Capítulo 32

A la mañana siguiente regresaron a Santomera. Lo primero que hicieron fue preguntar a las gentes del pueblo por la asistenta que acudía ocasionalmente a la finca del arquitecto. En una cafetería del centro les aconsejaron que se acercaran al despacho de Cáritas, situado tras la vieja iglesia, y que preguntaran por Casilda; la hija del Chaparro. Según les dijeron, la tal Casilda era una gitana sin recursos que se buscaba la vida limpiando oficinas, edificios públicos y sucursales bancarias, cuya honradez en el trabajo estaba avalada por varias cartas de recomendación escritas por el cura del pueblo. Uno de sus compromisos era acudir los jueves a casa de Salvador Riera, día que se dedicaba única y exclusivamente a limpiar la vivienda; ya que eran necesarias unas siete u ocho horas para quitarle el polvo a los muebles de las distintas habitaciones, y barrer y fregar los más de seiscientos metros cuadrados de suelo.

Sin perder tiempo fueron a donde les habían indicado. Allí, una señora de aspecto agradable los recibió con cortesía parroquial. Al escuchar la urgencia de Leonardo por encontrar a la mujer de la limpieza, el cual parecía estar bastante afectado por la desaparición de su compañera, se apresuró a ayudarlos confiándoles la dirección donde podrían encontrarla a la una y media de la tarde, momento en que volvía a casa a comer. Apenas faltaban unos minutos, por lo que le agradecieron su ayuda y se marcharon rápidamente con el fin de abordar a la asistenta antes de que entrase en su domicilio.

Casilda vivía en una casucha que había al final de la calle Virgen de los Desamparados, en una barriada de dudosa reputación frecuentada por yonquis y delincuentes. Se trataba de una triste chabola cuya techumbre se hundía a medida que los tabiques de madera se iban pudriendo a causa de la humedad y les era imposible resistir el peso de las tejas. Tenía los cristales de las ventanas exteriores rotos a pedradas. Y en cuanto a la fachada, las grietas surcaban los muros de un extremo a otro, consiguiendo un proporcional desconche de las diversas capas de cal aplicadas con el paso de los años.

Lo primero que hicieron, nada más llegar, fue comprobar si estaba en casa. Golpearon varias veces la puerta de madera, pero no hubo respuesta. Entonces tomaron la determinación de esperar el tiempo que hiciera falta junto a la puerta de entrada.

Apenas si transcurrieron unos minutos, cuando vieron llegar a una mujer de raza gitana, vestida con un chándal de color rosa y el rostro excesivamente maquillado. Frunció el ceño al ver que unos desconocidos aguardaban con impaciencia su regreso. Sacó las llaves del bolso con la esperanza de que no la entretuvieran demasiado. Tenía los niños con su madre, como todos los días, y aún le quedaba hacer la comida antes de que alguno de sus hermanos viniera en coche a traérselos.

—¡Buenos días! —Colmenares, por ser el más indicado, se acercó para un primer contacto, esbozando la más sincera de sus sonrisas—. ¿Es usted Casilda, la señora que limpia la casa del arquitecto?

A la mujer le agradó el tono cortés de aquel caballero maduro y atractivo. De pronto comprendió que ni eran policías ni inspectores del trabajo.

—La misma —respondió con idéntica cordialidad—. ¿Se puede saber qué desea? —El bibliotecario se adelantó para presentarse.

—Me llamo Leonardo Cárdenas, y estoy buscando a una amiga que hace unos días vino a visitar a su tío… Salvador Riera, el dueño de la finca que hay a las afueras del pueblo.

—No sabía que el señorito tuviese una sobrina —repuso la gitana con cara de extrañeza—. En realidad, él nunca habla de su familia.

—Lo cierto es que estuvo este fin de semana con él.

—¿Y…? —añadió a la defensiva. Ignoraba dónde quería ir a parar aquel hombre.

—Bueno, verá usted… —Leonardo titubeó antes de continuar—. Nos hemos trasladado desde Madrid con el objeto de hacerles una visita, pero cuál ha sido nuestra sorpresa al descubrir que no hay nadie en casa.

—¿Y qué es lo que quieren saber?

Casilda comenzó a desconfiar de todos ellos al intuir que bien podría tratarse de una banda de ladrones, bien organizada, con ánimo de sonsacarle información.

—Nuestro único objetivo es encontrarlos, nada más —añadió el abogado, el cual se dio cuenta de que el recelo de aquella mujer, cuya etnia era dada a callar si no había de por medio pingües beneficios, podía influir negativamente en la entrevista.

—Si usted pudiera decirnos, por lo menos, si existe un modo de comunicarnos con Salvador Riera, nuestro viaje no habrá sido en balde. Además, estamos dispuestos a asumir los gastos del tiempo que ha perdido con nosotros.

Era la primera frase de Cristina, como también fue la decisiva gracias al billete de veinte euros que le introdujo con disimulo en el bolsillo del chándal. La mujer bajó la guardia tras el duro interrogatorio gracias a la naturalidad espontánea de la pelirroja, a la que mentalmente calificó como la más inteligente del grupo.

—El señorito no va a regresar en una temporada.

—¿Qué quiere decir?

Por un solo instante, Leonardo creyó a la gitana cómplice de Los Hijos de la Viuda. Debido a ello, su pregunta fue expuesta en un tono bastante abrupto. A la mujer no pareció importarle, pero respondió de igual talante.

—¡Que el señorito se ha cansado de vivir en Murcia y ha regresado a Barcelona! —le espetó.

—¡Eso no es posible! ¿Cómo sabe usted eso? —insistió el bibliotecario.

Harta de perder su tiempo, la gitana les confesó lo que querían saber para ver si así la dejaban en paz.

—Él mismo me lo dijo ayer por teléfono… ¿Me oye…? —Su rostro se contrajo con una mueca irónica—. Lo hizo desde el aeropuerto. Por cierto, no mencionó que se marchara en compañía de nadie…

—¡Pero eso no tiene sentido! —exclamó Cárdenas, atónito, una vez que subieron de nuevo al coche—. ¡Es ridículo pensar que haya podido comunicarse con su asistenta y no conmigo!

—Puede que le obligaran a hacerlo para no levantar sospechas… —Fue la opinión de Colmenares mientras giraba la llave de contacto—. Piensa que así se evitan el que nadie vaya a denunciar su desaparición a la policía, ya que él mismo ha sido quien se ha puesto en contacto con Casilda. Es un plan maestro. En realidad, yo diría que es perfecto.

El automóvil se puso en marcha, incorporándose a la calle principal.

—Eso viene a avalar nuestra teoría de ayer —argumentó Cristina, dirigiéndose al bibliotecario.

—¿De qué teoría hablas? —inquirió el abogado.

—La de un trueque de rehenes por el DVD… —contestó Leonardo con voz queda—. Es posible que Los Hijos de la Viuda necesiten saber, tanto como nosotros, qué clase de información dejó escrita Iacobus bajo la capilla de los Vélez.

—Ya deben de haberse dado cuenta de que el DVD estaba en blanco —añadió la criptógrafa—, pero no se arriesgarán a bajar de nuevo. Podría estar esperándolos la policía, y para mí que son bastante previsores de sus actos.

—Entonces… ¿Para qué volver a la finca? —porfió Nicolás.

—Llámame terco si quieres, pero antes de marcharme he de comprobar que no hay nadie en casa de Riera.

—¿Pretendes saltar la verja y violar la vivienda de un honrado ciudadano? —Colmenares no salía de su asombro. Después añadió ceñudo—: Si es así, no cuentes conmigo.

—Descuida, lo único que pretendo es echar un vistazo por los alrededores y llamar de nuevo al timbre de la finca. No perdemos nada con intentarlo.

El picapleitos miró a Cristina, esperando su respuesta. Esta se encogió de hombros y susurró:

—Ya que estamos aquí…

Satisfecho, Leonardo se relajó en la parte trasera del coche. Sabía que era inútil buscarlos allí, pero tenía que comprobar por sí mismo que la gitana no estaba mintiéndoles. Era, como había dicho Cristina, la negación del individuo que no acepta haber perdido a la persona que ama; algo que, por otro lado, era inevitable.

El localizador indicaba claramente que estaban en Santomera.

Lilith, que les había estado siguiendo de lejos en la carretera, acabó por perderles la pista nada más desviarse hacia el centro del pueblo, cuando un enorme tractor agrícola se interpuso en su camino impidiéndole adelantar durante un trayecto de curvas. No le importaba, sabía que tarde o temprano daría nuevamente con ellos. Solo era cuestión de tiempo el que se acercaran a la finca del arquitecto. Era otro de sus presentimientos.

Segura de sí misma, decidió aguardar su llegada haciendo guardia frente a la sorprendente casa de Salvador Riera.

Al cabo de diez minutos vieron las copas más altas de los árboles plantados en hilera frente a la verja que circundaba la propiedad. Cuando tomaron la última curva distinguieron un coche deportivo, con matrícula extranjera, aparcado frente a la puerta de hierro. Una joven, con un chaquetón de cuero negro que le llegaba hasta las rodillas, se asomaba al interior de la finca sujetando con ambas manos los barrotes. Al oírlos llegar se volvió sobresaltada, quitándose las gafas de sol para escudriñar a quienes ya aparcaban junto a su coche.

Por lo que Cárdenas pudo apreciar, se trataba de una atractiva muchacha que no tendría más de veinticinco años de edad, de cabello muy rubio y cortado a la antigua moda punki. La expresión de sus ojos era aviesa y arrogante. Derrochaba una fuerte personalidad.

Cristina fue la primera en bajarse del automóvil. Después lo hicieron sus acompañantes.

—¡Hola! —La criptógrafa se acercó cautelosa, alzando su mano en señal de frío saludo—. ¿Buscas a alguien? ¿Tal vez a Salvador?

La joven los observó con una mirada demasiado altiva para su edad.

—¿Puedo saber quiénes son ustedes? —preguntó a su vez, con acento alemán.

—Mi nombre es Nicolás, y soy el abogado del señor Riera, dueño de la finca —respondió Colmenares, haciendo uso de su autoridad como letrado—. ¿Y tú…? ¿Puedes decirnos quién eres, y qué mirabas ahí dentro?

—¡Eh, oiga…! —Lilith se puso a la defensiva—. No estoy haciendo nada que esté fuera de la ley, solo observo el jardín. Además, tengo mis motivos para estar aquí. Motivos personales.

—Perdona… —intervino Leonardo, siempre diplomático—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Lilith.

—Verás, Lilith… No deseamos molestarte, y mucho menos inmiscuirnos en tus asuntos personales, pero necesitamos que nos digas el motivo de tu presencia en la finca o sacaremos nuestras propias conclusiones.

La joven apoyó las manos en su cintura, esbozando una sonrisa de lo más sarcástica.

—A ti te lo voy a decir… ¿Acaso eres policía?

—Puede que a ellos les interese saber por qué estabas escudriñando a través de la verja —opinó nuevamente Nicolás.

No pareció importarle la amenaza.

—Haz lo que quieras —dijo con sequedad—. Yo pienso quedarme aquí hasta que regrese el dueño de la casa.

—Según tenemos entendido, Salvador voló a Barcelona hace un par de días. Y no creo que vaya a volver en las próximas semanas.

Las palabras de Cristina surtieron efecto. Lilith se vino abajo al escucharla, incluso le mudó el color de las mejillas, sonrosadas gracias al maquillaje.

Mein Gott! —exclamó desencantada—. ¡No puede ser, ahora no! —Levantó los brazos—. ¡No después de haberlo encontrado!

Comenzó a llorar desconsolada, logrando que su papel fuese lo más veraz posible.

—¿Te encuentras bien? —Leonardo se acercó a ella, asombrado por el repentino cambio de actitud.

—¡Por favor! —suplicó ella—. ¿Saben dónde podría encontrarlo en Barcelona? Para mí es muy importante ponerme en contacto con él. Lo llevo buscando desde hace demasiado tiempo.

Cristina sintió lástima de la joven, por lo que se le acercó para rodearle los hombros con sus brazos. Intentó transmitirle confianza y complicidad, por aquello de ser mujeres.

—Será mejor que me cuentes la verdad. Si es algo íntimo, a mí me lo puedes decir. Prometo ayudarte en lo que sea posible.

Lilith suspiró abatida. Los observó por espacio de algunos segundos, uno a uno y en silencio, esforzándose todo lo posible para que su novelesca confesión calara en lo más profundo de sus sentimientos. Se trataba de representar el último acto. Y había que hacerlo con firmeza.

—Ese hombre… Salvador Riera… —Miró tristemente a Cristina al hablar—. Es mi padre.

Aquella no era, precisamente, la respuesta que todos esperaban.

—De niña, mi madre me dijo que había muerto, pero yo siempre supe que me ocultaba la verdad… —Lilith improvisó una historia que fuera convincente—. Una vez la oí hablar por teléfono. Discutía acaloradamente con un hombre… Y yo era el tema de conversación.

Sentados en la terraza de un bar del centro de Santomera, escuchaban con atención las palabras de la joven.

—Después de aquello, jamás volvió a hablarme de él —continuó con su relato—. En casa, ni siquiera había una fotografía que demostrara su existencia, ni una carta que atestiguara una relación entre ellos. No sé dónde se conocieron, ni qué tipo de sentimientos pudo haberlos unido en el pasado. Si fue amor no correspondido, o una noche loca de placer, es algo que quedó entre ellos dos. Ni siquiera reconoció el que nos hubiera abandonado, y eso quiere decir que tal vez fuera mi madre quien decidiera esconderle lo de su embarazo… —Entonces rompió a llorar—. Yo solo quería saber los motivos.

—Debió de ser muy duro para ti. —Cristina colocó su mano sobre la de Lilith, gesto fraternal que la alemana acogió con evidente agrado.

—Lo fue durante años. —Aspiró aire y trató de sobreponerse, limpiándose las lágrimas con un pañuelo.

Leonardo, que había estado observando a la joven para ver si encontraba cierto parecido físico con Claudia —al fin y al cabo eran primas—, aunque sin ningún resultado, sacó a relucir el tema de su viaje a España.

—Entonces, si no lo conocías ni tenías idea de dónde encontrarlo… ¿Cómo es que estabas frente a su casa?

—Hace unos meses, por Navidad, recibí un regalo muy especial: una carta con remite de España. Era de mi padre. Me decía que teníamos que hablar de muchas cosas, entre ellas el verdadero motivo por el cual jamás pudo ir a Alemania a conocerme… —Por un instante cerró los ojos—. Lo peor vino al final de la carta, cuando me dijo que deseaba verme antes de morir. Por lo visto, le habían diagnosticado una enfermedad terminal. Apenas le queda un año.

Dicho esto rompió a llorar de nuevo.

Se miraron unos a otros. Cárdenas se sintió traicionado por el propio Riera, quien en ningún momento les dijo nada al respecto; por lo menos a él. Si Claudia estaba al tanto de la grave enfermedad de su tío, jamás se atrevió a decírselo; tal vez por respeto al afectado.

—Lo siento, no lo sabíamos —susurró conmovido. Quiso de esta forma darle a entender a sus amigos que era el primero en enterarse.

—Como comprenderéis, no pienso rendirme ahora que estoy tan cerca… —Su voz sonaba entrecortada y melancólica—. Vosotros, que sois sus amigos, deberíais intentar localizarlo en Barcelona. Supongo que habrá alguna forma de ponerse en contacto con él. ¡Qué sé yo! Una dirección, o un número de teléfono.

Cristina suspiró sin saber qué decir. El abogado comprendió que habían llevado demasiado lejos su representación, y que reconocer el engaño, ahora, iba a resultar embarazoso. También Leonardo se dio cuenta de que no podían seguir mintiendo. No eran amigos íntimos del arquitecto, ni Colmenares le representaba jurídicamente como le había hecho creer. Eran, igual que ella, tres extraños que intentaban localizarlo —sin saber aún cómo—, antes de que acabara por entregarle a Dios su alma. Para su mayor infortunio, Riera tenía ahora dos enemigos contra quienes luchar.

—Verás… —El bibliotecario vaciló antes de seguir hablando—. Hay algo que hemos de decirte porque…

—No creo que nuestros asuntos sean de su incumbencia —le interrumpió con aspereza Colmenares, impidiéndole que hablara más de la cuenta—. Es más, ya deberíamos estar de camino a Madrid.

—Entonces… —balbució Lilith—. ¿No pensáis ayudarme?

Fue tan real la actuación, que ella misma llegó a creerse su propio dolor. Cristina, como mujer, volvió a sentir lástima de ella.

—Lo cierto es que también nosotros lo buscamos —reconoció en un gesto de honradez—. Y lo único que sabemos te lo hemos dicho.

—Hay algo que todavía no me habéis contado, y es el motivo por el cual lo buscáis —cambió de actitud, demostrando cierta desconfianza hacia sus contertulios—. Lo siento, pero no me creo que nadie sepa dónde está. Mi último recurso es acudir a la policía.

La reacción fue la que esperaba. Los tres palidecieron al escuchar su decisión de implicar a las autoridades.

—Será mejor que hablemos antes —le aconsejó gravemente el abogado—. Si nos precipitamos, podemos adelantar el final de Riera.

La joven alemana lo miró nerviosa. Tenía un tic en la boca.

—¿Qué quieres decir…? —Se revolvió inquieta en su asiento—. ¿Dónde está realmente mi padre? —preguntó con angustia—. ¡Necesito saber qué le ha ocurrido! —exigió, histérica.

—Lo ignoramos —comentó el abogado.

Lilith tuvo una corazonada. Cabía en lo posible que los mismos fanáticos que la habían contratado para asesinar a un pobre paleógrafo, y a una directora adicta a los somníferos, tuviesen en su poder al arquitecto, quizá porque él y Leonardo metieron sus narices en los asuntos de la logia. Si era así, lo mejor sería pronunciar la palabra mágica.

—¡Decidme la verdad! —exclamó—. ¿Acaso lo han secuestrado?

—Si te he de ser sincera, pienso que sí —afirmó Cristina, sin tapujos—. Aunque te advierto que nos es del todo imposible decirte nada más.

—Perdona, pero, en mi situación, no estoy dispuesta a aceptar tus motivos… —La joven alemana se dirigió a ella con amabilidad, tal y como Cristina la había tratado—. Por lo que a mí respecta, los míos son más importantes. Está claro que lleváis esto con discreción, y que no estáis dispuestos a pedir la ayuda de la policía. Aunque yo no pienso de igual forma. Por eso tendréis que darme una explicación antes de que decida levantarme para ir en busca del primer agente que encuentre de servicio.

Aquello sonaba a amenaza, o así lo entendieron sus tres interlocutores.

—Esto no es un juego —le advirtió Leonardo quedamente—. Tu vida puede correr peligro en el mismo instante en que te contemos nuestra historia.

—Es cierto —añadió Colmenares—. Y lamentaríamos mucho que te ocurriera algo.

—Parece ser que no lo entiendes —suspiró irritada, dirigiéndose al letrado—: Mi padre es lo único que me importa. Estoy dispuesta a asumir el riesgo si con ello puedo conocerle en persona… Dios mío… —musitó angustiada—. ¿Sabes lo que es vivir con la esperanza de ver al padre que te fue negado? Prefiero mil veces la muerte a olvidarme de él.

—¿Conoces a alguien más en Murcia? —le preguntó Cristina, haciéndose cargo de su situación.

Lilith negó con un gesto de cabeza.

—Haremos una cosa —continuó diciendo la criptógrafa—. Te vendrás conmigo a Madrid, a mi casa. Mientras tanto, nos dejarás libertad para que busquemos a tu padre. Has de confiar en nosotros, pero no debes inmiscuirte para nada en nuestros planes. Te prometo que si lo haces, conseguiremos que lo liberen quienes lo tienen secuestrado.

Pareció pensárselo unos segundos. Sin embargo, cedió a la propuesta de la encantadora pelirroja.

—Te doy mi palabra de honor —dijo agradecida.

Cristina aferró cariñosamente las manos de Lilith en un gesto solidario.

Aquella mujer le caía bien.

Sería la última en asesinar.