Tras ocho horas de viaje, el Talgo Barcelona-Murcia llegaba puntual a la estación del Carmen. Las puertas se abrieron entre sonidos de silbatos y pitidos provenientes de algún lugar incierto del tren. Los viajeros se fueron bajando de los distintos vagones con cierta lasitud, dirigiéndose después hacia el andén en busca de la salida. Y entre ellos, Altar, quien se mezcló con la masa humana que abandonaba la estación formando parte del conjunto.
Se dirigió a uno de lo vehículos de transporte público aparcados en la puerta. Preguntó al taxista si podía llevarle a la avenida de Espinardo. Este asintió con gesto cansino tras quitarse el mondadientes que llevaba en la boca. A continuación, le abrió la puerta del automóvil en un arrebato de cortesía, pues debido al acento comprendió que se trataba de un extranjero; y los guiris, según calculó, solían ser generosos con las propinas.
Acomodado en la parte de atrás del coche, Altar abrió el ordenador y se olvidó del taxista. El GPS incorporado al portátil rastreó el plano de la capital hasta que vio en la pantalla una luz parpadeante, de color rojo, recorriendo el laberinto de calles y avenidas interminables que formaban la ciudad de Murcia. Según el plano virtual, Lilith conducía su coche por los alrededores de un centro comercial situado en el barrio de las Atalayas. Le sorprendió que no estuviera en el edificio donde había pasado la noche, algo que estuvo comprobando sistemáticamente, cada media hora, el tiempo que duró el trayecto desde Barcelona.
Por lo visto, Lilith se había levantado temprano con el propósito de realizar alguna tarea propia del oficio, tal vez un seguimiento. Aquello se ajustaba en cierto modo a su propósito. Iría a echar un vistazo al domicilio donde pasó la noche, ahora que Lilith no estaba en casa. De este modo podría trazar un plan de ataque sorpresa con el fin de eliminar riesgos innecesarios. Lilith no era precisamente una novata. Sabía esquivar el peligro como cualquier asesino a sueldo capaz de sobrevivir a su oficio. Un solo fallo, y, en vez del verdugo, él sería la víctima.
Volvió a mirar la pantalla. Lilith se había detenido en la avenida del Rocío. Y ahí se quedó sin moverse.
No pudo evitar una sonrisa. Su vieja amiga había pasado de ser un icono de conducta, dentro de Corpsson, a engrosar el listado de víctimas internas de la empresa. No era la primera, ni sería la última, que cometía el grave error de actuar por su cuenta. Dichas irregularidades afectaban al buen funcionamiento de la Agencia, por lo que a veces era necesario tomar medidas aplastantes y amputar de raíz el miembro gangrenado. Por eso, lo mejor era acatar las ordenanzas con todo el rigor que se merecía el trabajo.
Nadie como un asesino a sueldo para saber el precio que había que pagar para seguir siendo un superviviente por tiempo indefinido.
Arantxa decidió quedarse en casa y no acudir a clase. Había pasado mala noche debido a la menstruación, y le fue imposible conciliar el sueño hasta pasadas las cinco de la madrugada. Entonces, cuando más adormilada estaba, vino Mónica a despertarla para decirle que la nueva se había marchado temprano dejando una nota pegada en la puerta del frigorífico. Como respuesta, emitió un gruñido recalcitrante para que la dejase en paz y se marchara de una vez por todas a clase. Luego, siguió durmiendo a pesar del ruido incesante del tráfico que poco a poco se iba adueñando de las calles de la ciudad.
Sin embargo, se volvió a despertar al sentir un dolor intenso en los ovarios. Decidió levantarse para ir en busca de un analgésico. Cruzó en pijama la habitación y, aún somnolienta, se deslizó a trompicones por el pasillo bostezando de sueño. En ese instante escuchó el sonido del timbre. Como una autómata se dirigió al vestíbulo para echar un vistazo a través de la mirilla. Vio a un individuo delgado y de tez pálida, muy bien vestido. Llevaba una chaqueta negra y camisa beige. Tenía el cabello rubio platino, peinado hacia atrás, y los ojos azules con tintes verdosos, por lo que pensó que podía tratarse de uno de esos extranjeros que últimamente pregonaban por las calles de Murcia una nueva doctrina denominada de la Cienciología, una especie de secta de la que tanto había oído hablar en la televisión y a varias de sus amigas, y a la que pertenecían diversos actores conocidos de Hollywood. Sin embargo, no vio que llevase nada sospechoso entre sus manos, ni siquiera panfletos propagandísticos; y eso la llevó al convencimiento de que estaba equivocada. No parecía que fuese un predicador, ni tan siquiera un vendedor ambulante.
—¿Quién es? —preguntó antes de abrir.
—Siento molestar, pero busco a una chica alemana… —Oyó decir en un español mal pronunciado—. ¿Vive ahí?
Arantxa se acordó de la nueva y de la dichosa nota, la cual aún no había tenido ocasión de leer. Trató de quitárselo de encima.
—No está —le dijo desde el otro lado de la puerta—. Se marchó esta mañana, creo que a la universidad. Quizá venga a comer, aunque no estoy segura.
Se asomó de nuevo para ver la reacción del desconocido.
—¡Vaya, que lástima! —Parecía contrariado—. He hecho un viaje agotador, desde muy lejos, para venir a ver a mi hermana, y ahora he de esperar a que regrese de clase.
Altar no quiso ser más explícito, pues en realidad desconocía la historia que podía haberse inventado su vieja amiga. Optó por la prudencia.
—¿Lilith es tu hermana? —inquirió Arantxa, sin salir de su asombro.
—Eso dicen nuestros padres —contestó él de forma escueta, y se echó a reír inocentemente. Luego, añadió—: Perdona, pero esta conversación resulta ridícula. No sé si te habrás dado cuenta de que estamos hablando con una puerta.
La joven captó el mensaje. Al fin y al cabo era un familiar de la nueva inquilina. Además, le resultó bastante atractivo y ello le dio mayor confianza.
—Un momento, ya abro.
Giró el pestillo y abrió… El hombre asintió con timidez, más que por nada porque Arantxa iba en pijama y supuso que la había despertado.
—Lo siento, quizá no sea el momento más oportuno —comenzó diciendo—. Pero necesito ponerme en contacto con Lilith lo antes posible. ¿Te importaría entregarle una cosa de mi parte cuando regrese?
El desconocido se agachó. La joven descubrió entonces que en el suelo descansaba una bolsa negra de viaje. De ella sacó una cajita de porcelana del tamaño de un paquete de cigarrillos.
—Es su caja de la suerte… —Se la entregó con timidez—. ¿Podrás decirle que me llame por teléfono cuando llegue? No tengo adonde ir.
—Sí, claro… —Titubeó unos segundos, dudando entre dejar que se marchara o invitarle a pasar.
Finalmente decidió no hacerlo a menos que él se lo pidiera.
—¡Vaya, casi se me olvida! —Él se echó una mano a la cabeza—. Acabo de recordar que he cambiado de móvil, y Lilith aún no tiene mi número… —Sacó un bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Tendrías a mano un papel, o un bloc de notas?
De forma instintiva, Arantxa giró la cabeza hacia el interior de la casa. A continuación le miró de nuevo con renovado interés.
—Sí, espera —dijo con suavidad—. En mi cuarto debe de haber una libreta.
Le sonrió antes de darle la espalda. Dejó la caja de porcelana sobre la cómoda del vestíbulo y fue directa hacia su habitación. Altar, por su parte, miró a ambos lados para cerciorarse de que no había nadie más por el rellano ni subiendo en el ascensor. Entonces, empujó la bolsa con el pie para introducirla de forma sutil en el pasillo y entró en silencio en la casa. A continuación cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido, siguiendo muy de cerca a la confiada Arantxa. Sin perder más tiempo, sacó del bolsillo de su chaqueta un cable de acero cuyos extremos finalizaban en unas empuñaduras de marfil talladas con motivos orientales. A ellas se aferró con fuerza para tensar el alambre.
—Hay algo que no entiendo… —Arantxa comenzó a hablar en voz alta, creyendo que le estaría esperando en la puerta—. ¿Cómo has sabido dónde vivimos, si tu hermana se instaló ayer y acabas de llegar de viaje?
Antes de que se diese la vuelta, como intuía que pensaba hacer, Altar rodeó el cuello de la joven con el cable y apretó con decisión sin darle tiempo a reaccionar. Al comprender lo que estaba sucediendo, Arantxa trató de escapar de su agresor convulsionando el cuerpo con fuerza. Quiso gritar, pero le fue imposible. Entonces, en su impotencia, decidió agarrar el cable que le oprimía cada vez más la garganta, pero lo único que consiguió fue levantarse la piel del cuello y romperse una uña en el desesperado intento.
Al cabo de unos segundos, el cuerpo de Arantxa quedó totalmente inmóvil. La ejecución finalizó antes de lo previsto.
Altar se sintió satisfecho.
Lilith regresó al apartamento con la convicción de que tendría controlado al grupo que estuvo merodeando frente a la finca. Lo primero que tenía pensado hacer sería contactar con ellos y encontrar cualquier excusa, con el fin de ganarse su confianza. Para ello, sería necesario colocar algunos micrófonos y averiguar cuál era su relación con el dueño de la finca, más que por nada para inventarse una historia que la implicase directamente. Aunque, en realidad, no sabía dónde ubicarlos, ya que actuar en un lugar público, como era el hotel, tenía su riesgo. Y ella era demasiado comedida en su trabajo para cometer un error de esa envergadura.
Finalmente desechó la idea de los micrófonos. Lo mejor sería utilizar un disfraz para espiarlos de cerca y escuchar su conversación.
Dejó sus pensamientos a un lado, nada más aparcar el coche a un centenar de metros de donde iba a vivir una temporada con dos diablillos de hormonas inquietas. Una vez dentro del edificio, cogió el ascensor mientras buscaba en su bolso las llaves que le prestara Mónica tras abonarle por adelantado el mes de alquiler. Nada más encontrarlas, las puertas se abrieron de forma automática. Entonces percibió en el aire un aroma que le era vagamente familiar, fragancia varonil que creyó haber olido antes en algún otro lugar. Durante unos segundos se quedó paralizada, hurgando ansiosa en el baúl de su memoria.
Iban a cerrarse las puertas del ascensor, pues había transcurrido el tiempo límite de seguridad, cuando interpuso las manos y las hojas de acero volvieron a retraerse. Salió fuera, con sus cinco sentidos a flor de piel. Tuvo un mal presentimiento. Y cuando ella tenía una intuición por algo tan nimio como un perfume, era porque ese algo podía poner en peligro su vida.
Introdujo la llave en la cerradura, girándola con cuidado de no hacer ruido. No parecía que hubiese sido forzada. Aun así, decidió no bajar la guardia hasta que estuviera dentro e inspeccionara las habitaciones una por una. Entró en silencio, colándose por la estrecha abertura que dejaba la puerta a medio abrir; procuró evitar cualquier tipo de sonido que delatara su presencia en el interior de la casa. Segundos después, se deslizó sigilosamente por el pasillo.
De nuevo ese aroma.
Lo sintió mucho más fuerte que antes. Era el perfume favorito de alguien a quien conocía bastante bien; de eso estaba segura. Trató de recordar quién usaba aquella fragancia tan peculiar, pero la memoria se obstinaba en llevarle la contraria. Era como cuando tienes el nombre de una persona en la punta de la lengua y no consigues dar con él por mucho que te esfuerces en ello.
Entonces vio algo que llamó su atención, un detalle sin importancia pero que evidenciaba su más terrible sospecha: en el suelo de cerámica se apreciaba aún el brillo del agua sin secar, y había en el ambiente cierto olor a desinfectante. No hacía mucho que habían fregado el suelo del pasillo, y por lo visto con bastante profesionalidad; demasiado esfuerzo para cualquiera de aquellas dos remolonas.
Sin embargo, tanta eficacia no hizo sino prevenirla todavía más. Allí dentro estaba ocurriendo algo extraño. Sus sensores de advertencia le decían a gritos que tuviese cuidado, pues una pulcritud de esa índole no podía suponer nada bueno. En su oficio, era bastante habitual limpiar los rastros de sangre con amoníaco para confundir lo máximo posible a la policía científica; y aquello tenía todas las trazas de ser el resultado de un excelente trabajo.
Sin perder la calma, se agachó para extraer un cuchillo de monte que llevaba escondido en el interior de sus botas. Lo empuñó con fuerza a la vez que escudriñaba a su alrededor, asegurándose de que nadie pudiera surgir de improviso de alguna de las habitaciones. La suya estaba muy cerca del vestíbulo. Sería la primera en inspeccionar.
Giró el pomo de la puerta y abrió muy lentamente. Todo estaba como lo había dejado esa misma mañana. Volvió a ponerse en cuclillas, esta vez para comprobar que no había nadie escondido bajo la cama. Fue hacia el armario y sacó, de dentro del primer cajón, su pistola automática de factura alemana, guardándosela en la parte de atrás del pantalón tras enroscar el silenciador.
Salió nuevamente al pasillo. Comprobó también el baño, la cocina y el cuarto de estar, asegurándose de que estaba sola en el apartamento y que todo era una falsa alarma provocada por una premonición sin fundamento. El aroma de un perfume no era tan determinante como creía, ya que el uso de un producto comercializado no tenía carácter privativo. Podía ser de un amigo de las inquilinas que hubiese estado de visita esa misma mañana tras su marcha.
No obstante, su sexto sentido le dijo una vez más que estuviese alerta. Todavía quedaban dos habitaciones por visitar, y era demasiado prematuro confiarse.
Entró con cuidado en el cuarto de Mónica. Alguien había bajado las ventanas por completo y apenas se veía nada en el cuarto. Aguardó unos segundos, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Al poco le pareció ver la silueta de la cama frente al armario empotrado, y una mesa de despacho y una silla al otro lado de la alcoba. Fue hacia los pies de la cama al intuir una sombra indeterminada bajo el somier. No hizo falta agacharse. Se veía parte de las suelas de unos zapatos.
Entonces volvió a sentir por toda la habitación el aroma fresco de aquella fragancia que tanto la obsesionaba. Pero esta vez fue distinto: terminó por recordar al individuo que usaba aquel perfume tan sumamente caro y exclusivo: su viejo amigo Altar Leroy, conocido en el círculo de asesinos de Sao Paulo como El Estrangulador de Toronto; el hombre encargado de ejecutar a los profesionales que ponían en entredicho la fiabilidad de la Agencia.
Fue a echar mano de la pistola que llevaba entre la espalda y el pantalón, con el fin de acabar allí mismo con su vida antes de que él se le adelantara, cuando escuchó un sonido débil e imperceptible a su espalda. Fue más bien una vibración acústica que puso en guardia su mecanismo de supervivencia. Alguien había salido de dentro del armario dispuesto a atacarla por detrás, sin saber que ella jugaba con ventaja al conocer de antemano el arma favorita de su agresor y cómo era su letal modus operandi.
Sin perder tiempo alzó la mano que portaba el machete, sujetando a tiempo el cable de acero que de forma implacable se cernía como una amenaza alrededor de su garganta. Esto hizo que se tensara, lo que evitó que entrara en contacto con la piel. Cedió poco después, cuando la afilada hoja del cuchillo rasgó finalmente el alambre. Entonces quedó libre para maniobrar.
En una fracción de segundo, Lilith giró la empuñadura del arma al tiempo que asestaba un golpe seco hacia atrás. El cuchillo se clavó en el vientre de su agresor, el cual lanzó un gemido de sorpresa al sentir en su carne la frialdad del acero. Luego se dio la vuelta y, mirándolo a los ojos, sacó la automática de detrás del pantalón colocándola a la altura de su frente.
—¡Lilith…! —masculló el canadiense mientras su boca expelía un primer vómito de sangre.
—Adiós, Altar —respondió glacial.
La joven deslizó la pestaña del seguro y apretó el gatillo. Fue más la escabechina que brotó de la parte de atrás de su cabeza, que el sonido apagado de la pistola. El infeliz cayó al suelo como un títere sin hilos. Un líquido sanguinolento y espeso, que brotaba del agujero de su cráneo, formó un charco cada vez más extenso en el suelo.
Acto seguido, Lilith se agachó para ver quién se ocultaba bajo la cama. Tiró del cuerpo hasta sacarlo fuera, descubriendo que era Arantxa, y no Mónica, como se creía, quien había tenido la mala suerte de encontrarse cara a cara con Altar. Había sido estrangulada con un cable de acero. Aún podía verse la sangre restañada estableciendo un círculo alrededor de su cuello. De seguir apretando un poco más, la hubiera decapitado limpiamente.
—¿Arantxa…? —Escuchó la voz de Mónica, extrañada, acercándose por el pasillo—. Tía… ¿Se puede saber por qué está la puerta abierta?
Lilith se puso en pie de un salto, colocándose tras la puerta de la habitación. Ni siquiera tuvo tiempo de ocultar los cuerpos.
Mónica entró a tientas en su cuarto, buscando con la mano el interruptor. Finalmente encendió la luz, y lo que vio la dejó atónita. Su mente fue incapaz de asimilar el dantesco espectáculo que se ofrecía ante sus ojos. Fue a gritar, pero una mano se aferró con fuerza a su frente con el propósito de echarla hacia atrás, levantando su barbilla. Entonces sintió que le abrían la garganta de un tajo, y cómo se le escapaba la vida a través de la abertura. Se ahogó en su propia sangre tratando de respirar.
Finalizada la rápida ejecución, Lilith se dirigió al cuarto de baño para lavar en profundidad sus manos y el cuchillo. Después fue hacia su cuarto, recogió sus pertenencias y, tras cerrar la puerta con llave, abandonó el apartamento con la terrible sensación de haberse convertido, durante unos minutos, en una de sus víctimas.
La Agencia había dictaminado su eliminación. A partir de ahora tendría que extremar las medidas de seguridad.
La situación era inaceptable.