Capítulo 34

Sholomo viajó hasta la ciudad de El Cairo para entrevistarse personalmente con Balkis. En la logia se vivían momentos de tensión debido a los últimos acontecimientos, entre los que estaba el robo del código criptográfico y las órdenes de ejecución contra Lilith y su amiga berlinesa. Sin embargo, el motivo principal de su visita era el rumor que se había propalado rápidamente por los oscuros rincones de la hermandad, en el que se aseguraba que los Custodios del Trono iban a dimitir de sus cargos a causa de las últimas decisiones tomadas en virtud del secreto; y no solo eso, sino que Balkis había pensado en Leonardo Cárdenas como sustituto de Hiram para lavar de este modo la sangre de las víctimas sacrificadas. En la mente del Magíster aún resonaban los gritos de descontento de Gracus y Hermes; pues, de todos los Maestros, eran los más inflexibles y ortodoxos en lo que concernía a las costumbres de la logia. Shimon envió un correo electrónico desde Edimburgo discrepando de forma radical, pero sin mucho énfasis. Nemrod e Hiram se mantenían al margen, guardando silencio. Y él, Sholomo, seguía sin definirse. Veía precipitado, incluso alarmante, confiar el Testimonio de Dios a un hombre que ni siquiera había sido investido como frater de segundo orden. Por eso necesitaba hablar a solas con su vieja amiga, para escuchar de sus labios el origen de aquella locura.

La conocía desde hacía cuarenta años, y siempre supo que en un futuro los sorprendería a todos por su carácter. Cuando la vio por primera vez en el Congreso de la logia, celebrado —precisamente en El Cairo— en plena Guerra de los Seis Días, pensó que era la joven más atractiva del simposio a pesar del gesto de dolor que parecía arrastrar consigo y de esa mirada de ansiedad que irradiaban sus ojos. Se acercó a ella con la excusa de pedirle consejo. Le dijo, en un inglés casi perfecto, que acababa de terminar la carrera de arquitectura y se encontraba en la tesitura de escoger entre diseñar edificios o apostar por la sabiduría y el conocimiento, a lo que ella contestó que no había nada más importante en esta vida que la ciencia de Dios. Aquella respuesta fue decisiva. Se había enamorado de su forma de ver el mundo, y también de sus pupilas de color miel.

El encuentro de ambos se produjo en casa de Siseq, antiguo Magíster y padre de Hiram, conocido en la capital por ser un destacado egiptólogo que verificaba la autenticidad de los objetos expoliados, o hallados en las excavaciones, para el Museo Arqueológico de El Cairo. Congeniaron desde el principio, a pesar de que Séphora —su auténtico nombre— sentía cierto desapego hacia los españoles desde que aprendió en la escuela del kibbutz, a la que fue de niña en Ashqelon, que los judíos fueron expulsados del reino cristiano y privados de sus haciendas y riquezas gracias al edicto de una reina arbitraria y caprichosa que se hacía llamar la Católica. Tuvo que devolverle la confianza diciendo que las cosas habían cambiado mucho en su país los últimos quinientos años, aunque reconoció que España no era un lugar seguro para vivir desde que se instalara el régimen franquista y los masones fueran perseguidos y encarcelados con saña como presos políticos. Siguieron hablando hasta que se hizo de noche y tuvieron que despedirse para acudir a sus respectivos dormitorios, aunque volvieron a verse al día siguiente, en la reunión que celebraron los Grandes Maestros en honor de los frater de segundo orden llegados de todo el mundo para el Congreso de Iniciación.

Estaban allí, al igual que los otros, porque habían logrado descifrar el enigma masónico y eran, por tanto, candidatos a formar parte de la logia. Lo que nunca llegaron a sospechar en aquellos días de sacrificio espiritual, es que tres años después, tras superar la prueba de silencio, serían elegidos para suceder a los antiguos Custodios del conocimiento. Él pasó a ser el Magíster de los Constructores; ella a encarnar la figura de la reina de Saba.

También guardaba un grato recuerdo de Hiram —o mejor dicho, de Khalib Ibn Allal—, al que le unía una gran amistad desde su primer viaje a El Cairo. Lo conoció el mismo día que a Séphora, en la presentación general del Congreso masónico. Desde entonces, los tres se hicieron amigos inseparables; hasta el punto de que el viejo Siseq, en el acto de clausura, afirmó que su hijo había encontrado dos hermanos de espíritu en las culturas antagónicas. No andaba descaminado, ya que cristianos, árabes y judíos, constituían los vértices del triángulo de Dios —según sus creencias—, y en el centro se encontraba la Sabiduría; aunque tuvieron que pasar varios años antes de darse cuenta de que ellos tres formaban y protegían la pirámide que esconde la mirada del Creador.

La vida que habían llevado hasta entonces, y todo lo que fueron aprendiendo por el camino, resultó irrelevante una vez que ascendieron los peldaños de la Escala.

El taxi que había cogido en el aeropuerto internacional lo llevó hasta una casa circundada de palmeras y sicomoros que se erigía en el barrio de Ataba, en el corazón del Egipto más milenario. Sholomo pagó al taxista tras bajarse del coche. Luego fue hacia la puerta mientras admiraba las buganvillas plantadas a ambos lados del camino, las cuales trepaban afanosamente por las barras laterales del armazón de hierro hasta alcanzar los arcos superiores. Tuvo la impresión de estar atravesando un túnel florido que desprendía un aroma maravilloso a naturaleza en su estado más salvaje.

En la entrada lo esperaba Hafid, quien le dio la bienvenida y le hizo pasar dentro sin preguntarle siquiera por el motivo de su visita. A la vez que caminaba por el estrecho pasillo, tras los pasos del fiel y circunspecto mayordomo, hizo un reconocimiento estructural del edificio con el fin de mantener viva su profesión.

Las paredes de la casa, frías y calcáreas, comenzaban a resquebrajarse debido a los años, y en el techo podían verse algunas manchas de humedad que venían a confirmar su sospecha de que el tejado apenas resistiría un par de décadas más. Pero la estructura se mantenía en pie, a pesar de todo. Y eso que su construcción, según tenía entendido, se remontaba a finales del XIX. Varias reformas en el interior, y el refuerzo hecho a los cimientos a principios de los años cincuenta, consiguieron hacer de ella un bonito lugar donde habían vivido hasta ahora como pareja, a ojos de la sociedad, sus entrañables amigos Khalib y Séphora.

—Será mejor que espere aquí —le dijo el joven árabe en inglés, señalando una habitación acondicionada para las visitas—. Hiram vendrá en unos minutos, cuando finalice sus oraciones.

—¿Y Balkis? —preguntó antes de que el fámulo se marchara.

—La señora ha salido. Pero regresará a eso de las siete.

Sholomo consultó su reloj de pulsera. Se le había olvidado cambiar la hora tras bajarse del avión, pero imaginó que debían de ser cerca de las seis y media.

—Gracias, Hafid —le dijo con suavidad a modo de despedida.

El muchacho se marchó tras inclinar levemente la cabeza.

Ya a solas, Sholomo tomó asiento en medio de los almohadones extendidos por todo el suelo, frente a una mesa de cedro. Mientras esperaba, cerró los ojos para pensar con claridad apoyando su cabeza en la pared.

Balkis tenía potestad para elegir lo mejor para la logia —así debía ser, si querían mantener vivo el nombre de la Viuda—. Las antiguas leyes masónicas decían que la reina de Saba podía dictaminar cualquier resolución sin contar con el Consejo de los siete, y que sus Hijos debían obedecerla en todo sin mostrar reticencia. Ella representaba la Sabiduría —o lo que es lo mismo, el saber del Gran Arquitecto—, por lo que iba a ser difícil contradecir sus deseos. Sin embargo, trataría de entender sus razones en caso de no poder convencerla para que cambiara de opinión, en lo concerniente a Leonardo Cárdenas. En cuanto a la sustitución de la propia Balkis, comenzaba a hacerse una idea de lo que iba a suceder. Y eso era algo que le preocupaba bastante.

—Sabía que vendrías.

El sonido de la voz le sobresaltó e hizo que abriera instintivamente sus ojos. Se trataba de Hiram.

Iba vestido con una túnica bermeja con brocados en oro y plata que le llegaba hasta los pies. Los cabellos hirsutos de su barba estaban sembrados de canas, y solo unos cuantos conservaban la oscura tonalidad de su juventud. Por la mirada triste, se diría que estaba pasando por uno de los peores momentos de su vida.

—Me he visto obligado —dijo finalmente Sholomo, sin moverse de su sitio—, sobre todo después de tener que enfrentarme a las críticas del Consejo. Gracus puso el grito en el cielo, y razones no le faltan. Una cosa es aceptar a Leonardo Cárdenas como iniciado, y otra muy distinta que ocupe tu cargo y herede el nombre de Hiram Abif.

—¡Ya ves! —Alzó las palmas de sus manos en un gesto de tolerancia. Luego se sentó en los almohadones que había a la izquierda de su invitado y concluyó resignado—: Hemos de dejar paso a una nueva generación de instructores.

—En la logia hay frater que lo merecen más que él.

—Es cierto… —Tras suspirar, le dio la razón—. Pero no soy yo quien decide.

—Supongo que Balkis seguirá enfadada por haberme adelantado a los acontecimientos, y por contratar a una asesina a sueldo para que acabase con la vida del paleógrafo.

Sholomo, al igual que todos en la logia, condenaba la violencia, y más el hecho de tener que utilizarla. Pero a veces era necesario un sacrificio de sangre para que el hombre no mancillara los misterios de Dios con su ambición e ignorancia. Los Sancti Quattro Coronatti conocían bien las consecuencias, por eso no cedieron ante el capricho de un tirano a pesar de ser castigados de un modo atroz al peor de los suplicios. Ellos eran el paradigma, el ejemplo que debían seguir para quienes defendían el Testimonio; mártires del conocimiento capaces de perder no solo sus vidas, sino también sus propias almas, antes de confesar el secreto que encerraban las Artes Liberales. Acabar con Balboa, Mercedes, o esa criminal sin escrúpulos llamada Lilith, fue un intento de proteger la herencia de los antiguos constructores, puesta en peligro desde que apareciera en escena el manuscrito de Toledo. Iacobus había encontrado la forma de difundir su legado masónico a través del tiempo. Y suya era la obligación, como Magíster, de detener la locura del cantero.

Hiram le miró condescendiente. Su amigo se estaba atormentado por algo de lo que no tenía ninguna culpa.

—Podemos decir que la Viuda discrepa de los antiguos métodos —puntualizó el egipcio, sin añadir nada más.

—Sí; quizá tengas razón —reconoció el visitante—. Nuestras costumbres florecieron en la época más oscura y tenebrosa del ser humano, y como hombres cometimos el error de dejarnos corromper. Pero, por otro lado… ¿cómo permitir que se vulgarice la Sabiduría? ¡El Mal no se erradica ofreciéndoles perlas a los cerdos! —exclamó con resentimiento, como buscando una excusa a sus actos en la estupidez general de las personas—. Solo unos cuantos nos hemos preguntado alguna vez cuál es nuestra misión en la vida, cosa que debería importarnos a todos. Sin embargo, la mayoría de la gente lo único que busca es saciar sus propias necesidades.

—Veo que el séptimo escalón sigue perturbando tu espíritu.

La voz de Hiram, apacible y consejera, le hizo reflexionar. Sholomo se sintió avergonzado por haberse dejado llevar por el orgullo. Aquel fue el motivo de que perdiera a Balkis.

—No niego que la soberbia me ciegue a veces —comentó con voz queda, algo más tranquilo, tras reconocer su peor defecto—. Eso es porque yo solo he estado una vez en presencia de Dios, como los demás miembros de la logia. Aunque supongo que si fuera un Custodio, como vosotros, no tendría tiempo para el pecado, solo días maravillosos al servicio del Gran Arquitecto.

Hiram notó cierto reproche en las palabras de su amigo español. Se diría que, además de la soberbia, pecaba de envidia. No se lo tomó en cuenta. Intuía el motivo de su inquietud.

—Y Azogue… ¿Qué tal se encuentra? —Decidió cambiar el tema de conversación.

Sholomo dio un respingo al escuchar el sobrenombre masónico de su protegida. No esperaba aquella pregunta, por lo menos de él.

—Se ha quedado en Roma, aguardando mi regreso —contestó con desgana—. Aún no está preparada para conoceros.

Hiram hizo un significativo gesto de aprobación. Luego tiró de un cordón grueso de lana que había a su lado, y enseguida apareció Hafid. Le rogó que les trajera té y pastas antes de servir la cena, añadiendo que en cuanto regresara la señora le hiciese saber que estaban en la sala de invitados.

El mayordomo se marchó de nuevo tras inclinar levemente su cabeza.

—¿Qué crees que debe estar haciendo Leo? —preguntó de nuevo el egipcio.

—Supongo que devanarse el cerebro… —Sonrió al contestar—. Aunque he de reconocer que ha sido más inteligente que nosotros.

—Explícate —replicó sucintamente.

Sholomo le costaba admitir que el bibliotecario les llevaba ventaja.

—Verás… —Arrugó mucho la frente—. No solo consiguió descubrir la cripta donde Iacobus escribió su mensaje, sino que además cambió de DVD antes de que le dejáramos inconsciente y le quitásemos la cámara digital. La grabación que tenemos no sirve para nada. Está prácticamente en blanco.

—Eso quiere decir que podría descifrar los jeroglíficos y encontrar el modo de llegar hasta aquí.

El anfitrión lo dijo de un modo conciso, aunque preocupado.

—¿No es eso lo que quiere Balkis? —El Magíster ironizó la inferencia de su amigo.

—Tal vez; no estoy seguro.

—Lo que no voy a permitir es que nadie vuelva a bajar a la cripta —le dijo con tono firme—. He ordenado a un grupo de frater que condenen la entrada que conduce a las siete salas. De este modo, conseguiremos mantener oculto el secreto otros quinientos años.

Hiram no se mostró tan seguro. Había oído decir que el manuscrito original estaba en manos de la asesina contratada por Sholomo.

—¿Y qué ocurrirá si vuelven a descifrar el criptograma?

—Ese problema ya ha sido solucionado. —Sholomo fue contundente en la respuesta.

—A Dios le pido diariamente que condone nuestros errores —dijo una voz conocida desde la puerta.

Ambos hombres giraron sus cabezas hacia el vestíbulo, poniéndose en pie como de mutuo acuerdo. Era Balkis, con el rostro compungido al ver las consecuencias que conllevaba ser Custodio del conocimiento. No hacía falta que nadie le dijera que había corrido la sangre de nuevo. Lo leyó en la mirada de su viejo amigo.

—No puedo dejar que el secreto caiga en manos de la ignorancia —dijo Sholomo, yendo a recibir a su anfitriona—. Hubiera fallado a la logia y a sus mártires.

En aquel momento llegó Hafid con una bandeja en la que llevaba una enorme tetera de bronce con tres vasos de cristal; también un plato a rebosar con pastas de canela y sésamo. Decidieron esperar a que se marchara antes de seguir hablando.

Poco después, el fámulo se retiró en silencio tras la consabida reverencia. Ellos volvieron a sentarse entre los almohadones de suave textura; pero esta vez dejaron a Balkis en el centro, frente a la mesa.

—Me alegro de que estés aquí —dijo la mujer mientras servía el té—. Ahora todo será más fácil.

«¿Fácil? ¡Cómo se nota que no tienes que aguantar el descontento de los demás miembros de la logia!», pensó el invitado. Hizo una mueca irónica.

Balkis leyó de inmediato sus pensamientos, pero hizo como si no hubiese escuchado nada.

—Lo cierto es que he venido para hacerte cambiar de opinión —dijo finalmente Sholomo—. No creo que sea buena idea dejar que otros ocupen vuestros cargos.

—Debes reconocer que somos demasiado mayores para el ritual.

Balkis no se daba por vencida.

—¡De acuerdo! —admitió la sugerencia de la Viuda—. Pero contamos con jóvenes dispuestos al sacrificio dentro de la propia logia. No deberíamos exponer el secreto a un desconocido. Eso haría acrecentar la desconfianza entre los nuestros.

—Te recuerdo que solo he pensado en Leonardo Cárdenas como sustituto de Hiram. Mi cargo recaerá en una frater de segundo orden.

Las enérgicas palabras de la anciana lo sobrecogieron. Intuyó que sus sospechas comenzaban a tomar forma.

—¿Puedo preguntar quién es la afortunada?

Balkis guardó un prudente silencio. Hiram, que había permanecido callado, habló en su lugar:

—Creo que ya lo sabes…

Sholomo se revolvió inquieto, mirando de nuevo a su vieja amiga.

—¡Dime que no es cierto! —le rogó, exaltado—. ¡Dime que no es Azogue la candidata a ocupar tu puesto! —añadió irritado.

Balkis afirmó con un gesto de su cabeza.

—Es lo mejor para ellos dos —dijo con voz apagada. Luego, añadió—: Leo no dudará en ascender los peldaños de la Escala si es Claudia quien lo acompaña. Lo siento, Salvador… Pero tu sobrina es la única opción que tenemos para enmendar nuestros errores.