Entonces le explicó ese punto, antes de confundirla aún más de lo que estaba—: El tiempo que vivieron en Egipto, María fue considerada la reencarnación de Isis, ya que Cristo pertenecía a la hermandad de los Compañeros de Horus, y era el hijo predilecto de Dios. María ha sido siempre la custodia del Trono, pues representa el espíritu de la Sabiduría. ¿No te has preguntado nunca por qué la mayor parte de las catedrales están dedicadas a la Virgen, o el hecho de que en la letanía se la denomine como: «Trono de Sabiduría», «Puerta del Cielo» y «Arca de la Alianza»?
—¿Y qué hizo la Virgen con el Arca? —Su curiosidad iba en aumento.
—Después de permitir que la utilizaran los apóstoles, el día conocido como Pentecostés, se la entregó a José de Arimatea y a Nicodemo, quien tenía las llaves del Templo, para que la devolviesen de nuevo al lugar donde correspondía, pero advirtiéndoles que debían ocultarla en la oscuridad de una sala subterránea con el fin de evitar que cayera en manos de gentiles. Y ahí, en el verdadero Sancta Santorum construido por Salomón bajo las caballerizas del Templo, permaneció escondida hasta que Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer la descubrieron tras excavar el suelo de la mezquita de Al-Aqsa. Tras ello, el paso del Arca por la Península Ibérica fue meramente transitorio. Después de permanecer algo más de cien años oculta en una cripta horadada bajo la mezquita mayor de Murcia, gracias al empeño de dos caballeros templarios que se hicieron pasar por mercaderes árabes, el rey Alfonso X El Sabio, Gran Maestre de la hermandad de constructores, la rescató de su oscura prisión y ordenó a su astrónomo, Alias El Estrellero, que la escoltara de nuevo hasta el desierto de Gizeh ante el temor de que fuese utilizada por reyes sin escrúpulos para su propio beneficio. Una catedral en construcción apenas ofrecía seguridad, y menos cuando se iba a derribar la vieja mezquita, en cuya cripta se escondía el Trono de Dios.
—Cuando dices que estaba bajo la mezquita de Murcia… ¿Te refieres a las siete salas donde Iacobus grabó sus jeroglíficos?
Balkis hizo un gesto afirmativo con la cabeza antes de dar su explicación:
—Iacobus sabía, por una familia de origen mozárabe que vivía junto al río Segura, que el rey Alfonso había mandado trasladar una reliquia de gran valor hasta las oscuras regiones de la Berbería. Con la ayuda de un plano árabe, logró introducirse en el santuario donde una vez estuvo escondida el Arca de la Alianza; de ahí que al conocer la existencia de un texto codificado, perteneciente a la familia Fajardo, tu tío cometiera el error de contratar a un asesino a sueldo para que acabara con la vida de ese pobre hombre que trabajaba contigo y destruyera el manuscrito. Lo que ocurrió después fue a causa de su estupidez.
—¿A qué te refieres?
—¡Ah! ¿Pero no lo sabes? —Le extrañó que Sholomo no la hubiera puesto sobre aviso.
Claudia frunció el ceño, sorprendida por el comentario.
—Lamento tener que decirte que el legado de Iacobus está en manos de la persona que asesinó a Balboa y a Mercedes. Si consigue descifrarlo, estaremos perdidos.
Leonardo no terminaba de creerse lo que estaba haciendo, hasta que una azafata vino a recordarle que debía abrocharse el cinturón de seguridad porque el avión iba a despegar de inmediato. Salió de su estupor para balbucear un conjunto de palabras incongruentes que la joven aceptó como una frase de agradecimiento. Después ella se alejó para seguir informando al resto de los pasajeros.
Se imaginó por un instante las caras que pondrían Cristina y Nicolás cuando vieran que no acudía a la cita y que les iba a ser imposible localizarlo en su apartamento. No los creyó capaces de llamar a la policía, pero sí de hacer todo lo que estuviese en sus manos por seguir estudiando los jeroglíficos hasta dar con el lugar exacto donde Los Hijos de la Viuda ocultaban el Arca. Les llevaba ventaja, aunque sabía que tarde o temprano tendría que vérselas con ellos de nuevo. Y no es que le importase compartir su descubrimiento, pero tenía que actuar cuanto antes, y el hecho de llevarlos consigo hubiera sido una carga en vez de una ayuda. Resuelto el enigma, ya no le hacían falta. Quien viaja solo, viaja más rápido. Además, quería saber si Cristina tenía razón y Riera estaba implicado en la desaparición de Claudia. En caso de ser cierto, prefería afrontar los hechos sin nadie alrededor que se burlara de su ingenuidad.
Calculó el dinero que había sacado del banco poco antes de subir al avión; es decir, la mayor parte de sus ahorros que no estaban sujetos a un plan de pensiones. Llevaba unos 3000 euros en billetes de 500 —debidamente doblados y escondidos en el interior de su cartera—, que habría de cambiar por libras egipcias nada más llegar al aeropuerto internacional de El Cairo. Supuso que tendría bastante para pasar una larga temporada en Egipto sin obligarse a dormir en un hotel de tres al cuarto, con cucarachas, pulgas y chinches campando a sus anchas. No sabía cuánto tiempo iban a durar aquellas vacaciones improvisadas, pero de lo que sí estaba seguro es de que, sin trabajo y derrochando el poco dinero que guardaba en su cuenta corriente, su economía iba a verse afectada más de lo que él quisiera.
Pensó en Claudia, y eso le dio ánimos para continuar.
Una vez que el avión se situó en posición de velocidad de crucero y vuelo estabilizado, se escuchó la voz de una azafata a través de los altavoces recordándoles, en varios idiomas, que podían desabrocharse los cinturones. Leonardo aprovechó para sacar el texto impreso de El misterio de las catedrales de dentro de su bolsa de viaje. Le echó un vistazo al primer capítulo, y enseguida se vio inmerso en la lectura. Estuvo leyendo algo más de media hora, hasta que vino de nuevo la azafata, ahora arrastrando un carrito con bebidas. Decidió tomarse un respiro, además de un gin-tonic.
Mientras lo saboreaba con deleite, se acordó del acertijo que le había planteado la reina de Saba:
«Si deseas conocer la verdad, tendrás que encontrar primero la llave donde se guarda el secreto de nuestra logia, la cual se haya escondida celosamente en el interior de una caja de hueso recubierta de pelo».
No dejaba de ser un enigma de lo más complicado, así que resopló dos veces solo de pensarlo. De niño disfrutaba con las adivinanzas que solía encontrar en los libros de texto. Pero ahora era distinto. No se trataba de un juego, sino de buscar una respuesta coherente que pudiera ponerlo sobre la pista de Claudia una vez que aterrizara en el milenario país al que daba vida el Nilo.
«Una llave escondida dentro de una caja de hueso cubierta de pelo… Una llave escondida dentro de una caja de hueso cubierta de pelo», no dejaba de pensar una y otra vez.
—¡Maldito galimatías! —murmuró en voz alta.
Una niña que viajaba en el asiento que había al otro lado del pasillo, lo miró con curiosidad aprovechando que su madre leía ensimismada el periódico. Tenía el pelo castaño, recogido en dos coletas que le caían a ambos lados de la cabeza. Sus mejillas estaban salpicadas graciosamente de pecas. Poseía, además, una impronta perspicaz poco habitual en una niña de su edad, cosa que le llamó profundamente la atención.
—¿Le ocurre algo, señor? —preguntó en voz baja, como si no quisiera que los demás supieran de lo que estaban hablando.
—Tengo un problema —le susurró a su vez, haciéndola partícipe de su secreto—. Me han propuesto un acertijo que no sé descifrar. Si no lo consigo, jamás podré regresar a España… —Abrió los ojos de forma exagerada—. Perderé mi trabajo, y luego mi casa, el coche y los amigos. Pronto estaré en la miseria y tendré que dormir en la calle como un vagabundo.
—¡Eso es terrible! —exclamó la chiquilla, pero sospechando que aquel hombre le estaba tomando el pelo.
Lo mismo pensó Cárdenas, quien hablaba muy en serio.
—¿Crees que podrás ayudarme? —continuó con la broma porque eso le divertía y le ayudaba a liberar la tensión acumulada las últimas horas.
—Por supuesto que sí —afirmó orgullosa—. Soy la más lista de mi clase —concluyó, levantando luego el mentón.
La señora que iba al lado de la niña dejó de leer el periódico para dirigirle una mirada comprensiva al desconocido. Este le guiñó un ojo, haciéndola cómplice de su travesura. Tras asentir con un gesto, siguió leyendo la prensa, dejándoles hacer.
—Escucha… —dijo el bibliotecario con su mejor sonrisa—. ¿Qué llave se esconde dentro de una caja de hueso recubierta de pelo?
—¿Te refieres a las llaves de la canción, las que están en el fondo del mar? —preguntó ella a su vez.
Leonardo se echó a reír quedamente. Le hizo gracia la salida de aquella simpática mocosa.
—No, pequeña. No son esas llaves.
La niña se echó a reír.
—Entonces debe ser la lengua.
La miró extrañado.
—¿Cómo dices? —inquirió al cabo de un breve silencio.
—¡Pues que debe ser la lengua! —porfió de nuevo con ademán impaciente.
—¡A ver! Explícate por favor.
La niña suspiró con harta resignación, como un adulto. Según pensó, aquel hombre era más tonto de lo que creía.
—Es bien sencillo —le dijo en tono confidencial—. La cabeza es la caja, los dientes son los huesos, el cabello es el pelo… Y la lengua es la llave de las palabras.
Por un único instante, Cárdenas quedó descolocado. Ya buscaba en su mente una razón o excusa que pusiera en evidencia su respuesta cuando recordó la canción infantil que había mencionado la niña:
«¿Dónde están las llaves? Matarile, rile, rile.
En el fondo del mar. Matarile, rile, rile».
La señora del periódico le dijo algo a la que debía de ser su hija, y esta se colocó los auriculares con el fin de escuchar el programa de televisión que comenzaba en aquel instante y olvidarse, de momento, de ese señor tan raro y sus enigmas. Leonardo, sin embargo, no dejaba de pensar en lo que le había dicho la niña… Y en algo más que tenía que ver con una conversación mantenida con Riera. Los Sancti Quattro Coronal ti fueron condenados en unos féretros de plomo y arrojados vivos al fondo del mar —igual que en la canción— como castigo a su silencio y al estricto cumplimiento de las normas. La lengua entonces, como respuesta, tenía sentido. Se trataba de una comparación alegórica del auténtico cometido del masón: mantener la boca cerrada cuando fueran interrogados por los asuntos de la hermandad. «Los secretos de la cámara no los digas a nadie, ni nada de lo que hagan en la logia»: ese era su lema. ¿Acaso no les habían cortado la lengua a Balboa y Mercedes como castigo a su indiscreción, y anotado con sangre en la pared la máxima de advertencia?
Pero, como se interrogó preocupado, ¿qué es lo que debía callar?