—¡Es increíble la inteligencia de ese hombre! —exclamó la criptógrafa, reconociendo el laborioso esfuerzo del cantero medieval—. ¿Os lo imagináis…? Era tal su deseo de mostrarle al mundo los secretos de la logia, que los inscribió de forma que el tiempo no lograra borrarlos. ¡Qué estúpidos hemos sido creyendo que podría tratarse de un diario escrito! De ser así, ahora estaríamos intentando reconstruir un rompecabezas de papel carcomido por los años.
Colmenares, sentado sobre la cama de la habitación, reconoció que la estrategia del escultor consiguió que su herencia permaneciera incólume durante siglos. No podía ser de otra forma. Las inscripciones en la piedra, según Cristina, eran el mejor modo de transmitir un mensaje a las generaciones venideras; y el más seguro. Iacobus lo sabía, como también adivinaba que iba a ser delatado al Maestro de obras y castigado por incumplir las normas de la logia, aunque no parecía importarle morir a cambio de salvaguardar sus conocimientos.
—¡Que me aspen si consigo entenderlo! —exclamó finalmente el abogado—. Ese cantero del diablo construye una cripta subterránea, solo para esculpir en las paredes símbolos esotéricos que quizá, de no haber sido por el manuscrito, hubieran permanecido ocultos hasta el fin de los días. Y a pesar de todo, se arriesga a que le corten la lengua y le saquen los ojos.
—La cámara subterránea ya estaba allí antes de que se iniciaran las obras de la capilla de los Vélez —apuntó Leonardo, el cual observaba nuevamente la grabación—. Según le dijeron a Claudia, se construyó sobre una antigua capilla o mausoleo. Ahora no lo recuerdo muy bien.
—Lo primero que haremos será regresar a Madrid y analizar a fondo el reportaje. Necesito pasar el DVD a un ordenador para aumentar y corregir las imágenes que aún permanecen difusas. Luego, las imprimiré para un detallado estudio.
Cristina tenía bien claro cuáles eran sus prioridades. Pero Leonardo no estuvo de acuerdo.
—Eso será cuando encontremos a Claudia y a Salvador Riera —argumentó ceñudo. Después congeló la imagen y se dio la vuelta—. No me iré de aquí sin ellos.
—Sabes muy bien que no podemos acudir a la policía —le recordó Colmenares, apoyando la decisión de Cristina—. Y buscarlos por nuestra cuenta es una labor imposible sin los medios necesarios.
—Vosotros sois libres de escoger… —Tragó saliva y añadió sombrío—: También yo.
Claudia corría un grave peligro, y no estaba dispuesto a abandonar la lucha; nunca mientras tuviese el convencimiento de que seguía con vida.
—Ni siquiera sabes si siguen en Murcia —alegó nuevamente el abogado con voz queda.
Cárdenas se puso en pie, cansado por el cariz que iba tomando el diálogo. Necesitaba tiempo para encontrar una solución. Forzar una huida desesperada solo beneficiaba a Los Hijos de la Viuda; pero, por otro lado, reconocía que la buena voluntad de ellos tres no iba a ser suficiente para encontrar a Claudia y su tío. El mejor modo de ayudarlos sería descifrando, de una vez por todas, el significado de aquellos jeroglíficos que lucían los muros de las siete salas.
—Está bien, haremos una cosa —les propuso—. Iremos de nuevo a Santomera, donde intentaremos localizar a la asistenta de Salvador. Le oí decir que era del pueblo.
—¿Y luego? —quiso saber Cristina.
—Le diré la verdad, que soy el compañero sentimental de la sobrina de Riera y que vengo desde Madrid para reunirme con ellos en la finca, pero que me ha sido imposible localizarlos.
—Corremos el riesgo de que denuncie su desaparición a las autoridades —le recordó el abogado.
—Lo hará de todas formas. Pero es posible que antes nos diga si tiene alguna otra residencia donde puedan haberse refugiado.
—¿Crees que están escondidos?
—Prefiero pensar eso a imaginármelos muertos.
—Escoger la probabilidad que más le conviene a uno es síntoma de desesperación, aunque es comprensible si quieres tanto a Claudia como dices —opinó la criptógrafa.
—Lo bastante para no rendirme.
La interpretación de Cristina no llegó a enojarle, pero le resultó incómodo que juzgara sus sentimientos una persona a la que acababa de conocer.
—De acuerdo, iremos —dictaminó Colmenares, poniéndose igualmente en pie—. Pero después volveremos a Madrid. También yo tengo asuntos pendientes que resolver, entre los que se encuentra el futuro de Hiperión y los puestos de trabajo de tus compañeros… ¿Recuerdas?
Leonardo tuvo que reconocer que no podía impedir que se marcharan. Y si era así, perdería para siempre la oportunidad de encontrar a Claudia.
—Me parece justo —reconoció muy a su pesar—. Pero has de prometerme que cumplirás con la última voluntad de Mercedes y financiarás la búsqueda de los criminales, así como la de los desaparecidos.
El letrado abrió mucho los ojos.
—¡Por supuesto! —rezongó indignado—. Soy el albacea de Melele Dussac, y, como abogado, conozco bien mis obligaciones profesionales.
—Entonces, no hay nada más que hablar… —Leonardo dio por finalizada la conversación, yendo hacia la puerta—. Ahora, si me perdonáis, necesito tomar un buen trago.
Salió fuera, dejándolos allí para que pudiesen deliberar sobre el futuro de aquella empresa en la que se habían visto involucrados por un maldito códice criptográfico.
Él ya había comenzado a hacerlo.
Una hora después, Cristina encontró a Cárdenas sentado frente a la barra del bar del hotel, sosteniendo en una de sus manos un cigarrillo rubio y en la otra el indefectible gin-tonic de la noche. No había demasiados clientes, todavía. Solo vio a una pareja de enamorados que charlaban tomándose un vino y a un anciano que bebía sin prisas una taza de café.
Decidió sentarse a su lado.
—¿Me invitas a una copa? —preguntó nada más llegar, ocupando uno de los asientos que quedaban libres.
Al girarse, Leonardo descubrió que había cambiado su estilizada indumentaria de mujer de negocios por algo más deportivo. El verla vestida con vaqueros ceñidos y blusa escotada con un sugerente canalillo, hizo que se replanteara la idiotez de rechazar su compañía. Lo cierto era que el cuerpo de aquella mujer parecía esculpido por las manos de un ángel, algo de lo que no se había dado cuenta hasta entonces. El hecho de que llevara el cabello suelto, en vez de recogido, consiguió enardecer su testosterona hasta el punto de sentir galopadas de caballos salvajes en el estómago.
De no ser porque amaba a Claudia más de lo que quisiera, bien podía enamorarse de una mujer tan atractiva, inteligente y bien formada como Cristina. Quizá de haberla conocido en otro momento y lugar.
—¿Lo mismo? —preguntó, alzando su vaso.
—Bourbon, por favor.
Leonardo llamó al camarero con un gesto de su mano.
—La señorita tomará un Four Roses —le dijo rápido—. Para mí, otro gin-tonic de Tanqueray.
Tras poner las copas, el camarero se marchó para atender a los nuevos clientes que llegaban.
—¿Dónde está Nicolás? —Le extrañó que el abogado la hubiese dejado sola. Se veía a distancia que bebía los vientos por ella.
—Prefiere descansar —respondió la criptógrafa tras saborear el whisky con un gesto de complacencia—. La verdad es que ha sido un día agotador.
—A mí, lo que verdaderamente me preocupa es el no saber a dónde nos conduce la locura de ese maldito cantero, ni el qué va ocurrir con nuestras vidas a partir de ahora. —La miró fijamente a los ojos.
Cristina asintió en silencio.
—Supongo que debe ser duro perder a la persona que quieres —dijo finalmente.
—Hablas de ella como si estuviese muerta.
—Te mentiría si dijera que abrigo la esperanza de que sus secuestradores se muestren benévolos y los liberen sanos y salvos, a menos que sea para exigir algo a cambio.
—¿La grabación por sus vidas?
Aquello tenía sentido.
—Quizá teman que su secreto salga a la luz, o tal vez necesiten el DVD, al igual que nosotros, para descifrar los jeroglíficos. En todo caso, no volverán a bajar a esa cripta. Sería bastante arriesgado intentarlo de nuevo cuando es posible que se encuentren con la policía. Por eso no descarto la posibilidad de un intercambio de rehenes a cambio de información.
—Dime una cosa, Cristina… ¿Habías oído hablar antes de Los Hijos de la Viuda?
—Si lo que quieres saber es si estoy preparada para afrontar el desafío, he de decirte que conozco cada uno de los entresijos de la alquimia, la masonería y el lenguaje simbólico de los signos. He escarbado en los libros más oscuros de la magia y el esoterismo medievales, además de haber sido la primera mujer en exponer una teoría coherente sobre el significado de la piedra filosofal y la auténtica interpretación posible del Manuscrito Voynich. No me asusta una fraternidad de constructores que dicen conocer los misterios de Dios, pero sí saber que son los únicos que pueden hacer uso de ellos. En todo caso, y respondiendo a tu pregunta… Sí, los conozco.
Una joven de cabello oscuro y rizado vino a sentarse a espaldas de Cristina. Leonardo se fijó en sus pequeñas gafas de color rojo y en el aparato de ortodoncia que llevaba en la boca, uno de esos correctores que a veces les implantan a los adolescentes. Tales complementos afeaban su mágico rostro.
—Salvador me habló de Hiram Abif y de su relación con la reina de Saba… —Leo se olvidó de la muchacha para seguir hablando de los supuestos criminales—. ¿Qué hay de cierto en esa historia?
—Nadie lo sabe —contestó ella mientras ladeaba la cabeza—. Unos dicen que el hijo de Balkis era de Salomón, otros que del maestro de Tiro. Pero lo cierto es que, de uno u otro, su descendencia adoptó el patronímico de Los Hijos de la Viuda, herederos de un secreto universal relacionado con el Templo de Jerusalén y los misterios de la construcción. Pero ante todo, son los custodios del Arca de la Alianza.
—Riera es de la misma opinión —reconoció—. De hecho, está convencido de que una vez estuvo escondida en algún lugar de la provincia, y que más tarde fue depositada bajo la capilla de los Vélez. Bueno, eso ha sido últimamente, cuando le hablamos de la cuarteta de Nostradamus.
Cristina lo miró intrigada. Era la primera vez que oía algo semejante.
—¿Puedes explicarme eso?
Leonardo accedió a contarle todo lo que sabía al respecto, desde la coletilla de Balboa bajo el documento encriptado hasta el doble sentido de la cuarteta del astrónomo francés, pasando por el anatema escrito en la pared la noche que asesinaron a Balboa y el castigo infringido al cantero. Cristina encontró sorprendente el hecho de que mencionara las cadenas y el terrible final del escultor. Conocía de memoria el manuscrito de Toledo, pero jamás llegó a pensar que la catedral de Murcia fuera el eje central de aquella historia.
—Háblame de ese amigo tuyo, el arquitecto —insistió—. ¿Cómo es que conoce tan a fondo la vida y costumbres de los constructores medievales?
—Supongo que por pura deformación profesional… —admitió. Después se encogió de hombros—. La arquitectura está íntimamente relacionada con el trabajo del antiguo masón.
—Sin embargo, según tú, ha dedicado varios años al estudio de la logia. Y lo ha hecho en profundidad, ya que no todo el mundo conoce de memoria los artículos masónicos detallados en el Manuscrito Cooke.
—No es de extrañar, si te gusta la historia. Y la verdad es que Riera parece disfrutar ahondando en los misterios que relacionan el Arca del Testimonio con templarios y masones. Incluso piensa que el nombre de Santomera es debido a que uno de los fundadores del Temple, Godofredo de Saint-Omer, trajo consigo la reliquia desde Tierra Santa.
—Ya… —Una mueca furtiva cruzó el bello rostro de la criptógrafa—. ¿Y dónde se supone que está ahora?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —El bibliotecario esbozó una sonrisa caricaturesca—. Aunque según Salvador, debería estar escondida en la ciudad de Henoc. Para mí que ese hombre sigue obsesionado por algo que los arqueólogos llevan buscando desde hace demasiados siglos.
—¿Y dices que es el tío de tu querida Claudia? —preguntó ella de nuevo, pero con cierto escepticismo.
—En realidad, es el hermanastro de su madre. Antes vivía en Barcelona, pero hace años dejó su trabajo para instalarse en la finca que visteis esta mañana… —Entonces se dio cuenta de que le interesaba más la vida del arquitecto que la posibilidad de encontrarlo—. ¿Puedo saber a qué viene ese interés por Salvador?
—Es solo curiosidad. —Cambió de actitud, observando a los clientes que comenzaban a entrar en el reservado del restaurante—. ¡Bueno, Leo! —exclamó con afectada jovialidad—. Será mejor que te invite a cenar, si es que puede soportarlo tu orgullo de macho ibérico.
El aludido se echó a reír, bajándose del taburete para cogerla galantemente del brazo.
—Será un placer, siempre y cuando me cuentes, mientras cenamos, cómo se te ocurrió estudiar Arqueología. Para mí es más fácil aceptar la invitación si te tengo la suficiente confianza… —Esbozó su mejor sonrisa—. Aunque te advierto que eso no impedirá que mañana vayamos de nuevo a Santomera para buscar a Claudia y a su tío.
—¡Vaya! Y yo que pensaba que podías olvidarte de ella por un momento y ligar conmigo.
Esta vez fue Cristina quien rio su propio chiste.
Juntos se marcharon hacia una de las mesas del restaurante, charlando amigablemente sin reparar en nadie más que en ellos mismos.
La joven con gafas y corrector de dientes, que estaba sentada a espaldas de Cristina, pidió la cuenta al camarero; a quien no le extrañó su acento alemán. Murcia, debido al cálido clima del mediterráneo, estaba plagada de turistas que vivían en las prolíficas urbanizaciones erigidas a lo largo de la costa. La región autónoma estaba contaminada de extranjeros llegados de toda Europa.
Lilith, satisfecha por lo que acababa de escuchar, se dirigió hacia el ascensor del hotel. Entre sus manos llevaba la llave del cuarto que le habían asignado en recepción.
Entró en la habitación con una sonrisa en los labios. Tras dejar la llave en la mesita del vestíbulo, fue hacia el cuarto de baño mientras se libraba del horrible aparato de los dientes. Luego, cuando estuvo frente al espejo, tiró hacia atrás de la peluca. A continuación se quitó las lentes de contacto de color castaño y se limpió, con una toallita de bebé, el rímel de las pestañas y el tinte oscuro de sus cejas. Más tarde, se enjuagó el rostro con agua caliente. Y para cuando abrió los párpados, allí estaba de nuevo la Lilith de siempre: rubia, pálida y de ojos azules. La muñeca más atractivamente diabólica del mercado criminal.
Encendió un cigarrillo y fue hacia el salón. Necesitaba la ayuda de Frida; o quizá lo que echaba en falta era alguien en quien confiar. Estar en el punto de mira de la Agencia, la cual no cesaría en su empeño de eliminarla, era algo que la inquietaba bastante.
Sin embargo, la conversación que acababa de escuchar podía llegar a ser más importante que el hecho de poner precio a su cabeza. Se había hablado de unas cadenas que circundaban la planta octogonal de la capilla de los Vélez, de las Centurias de Nostradamus y del Arca de la Alianza; una reliquia por la cual el Tercer Reich realizó diversas expediciones arqueológicas en Oriente Medio, sobre todo en Egipto, al creer que se trataba de un amuleto mágico provisto de poderes sobrenaturales, con el cual el Führer podría gobernar sobre las demás naciones del mundo. Pero lo más importante de todo era saber que tenía a su hombre durmiendo en el hotel. Había escuchado a la mujer llamar «Leo» al sujeto que tenía a su lado, y era casi imposible encontrar dos personas con ese nombre que estuvieran relacionadas en un mismo asunto. También se había aprendido de memoria los nombres del arquitecto y su sobrina —supuestamente desaparecidos—, algo que no hacía más que aumentar sus posibilidades de éxito, pues tenía trazado un plan, y no iba a renunciar a él.
Sacó el teléfono móvil del interior de su bolso. Marcó el número de Frida y esperó la señal. Al cabo de unos segundos, se escuchó una grabación diciendo que el terminal estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intentó de nuevo, con idéntico resultado. Le extrañó porque Frida había prometido tenerlo encendido en todo instante, para estar siempre comunicadas. Entonces llamó a fraulein Gottdard, la anciana que vivía en el apartamento de enfrente y que solía regar las hortensias de Frida cuando ambas salían de viaje. Ella siempre estaba pendiente de la vida de los demás. Era la única que podía saber dónde estaba su amiga.
Nada más escuchar la voz de Lilith, la mujer rompió a llorar.
—¡Pequeña! ¿Eres tú…?
—Sí, lo soy —contestó, extrañada por la conducta de su vecina—. ¿Le ocurre algo?
—¡Ay, criatura! No sé como decírtelo… —gemía desconsolada.
—¿Decirme qué?
Comenzaba a ponerla nerviosa tanto sollozo.
—Se trata de Frida… ¡Ha sido horrible!
—¿Dónde está? ¿Qué le ha ocurrido? —inquirió intranquila.
El corazón le dio un vuelco, ya que un terrible presentimiento comenzaba a nacerle en las entrañas.
—La han encontrado muerta en su apartamento, de un disparo en la cabeza… —gimió de nuevo la vecina—. ¡Lo siento, pequeña! De verdad que lo siento. Tú ya sabes cómo la quería… ¡Era como una hija para mí! Si te digo que…
En ese momento, Lilith dejó de escuchar. Bajó la mano con lentitud, cortando la comunicación sin despedirse siquiera. Había recibido un duro golpe, demasiado quizá. La muerte de su amiga no le era indiferente. Es más, consiguió arrancarle un grito de rabia que finalizó con un golpe de impotencia dado a la pared.
Por alguna extraña razón, la Agencia había encontrado a Frida antes que a ella.