Capítulo 36

Colmenares se marchó a eso de las nueve, no sin antes dejarle a Leonardo una copia de la llave de las oficinas y prometerle que se reunirían de nuevo a la mañana siguiente. Cristina, agotada después de examinar una y otra vez el manuscrito de Toledo, se quitó las gafas y echó hacia atrás su cuerpo. Estaba realmente cansada. Un fuerte dolor de cabeza vino a sumarse al irritante escozor de ojos.

—Por lo visto, nuestra investigación se complica según avanzamos. —La voz de Leo llevaba implícita cierta desesperación—. Y eso significa que Claudia y su tío pueden pagar cara nuestra insuficiencia.

—No te creas, solo hay que enfocarlo desde otra perspectiva… —Con los dedos índice y pulgar, ella se restregó la nariz de arriba abajo—. Tendremos que recopilar toda la información que nos queda, y cotejar las coincidencias, hasta encontrar una pista fiable que nos conduzca a la región de Tubalcaín, como dice el cantero en su manuscrito. Una vez que conozcamos la ubicación correcta del Arca, nos será fácil localizar a los secuestradores.

—Riera aseguró que debía tratarse de la ciudad de Henoc.

—¿Te comentó algo referente a las columnas que erigieron Tubalcaín y sus hermanos para preservar la ciencia de Dios?

—Así es… —afirmó el bibliotecario, que después reprimió un bostezo—. Puede decirse que es un estudioso del tema. Sabe casi tanto como un masón.

—¿Y no te parece extraño? —Existían ciertos detalles que no encajaban en el asunto del secuestro, por lo que decidió ahondar en sus inquietudes compartiéndolas con Cárdenas.

—La soledad es terrible a veces —lo dijo como si excusara el pasatiempo de un hombre desterrado a vivir consigo mismo.

—Sé lo que quieres decir, pero no me refiero solo a su obsesión por la masonería —insistió la criptógrafa.

—No te entiendo. —Leonardo la miró intrigado.

—Sabes a lo que me refiero. —Fue directa, sin circunloquios—. Te estoy diciendo que me parece bastante sospechoso que no estés muerto. Hasta ahora, Los Hijos de la Viuda han ido eliminando a todo aquel que hubiese metido sus narices en los secretos de la logia. No tiene sentido que te permitieran vivir y que encima se pongan en contacto contigo por carta. Para venir a complicar las cosas tenemos la historia de Casilda, la criada, quien afirma que Salvador la llamó desde el aeropuerto… —Se detuvo un instante para observar su reacción, pero Leonardo permanecía impasible—. Lo siento, pero no me creo que sus secuestradores fueran tan estúpidos como para pasearle delante de todo el mundo por la terminal.

—Puede ser que hicieran la llamada desde cualquier otro teléfono.

—Tal vez… —reconoció la pelirroja con voz queda—. O quizá la asistenta lo dedujo por sí sola. El sonido bullicioso de la gente y las voces de fondo que provienen de los megáfonos es una constante en los aeropuertos.

—Sé a dónde quieres llevarme. Y con todos los respetos, no te lo voy a permitir… —Arrugó la frente y a la vez apretó los dientes—. La honestidad de Claudia y Riera no está en entredicho.

—Tu afirmación no sirve de nada si yo tengo razón y tus amigos pertenecen a la logia —siguió Cristina—. Aunque también es posible que me equivoque. Pero si no es así, y estoy en lo cierto, estaríamos siguiéndoles el juego.

—No sigas por ese camino… —avisó él. Golpeó serenamente la mesa con el puño cerrado—. Ahora, más que nunca, necesito ser optimista.

—Está bien, pero luego no digas que no te avisé.

El sentimiento de rabia se apoderó de nuevo del bibliotecario. Sin embargo, en vez de perder la compostura y decirle lo que pensaba de ella —cosa que le hubiera gustado—, optó por la paciencia tragándose su orgullo. Aquella mujer, que perdía todo su atractivo cuando se pasaba de lista, era la única que podía descifrar el enigma de los glifos y encontrar la forma de llegar hasta los desaparecidos. Pero… ¿en realidad estaba tan capacitada como le había dicho Nicolás, o simplemente presumía de unos conocimientos prestados?

Decidió comprobarlo por sí mismo.

—Hablemos de otra cosa… —Leonardo cambió de conversación—. Por ejemplo… ¿podrías explicarme eso de que tienes una teoría razonable sobre el significado de la Piedra Filosofal?

Cristina se echó a reír. Sospechó enseguida de su intención de descrédito.

—Veo que te acuerdas de la conversación que mantuvimos la noche que cenamos en el hotel.

—¿Por qué iba a olvidarlo? —Sonrió mordaz y añadió—: Siempre quise saber el origen de esa piedra que llevó de cabeza a los alquimistas del medievo.

—Pensé que solo te importaban los libros.

Lo estaba haciendo de nuevo. Pretendía saberlo todo.

—No solo los clasifico y archivo; de vez en cuando también los leo —replicó el bibliotecario con cierta ironía—. Y por mis manos han pasado verdaderas obras de arte bibliofílicas que hablaban de esoterismo y alquimia, tales como el Opus Magnun, el Rosarium Philosoforum, el Mutus Liber… Y algunos más. Mucha palabrería, pero ninguno explica con claridad cómo se consigue destilar la piedra de los filósofos.

—La explicación que nos ofrecen los auténticos alquimistas es que la Piedra Filosofal no es una piedra, sino una experiencia personal basada en la metamorfosis que sufre el espíritu cuando se libera de la pesada carga que conlleva el pecado.

—Explícame eso. —Leonardo sintió curiosidad.

—Comparto la idea de Platón de que el saber es lo que permite actuar bien, y que solo se actúa mal por ignorancia, porque se desconoce la virtud. El único y gran pecado del hombre es negar a Dios, y eso es apostasía. Como decía Fulcanelli en su libro El misterio de las catedrales: «El apóstata deja sus vestiduras dentro de la iglesia». Pedro, el apóstol más rebelde de los doce, le negó en tres ocasiones. Por eso Cristo dijo de él que era piedra, y que sobre esa piedra edificaría su Iglesia, porque todos renunciamos a Él en algún momento de nuestra vida; incluso el discípulo que lo amaba por encima de todo cometió el error de darle la espalda. Ese es el auténtico motivo por el que sacrificó su vida, para reagrupar a los pecadores como sillares de un templo. Ya lo dijo Jesucristo: «No vengo a por los justos, sino a por los pecadores». —Creo que me he perdido…— El bibliotecario se sentía cada vez más confuso.

Cristina escribió sobre el papel:

«LAPIS».

—El latín era el idioma más extendido en la época de Cristo —añadió, rotunda, la criptógrafa—. Se hablaba en hebreo, pero oficialmente Judea era una provincia romana sometida. Te habrás fijado que Petrus es un nombre de origen romano, y no judío.

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Jesús era un iniciado cuya familia pertenecía a la comunidad de los esenios. Según cuentan, estos custodiaban el Arca de la Alianza y eran los guardianes del secreto de Dios; o lo que es igual, compartían labor con Los Hijos de la Viuda. Sabemos que los masones son aficionados a las adivinanzas, a los jeroglíficos y anagramas, por lo que se me ocurrió intercambiar las palabras para ver si formaban algún otro vocablo en latín… ¡Bingo! Surgió la respuesta como por arte de magia. Entonces, volvió a escribir:

«LAPSI».

Lapsi, como ya debes sabes, es un vocablo del latín que significa literalmente: los caídos… —Alzó una ceja—. Los pecadores o apóstatas. El rigorismo Novaciano, en el siglo II y III después de Cristo, condenó a los que habían renegado de la fe. De la misma forma, Dios nos condena a la búsqueda del conocimiento en un mundo enloquecido que se rige por la barbarie, donde seguiremos presos hasta que seamos capaces de vencer la ignorancia abriéndonos paso a través de la Sabiduría. Destilar la piedra de los filósofos consiste en adquirir un conocimiento por el cual el hombre consigue darle la espalda al mundo y hallar la senda que conduce a la Iluminación. Nosce te ipsum… Conócete a ti mismo, y conocerás a Dios.

—¿Y dónde se supone que hemos de buscar la Sabiduría? —Cárdenas pensó que Cristina estaba más loca de lo que aparentaba, pero decidió seguirle el juego.

—En el Concilio de los Dioses, libro que se le atribuye a Hermes Trismegisto, se dice que Zeus le entregó al propio Hermes el conocimiento de las fuerzas de la naturaleza, y también el nombre de los espíritus que los gobernaban, para que lo escondiera en un lugar donde no pudiese encontrarlo el hombre… —comenzó diciendo muy seria—. Después de un tiempo, Zeus le preguntó dónde había escondido el conocimiento divino. Este le respondió: «Lo he guardado allá donde jamás se atrevería a buscar el hombre». El Dios del Viento le preguntó: «¿Lo has escondido en el soplo más fuerte de mi reino?». Y Hermes contestó: «No, puesto que un día cercano los hombres irán a los soplos del viento y podrán encontrarlo». Del mismo modo, fue interrogado por el Dios del Mar, el Dios de la Tierra y el Dios del Fuego, y todos recibieron de él la misma respuesta, pero acorde con los elementos que gobernaban… —Hizo una extraña mueca y continuó—: Zeus, cansado de aguardar una contestación que no llegaba, le preguntó de nuevo: «Si no es en el viento, ni en el mar, ni en la tierra, ni en el fuego… ¿Dónde has escondido el conocimiento sagrado?». A lo que Hermes respondió: «En lo más profundo del hombre, allá donde ni él mismo pueda encontrarlo». —Es una bonita historia, pero no comprendo en qué puede ayudarnos— alegó el bibliotecario.

—Tú querías saber, y yo te he contestado. Por lo menos aprende algo de la vieja anécdota de Hermes.

Él obvió el comentario y consultó su reloj. Eran las diez. Llevaban seis horas reunidos y estaba cansado. Ahora no pudo reprimir un ligero bostezo.

—Procuraré meditarlo esta noche —le dijo en voz baja—. Ahora debemos irnos.

—Tienes razón… —Cristina se puso en pie cogiendo su bolso, que colgaba del respaldo de la silla—. Lilith está sola en casa y aún no hemos cenado. Espero que haya investigado en la cocina…, o de lo contrario se morirá de hambre. —Se echó a reír solo de pensarlo Cárdenas recordó a la hija de Riera. Había algo en aquella joven que no terminaba de gustarle. Aun así, procuró ocultar su recelo mostrando interés por la muchacha.

—Lo debe de estar pasando realmente mal, sabiendo que su padre puede morir en cualquier instante… —Suspiró—. Mi consejo es que no la confundas más con historias de alquimistas y masones. Eso haría que pusiera en tela de juicio nuestra sensatez.

—Descuida. No soy tan ingenua… —Fue hacia la puerta—. ¿A qué hora nos vemos mañana?

—Colmenares ha dicho que se dejaría caer a eso de las diez.

—De acuerdo… —La criptógrafa abrió después de unos segundos de vacilación—. ¿Y tú…? ¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió, curiosa.

—Algo muy aburrido… Me quedaré un poco más a recoger todo esto —contestó, señalando el papelorio desordenado que había sobre la mesa—. Luego me iré a casa. Necesito comprobar unos datos en Internet.

—Como quieras… —Le ofreció una fugaz sonrisa antes de marcharse—. Hasta mañana entonces.

—Adiós —se despidió a su vez, pensativo.

Cuando cerró la puerta, Leonardo tuvo la impresión de haberse quitado un peso de encima. Cristina era una de esas pedantes que solo se divierten cuando son el centro de atención, capaz de creerse que los demás son unos estúpidos ignorantes que aprenden escuchándola hablar continuamente. Tendría que demostrarle lo contrario. No había nada que no estuviera en los libros. Y allí, en la casa de subastas, los había a cientos. Pero era en la red donde pensaba encontrar referencias a los signos alquímicos y al lenguaje de los constructores de catedrales.

Lo primero que hizo, en vez recoger los papeles, fue conectarse al ordenador y bajarse el libro que dio a conocer al enigmático Fulcanelli; su obra maestra. Mientras la imprimía para llevársela a casa, introdujo en el buscador la palabra: «Balkis». Deseaba saber algo más del legendario personaje que firmaba la carta que había recibido mientras estuvo fuera de Madrid. Quizá encontrara nuevas pistas que pudieran conducirle hasta Claudia.

Estuvo consultando varias páginas de Internet que hablaban de la reina de Saba, de su interés por el templo de Salomón, y de sus relaciones con el maestro de obras llamado Hiram Abif. Más tarde se centró en el tirio, y en el enigmático triángulo de oro que siempre llevaba consigo colgado del cuello. Según contaba la leyenda, en el medallón iba inscrito el auténtico nombre de Dios oculto tras una ecuación numérica.

Se acordó de Riera, quien afirmaba que dentro del Arca se encontraba el misterio de los números sagrados. Hasta donde él sabía, los números más perfectos eran 3,1416 y 1,618, atribuidos a Pitágoras y Fidias; respectivamente.

Entonces le vino a la memoria un catedrático de Historia, aficionado a la numerología, que conoció cuando cursaba la carrera en la Universidad de la Merced. Lorenzo Salas, que así se llamaba, insistía en la necesidad de profundizar en las matemáticas y de querer descifrar los misterios del universo. Según él, el destino podía calcularse por medio de ecuaciones. El tiempo que pasaron juntos en clase no hizo sino fomentar su interés por una ciencia tan antigua como la propia religión judaica, la cual formaba parte de los rituales más arcanos de la Cábala. De él aprendió a relacionar los números con las palabras del alfabeto hebreo.

Aún le parecía verlo con su chaqueta de pana y sus gafas redondas en la punta de la nariz, siempre huidizo; constantemente inquieto. A pesar de su apariencia de profesor chiflado, le demostró que las matemáticas no siempre seguían un orden establecido como les habían hecho creer. Eran perfectas, sí… pero a veces sufrían variaciones inexplicables que afectaban a la continuidad. Por ejemplo, un día descubrió que si se divide 1000 entre un número de 3 cifras iguales, da como resultado un código de tres cifras concatenadas —prescindiendo del signo decimal— que se repite hasta el infinito; es decir, una sucesión de números que se rige por una ley matemática de lo más caprichosa. Esto es así con todas las centenas compuestas por tres números iguales, pero inexplicablemente no ocurre lo mismo con los números 777 y 888[4] como si estos alteraran de algún modo la secuencia de prolongación. Ello venía a certificar, como suele decirse, que la excepción confirma la regla.

Tuvo un presentimiento súbito referente al Arca, por lo que se dejó llevar por la curiosidad a pesar del cansancio que arrastraba. Ahora era él, Leonardo Cárdenas, quien tendría que verificar si era cierta su sospecha o se trataba de un pensamiento absurdo que pretendía encontrar un nexo de unión entre Dios y el número de oro.

Fue en busca de una de la varias Biblias que tenían para subastar y la abrió por el libro del Éxodo, capítulo 37. En él se daban las medidas exactas del Arca de la Alianza: dos codos y medio de largo, y un codo y medio de ancho y alto. Sabiendo que un codo de la época era equivalente a 45 centímetros, calculó las medidas actuales. El Arca, según su cómputo, tenía unos 112,5 cm de largo por 67,5 cm de ancho y alto. Entonces dividió el largo por el ancho. Como resultado, la divina proporción: 1,6. Por consiguiente, lo mismo ocurría al dividirlo por el alto.

Aquello le resultó paradójico, pero a la vez interesante.

Decidió continuar con algo más trascendente: el nombre de Dios. Aunque no dominaba el hebreo tan bien como Cristina, conocía de memoria la relación entre las siglas de Yahveh —o Tetragrámaton— y la numeración judía. Tras atribuirle el número correspondiente a cada una de las letras, escribió en un papel que encontró sobre la mesa:

Y H W H

10 5 6 5

Partiendo de la creencia judía de que el nombre de Dios estaba segregado en dos vínculos emitidos diferentes y antagónicos —Yah: hombre y Veh: mujer—, los dividió por la mitad:

Y H / W H

10 5 / 6 5

Entonces multiplicó por separado las cifras de las distintas secciones, dando por resultado: 50 y 30, respectivamente. Luego los dividió entre sí. El resultado fue bastante significativo: 1,6. El mismo número que se hallaba escondido entre las medidas del Arca de la Alianza.

Demasiada coincidencia. Se puso a pensar:

«¿Será verdad eso de que Dios geometrizaba al crear, como decía Pitágoras…? ¿Acaso no es la explicación más razonable que se puede encontrar al hecho de que, como dicen las escrituras, realmente fuera Dios quien le dictara a Moisés el modelo que debía seguir para la construcción del Arca…? ¿Era una casualidad que el resultado de dividir sus dimensiones fuera el mismo que el de su propio nombre…? ¿Era ese el auténtico nombre de Dios, una ecuación de proporcionalidad que gobernaba el Universo?».

Aturdido, cerró los ojos un instante. Necesitaba reflexionar sobre su nuevo descubrimiento. El número de oro estaba en el hombre y en la naturaleza, en las ciencias numéricas y en algunas construcciones, como el Partenón de Atenas y la pirámide de Keops. ¿Y las catedrales? ¿Se regirían estas de igual forma por la divina proporción?

Recogió todas sus cosas, incluida la copia impresa de El misterio de las catedrales. Luego apagó el ordenador y fue hacia la salida. Cerró la puerta de las oficinas con la llave que le había dejado Nicolás, sin poder pensar en otra cosa que no fuera el orden determinado por Dios.

Ya en la calle miró el reloj. Era medianoche. Decidió que podría seguir investigando en su apartamento, aunque ello le costase permanecer despierto toda la noche. Tenía una corazonada. Y eso quería decir que no descansaría hasta comprobar si era cierta. Imposible conciliar el sueño.

Conectó el ordenador de su despacho. A continuación fue hacia la cocina a preparar café. Minutos más tarde tomaba asiento frente a la mesa con una taza humeante en una mano y un paquete de cigarrillos en la otra. Dejó el manojo de folios que componían la obra de Fulcanelli sobre una silla vacía que había pegada a la pared. Por lo pronto, trataría de verificar su hipótesis. Ya tendría tiempo de leer su obra en otro momento.

En la pantalla del PC pudo ver los iconos de los distintos programas con una imagen paradisíaca como fondo. No hacía mucho que se había bajado de Internet el Google Earth, un buscador de imágenes aéreas de las zonas más emblemáticas del planeta.

Rosendo Flores, el vecino del piso contiguo que estudiaba informática, vino a verle una noche varios meses después de la tragedia del 11-S. Estuvieron viendo un partido de baloncesto y bebiendo cerveza hasta bien entrada la noche. Tras una breve charla, en la que hablaron de los lugares marcados por la desgracia, Leo le confesó que le gustaría visitar Nueva York y ver de cerca la llamada Zona Cero, afirmando que tenía intención de hacerlo el próximo año. Rosendo se echó a reír, diciéndole que si ese era su capricho tal vez podría echarle un vistazo al lugar sin tener que moverse de casa; solo tenía que pedírselo por favor. Creyéndose que se trataba de una broma, se apostó una cena a que no era capaz de cumplir su promesa. Y cuál fue su sorpresa, cuando el joven Rosendo fue hacia el ordenador e introdujo un nombre en el buscador del Google. Poco después se bajaba un programa de gran interés, llamado Google Earth, en el que podía verse la imagen reproducida del planeta, tal y como debía observarse desde la Luna. Con la ruedecilla del ratón fue acercando el globo terráqueo. Se centró en Norteamérica, en la zona nordeste de Estados Unidos. Fue acercándose más y más hasta que pudieron ver la bahía de Manhattan, pero la altitud aún seguía siendo espectacular. A Leo le resultó sorprendente sentir cómo iban descendiendo poco a poco, y el modo en que los edificios se tornaban voluminosos y visibles en una pantalla donde momentos antes solo podía distinguirse un conglomerado, verde y marrón, de bosques y cordilleras montañosas. Ahí, frente a sus ojos, pudo ver, desde arriba, la silueta de la Estatua de la Libertad, los buques de carga navegando por el río Hudson, y las cúspides de los rascacielos más altos de Nueva York; y en la zona suroeste, un gran vacío provocado por la caída de las Torres Gemelas, un hueco enorme ocupado ahora por los camiones que transportaban los escombros y por los obreros encargados de limpiar la zona. Era dramático, pero al mismo tiempo resultaba atrayente.

Desde entonces no lo había vuelto a utilizar. Pero había llegado el momento de poner en práctica su plan.

Pinchó en el Google Earth sin perder más tiempo. Hizo girar el planeta hasta enfocar el continente europeo. Fue acercando la imagen con el fin de buscar entre las catedrales más emblemáticas de España. Decidió echarle un vistazo a la de Toledo, por aquello de que fue en dicha ciudad donde Balboa compró el manuscrito; y porque era la más alquímica de todas. Lo que apareció ante sus ojos lo dejó perplejo. Era la primera vez que veía una catedral desde el aire. La precisión con la que trabajaban los maestros constructores lo dejó realmente atónito. El santuario tenía forma de cruz, tal y como le adelantara Salvador, aunque jamás llegó a pensar que sus líneas pudieran ser tan perfectas y sublimes.

Acto seguido imprimió la imagen.

Segundos más tarde, tenía entre sus manos una vista aérea del Toledo antiguo con la catedral en el centro. Entonces cogió un escalímetro del estante que había sobre la mesa. Midió solamente el largo y el acho de la cruz que formaba la bóveda del santuario, nunca la distancia real del templo, ya que la parte posterior del presbiterio se prolongaba unos veinte metros más debido a la estructura redondeada formada por los diversos contrafuertes. La escala era proporcional, por lo que debía representar fielmente los metros de tejado del edificio. El cuerpo de la nave medía cuatro centímetros —según la fotografía aérea—; y el transepto, de lado a lado, medía dos centímetros y medio. Con estas cifras escritas en un bloc, Leonardo procedió a dividirlas entre sí. Resultado: 1,6.

¿Necesitaba alguna otra prueba de que Dios estaba representado por un número, el más perfecto de todos, y que los constructores de catedrales eran los guardianes del secreto? No; creyó que con eso ya era suficiente.

Iba a dejar el folio sobre la mesa, cuando vio que en la parte baja de la imagen había una serie de números:

Pointer 39°51'27" N 04°01'26" W

Obviamente, se trataba de la longitud y la latitud exactas del lugar donde se hallaba ubicada la catedral de Toledo.

El corazón comenzó a latirle de forma enloquecida mientras un sudor frío le corría por la espalda, sobre todo en la columna vertebral. Recordó las cifras escritas en el remite de la carta, y por un instante se le pasó por la cabeza que pudieran representar las coordenadas de situación del Arca de la Alianza. Si era cierto que deseaban ayudarle con una pista definitiva, es posible que le hubieran proporcionado la solución al enigma para ver si era capaz de descifrarlo por sí mismo, al viejo estilo masónico.

Sacó del bolsillo de su camisa el sobre de avión, extendiéndolo boca abajo. Entonces anotó los números en el buscador del Google Earth, pero añadiendo los grados, minutos y segundos. Pinchó en Search, y al poco la esfera comenzó a girar mientras se iba acercando lentamente a su destino. A Leonardo comenzaron a sudarle las manos, y también la frente, cuando vio que la imagen se detenía en uno de los lugares más frecuentado por los turistas de todo el mundo.

Allí estaba. Tenía ante sí la ciudad perdida de Henoc y los pilares que la dividían, tal y como decía la carta firmada por Balkis; o las columnas que fueron enterradas por la arena que arrastró el Diluvio, según la versión de Iacobus de Cartago.

No supo si reír o llorar. Lo cierto es que la imagen de las pirámides de Keops y Kefrén, vistas desde arriba, era un espectáculo soberbio.

El Arca de la Alianza estaba escondida en la llanura de Gizeh. Y quizá también lo estuvieran Los Hijos de la Viuda.

Tras haber estado dos horas en su despacho, estudiando las fotografías pertenecientes a la grabación de Leonardo, y leyendo una y otra vez el manuscrito de la discordia, Cristina fue a comprobar que todo estaba en orden antes de acostarse. Al llegar al cuarto de Lilith le dio las buenas noches desde la puerta, pero la joven se cuidó de responder fingiendo estar dormida. Luego se retiró a descansar, después de pasar por el baño para cepillarse los dientes. Apagó la luz del pasillo y las sombras se adueñaron del apartamento. El sonido de una puerta cerrándose con lentitud ponía punto y final a un largo día de trabajo.

Minutos más tarde, Lilith se levantó de la cama con cuidado de no hacer ruido y cerró igualmente la puerta de su habitación. Se deslizó hasta el armario donde guardaba su maletín de viaje. Abrió la cremallera y sacó del interior un minúsculo monitor de plasma del tamaño de una cajetilla de tabaco. A continuación, pulsó el interruptor tras insertar una clavija cuyo cable iba conectado a unos auriculares. Al instante apareció en pantalla la imagen de Cristina, desnudándose en su cuarto y mostrando todo su esplendor. Era todo cuanto necesitaba.

Aprovechando que su anfitriona estuvo fuera toda la tarde, había instalado una cámara espía en un falso libro que descansaba entre varias decenas de textos esotéricos alineados sobre la estantería que había en la pared. Su curiosidad la había empujado a arriesgarse más de la cuenta, pero estaba segura de que valdría la pena. Solo tenía que ampliar la información que poseía hasta ahora, saber qué era en realidad lo que andaban buscando Leonardo y sus amigos. Su intuición le decía que estaba cerca de un gran descubrimiento.

Observó detenidamente la imagen al percibir una actitud extraña en el comportamiento de Cristina, la cual, tras colocarse el pijama, volvió a abrir con cuidado la puerta de su cuarto. Lilith esperó su reacción, ya que si decidía regresar con cualquier excusa tendría que desconectar rápidamente el monitor y volver de nuevo a la cama. Sin embargo, lo único que hizo Cristina fue comprobar que no había nadie por el pasillo para luego cerrar de nuevo la puerta Tras confirmar que todo estaba en silencio, la doctora cogió su teléfono móvil y fue a sentarse a los pies de la cama. Marcó un número aprendido de memoria, garabateando un dibujo en una revista que había sobre la mesa mientras esperaba línea.

La conversación —o más bien monólogo, pues no fue capaz de escuchar a la persona que estaba al otro lado del teléfono— fue seguida con interés por Lilith. Le llamó la atención un detalle bastante curioso: hablaba en inglés.

—¿Señor…? Hijarrubia tenía razón: el manuscrito de Toledo esconde un gran secreto; un impenetrable misterio que podría poner en peligro nuestra civilización. Tengo fotografías que lo demuestran… No se preocupe, estoy sola. He dejado en casa a ese idiota de abogado. Podemos hablar… Sí, creo saber lo que estamos buscando… Señor, si se lo dijera no me creería. Podría ser tan impactante como lo fue el descubrimiento de la energía nuclear… Sí… Sí… Me hago cargo, descuide… Se hará como dice… Está bien… Pero si me lo permite, señor, le aconsejo que movilice a los muchachos de la NSA[5].. Posiblemente estemos hablando del artefacto más poderoso del mundo, capaz de establecer comunicación directa con Dios… ¡Sí, estoy en mi sano juicio…! Señor, según los datos que barajo podría tratarse del Arca de la Alianza… ¡Sí, ya sé que es difícil aceptar algo así! Aunque siempre será mejor exponernos al ridículo a esperar que sea cierto y caiga en manos inadecuadas… No, aún no sabemos el lugar exacto, pero contamos con varias pistas fiables… Sí… Sí… Por supuesto… De acuerdo, así se hará… Buenas noches, señor.

Finalizada la conversación, Cristina guardó el teléfono en el cajón de la mesilla, apartó las sábanas y se metió en la cama tras apagar la luz.

Lilith seguía observando el monitor como una idiota, sin terminar de creerse lo que acababa de escuchar. Lo cierto es que no tenía palabras para describir la excitación que le había producido saber que la reliquia de mayor relevancia dentro de la comunidad judía, el Arca de la Alianza, era algo más que una leyenda. Había oído hablar de ella lo suficiente, por lo que estaba al tanto de las advertencias bíblicas con respecto al peligro que encerraba el acercarse demasiado. Era tan letal que el mero hecho de tocarla podía acabar con la vida de un hombre de forma fulminante.

Un morboso interés se fue adueñando de ella al pensar en la fortuna que estaba en juego. Cualquier potencia del mundo estaría dispuesta a pagar un alto precio solo por estudiar el contenido del Arca. De hecho, no fue casualidad que Cristina mencionara en su conversación a los de la seguridad nacional estadounidense, encargada de obtener información transmitida por cualquier medio de comunicación del mundo. Eso quería decir que existía un gran interés por parte del gobierno norteamericano por el objeto en cuestión, y que su propósito era apoderarse de él antes que ningún otro país.

Aquello, pensó, iba a complicar su tarea.

No obstante, y sin poder evitar una sonrisa de satisfacción, se juró a sí misma que sería la única en llegar hasta el Arca… o moriría en el intento.